Buch lesen: «La mirada neandertal»
Directora de la colección: Carolina Moreno Coordinación: Soledad Rubio |
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© Del texto: Valentín Villaverde Bonilla, 2020
© De la presente edición:
Unitat de Cultura Científica
i de la Innovació de la Universitat de València
Publicacions de la Universitat de València, 2020
Producción editorial: Maite Simón
Interior
Diseño y maquetación: Inmaculada Mesa
Corrección: Iván García Esteve
Cubierta
Diseño original: Enric Solbes
Imagen: Neandertal, Museo de Historia Natural de Londres
(Fotografía de Neil Howard)
Grafismo: Celso Hernández de la Figuera
ISBN: 978-84-9134-716-3
Edición digital
A mi nieta Valentina,
origen de incesantes emociones
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
Capítulo 1. ¿ES ARTE EL ARTE PALEOLÍTICO?
¿QUÉ ES EL ARTE?
¿ARTE O ARTES?
EL ARTE Y LA ANTROPOLOGÍA
LA PSICOLOGÍA COGNITIVA Y LA VALORACIÓN DEL ARTE
EL CEREBRO Y LA APRECIACIÓN DEL ARTE VISUAL
EL ARTE VISUAL COMO FORMA DE COMUNICACIÓN
Capítulo 2. EL ARTE Y LA EVOLUCIÓN BIOLÓGICA
EL ARTE Y EL ÉXITO REPRODUCTIVO
EL ARTE COMO ENTRENAMIENTO DE LA PERCEPCIÓN
EL ARTE COMO VEHÍCULO DEL PENSAMIENTO IMAGINATIVO
EL ARTE COMO HERRAMIENTA DE MANIPULACIÓN
EL ARTE Y LA PREDILECCIÓN ESTÉTICA POR DETERMINADOS PAISAJES
EL ARTE COMO SUBPRODUCTO DE LA INTELIGENCIA Y LA CAPACIDAD CULTURAL
Capítulo 3. LAS PRIMERAS MANIFESTACIONES ARTÍSTICAS Y ESTÉTICAS
BOLAS Y BIFACES: LA FORMA MÁS ALLÁ DE LA FUNCIÓN
COLECCIONISTAS DE OBJETOS: FÓSILES Y MINERALES
LOS COLORANTES Y EL ARTE VISUAL
LOS PRIMEROS ADORNOS: DIENTES, CONCHAS Y HUESOS PERFORADOS
LOS NEANDERTALES Y LOS ADORNOS DE PLUMAS Y GARRAS DE ÁGUILAS
LA IMPORTANCIA DEL ADORNO CORPORAL EN EL ARTE VISUAL
OBJETOS DECORADOS: LÍNEAS GRABADAS SOBRE HUESOS Y PIEDRAS
¿ARTE PARIETAL NEANDERTAL?
LAS PRÁCTICAS FUNERARIAS DE LOS NEANDERTALES Y LA CONDUCTA SIMBÓLICA
UNA BREVE REFLEXIÓN FINAL
Capítulo 4. EL ARTE VISUAL EN EL PALEOLÍTICO SUPERIOR
¿FORMA EL ARTE VISUAL PARTE DE UN CAMBIO REVOLUCIONARIO QUE AFECTÓ A DISTINTOS ÁMBITOS DE LA CULTURA?
UNA APROXIMACIÓN CUANTITATIVA AL ARTE VISUAL DEL PALEOLÍTICO SUPERIOR EUROPEO
Capítulo 5. RECAPITULACIÓN: EL ARTE VISUAL Y LA EVOLUCIÓN HUMANA
LA CAPACIDAD COGNITIVA DE LOS NEANDERTALES PARA EL ARTE VISUAL
EL ARTE VISUAL EN EL PALEOLÍTICO MEDIO Y EN EL PALEOLÍTICO SUPERIOR
FUNCIÓN Y SIGNIFICACIÓN DEL ARTE VISUAL PALEOLÍTICO
EL ARTE VISUAL COMO UNA FORMA DE ACTIVIDAD CULTURAL
LA REVOLUCIÓN QUE NO FUE TAL
BIBLIOGRAFÍA CITADA
AGRADECIMIENTOS
ÍNDICE ANALÍTICO
ÍNDICE DE YACIMIENTOS
INTRODUCCIÓN
Vivimos rodeados de imágenes. No solo acompañan la mayor parte de nuestra actividad diaria, sino que además las entendemos sin esfuerzo. Forman parte de nuestra cultura, y por esa misma razón nos comunican ideas, sensaciones e información que comprendemos de manera inmediata, o casi. En palabras de Gombrich (1987: 129), «hasta las imágenes de tiempos pasados o de países lejanos son más accesibles para nosotros de lo que nunca lo fueron para el público para el que fueron creadas». La imagen visual forma parte de nuestra existencia, y no solo generamos y usamos nuevas imágenes visuales, sino que, sin la más mínima vacilación, nos apropiamos de otras que no forman parte de nuestra cultura. Las descontextualizamos sin titubear, y al hacerlo prescindimos de su significado original, las transformamos y empiezan a transmitir una información distinta de la que transmitían en su contexto cultural de origen. Las «desculturizamos» en cierta medida. El gusto por las exposiciones del denominado arte tribal o étnico constituye un claro ejemplo de esa descontextualización al que se pueden añadir las visitas a monumentos antiguos o a las cuevas prehistóricas decoradas. De este comportamiento da cuenta R. A. Gould (1990) cuando refiere su visita a una exposición de arte tradicional de Nueva Guinea organizada en el Metropolitam Museum of Art de Nueva York el año 1982:
los diversos objetos expuestos, que incluían desde máscaras y postes hasta pequeñas esculturas, se identificaban con pequeñas etiquetas que daban cuenta de los materiales empleados, en ocasiones su uso, pero con muy escasa atención por los contextos sociales o culturales en los que esos objetos se habían producido. La idea dominante de esta exposición era la de que el «arte» es algo que afecta o comprende el conjunto de la humanidad, más allá de sus características culturales, y que transmite por sí mismo al visitante una experiencia que trasciende su propia experiencia social o cultural.
Las reacciones del público daban lugar a juicios fundamentalmente subjetivos y etnocéntricos sobre la calidad, la simetría o el primitivismo de las obras, algo que según este mismo autor se puede perfectamente caracterizar como el «efecto del Oh-Ah».
En contra de lo que intuitivamente pudiéramos pensar, las imágenes no hablan por sí solas. Cuanto más alejadas están temporal y culturalmente de nosotros, más opaco o inaccesible es su significado original. A veces es la fuerza expresiva de la forma la que ha favorecido su apropiación por las sociedades occidentales. No es un fenómeno reciente, pues algo similar ha ocurrido con el arte visual a lo largo de la historia. Pero es importante asumir que al apropiarnos de imágenes que nos son culturalmente ajenas transformamos su significado original. Pensemos en las imágenes más lejanas, en las que remontan al Paleolítico, a la larga etapa de la historia de la humanidad en la que los grupos cazadores-recolectores ocupaban el planeta. Las imágenes visuales de aquellas sociedades han pasado a formar parte, en un buen número de casos, del imaginario colectivo occidental moderno. Se han transformado en iconos que generan en multitud de personas la emoción de situarse ante las representaciones de animales, humanos o temas abstractos que provienen de un pasado remoto. Facilitan la sensación de vértigo que se asocia a la constatación de que se trata de figuras realizadas decenas de miles de años antes del presente. Evocan, por sí mismas, ese pasado lejano. Así sucede con los temas pintados en cuevas decoradas tan conocidas como Altamira, Lascaux o Chauvet. En algunos casos tanta ha sido la atracción despertada en la población que bien podemos decir que estas imágenes rupestres han estado a punto de sucumbir de puro éxito. La visita multitudinaria y poco controlada del gran público ha puesto en riesgo de desaparición aquello que despierta el interés de los visitantes. Ante esta situación alguno de estos yacimientos se ha tenido que cerrar al público, o reducir drásticamente el número de visitantes, afectadas las pinturas y grabados de sus paredes de hongos, musgos, líquenes u otros organismos que, incluso, han llegado a hacer peligrosa la presencia humana en alguna de esas cuevas, como es el caso de Lascaux. La alternativa a la hora de dar respuesta al interés por estas obras no ha podido ser otra que la cuidada reproducción de su decoración parietal en centros de acogida y explicación. Las llamadas neocuevas de los tres yacimientos antes citados concitan visitas multitudinarias atraídas por la llamada de imágenes que llegan a remontar en el tiempo a más de mil generaciones. En ocasiones, en los sellos, en los carteles turísticos, incluso en las cajetillas de tabaco de no hace muchos años, se han utilizado figuras del arte rupestre paleolítico. Igual que con el arte griego y romano clásico, o con el mesopotámico y el egipcio, estas imágenes se han incorporado al imaginario de la sociedad contemporánea. El fenómeno, con los medios de comunicación, internet y la globalización, ha alcanzado una dimensión antaño desconocida.
Bien podría pensarse que el valor comunicativo de las imágenes resiste el paso del tiempo y de la cultura de la que forman parte y que esa es la razón por la que despiertan tanto interés, pero no es así. Y no lo es en absoluto. Las imágenes no hablan por sí solas, podemos ser sensibles a la apreciación estética de las formas, puede estimularnos la complejidad de los temas, pero la significación de esas imágenes en el mundo en el que se crearon queda fuera de nuestro alcance, y no solo del gran público, sino también del especialista. En el arte visual confundimos con mucha frecuencia la estética y la forma con el significado. Nada más lejos de la verdad. Como nos dice Descola en la introducción al volumen publicado con motivo de la exposición «La fabrique des images», organizada en París en el año 2010, basta echar un vistazo a la variedad de interpretaciones que ha generado el arte paleolítico desde su descubrimiento, o las vivas controversias que genera su significado entre los especialistas que se dedican a su estudio, para comprender inmediatamente que las imágenes no hablan por sí mismas de su significado. La razón es fácil de entender, las imágenes facilitan una información que se sustenta en la cultura que las produce. Con la experiencia que le proporciona el conocimiento de imágenes propias de grupos cazadores-recolectores de diversos ámbitos del planeta, Descola entrevé con rapidez las diversas interpretaciones que pueden asociarse al dibujo, por ejemplo, de un mamut paleolítico. ¿Hace el animal representado referencia a un episodio de caza? ¿Se trata de una imagen de un mito perdido que evoca un tiempo en el que los humanos y los animales vivían en armonía? ¿Se trata de una imagen vinculada a un ritual que debe favorecer la adquisición de presas en la caza? ¿O se trata de la glorificación de un animal que se considera el origen del grupo humano que lo representó?
Cuando tomamos como elemento de comparación lo que en el campo de la antropología algunos estudiosos han venido a denominar «sociedades simples», caracterizadas por sistemas sociales de pequeña escala y formas de ver el mundo tan distintas de la nuestra, todas esas explicaciones son posibles: el éxito de la caza de un animal peligroso, el fracaso de esa misma acción con las consecuencias negativas para el cazador y el grupo, el mito de origen o de creación. Pero se trata de explicaciones notablemente distintas, unas referidas a la narración de actos cotidianos, otras con un profundo significado metafísico. Y ni siquiera a través de un estudio estadístico detenido, atento a las frecuencias de los temas, sus ubicaciones y las asociaciones en las que se integran las distintas especies representadas, resulta fácil dilucidar cuál de todas esas interpretaciones podría ser la adecuada (Sauvet et al., 2006).
Las imágenes tienen un componente formal y estético, atraen nuestra atención por su aspecto, por su ambigüedad o por su belleza, incluso por el tema que representan, pero su fuerza no está en la forma, sino en lo que comunican o, como propone David Freedberg (1992), en la respuesta que provocan en el espectador. El componente estético –o visual– no hace más que reforzar la capacidad comunicativa porque, como más adelante veremos, la imagen cautiva nuestra atención, hace más llamativo el mensaje transmitido, hace entrar en juego la emoción que facilita el recuerdo y permite que adquiera una dimensión inusual en un contexto no artístico. En las largas etapas del pasado en las que las sociedades eran ágrafas y la memoria constituía la única forma de almacenar información, es fácil entender el valor mnemotécnico de la imagen. Podríamos ampliar estas consideraciones a otros tipos de expresión artística no plástica, pero su documentación en el pasado lejano o es inexistente o está reducida a mínimos insuficientes para su análisis, por lo que quedarán fuera de estas páginas.
Hasta tal punto las imágenes forman parte de nuestra vida que resulta difícil pensar en un tiempo desprovisto de imágenes (Paillet, 2018). Especialmente si pensamos que la imagen visual no se limita al dibujo, sea este figurativo o no, o a la escultura y el modelado, sino que incluye también la decoración personal, ya sea en forma de adornos, pinturas, tatuajes o escarificaciones. Comunicamos con la cultura material que empleamos, y aprovechamos esa fuerza para consolidar relaciones sociales, establecer vínculos con desconocidos y transmitir estados de ánimo o apetencias de todo tipo. El cuerpo humano se convierte en un precioso vehículo de comunicación que las sociedades de organización social a pequeña escala han explotado habitualmente y que nosotros también aprovechamos para transmitir información. Basta echar una rápida mirada a las cifras económicas que mueve la moderna industria del adorno de alta gama y la bisutería, o de la moda, para darse cuenta de la importancia de las imágenes visuales corporales en nuestra actual sociedad.
El origen de la expresión artística, en nuestro caso, al referirnos a la prehistoria, el de las imágenes visuales, es un tema que centra una importante atención en las disciplinas paleoantropológicas o prehistóricas. La presencia del arte visual, en cualquiera de sus formas, se ha considerado como prueba de la existencia de una capacidad cognitiva «moderna», un término que considera nuestra cognición como algo único y netamente diferenciado del conjunto de capacidades de los humanos anteriores a nosotros. Como si la cultura surgiera de pronto, asociada a la cognición y a la capacidad creativa.
Cada vez resulta más frecuente considerar que la cultura y la socialización constituyen dos factores que modelan nuestra evolución biológica, que coevolucionaron mediante la selección natural. Desde esta perspectiva, son los requerimientos de la transmisión cultural, el aprendizaje y fidelidad de la transmisión de la información en la enseñanza, los factores que facilitaron el proceso de aumento cerebral. Y la especial característica de los humanos es, probablemente desde la aparición del género Homo, la de ser una especie social cuyo éxito se debe a la importancia de la cultura. Con estos planteamientos resulta imposible pensar en un proceso evolutivo en el que la cognición pueda considerarse el resultado de un cambio puntual. Por el contrario, todo incita a considerar la idea de que a lo largo de los tres últimos millones de años se produjo un progreso paulatino en las capacidades cognitivas de los humanos, tal y como sugiere el propio proceso de desarrollo cerebral.
Entonces, ¿cuándo se empezó a hacer uso de las imágenes? Con respecto a esta pregunta existe una importante diferencia de opinión entre los investigadores: una parte de los arqueólogos y paleontólogos considera que antes de la aparición de los «Humanos anatómicamente modernos» (a los que a partir de ahora nos referiremos como humanos modernos), del Homo sapiens sapiens, no existía la capacidad mental de crear y usar símbolos destinados a la comunicación, no existía el lenguaje, tal y como nosotros lo empleamos, lleno de metáforas, insinuaciones y dobles sentidos, o no existían objetos o representaciones que transmitieran información de carácter simbólico; mientras que otra parte considera que los orígenes de la expresión simbólica y del lenguaje, y el uso de símbolos visuales, tienen un origen más remoto y que algunas de estas capacidades estuvieron presentes en los grupos humanos que nos precedieron, al menos a partir del Pleistoceno medio.
Yo me encuentro precisamente entre los que defienden esta segunda opción, entre quienes piensan que los orígenes de la expresión simbólica hunden sus raíces en nuestro pasado evolutivo, y que esas capacidades estuvieron presentes a partir del momento en que el cerebro alcanzó un tamaño capaz de sustentar un proceso cultural acumulativo y amplias relaciones sociales.
El enfoque de estas páginas se vincula a mi propia experiencia como prehistoriador y el objetivo de este trabajo es trazar un panorama explicativo del nacimiento del arte visual combinando dos enfoques complementarios y necesarios, el que se sustenta en la valoración biológica del proceso evolutivo humano, y el arqueológico, que intenta conjugar las evidencias materiales con las propuestas teóricas y que hace particular referencia al proceso cultural. De entrada, debemos ser conscientes de que el dominio arqueológico es notoriamente limitado a la hora de indagar sobre los orígenes de la expresión visual simbólica, ya que muchos elementos que intervienen habitualmente en la decoración personal o el adorno no fosilizan. Las plumas, las escarificaciones, los tatuajes y los objetos realizados en madera u otros materiales orgánicos no se conservan normalmente, lo que reduce el inventario de las evidencias arqueológicas a un reducido número de objetos fabricados en piedra, hueso o concha, las obras realizadas mediante el uso de pigmentos de origen mineral u orgánico, y los grabados sobre piedra, hueso, asta o marfil. En los últimos años algunas evidencias de manipulación dejadas en los huesos, aquellas cuya razón de ser no puede vincularse a la extracción de alimento, se han añadido a este corpus documental necesario para evaluar las prácticas simbólicas asociadas al uso de imágenes visuales, y veremos, al valorar el corpus de información actualmente disponible, que plumas y garras de algunas aves formaron parte de la panoplia de adornos utilizados por los neandertales.
Las limitaciones no se reducen a la naturaleza de los materiales empleados, ya que la conservación diferencial afecta incluso a la documentación de obras realizadas en soportes pétreos expuestos a los elementos atmosféricos más intensos, y por supuesto nada queda de la pintura aplicada a pieles, maderas u otras materias perecederas. Con todo, la arqueología prehistórica permite, a través de la cuidadosa recolección de información contextual en las excavaciones, bosquejar los términos de este proceso creativo que alcanzó, sin duda alguna, su máximo durante el Paleolítico superior, a partir de hace aproximadamente 40.000 años, coincidiendo con la expansión de Homo sapiens por todo el Viejo Mundo, pero cuyo arranque fue anterior, en términos cronológicos y evolutivos, y al menos comprende a los neandertales. Algunas pruebas arqueológicas apuntan incluso a los humanos arcaicos del Pleistoceno medio, pero al ser más escasas son más difíciles de valorar.
La manera en la que voy a abordar la exposición de esta documentación, que sustenta la posibilidad de argumentar sobre la capacidad creativa y simbólica en términos evolutivos, será la de recurrir a todos aquellos aspectos de la conducta que sugieran capacidad simbólica, por lo que daremos cuenta no solo de los elementos «artísticos visuales», sino también de las prácticas funerarias, puesto que no cabe duda de que remiten a un sistema de creencias que implica un pensamiento y una cultura de carácter simbólico.
La finalidad de este trabajo es valorar la aparición del arte visual en el Paleolítico, desde una doble perspectiva, histórica y biológica. Sin embargo, el primer problema que surge es el de si podemos considerar estas obras paleolíticas primigenias como arte, pues el término, si no se explica, es ambiguo y equívoco (capítulo 2). Por otra parte, tanto la aparición de la capacidad artística, como la del lenguaje, remiten a una discusión más general que tiene que ver con la capacidad mental para el empleo de símbolos, lo que, de inmediato, nos sitúa ante la evolución biológica y no solo la cultural. Las preguntas a continuación son: ¿es la capacidad artística el resultado de una adaptación evolutiva que tiene que ver con la selección natural? ¿O es el resultado de la adaptación evolutiva que tiene que ver con el desarrollo cerebral y la capacidad para la cultura? Dicho de otra manera, ¿el arte es un producto cultural más? En este último caso, la capacidad artística constituiría un rasgo cultural humano particularmente importante, al estar estrechamente vinculado con la transmisión de información y el contexto social (capítulo 3). La valoración de estos aspectos resulta necesaria, desde mi punto de vista, para tratar el tema que se concreta en el título del libro, y explica por qué el análisis detenido de la documentación arqueológica de las primeras manifestaciones artísticas, incluyendo la de los neandertales y otros homininos del Pleistoceno medio, no se aborde de manera sistemática hasta que estos temas hayan sido tratados.
Más allá de la valoración filosófica y teórica de los temas anteriores, la arqueología proporciona el necesario contrapunto empírico para una discusión que, de otra manera, resultaría excesivamente vaga. Aun siendo verdad que el registro arqueológico apropiado para esta discusión es en extremo reducido, especialmente si consideramos la dimensión temporal a la que corresponde, lo cierto es que en los últimos años se ha experimentado un notable aumento de información y, lo que es más importante, un cambio sustancial en el enfoque con el que se aborda. Para entender lo que queremos decir con esta última frase, basta mencionar la variación que en el último decenio ha experimentado la valoración de las capacidades culturales y cognitivas de los neandertales, de su capacidad para usar imágenes visuales o de su papel en el proceso evolutivo humano, donde se ha pasado de considerarlos una especie absolutamente desvinculada de la humanidad actual a la aceptación de que su huella genética perdura hasta nuestros días. El repaso de los elementos arqueológicos que fundamentan este cambio de visión en relación con el arte visual y la capacidad simbólica, junto con el análisis del contexto teórico en el que se integran, constituyen una parte importante del libro (capítulo 4).
Al final, una vez confirmada la capacidad de los neandertales para crear y usar el arte visual, para tener una cultura simbólica que alcanzó ámbitos tan poco dudosos como las prácticas funerarias o la frecuentación y uso de los medios cavernarios profundos para determinadas actividades rituales, o el uso de adornos, se reflexiona sobre los cambios cuantitativos que se produjeron durante el Paleolítico superior en las diferentes facetas del arte visual (capítulo 5). No hay duda de que, en términos históricos, el arte visual experimentó un cambio y un incremento importantes durante el Paleolítico superior en algunas zonas de Europa. Los datos son inequívocos en el uso de adornos personales o el arte parietal y mueble, con la aparición de las representaciones figurativas. Sin embargo, una rápida mirada al continente africano en esas mismas fechas servirá para entender que al valorar la cultura, los procesos históricos resultan fundamentales. No se trata solo de capacidades cognitivas, sino de tradiciones acumuladas y de la función otorgada a determinados aspectos culturales en distintos contextos sociales. De manera que, al igual que en otros ámbitos de la cultura humana, en el arte visual no existen ni la universalidad ni la sincronía. La contingencia forma parte de la cultura, porque depende de los distintos procesos históricos en los que las sociedades evolucionan.