Cuando los espíritus llenaban los espejos

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Cuando los espíritus llenaban los espejos
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Letrame Editorial.

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© Tomás Monsalve Díaz

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

Idea de la portada: Andrea Castelreanas Acosta

ISBN: 978-84-1386-843-1

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Las imágenes fotográficas que se reproducen en esta edición pertenecen al Archivo de fotografía histórico de Canarias. Cabildo de Gran Canaria. Fedac. Todas ellas han sido cedidas gratuitamente.


Esta publicación cuenta con la colaboración económica del Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria, tras haber sido seleccionada en la convocatoria de ayudas a la autoedición literaria.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

Prólogo del autor



Las Palmas de Gran Canaria a finales del siglo XIX

Andrew Jackson Davis, famoso espiritista norteamericano, conocido también por el sobrenombre de El vidente de Pougkeepsie, predijo entre otras muchas cosas el descubrimiento del planeta Neptuno, la aparición del automóvil, la invención de la máquina de escribir y los aeroplanos, pero entre sus anuncios más sorprendentes figura el que realizó en 1847, cuando aseguró que en breve, en todos los lugares del mundo, se darían numerosas manifestaciones de espíritus y que estas entidades se estaban organizando para darse a conocer y demostrar de forma masiva su existencia a la humanidad. Con tal fin advirtió de que fenómenos como el sonambulismo, la premonición o la doble vista empezarían a darse con frecuencia entre los hombres, y no con el objeto de que estos los exhibieran en las ferias como rarezas, sino para que ayudasen a mitigar, en la medida de lo posible, que los cataclismos y las catástrofes naturales o los naufragios y accidentes causaran tantas víctimas.

Esta novela, que está inspirada en hechos reales, transcurre a finales del siglo xix y principios del xx entre las islas de Gran Canaria, Cuba y Londres, describe a través de sus doce capítulos y un epílogo el testimonio y las experiencias de algunas mujeres que en Gran Canaria fueron conocidas como santiguadoras y que, poseyendo las características descritas por Andrew Jackson Davis, dedicaron sus vidas al servicio de los demás.

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Le dedico esta novela a mi esposa y compañera de vida, María de los Ángeles. Cuando más perdido estaba y cuando no sabía si volvería a escribir, ella me inspiró, a ella la escuché y me enseñó a oír y entender la sutileza de cada alma humana. Sin ella, sin su apoyo y dedicación, «Cuando los espíritus llenaban los espejos» nunca hubiese sido posible.

Asimismo, agradezco a todos mis familiares y personas cercanas por su colaboración e interés, bien aportando ideas o con su ayuda para terminar este proyecto.

Y, por último, un agradecimiento especial a todas aquellas personas que al adquirir esta obra están contribuyendo a mantener la obra social del Centro Espirita León Denis de Madrid.

Capítulo primero



La fe y los remordimientos, el testamento y el guerrero



Casa colonial en Gran Canaria, finales del siglo XIX

LA FE Y LOS REMORDIMIENTOS

En verano, cuando la finca de La Agujereada aún estaba en su esplendor y el agua corría hasta el mar, después de la comida, el patrón, el señor Bartolomé Espinosa, se retiraba a la biblioteca donde el servicio ya había oscurecido la habitación para que el fuego del sol no le interrumpiera la siesta. Nadie, salvo los espíritus que desde hacía siglos compartían ese espacio, podía alterar el silencio de la casa hasta que el patrón se despertaba pidiendo a gritos un café. Ese frágil equilibrio entre vivos y muertos algunas veces se veía alterado por sucesos inexplicables o por otros tan triviales como una conmoción atmosférica o una trifulca familiar. Entonces se provocaba una cascada de acontecimientos insólitos: las cortinas se movían con las ventanas cerradas, se escuchaban pasos en habitaciones vacías o las sombras que durante la noche atravesaban paredes y espejos ahora se presentaban de día, sin pudor ni respeto, manifestando su malestar con ruidos y golpes.

En esos momentos, para recuperar la armonía de la casa y que ellos cesasen en sus demostraciones, Tomasa, una esclava mulata y ama de cría de la familia, advertía a doña Brígida, su señora y madre de Armando Espinosa, sobre la necesidad de que cada tarde se reuniese a la familia con los trabajadores de la casa para rezar un rosario por los difuntos que buscaban paz.

Siendo niño, y antes de que el cólera llenara la finca de parientes y amigos, en las noches de tormenta, cuando Armando se desvelaba, ni los escapularios, ni las oraciones, ni dormir abrazando una estampa bendecida por el obispo le servían para ahuyentar el miedo. En esas noches, en lugar de correr hacia la cama de su madre en busca de refugio y cariño, bajaba las escaleras a toda prisa hasta llegar a la cocina, donde se refugiaba en el camastro de Tomasa. Ella era la única persona en toda la casa que le ofrecía el calor y la ternura que un niño asustado necesitaba. A veces su hija Amelia también dormía allí y él, haciéndose un ovillo, se acurrucaba entre las dos, encontrando no solo el olor maternal que lo relajaba, sino protección frente al espíritu del aborigen, un ser primitivo que, además de atormentarlo en sueños, deambulaba por la casa como si fuese suya. Para tranquilizarlo y ahuyentarlo, Tomasa no se encaraba con él, solo lo escuchaba y rezaba hasta que cesaban los ruidos y los golpes. Cuando ya no tenía de qué quejarse, ella le pedía que dejara en paz a ese niño inocente y todo volvía a la calma.

Muchos años después, y ya siendo adulto, Armando seguía sin poder dormir cuando una tormenta lo despertaba a mitad de la noche y, a pesar de que la lluvia hacía horas que sacudía el velero donde viajaba, antes de quedarse en la cama, él prefería permanecer en la cubierta viendo cómo los rayos que caían sobre el mar le permitían distinguir a lo lejos la costa de Gran Canaria. Salvo el capitán, ni la tripulación ni los pasajeros sabían que aquel hombre de aspecto triste y enfermo era un destacado miembro del Partido Republicano que volvía a su isla natal como si fuese un prófugo de la justicia.

Toda una paradoja del destino, ya que Armando siempre había defendido en sus debates políticos y artículos de prensa que cualquier asunto relacionado con la fe y las creencias formaba parte de una elección individual. Con todo, en el momento en el que él se pronunció seguidor del espiritismo, sus adversarios políticos lo atacaron con tal saña y agresividad que para salvar su vida tuvo que huir de Madrid.

La primera vez que Armando tuvo conocimiento del movimiento espirita fue cuando empezaba a ejercer de abogado y los libreros de Cádiz recurrieron a él para defenderse de la reacción desproporcionada y fulminante del obispo, ante la publicación y distribución de un folleto de apenas cincuenta páginas titulado Luz y verdad del espiritualismo. Un tratado sobre la influencia de los espíritus en la vida de los hombres y su misión en la Tierra.

Tras declararlo escandaloso y profundamente dañino para la fe de los católicos, el obispo de Cádiz organizó un auto de fe frente al Palacio Episcopal, donde quemó todos los ejemplares que la policía pudo requisar de las librerías de la ciudad. En aquellos días, ante tal atropello a la libertad de expresión y para salvar la obra, Armando confió en un amigo suyo, un capitán de navío, que con total discreción llevó los folletos hasta Uruguay, donde pretendían imprimirlos y así escapar de la furia eclesiástica.

Cuando amainó la tormenta y pudieron acercarse al muelle de Las Palmas, Armando, siendo conocedor de que su presencia podría alentar o justificar en sus enemigos políticos cualquier acto violento en su contra, prefirió pasar desapercibido y, con la complicidad del capitán, aprovechando la oscuridad y el ajetreo de mercancías, envió todo su equipaje al domicilio de un amigo de la infancia, el doctor Gregorio Chil. Y él se embarcó en una chalana, que atracó discretamente en un refugio pesquero, alejado del puerto de la ciudad. Allí con una tartana lo esperaba Inocencio, el capataz de La Agujereada, una finca que la familia de su padre poseía al norte de Gran Canaria.

Tras una hora de marcha alcanzaron el malpaís, las nubes ocultaban la luz de la luna, a lo lejos la estructura de la casa, como un decorado de ópera, se recortaba al final del camino, esa visión un tanto espectral, unida al silencio y al frío del invierno, le provocaron una inquietud, una sensación de vacío, a la que no estaba acostumbrado y que nunca antes había vivido.

 

En la finca nadie, salvo Petronila, la mujer de Inocencio el capataz, estaba al corriente de su llegada. Hacía más de una década que Armando no la veía y casi no la reconoció. En la penumbra del comedor, iluminada por unas pocas velas, pudo apreciar en las arrugas de su cara, en las cicatrices de sus manos y en la boca casi sin dientes lo dura que había sido la vida con ella. Y pese a que Petronila conservaba su gracia y sentido del humor, cuando Armando se sentó a la mesa empezó a sentirse incómodo. Tenía varias preguntas que durante el viaje le rondaron la cabeza y ahora frente a ella y con Inocencio presente ya no se atrevía a formular.

Casi ni comió, desde hacía varios días padecía una tos que no lo dejaba descansar y prefirió que Petronila le preparara un agua de tomillo y retirarse a dormir. A solas en la habitación y mientras ella calentaba las sábanas, le dijo sin más rodeos:

—¿Sabes algo de Tomasa?

Ella no quiso contestar y siguió con su tarea. Pese a su actitud evasiva, él insistió:

—¿Y de Amelia?

Para Armando ese silencio fue insoportable. Esa falsa sumisión era más que un gesto de rebeldía, casi una insolencia, por ello, cuando terminó de habilitar la cama y se disponía a salir, él para reclamar su atención la sujetó del brazo. Entonces Petronila sin inmutarse le contestó:

—Desde que su difunta madre las vendió a un oficial de la Marina en Puerto Rico no sabemos qué ha sido de ellas.

—¿Y del niño?

—Antoñito se marchó a Cuba, creemos que ha muerto.

Armando quiso hablar. Quiso explicarle que él estaba en París y su madre nunca le dijo lo que pensaba hacer. A su regreso a Madrid, cuando se enteró de la venta, ya era tarde para impedirlo. Quiso disculparse, sabía que después de tantos años no tenía derecho a remover una herida tan profunda, pero no pudo articular las palabras, lo asaltó un ataque de tos que lo obligó a sentarse y respirar profundamente. Entonces ella lo miró a los ojos y le pareció tan frágil y triste que, para consolarlo, susurró:

—Ya…, ya pasó.

Ante tanta calma y resignación, Armando se avergonzó de su actitud y le abrió la puerta. Ni se despidieron, ni se miraron, los dos eran conscientes de que no era necesario seguir haciéndose daño. Se acostó, pero, en aquella cama donde murió su madre, no estaba cómodo y entre la tos y el remordimiento no pudo descansar.

EL TESTAMENTO

Si de niño Armando tenía la facultad de reconocer la casa a oscuras y podía moverse con total libertad, sin rozar con nada, ahora a solas en la cama de su madre se sentía desplazado, prisionero de sus remordimientos e incapaz de dar dos pasos sin tropezar. Cada ruido le parecía nuevo y desconocido y, aunque el mobiliario apenas había cambiado, el paso del tiempo sobre aquellos muebles y cortinas le trasmitía a la casa un aspecto de pobreza y abandono.

Cansado de dar vueltas en una cama que no lo quería acoger, de escuchar sonidos que no distinguía y ver sombras fugaces recorriendo la habitación, decidió levantarse y, con la luz de un candelabro, llegó hasta la biblioteca. Allí frente a las estanterías reposaban colecciones de libros que su familia había recopilado durante años. Pensando dónde esconder todo lo que lo podría comprometer, recordó que tras una cortina, junto a la chimenea, había un hueco en la pared que se abría al accionar una pequeña palanca. Allí depositó los documentos más confidenciales de su partido y, para su sorpresa, encontró una botella de ron y unas hojas amarilleadas por el paso del tiempo atadas en un pliego de cuero.

Sentado en el butacón donde su bisabuelo, su abuelo y su padre Bartolomé solían dormir la siesta, mientras paladeaba el licor, sintió vergüenza y remordimientos. Eran unas páginas con apuntes de tipo económico, donde se detallaban todas las propiedades que la familia de su padre poseía en la isla de Gran Canaria, diferenciando las que se adquirieron por matrimonios concertados de aquellas otras que fueron compradas a particulares o por subastas a organismos religiosos.

Entre golpes de tos y vasitos de ron fue avanzando en la lectura de las tropelías, abusos y engaños que sus antepasados habían ido perpetrando durante siglos. Los apuntes históricos se remontaban a los primeros oficiales que llegaron con el capitán Pedro de Vera a la conquista de la isla y se continuaban con las siguientes generaciones formadas por mallorquines, portugueses, catalanes, andaluces y holandeses que fueron dedicando su esfuerzo al cultivo de la caña, a la cría de buen vino, a la cochinilla y al comercio de personas y mercancías con el resto del mundo.

En un cuaderno aparte, engarzado por una cinta de color negro, encontró un árbol genealógico, con una antigüedad de casi trescientos años, donde alguien había empezado a inscribir los hijos bastardos que sus antepasados tuvieron con las esclavas al servicio de la familia. En las últimas anotaciones estaban su bisabuelo Nicanor, con dos hijas de una esclava negra, el abuelo Anastasio, con cinco hijos de dos esclavas, y su padre Bartolomé, que había escrito en letras de molde «Con Amelia un niño llamado Antoñito».

Descubrir lo que había hecho su padre lo llenó de rabia, y verse allí en la biblioteca, rodeado por los cuadros de su abuelo y otros militares de la familia, le dio asco, él no era como ellos. Él se identificaba más con la rama materna de su familia, escritores, escultores y artesanos, de los que había oído hablar, pero nunca los conoció, ya que la mayoría buscaron su fortuna en Cuba, una tierra donde las cualidades de un hombre eran más importantes que sus propiedades.

Armando pensó en su madre y el día en que esta descubrió, leyendo su diario, que él estaba enamorado de Amelia; si no lo hubiese leído, no lo habría castigado enviándolo a estudiar al internado de Cádiz y quizás se podría haber evitado ese embarazo. Culpándola consiguió calmarse, pero en el fondo se sentía un cobarde. Alguien que nunca se había hecho responsable de su vida y siempre buscó en los demás la causa de sus contratiempos. Decidido a cambiar esa tendencia y para aliviar su corazón, redactó un testamento. Una de las copias la guardó en la biblioteca en el estanco secreto, y la otra en un sobre cerrado, pensaba entregársela a su amigo Gregorio.

Horas después, cuando este llegó con su equipaje, Armando, envuelto en una manta, seguía en el butacón. El doctor lo encontró muy desmejorado y, tras un reconocimiento y comprobar que tenía fiebre, le recomendó reposo absoluto. Para aliviarle la tos le dejó lo último que había recibido de Francia, unas pastillas de mentol, eucalipto y cocaína, advirtiéndole que no abusara de ellas. Fue un encuentro rápido, iba de paso, lo habían llamado para una consulta y no quería demorarse.

Armando le agradeció su discreción y compromiso y, además del paquete de libros que le había preparado, le regaló uno en especial que había terminado de leer en el viaje, La Historia de la conquista de las siete Islas Canarias, de Fray Abreu Galindo, diciéndole:

—Entre mentiras y verdades solo encontrarás la historia de los vencedores, la de los vencidos nunca se sabrá.

Y lo dijo convencido de sus palabras, porque muchas veces ambos amigos habían discutido con historiadores y políticos sobre cuáles eran los fundamentos morales y éticos que sostenían la idea de por qué una sociedad civilizada y cristiana puede imponer sus normas y costumbres a otra que considera más salvaje o primitiva. ¿Sería la codicia suficiente motivo para justificarlo? ¿O la justicia? ¿Pero qué justicia? ¿Esa que se aplica según los privilegios de casta y nacimiento?

Pero esa mañana no tenía el ánimo para diatribas ni polémicas, ni quería hacerle perder el tiempo a su amigo, así que le dijo:

—Gregorio, quiero que sepas que soy el único responsable de todo…

El médico, sonriendo, apostilló:

—Vamos, ni que hubieras matado a alguien, ya verás que a estos monárquicos pronto se les pasará la euforia del triunfo y todo volverá a calmarse.

Armando, sin captar la ironía, lo interrumpió:

—Te he nombrado albacea. Si me ocurriese algo, eres la única persona honrada en la que confío para que se cumpla lo que he dispuesto.

Y le aclaró que había añadido una cláusula en favor de los pastores y agricultores de la finca. En ella reconocía la aportación que durante años estos trabajadores habían hecho a la propiedad y que a él le correspondía reconocérselo. Por eso quería que tras su muerte en los próximos cien años a ellos y sus familias se les dejase vivir en los chamizos construidos entre los restos del ingenio de azúcar. Y, además, que todos los años en función de las rentas de La Agujereada se invirtiese en su mantenimiento y conservación.

El médico, sorprendido y queriendo quitar gravedad al momento, añadió:

—Venga, que por un catarro no te vas a morir.

Pero cuando se abrazaron para despedirse, Gregorio sintió que su amigo, sin decir palabra, le decía adiós para siempre.

El GUERRERO

Como cada tarde, después de ordeñar a las cabras y hacer los quesos, Inocencio apartó el suero de la leche para que Petronila lo cocinara esa noche. Luego se dirigió hasta el cercado en busca de jaramagos y se estremeció por el frío. Sus huesos hacía días que se lo venían advirtiendo, por eso el campo estaba preparado y las semillas de centeno y lentejas esperaban en los surcos que la lluvia llegara serena y puntual a su cita.

Cuando Inocencio vio que Armando salía de la casa para dar un paseo, jamás imaginó que la próxima vez que lo volvería a ver sería un amasijo de huesos revueltos en el barro. Con un gesto se saludaron en la distancia, iba despacio, pensativo, en dirección al malpaís, envuelto en una capa y con la botella de coñac en el bolsillo del abrigo. Al llegar a la necrópolis aborigen, el viento le azotaba la espalda y, mientras deambulaba entre pirámides a las que en otro tiempo les robaron sus piedras para usarlas en los muros del ingenio de azúcar y túmulos que perdieron sus techos de madera para convertirse en puertas de pocilgas, empezó a beber coñac.

Armando, abrumado por una extraña sensación de soledad y tristeza, se sentó buscando refugio detrás de una sabina retorcida por los años, con la vista perdida en el horizonte estuvo bebiendo y tomando pastillas, sin tener en cuenta la advertencia del doctor acerca de que no abusara de ellas y, menos, que las mezclase con alcohol. Buscando un mejor acomodo, reparó en una pequeña piedra tallada con forma de punta. La recogió del suelo y al acariciarla con mimo entre sus manos sintió una especie de resplandor en su cerebro, que le proporcionó tal destello de lucidez y conocimiento como nunca antes había vivido.

El viento amainó dejando paso a una fina niebla tan irreal como extraña. A través de ella le llegaron lamentos, gritos de dolor y llantos inconsolables. Armando, en un instante, tuvo una visión de la verdad, esa que los historiadores nunca quisieron contar. Los hechos se le fueron mostrando sin filtros ni ambigüedades con toda su crudeza.

Rodeado de aquellas ruinas supo que frente al ejército de cristianos y mercenarios nadie tenía la oportunidad de la clemencia o el perdón y uno tras otro los guerreros fueron muriendo a golpes de espada y machete, como los bosques de la isla, o ahogados en su propia pena.

Para las mujeres, los ancianos y los niños que sobrevivieron al exterminio no hubo otro camino para escapar de la muerte que el bautismo o la esclavitud, pero el precio que pagaron todos los que eligieron vivir bajo la paz cristiana fue el dolor y la humillación. Durante generaciones tuvieron que aceptar que aquellos asesinos de sus hijos, hermanos y padres tomaran a sus hijas o por la fuerza o en matrimonios concertados. Armando, a su pesar, fue testigo de la resignación y pena que sintieron los aborígenes canarios y lo que significó para ellos no tener más elección que la cruz o la espada.

En la memoria de los descendientes, el genocidio de sus antepasados se fue diluyendo como el azúcar en un vaso de agua y, a pesar de que aprendieron una nueva lengua y nuevas costumbres y de que la Iglesia Católica persiguió cualquier vestigio de paganismo con rigor, crueldad y castigos ejemplares, el miedo no consiguió que olvidaran quiénes fueron y de dónde venían.

Una ráfaga de viento levantó la niebla y Armando, que era un hombre sensato y poco amigo de embelecos, achacó a la fiebre a sus últimas lecturas y a las pastillas las visiones que había tenido. La tos o la amenaza de lluvia en cualquier otro momento hubiesen sido suficientes motivos para que volviera a la casa. Mas, ahora y en contra de la prudencia, se dejó llevar por un impulso, una fuerza desconocida, una voz que le susurraba y le guiaba por un camino sin marcas en busca de no sabía qué.

 

Subió por la montaña hasta el manantial, su cuerpo estaba lleno de energía; no obstante, algo le dijo que parara, allí bebió agua y recuperó fuerzas. Llevaba la piedra en su mano derecha y cuando notó que un extraño calor se desprendía de ella miró al suelo y entre las ñameras encontró otra piedra, también tallada. Por primera vez en su vida se estaba dejando llevar por sus sensaciones y no por sus pensamientos y en ese estado siguió escuchando la voz, no le decía nada concreto, pero lo invitaba a seguir subiendo, a que escalara a lo más alto, donde jamás él hubiese pensado que llegaría algún día.

Con los últimos rayos del sol encontró refugio en una grieta del acantilado donde pudo acurrucarse. Sintió en su cara el frío de la noche y acariciando las piedras que guardaba en su mano se dejó llevar por el sueño. Este fue un sueño lúcido que lo transportó al pasado, al tiempo de los guanches y al sufrimiento de un guerrero que nunca encontró reposo ni respeto para sus restos.

Armando se quedó sin palabras cuando despertó viendo al espíritu del guerrero a su lado, inmóvil, ausente, envuelto en un aura de silencio y una quietud que ni la respiración lo altera. Y qué podría decir, cuando al amanecer se está tan alto y tan lejos que las nubes permanecen bajo sus pies y, como un gran manto, pasan acariciando unos riscos llenos de cuevas y misterios.

El guerrero con un gesto amistoso le invita a que continúe ascendiendo, por un camino estrecho y tortuoso al borde del risco, ambos en su escalada desafían al cernícalo que se eleva como una flecha sin destino, gozando sin más de la pureza que acompaña a la luz de la mañana, pero solo es el guerrero quien lanza un grito desesperado esperando una respuesta que no llegará, pues es el último, el único de un ejército derrotado.

Agotados se dejan caer sobre las piedras aún frías y Armando escucha latir su corazón, sintiendo sobre la piel el sudor que resbala hasta mezclarse con el rocío, y permanece frente al sol, quieto, en un reposo absoluto, dejando que su pulso sea tan lento como la respiración de los cardos, el paso de la luna o la gota que llena el manantial.

Armando, hasta su último aliento, pensó que aquel guerrero que le ofrecía su mano para saltar era tan real como él mismo y, sin miedo al futuro, sin miedo al vacío y escuchando el viento silbar en sus oídos, los dos juntos cierran los ojos y vuelan para no volver. Ya no hay dolor, no hay batallas, ni un latido, solo silencio, la mente en blanco y un cuerpo inerte, el de Armando, que durante años quedó oculto entre piedras, lagartos y tabaibas.

Repitiéndose así lo que siglos atrás sucedió en ese mismo lugar, cuando el guerrero tras una cruenta batalla, herido de muerte y perseguido por los castellanos tuvo que elegir entre la deshonra de la entrega o saltar. Durante días, aquel cuerpo permaneció oculto entre los riscos y allí hubiese permanecido olvidado de no ser por los cuervos que delataron su presencia. Al ser un noble, la familia, en la necrópolis, le rindió junto a sus antepasados los honores que le correspondían. En un túmulo funerario frente al mar y al arrullo de los alisios dejaron que sus restos momificados reposaran en paz. Años después, un temblor de tierra desplazó el túmulo y la momia quedó oculta e intacta en una grieta del malpaís. Durante siglos permaneció resguardada de las inclemencias del tiempo y fuera del alcance de los saqueadores de tumbas, y así tendría que haber reposado hasta el fin de los tiempos.

Capítulo segundo



El cólera, suplantación y gloria y la visita del obispo



Campesina canaria a finales del siglo XIX recogiendo tunos

EL CÓLERA

A quien Amparo llamó siempre madre y que todos conocían por la señora Virginia era una santiguadora de raza y pertenecía a una estirpe de mujeres que los espíritus elegían por su sensibilidad y capacidad, para que, a través de sueños, premoniciones y clarividencia, adquiriesen conocimientos y sabiduría. Durante siglos esta comunicación e influencia se mantuvo como una tradición oral entre las santiguadoras de las familias escogidas.

La señora Virginia tenía una casa-cueva en una ladera del barrio de San José, a las afueras de Las Palmas de Gran Canaria. A sus cuarenta años y a causa de una leve cojera de nacimiento, apenas se movía de los alrededores de su casa, desde donde curaba trastornos como la erisipela, los empachos, el mal de ojos o el fuego en la cabeza, e incluso se atrevía con cualquier desarreglo físico o tormento espiritual, siempre que el doliente se acercara hasta ella con una fe infinita en el poder de nuestro señor Jesucristo. Pero, si algo la distinguía a la señora Virginia del resto de santiguadoras, era su poder frente a las brujas, las hechiceras y todo el daño que estas generaban, ya fuera sobre animales, plantas o personas. Ella, aun con sus limitaciones, nunca renunció a prestar ayuda cuando alguien la necesitaba y, sobre todo, si veía que un alma pura corría peligro. Actuar así, sin temor ni miedo a la venganza de quienes provocaban estos males y trastornos, le buscó numerosos enemigos, pese a ello, la señora Virginia jamás se asustó, ya que se sentía segura y protegida por Dios y los santos que la acompañaban.

Pese a sus conocimientos, estos de nada le sirvieron cuando su vecina Sebastiana empezó a sentir molestias después de que hubiese ayudado a lavar, en casa de su amiga María de la Luz, un saco con ropa de cama, manchada de sangre y esputos, que esta había comprado en un barco francés procedente de las Antillas. Ambas mujeres se vieron con fiebres, diarreas y vómitos que, a pesar del empeño y las oraciones de la señora Virginia, nunca remitieron, sino todo lo contrario, en cuestión de horas empeoraban, por lo que, alarmadas, solicitaron el auxilio de don Antonio, el doctor con el que ellas solían trabajar aseándole la consulta y lavando su ropa.

Alarmado por los síntomas que le relataron, el médico las asistió con urgencia y, por más empeño que puso, su pericia y cuidados solo sirvieron para contemplar impotente cómo estas mujeres jóvenes y fuertes se deshidrataban y agonizaban entre cólicos y dolores, y, salvo certificar sus fallecimientos, poco más pudo hacer por ellas.

La muerte, como una lluvia fina, fue salpicando con su presencia a cada casa del barrio y, aun así, el alcalde, más preocupado por los perjuicios económicos que para la ciudad significaba un cierre del muelle si se conocía la existencia de una epidemia de cólera, intentó ocultar la verdad, esperando que las muertes fuesen remitiendo sin alarmar a la población. A tal fin publicó un bando donde ordenaba que la milicia aislara al barrio de San José y que por precaución se quemaran los enseres de los fallecidos.

Cuando el terror se extendía por la ciudad y, las juntas parroquiales constataron e informaron al alcalde que cada día el número de personas con fiebres altísimas y vomitando sangre se multiplicaba sin cesar y que el cólera estaba dejando un reguero de cadáveres por las calles, los hacendados, los funcionarios y comerciantes, conocedores desde un principio de la gravedad de la epidemia, presas del pánico, ya habían abandonado a toda prisa sus casas de Vegueta y Triana. En su huida hacia las poblaciones cercanas de Teror, Arucas o Tamaraceite, solo las familias pudientes lograron acaparar alimentos y animales, dejando tras ellos una ciudad desabastecida y paralizada en su economía y administración.

La señora Virginia, consciente del peligro, después de quemar todos los enseres de su vecina y cualquier prenda que hubiese estado en contacto con ella, se lavó con una mezcla de hierbas depurativas. Luego, al caer la noche por caminos que nadie vigilaba, escapó del cerco que la milicia había organizado y poco después del amanecer llegó a la huerta de los Dominicos, donde se refrescó en la fuente y se proveyó de algunos plátanos. Desde allí y hasta llegar a casa de su sobrina Feluca, en el barrio de San Nicolás, recorrió una ciudad fantasmagórica, con los comercios cerrados, las calles vacías y un silencio sobrecogedor que solo se rompía por el lúgubre ruido de algún carruaje que los presidiarios acompañados de soldados trasportaban llenos de cadáveres.