Alguien voló sobre la 11 norte

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Alguien voló sobre la 11 norte
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

© Derechos de edición reservados.



Letrame Editorial.



www.Letrame.com



info@Letrame.com



© Tu Desquiciada Favorita



Diseño de edición: Letrame Editorial.



Maquetación: Juan Muñoz



Diseño de portada: Andrea Lucas @_alucal



Supervisión de corrección: Ana Castañeda



ISBN: 978-84-1386-764-9



Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.



Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.



«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».



.







Al equipo de Salud Mental del Hospital Clínico Universitario de Valladolid, por su atención y su buen hacer.



A mi madre, familia y amigos, por estar siempre ahí y quererme como soy.




.






Según iba transcribiendo las palabras escritas a bolígrafo desde la undécima planta del hospital, me he acordado de un libro que leí de adolescente: Pregúntale a Alicia (1971). Habrá pasado una década desde que lo leí, no recuerdo demasiado bien todo, solo sé que es algo más que un libro. Se trata de las confidencias de una chica de quince años que, buscando su lugar en el mundo, sin quererlo, encuentra el lado más oscuro de la vida. Se relata como un ágil monólogo estructurado en fechas, escrito por una autora anónima que, tras probar las drogas, la inocente e ingenua Alicia va cayendo en una sórdida espiral de caos y vorágine que la imbuye de lleno en mundo que no es precisamente el de las maravillas, sino el mundo de la drogadicción. Es un relato muy crudo, demasiado crudo, sin embargo, también es totalmente auténtico y sincero, y refleja una realidad que sigue vigente y que nos rodea. Da igual cuando leas este libro, pues siempre será de actualidad.



Este relato que presento al lector es algo parecido a la historia de aquella Alicia anónima. Es el de una joven que ha mirado a los ojos al lado más oscuro de la vida y cuando miras largo tiempo a un abismo, también este mira dentro de ti, que diría Nietzsche. El de una joven que lleva muchos años luchando contra monstruos y que no quiere convertirse en uno de ellos. El de una joven que, en un momento de su vida, necesitó un ingresó psiquiátrico porque de ello dependía su vida. Una joven que se ha abierto en canal al escribir todas estas letras en las que pueden verse reflejados muchos jóvenes y no tan jóvenes porque la que escribe no será ni la primera ni la última en vivir esta situación tan sórdida.



Este libro es un libro para todos y para nadie. Para todos porque en la medida en la que se relatan ciertos acontecimientos, todos nos hemos podido ver en las mil vivencias que se detallan, todos hemos podido sentir incomprensión, miedo, angustia, ansiedad y temor. Para nadie porque cada uno de nosotros somos diferentes, ni yo soy más que tú, ni tú eres menos que yo, pero cada uno hemos vivido situaciones distintas y somos capaces de afrontar lo que nos viene de una manera u otra, mejor o peor, cada uno a su modo.



Todo el compendio lo estoy terminando de corregir durante el confinamiento que estamos viviendo debido a la pandemia mundial del COVID-19. Estoy viviendo mi segundo aislamiento en tres meses. De hecho, hoy, llevo más días de 2020 encerrada que libre. Y, contra todo pronóstico, no lo estoy llevando del todo mal, precisamente porque el primer encierro ha sido mucho más duro que el segundo. Y porque están aconteciendo los mismos estados: la confusión, la ansiedad, el querer respirar, la «desescalada» de ir saliendo a la calle, la falta de percepción... A mi alrededor, oigo comentarios y emociones de todo tipo y, la mayoría de ellos, no se ve capaz de aguantar lo que nos queda por delante. Y cuando este aislamiento que acometemos civilizadamente y que nos está convirtiendo en héroes sin hacer nada, por lo que deberíamos estar realmente orgullosos, termine, ¿qué va a pasar? Muchos de vosotros, los que nunca habéis necesitado ayuda psicológica o psiquiátrica, la vais a necesitar. Estoy totalmente segura de ello. Estar tantos días confinados no hace más que exaltar las emociones, los miedos, los traumas, las obsesiones y las manías que todos tenemos, cuya factura va a ser más dura de pagar que la de la luz de estos días.



Y por eso, este relato, escrito como un diario, es esencial para hacer entender a lo que puede llegar una mente, todo lo bajo que puede caer, pero también todo lo alto que puede subir. Todo lo que es capaz de aguantar nuestra mente, que es más de lo que nos creemos. Es mi propósito normalizar la salud mental, dejar de verla como un estigma. Lo más valioso que todos nosotros tenemos es nuestra propia cabeza y no dejamos que se nos sane cuando se necesita. Por miedos, por prejuicios, por el «qué dirán»… por un montón de motivos. Os animo a todos a cuidar de vuestra cabeza, a cuidar vuestra salud mental, la que gobierna el resto de la salud de un organismo, de un individuo, la que no podemos dejar que flojee porque entonces flojeará también nuestro cuerpo.



Es mi deseo permanecer anónima, como Alicia, por esto mismo que planteo. La estigmatización de este tema es tal que no quiero, de momento, exponer mi nombre públicamente como cabecera de los hechos que están por leer, que son muy escabrosos. Aunque también hay algún momento de luz y de reflexión, todas las vivencias que aquí expongo son duras, crudas, increíbles, descarnadas, crueles, terroríficas y horribles como a veces puede ser la vida misma.



Ante todo, espero que sea una ayuda para todos los que vivís situaciones semejantes. Os animo a dar el primer paso y a seguir caminando. Es un camino muy duro, lleno de obstáculos, pero con la ayuda de los magníficos profesionales que trabajan para nuestra sanidad pública se puede ver la luz al final del túnel. Da igual cuando leas esto, pues siempre será de actualidad.




6 de abril de 2020




ENTRADA TRIUNFAL



Nunca he estado en la cárcel, en un convento o en la mili, pero he salido de un lugar que son los tres a la vez, uno y trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es la Santísima Trinidad del horror. La planta 11 del Hospital Clínico está destinada a tratar la Salud Mental, tema del que poco se habla y para eso he venido yo aquí, para hablar de lo que nadie quiere, o no puede, hablar, a través de estas líneas escritas con sangre, sudor y lágrimas, muchas lágrimas, desde la más profunda sinceridad y autenticidad de mi espíritu. El ala norte de este piso es muy peculiar, o al menos así me lo ha parecido a mí, que antes de entrar ni siquiera sabía que existía este servicio sanitario que al principio parece demencial, pero luego, cuando sales, agradeces. La 11 Norte es independiente, es un poco la Cataluña del hospital. Se rige por una estructura, una organización y una normativa un tanto diferente, que tampoco es que haya yo frecuentado otras plantas, pero así me lo ha ido pareciendo según pasaban los días, los 33 días y 500 noches que aquí he pasado ingresada.



Después de subir los once pisos, con toda la odisea que ello acarrea, incluso me atrevería a decir que se llega antes por las escaleras que por el ascensor, atestado de gente, que va parando de planta en planta, como los coches de línea que van parando de pueblo en pueblo por la España Vacía, llega el momento de entrar. Hay que llamar a un timbre por el que te miran a través de una cámara, como si entraras a una propiedad privada dentro de un espacio público. La verdad es que, aunque haya una cámara y dé la sensación de que la vigilancia es extrema, aquí puede entrar Daryl Hannah como cuando intenta, sin éxito, acabar con Uma Thurman en Kill Bill I, al son de aquella retorcida melodía que todos hemos silbado en algún momento inconscientemente. El problema llega a los dos pasos de entrar, cuando te topas con un armario empotrado ataviado de chaleco antibalas y diferentes instrumentos a utilizar en caso de tener que reducir a alguien. También hay un par de armarias empotradas, todo hay que decirlo y más en estos tiempos en los que la paridad a veces llega a rozar lo ridículo. Vigilantes y vigilantas, siempre están leyendo, jugando con el móvil o cacareando con las enfermeras, que no les juzgo ni les impido yo hacer todo eso, al contrario, porque qué aburrimiento de vida. Aunque alguna vez los he visto en acción, no olvidemos que esto es Psiquiatría, con todo lo que ello conlleva, que se corta la tensión con un cuchillo. Bueno, con un cuchillo no, porque de eso no tenemos y los de comer apenas cortan, pero una sola mirada puede hacer las veces de un arma en este lugar. Por eso, desde dentro no hay mucha preocupación por quien entra, además que todo el rato está entrando gente, que si médicos, enfermeras, terapeutas, celadores, familiares, técnicos… falta que un día aparezca el del Telepizza. Es muy fácil entrar, lo jodido es salir; ya iré explicando esto, que no lo voy a destripar todo en la primera página porque se me acaba la narrativa.



Lo que está extremadamente vigilado es el interior, donde verdaderamente se presta atención. Cuando entras por primera vez no te das cuenta, pero en la 11 Norte hay más cámaras que en un bazar chino y siempre hay alguien desde un monitor atento a todo movimiento que realices, ya sea nimio o trascendental. Big Brother is watching you, y es que esto es como la casa de Gran Hermano. Menos en el baño, controlan todos tus movimientos. Y al igual que en la casa de Guadalix de la Sierra, que llega un momento en el que los concursantes se desinhiben porque pierden la consciencia de estar siendo grabados, aquí pasa algo parecido, pero todo mucho más light, evidentemente. «Edredoning» no, o al menos no que mis ojos lo hayan visto, pero sacarte un moco ensimismadamente delante de una cámara puede ser. Aunque una paciente me contó que en otro ingreso coincidió con una menor de edad que era ninfómana y, por tanto, un poco peligrosa en lo de la intimidad, y eso que aquí la carne que se vende es poco apetecible, a mi gusto. Me encantaría saber la que armó esa chica para que sus padres la trajeran aquí desesperados.

 



Cuando uno entra aquí, puede ser de muchas maneras: aturdido, por orden judicial, desquiciado, enajenado, al borde de un ataque de nervios, o en él ya sumido, flotando por un exceso de medicación y, por tanto, falto de percepción… o dotado de otro tipo de percepción, porque como dijo Aldous Huxley en un ensayo, «si las puertas de la percepción fueran depuradas, todo se mostraría ante el hombre tal y como es: infinito». Aunque bueno, este hombre, aun siendo uno de los más influyentes pensadores modernos y autor de otra famosa distopía, también hay que contar que cayó en el vicio de las drogas en nombre de la ciencia y el conocimiento. Tampoco le juzgo, no ha sido el primero ni será el último. Decir también que esta frase se la copió a William Blake, que es uno de los pocos ingleses que me caen bien. Y luego The Doors la tomaron para el nombre de su grupo. Así que no voy a ser yo menos y también voy a citarla. Pero a lo que iba. Yo entré desquiciada, desde una cama de observación del servicio de urgencias, sin dormir nada y con los ojos henchidos y empañados por las lágrimas, así que no me di cuenta de mi alrededor en una primera instancia. Pero nada escaparía de mi analítica observación, como irá descubriendo el lector más adelante. Mi ingreso en planta fue a la hora de comer, aunque todo el mundo sabe que en los hospitales siguen un horario muy europeo en cuanto a la alimentación se refiere, así que el resto de los pacientes ya habían comido y conciliado el reparador sueño que brinda una siesta tras un copioso yantar. En mi joyeux entrée, me topé con un par de almas, ataviadas con una bata azul, la mirada perdida y el rostro lánguido, incapaces de levantar la cabeza, que no compartían palabras, pero sí paseos por el pasillo, como dos centinelas que custodian una fortaleza, y con tres o cuatro enfermeras que, a la llamada del timbre del exterior, como avestruces estiraron el cuello para sacar la cabeza desde el control y ver quién entraba. Porque los nuevos ingresos son como los pimientos de Padrón, unos pican e outros non, y lo que también pica más que nada es la curiosidad, lo que interrumpe la tediosa monotonía de este lugar. Lo de «control» suena como si eso fuera una nave nodriza, pero la realidad es demasiado prosaica: son un par de mesas de dos alturas a modo de mostrador, del contrachapado más barato del Ikea. Ya hablaré de ello. Que parece la barra un bar, pero solo nos dan agua, zumos y leche, o sea, cosas que pedirlas en un bar es una ordinariez. A un bar se va a tomar una caña, un vino o un café, eso ya depende del momento del día.



Hasta la mitad del pasillo, o sea hasta el control, me condujo el celador que me acompañó desde urgencias, sin mediar palabra conmigo, quizás porque iba a la planta a la que iba y no sabía que yo no estoy loca, que estoy hasta el coño, y prefirió guardar silencio durante esos once eternos pisos, que ni a Ulises le costó tanto trabajo llegar a Ítaca. En mi caso, el servicio de urgencias del hospital fue la antesala a este lugar, al que ya viene uno identificado con su pulsera que delata su nombre y su número, no vaya a ser que te pierdas o que eches a correr al ver aquel panorama. En el País de las Maravillas, con el lío ese que se trae de cambiar de tamaño, Alicia se pone a llorar hasta que forma un gran charco que se convierte en un océano por el que termina flotando a la deriva. Así es más o menos como entré yo, pero no con el pelo lacio, sedoso y rubio, sino con mi abundante maraña de rizos y mis patillas de folclórica. En esa angustia de trance por el que pasaba, yo sola, sin nadie de los míos a mi lado, me recibió la persona más afable y con más tacto del lugar, porque de todo hay en la viña del Señor, incluso buena gente. Con mucha dulzura me sacó unos papeles que ni leí del aturdimiento que llevaba encima, pero eran para firmar que yo entraba allí voluntariamente, sin coacción ni chantaje de por medio, solo la recomendación de mi médico. Estos papeles no tienen una letra pequeña con la normativa, ni con un solo atisbo de lo que te encuentras aquí dentro, pero si la tuviese sería más extensa que la de un contrato hipotecario. Lo de las normas, te cuentan un poco las básicas al entrar, el resto, las vas aprendiendo sobre la marcha. A voces.



Una vez entregas tu cordura, digo, firmas el ingreso voluntario, la simpática enfermera desaparece y aparece su gemela malvada, la que conduce cabestros en la Sierra de la Demanda. Una auxiliar de más de mediana edad, que a mí eso de decir «cincuentona» me parece muy ordinario, con los mofletes caídos arqueando sus labios a favor de la gravedad, porque nunca han luchado contra ella, con la mirada fuerte e intimidadora, el ceño fruncido, los cabellos canos recogidos en horquillas y una fisionomía un poco como la de esos muñecos que, aunque les des, nunca se caen porque tienen algo en su base que los estabiliza. No es que sea yo muy conocedora de técnicas constructivas modernas, pero muchos cuerpos así unidos podrían hacer de núcleo de un rascacielos para evitar su derrumbe. Total, que esta entrañable criatura de cuento, de cuento de terror, me condujo hacia mi celda, digo, habitación, sin mediar palabra, ni un gesto de simpatía, ni nada porque para qué, si ingresar en Psiquiatría en una fiesta en sí mismo. En una de las dos camas de la que fue mi habitación la primera semana, a plena luz del día, percibí un bulto antropomórfico atrapado por las sábanas que, a partir de ese momento, se convirtió en mi compañera de habitación. Me recordó a cuando llegué a la residencia de estudiantes con la mayoría de edad recién cumplida y todas las ganas de comerme el mundo, pero en versión un poco más sórdida. Es algo que te va aportando la edad: desengaños. En la otra cama, ya hecha con las sábanas blancas del Sacyl, a la vera del radiador y de la ventana, al calor y al frío, a la luz y a la oscuridad, me esperaba el pijama que iba a llevar veinticuatro horas al día durante treinta y tres días. Bueno, uno diferente cada jornada, que una es una chica limpia y aseada. Estar en pijama muchas horas seguidas es el sueño de cualquiera, hasta que pasas 700 horas en un mes con él puesto. Entonces, la vaquera de la sierra, a quien faltaba llevar un lechal a hombros, como en la iconografía paleocristiana cuando se representa a Cristo como pastor de almas, que es lo que hay en esa planta, almas, me arrinconó en mis escasos metros cuadrados para desnudarme bajo su atenta mirada con un inquisitorial «desnúdate», sin dejar escapar detalle porque para mirada analítica la suya. Me quedé en bragas, porque a mí de cintura para abajo solo me mira quien yo se lo permito y esto tampoco es Guantánamo. Aunque en una ocasión me contaron que un paciente logró introducir droga que llevaba alojada en su cavidad íntima, como una mula de un cártel colombiano. Este exhaustivo registro es protocolario por si llevas escondido algo que te haga salir a ti o alguien de aquí con las piernas por delante. Es un método rudimentario pero eficaz porque un hospital público no se puede permitir un arco detector de metales para una planta. Igual todo esto que cuento en la López-Ibor es mucho más glamuroso, pero todavía no tengo el nivel socioeconómico necesario para comprobarlo. Una vez acabada la primera inspección, ya te vistes con tu pijama de rayas, con el que no haré ninguna broma porque estaba muy sensible para ser tan hija de puta. Mi indumentaria de calle, que no volvería a ver hasta dentro de muchos días, la metí en una bolsa de papel, como la del Primark, pero mucho más resistente porque cabe de todo: el abrigo, el vestido, las botas, el jersey… y sin romperse. Ahí sí que se nota la inversión en I+D.



El siguiente paso del primer reconocimiento fue la criba de mis pertenencias, criba que depende del ojo crítico y humano de quien te toque, como aprendes más adelante. El ojo sin miras, permítaseme la paradoja, de la antes mencionada, que debe de ser de un pueblo donde nunca sale el sol, fue la gota que desbordó la poca dignidad que me quedaba. Allí llevaba yo mi bolsa de rafia de supermercado cual gitana, decorada con la estampa de la catedral de mi tierra, pues siempre llevo mi blasón allá donde voy. Ese hatillo con mis bienes lo vació la serrana en la cama con el cuidado con el que se atiende el parto de una vaca, que menos mal que no llevaba yo mi huevo de Fabergé. Como una máquina clasificadora, ordenó en dos montones los enseres que quedaron desperdigados por encima de las sábanas. En uno, un par de libros, el cepillo y la pasta de dientes. En el otro, todo lo demás. Es fácil adivinar, con tan dadivoso ser humano como anfitrión, qué montón me permitió quedarme. No es que llevara encima una mudanza, pero lo demás, a su juicio, no lo necesitaba. De mi neceser solo sacó el champú y el gel, para etiquetarlo con una pegatina con todos mis datos personales y llevarlo al control, como mis únicos productos de aseo. La crema antiarrugas, que todavía una conserva lozanía y turgencia, pero cuanto antes se empiece con esto, mejor; el aceite de argán para domeñar mi melena encrespada y desordenada; la pinza de quitarme el bigote; la pinza de recogerme el pelo… no necesitaba nada de eso. «Aquí no viene una a estar guapa», recuerdo que me dijo. Llamadme loca, pero los productos descritos forman parte de la rutina de aseo de cualquier mujer, incluso hombre hoy en día, que el maquillaje de Chanel lo había dejado en casa. Y sin mediar palabra, ni mirada, de la misma manera que entró, se marchó, dando un portazo, contoneando esas caderas más anchas que el universo. Y allí me dejó con mi cepillo de dientes y mi par de libros.



Atraídos mis pies y mis ojos al suelo por una fuerza telúrica superior, inmóvil tras haber sido despojada de todos mis bienes y de mi ser sin ninguna explicación, no me dio tiempo a reaccionar cuando, a los pocos segundos, entró por la puerta la condescendiente mujer que me recibió en un primer momento. La otra realidad, la ficticia, la que no existe, porque la vida se parece más a una vaquera de la serranía que a una ninfa del bosque. Dentro de la tragedia que me corría por las venas como un potro desbocado, esa mirada pura y cristalina me transportó a la protección del útero materno, pero por poco tiempo, porque incluso la más acogedora de las realidades puede ser engañosa. Uno no puede fiarse ni de su propia sombra. La voz era algodonosa, pero las palabras sombrías y enseguida me volvieron los escalofríos. Me hizo las mismas preguntas que antes que ella me hizo el numeroso personal sanitario por el que llevaba pasando hasta llegar aquí. Preguntas muy dolorosas con respuestas más lacerantes todavía, de lo que iré hablando más adelante.











LOS ESPACIOS



El color azul



La 11 Norte contiene más matices de color azul de los que el ojo humano puede percibir. Más incluso de los que emite una televisión Full HD, 4K, QLED y todos esos tecnicismos que yo no entiendo porque soy de letras. Las paredes son de gotelé, por supuesto, no me esperaba menos de un edificio que nació a la par que la Constitución Española. Este hospital no es «viejo», es «vintage». Dejando de lado los materiales, que no me interesan demasiado, resulta de gran interés que el color que llena cada centímetro cuadrado de la planta sea el azul. No me sé cada matiz del Pantone, porque eso es más largo que la lista de los reyes godos, pero, así como de tecnología no sé mucho, de colores algo entiendo. Vivimos en un planeta azul que, paradójicamente, alguien llamó planeta Tierra, donde el color azul ha estado condenado al ostracismo en las estéticas de las más antiguas civilizaciones. De hecho, el término que utilizamos en castellano para este color no tiene un origen grecolatino, sino árabe. Es en la Edad Media cuando el azul empieza a salir del armario para convertirse en un color de primer orden. Las concepciones estéticas cambian en un mundo medieval en el que impera el Teocentrismo. Para los de la LOGSE: que Dios es el centro de todo. Y, ¿cómo puede el hombre ver a Dios? A los teólogos de turno, que eran los que tenían las respuestas y si no, se las inventaban, se les ocurrió que a Dios se le percibe a través de la luz. Y ¿qué es un color sino luz? Así, el azul, que es el color del cielo, morada de Dios, empieza a escalar posiciones dentro de la simbología y la importancia de los colores, que toda representación celestial o señorial contará desde este momento con el color azul.

 



Pero volvamos al siglo XXI, que es lo que nos interesa en este preciso instante. El azul es un color que a todo el mundo gusta, incluso desde la niñez. Sin embargo, su fama también lo condena. He de confesar que a mí ya no me gusta, tengo mis razones. Cuando alguien manifiesta que su color favorito es el azul en realidad no está diciendo nada, se incluye dentro de la masa que gusta de este color que, en realidad, es tibio, banal, comedido, en comparación con otros colores. En la estética occidental contemporánea el azul confiesa sosiego, calma, tranquilidad, neutralidad… no es violento, no hace daño, no transgrede, es moderado. A lo que voy, las paredes del hospital son azules, incluso dentro de la familia de medicamentos ansiolíticos, tanto el envoltorio como la pastilla, se tiñe de azul. Toda esta teoría que transmito, creyéndome una autoridad en el campo de la Estética, sin ser yo nada de eso, tiene otra cara más oscura y difícil de percibir. Que sí, que el azul es pureza e inocencia, pero también es anestesia, evasión, lejanía, frialdad y melancolía. Nunca había hecho una reflexión tan profunda sobre la psicología de un color, que no me dedico yo a la decoración zen ni al reiki ni a ninguna movida del Lejano Oriente pero, en algún momento de mi estancia en la 11 Norte, el traicionero subconsciente se ha percatado mejor de esta otra realidad con respecto al azul. Porque no ha tenido mucho más con lo que entretenerse, también tengo que decirlo. De hecho, es bien conocida la época azul del malagueño más internacional que tenemos, que no es Antonio Banderas, sino Pablo Ruiz Picasso, un periodo en el que el célebre pintor está sumido en un cúmulo de tristeza, soledad, miseria y desesperación, cuyos cuadros los protagonizan mendigos, ciegos, mujeres desamparadas y todo tipo de almas en pena. De hecho, ahora mismo se me viene a la cabeza El viejo guitarrista ciego, que lo que transmite es la más profunda desolación. Entonces, desde la más profana ignorancia, ¿hasta qué punto el azul es un color beneficioso para la Salud Mental? Que no defiendo unas paredes rojas o violetas porque entonces acabaríamos como el Rosario de la Aurora, pero en serio, ¿cada centímetro cuadrado tiene que ser de color azul? Pregunto.



Y, ahora ya sí, voy a dejar tanta intensidad de lado por unos momentos para bajar al mundo terrenal y dejar de hablar del azul como atmósfera para ir a lo material, a lo tangible, a lo que se ve y se toca, que es lo que mejor se entiende. Tanto en el pasillo como en las habitaciones domina un azul claro, un poco sucio por el paso de los años, e incluso los radiadores son de un azul acero que transmite el propio metal. Como es normal con el paso de los años, las paredes están agrietadas y desconchadas, y eso ya se ha pintado de blanco a brochazos, nadie se ha comido la cabeza más. Por las anchas puertas puedes entrar a pie, que es lo deseable, o en camilla, que es lo menos deseable. Los marcos de estas puertas que separan lo público de lo menos público son de un azul más cobalto tirando a eléctrico que más que calmar, chirría. Y los baños igual, tanto paredes, techo, como suelo son de un material de estos que repele el agua, que no trabajo yo en Leroy Merlín como para saber cómo se llama, pero es un azul más verdoso, acuoso, oscuro, cerúleo.



En definitiva, todo es azul, incluso a través de la ventana hay días que el duro invierno castellano nos ofrece una tregua y se pinta de azul. «Si el cielo de Castilla es alto es porque lo habrán levantado los campesinos de tanto mirarlo», que diría Miguel Delibes. Con toda honestidad, se ponga como se ponga, no habrá nada más hermoso como el cielo de Castilla. Y a quien piense lo contrario: para gustos, los colores.



Habitaciones



Dentro de la habitación de paredes altas cabe que haya más puertas, pero los armarios no tienen puertas, si es que se puede llamar armario a un hueco abierto con una balda. Será para que nadie se abra la cabeza de un maderazo o para que nuestras escasas pertenencias estén expuestas públicamente y no se pierda nada de vista. Recordemos que, en este lugar, la privac