Remembranzas

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Remembranzas
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SUSANA TABOADA

Remembranzas


Taboada, Susana

Remembranzas / Susana Taboada. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-1442-4

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com

info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Agradecimientos

A Dios, al recuerdo imborrable de mi madre Elma, a mi padre, que a pesar de todo fue nuestro guía. A mis hermanas y hermanos, testigos y protagonistas de las remembranzas, gracias por las vivencias en lo bueno y lo no tan bueno, a mis hijos Yésica y Lucas que me brindaron su apoyo incondicional y crecieron junto a mi. A mis sobrinos y sobrinas que son la continuidad de nuestra existencia, ellos son quienes escuchan algunas historias, tienen la magia de sorprenderse y hasta sentirse incrédulos ante las distintas narrativas. A mi pareja Miguel, a quien elegí para transitar el tiempo que nos queda en esta hermosa senda que es la vida misma.

Una mañana desperté y me di cuenta de que ya no estabas, ya no tenía sentido levantarme los sábados y domingos para ir a verte, estar con vos… para ir a consentirte… a cuidarte… mimarte.

Me di cuenta de que por las tardes no estarías esperándome ni a mí, ni a mis hermanas, sentada en tu sillón, ese “reposero” de algarrobo que te había regalado tu hijo favorito, el cantante de La Fibra, donde te acomodabas con el Toco (ese perrito que te adoraba) a tus pies en una especie de ronda desacomodada, con una silla de madera que hacía de mesa matera.

Me di cuenta de que ya no estarías en la punta de la mesa vigilando nuestras charlas, con un mate en la mano, riéndote de las discusiones y defendiendo a uno u otro…

Fue entonces cuando un dolor indescriptible inundó mi corazón y se diseminó como el agua caudalosa por todo mi cuerpo. Ese sentimiento invasivo e incomprensible se quedó agazapado dentro de mí.

Desde ese momento, imploré a Dios que me diera paz y resignación.


Junto a Mamá

Ella…

Los inviernos eran su temor. El cielo se volvía plomizo en las tardes y se extendían hasta la mañana siguiente, la temperatura bajaba. Caminar entre los cerros era toda una odisea, pero igual cumplía con sus quehaceres. La niña alegre muchas veces gemía por el frío en sus manos y pies.

En su caballo, Elma debía recorrer varios cerros para llegar a la emparchada y húmeda casilla de madera que funcionaba de escuela. Allí comenzó su sueño, sus ansias por el conocimiento. Llegó a ser la primera en su clase. Estudiando en cada momento que podía, mientras realizaba las tareas diarias repetía todo lo que estudiaba de memoria en la escuela, en especial los versos, las poesías y las lecturas que su maestra le brindaba abriéndole una ventana a los sueños, a la imaginación y al deseo, ya que en su pobreza los libros eran un lujo. Así alimentaba su mente, corazón y esperanza. Aprovechaba cada minuto que podía estar en contacto con ellos en el aula, porque estaba prohibido llevarlos a casa.

Llegó sólo hasta tercer grado, porque para continuar estudiando debía ir a la ciudad. Así solía pasar en esa época en las escuelas rurales de Misiones, y en cada rincón del país profundo donde la obligatoriedad abarcaba de primero a tercer grado. Elma y muchos niños como ella no tenía los mismos derechos de los que ahora gozamos.

Pero ¿cómo irse de su chacra, de su familia? ¿Con qué dinero? Era imposible y su sueño se rompió como un cristal.

Los años fueron pasando, su amor por sus padres crecía potenciado por la soledad del lugar. Su madre, doña Cándida, mostraba en su rostro un poco cansado, por el paso de los años. La vida era sacrificada en las alturas y junto a su esposo e hija cultivaban tabaco, maíz, mandioca, y lo más importante la caña de azúcar, para consumo propio y también vender en el pueblo.

Una noche, de esas que son tan comunes por la profunda oscuridad, esas noches cuando las estrellas y la luna juegan a las escondidas entre las nubes, esas que se destacan por los movimientos furtivos de los animales que aprovechan la penumbra para agazaparse en busca de su presa y de los gemidos de algunos pájaros sorprendidos por sus acechadores; esas noches donde los árboles susurran historias de vida, amor y locura. Elma se sintió inquieta. No podía conciliar el sueño porque el inseguro rancho donde vivía le brindaba cobijo, pero no tranquilidad. Las puertas sin seguro aumentaban su temor, al cabo de un rato de dar vueltas en su catre, se quedó profundamente dormida.

De repente comenzó a escuchar el ruido seco e inconfundible del trotecito corto de los cascos de su caballo, que se dirigía hacia lo alto del cerro perdiéndose en la inmensidad de la noche como buscando refugio en el cañaveral. El viento veloz y bravo provocaba fricción de las hojas ásperas y secas produciendo una música sin melodía ni encanto, mientras sentía que se ahogaba en la oscuridad. Elma solo escuchaba la respiración agitada y cansada de su caballo zaino. De pronto, pegó un salto del catre, con la poca ropa que vestía salió corriendo del rancho.

Don Hilario Ferreyra, su padre, escuchó el ruido llorón de la bisagra enmohecida en mitad de la noche. Se levantó. Corrió hasta el umbral y, en ese momento, alcanzó a ver a su hija que se perdía a lo lejos. No lo pensó ni un minuto. Descalzo, y desabrigado, corrió desesperadamente hasta que alcanzó a tomarla del brazo. Elma lo miró sorprendida. Lo abrazó y preguntó por su potrillo. Don Hilario la levantó y comenzó a caminar mostrándole que su caballo estaba en el corral como era costumbre.

A la mañana siguiente, mientras trabajaban en los quehaceres diarios, compartían entre risas y miradas cómplices con su padre la aventura vivida entre sueños y realidad. Doña Cándida mientras tanto se dedicaba a “vencer”, actividad de curación o sanación de personas como llamaban en esa zona. Su reputación como curandera era reconocida en el pueblito Cerro Azul. Las mujeres y hombres que la necesitaban sabían que podían contar con ella y con su don. Sanaba con hierbas, yuyos y oraciones. En algunas oportunidades jovencitas iban hasta su rancho a dar a luz. Ella recibía a los bebés y las cuidaba hasta que podían irse.

En ese entorno de amor y trabajo Elma creció.

Un secreto a voces

El pueblito Cerro Azul pintoresco y tranquilo. Su colosal paisaje de altos cerros se viste de magnífica vegetación. Allí se mezclan las especies más extravagantes que se pueden hallar en la zona virgen y temeraria. En las mañanas, cuando el sol penetra en la espesura de la selva misionera, se puede descubrir los distintos tonos de verde. Algunas de estas plantas, en la primavera, dejan ver sus flores exóticas multicolores y se respiran dulces fragancias naturales. Los hilos de agua recorren extensas distancias como pinceladas plateadas. Con cada remolino cristalino se desprenden melodiosos ritmos musicales que se confunden con los cantos de las aves formando así una sinfonía casi perfecta. Las distintas especies animales muestran la existencia de vida en cada centímetro de este lugar creando así una gran obra de arte.

Allí en medio del paisaje se elevan orgullosas las casillas de madera húmeda, que carcomidas algunas por las termitas y otras por el paso del tiempo, se dejan ver desde la altura del camino ondulante. Desde sus chimeneas, el denso humo que surca el cielo sirve de señal a los distantes caminantes en los profundos valles.

El pueblo que recién nacía era festivo, alegre. En el patio central que servía de plazoleta se celebraban las fiestas religiosas y los carnavales que se convertían en excusas para las reuniones de familiares y vecinos. Allí doña Cándida, don Hilario y Elma tenían asistencia perfecta como cada habitante, por más que el camino fuera largo y tuvieran que cruzar dos o tres cerros.

Esas fiestas eran la oportunidad de mostrar su belleza. Con casi 14 años Elma era vestida cuidadosamente por su madre que evitaba que se distinga su cuerpo desarrollado, por lo que después de la ducha, y con una venda de lienzo de unos 30 centímetros de ancho, que servía de corset reductor, comenzaba a envolver a su hija como un ritual desesperado, pensante, silencioso. Después le ponía su sencillo y elegante vestido.

En esas fiestas Elma veía cómo las niñas de su edad tenían hermanos, con quienes jugaban y se divertían. Observaba estas escenas en silencio preguntándose siempre por qué era hija única. Una noche de esas, donde el regreso a casa se volvía cansador, preguntó en voz alta:

—Mamá, ¿por qué no tengo hermanitos? —Los dos se hicieron los sordos. Pero volvió a insistir.

Parecía que el momento de tener una charla seria, había llegado. El camino, donde por la hora reinaba una densa oscuridad, pero que los caballos conocían de memoria, de repente se volvió lúgubre, pesado, peligroso. Doña Cándida sintió que su corazón se rompía y que cada latido sonaba en la vastedad del lugar, haciendo eco… sintió temor, sintió que su cuerpo se estremeció, pero también pensó que era mejor, “no le vería la cara a su hija”, así que mostrándose lejana y fría explicó su imposibilidad de tener hijos, por lo que la adoptó. Dolió conocer esa verdad, sus ojos derramaban las lágrimas más amargas y calientes de toda su corta vida, su pequeño y tierno corazón, que no conocía otro amor que el amor a sus padres, se detuvo unos segundos y luego latió con tanta celeridad que sintió debajo del corset cómo su sangre fluía. Desde ese momento en adelante la pregunta “¿quiénes son mis padres?” se presentaría regularmente. Para ella nada fue fácil. El resto del camino transcurrió en un hondo y cruel silencio. Su padre pitaba su armado, ligeramente, ajeno a los hechos…

 

Los días se sucedían como si lo vivido aquella noche no hubiera sucedido o como si todo hubiera sido un sueño… Pero la vida continuaba y llegó el día de la fiesta patronal, a la que doña Cándida era infaltable. El ritual del corset se volvió a realizar, pero ahora todo era cuestionado en su interior. En el silencio trataba de no respirar, de no darle motivos para ningún diálogo, ni llamada de atención. La miraba de reojo y se preguntaba: ¿será que todas las madres visten así a sus niñas? Estaba confundida, no entendía por qué tanta desconfianza hasta en los detalles más pequeños…

Llegaron a la fiesta y Elma, sin saberlo, era la atracción con sus pocos añitos… mientras se llevaba adelante la misa, se sentía observada.

Después se armaba la fiesta, la comida era distribuida y compartida. Mientras tomaba una porción de pan amasado por su madre, a sus espaldas escuchó rumores en bocas de las viejas chismosas que nunca están ausentes en las reuniones de pueblos, esas para quienes no existen los secretos, que su madre consanguínea era una señora de origen brasileño y que quizás por ahí venía su elegancia y belleza, Elma se quedó como petrificada escuchando cada palabra. Decían que la joven había dado a luz a dos hermosas bebés, y que en su dolor le contó a doña Cándida que no iba a poder criarlas. Así es que, conociendo su vientre infértil, doña Cándida se ofreció y la adoptó como propia.

Nunca pudo comprobar si esa historia era verdad y menos aún se atrevió a preguntar.

Con el tiempo, volvieron las cosas a la normalidad, aunque en su corazón la intriga quedó marcada a fuego.

Su padre

Los cielos le contaban en su idioma gris que su vida iba a cambiar, pero no lo comprendía. Los verdes de los cerros perdieron su brillantez y los riachos lloraban la pérdida.

Mientras levantaba y acomodaba los trozos de leña para el fuego del día, pensaba en su padre que hacía varios días no se levantaba con la alegría de siempre, pensaba que al regresar lo encontraría preparando el mate, o avivando el fuego que sobrara de la larga noche, o ensillando el caballo para ir hasta el pueblo por algunas provisiones. Se negaba a pensar lo contrario…

Acomodó el rollo de leña, entre sus brazos, y comenzó a bajar de las alturas, mientras su corazón se aceleraba, era raro que mamá Cándida no esté esperándola en la puerta de la casilla, o que su voz no retumbe entre los cerros con su nombre… A medida que se acercaba al rancho, un frío le recorrió la espalda. La mala noticia estaba ahí, detrás de la vieja puerta entrecerrada. Su padre, don Hilario Ferreyra, había dejado de respirar.

Él, su cómplice de travesuras, su guía, quien le enseñó los secretos de la vida entre errores y torpezas, pero con gran amor, ya no estaba… Él, quien cada mañana, con sus manos ampolladas y endurecidas, encendía el fogón, ordeñaba las vacas y preparaba la leche, ese gran hombre que por las tardecitas formaba parte del paisaje serrano en medio de una nube del humo, que forma el tabaco, se había ido.

Desde este momento sólo el recuerdo de su padre sería su compañía, cada lugar tenía una historia juntos, el hogar en las mañanas, el cañaveral y la quinta durante el día, el corral, su caballo… el camino al pueblo, todo…

Este fue un día gris, un día para olvidar…

El orfanato

Pasado un tiempo, mamá Cándida volvió a casarse porque en esos lares y en esos tiempos no era bueno que las mujeres estén solas. Mala fue la sensación, malo fue el sentimiento que le provocó esa unión. Aún en sus jóvenes e inexpertos años, sintió el presagio.

Un día como otros tantos, en la volanta, iban sentados doña Cándida, Elma y su padrastro. No entendía por qué debía ir sentada en el medio. Trataba de no respirar, solo mirar el camino. En ese recorrido desde el rancho hasta el pueblo y desde el pueblo hasta el rancho, se sintió muy observada y uno que otro roce imperceptible para su mamá, pero bien incómodo para ella, hicieron que, al estar a solas con su madre, le comente lo sucedido.

Doña Cándida, como muchas veces ocurre, y más aún en ese rincón del mundo, decidió no prestarle mucha atención al reclamo de su hija.

La próxima vez que su padrastro trató de tocarla huyó despavorida de su hogar, lejos de su mamá, lejos del lugar que la vio crecer, pero que en algún momento de su vida volvería a ese único hogar que conocía y que añoraría hasta el último día de su vida.

Deambuló sin rumbo. Con el corazón doblemente destrozado. Hasta que llegó a la casa de su tía, hermana de su mamá. Doña Cándida, al ser informada, fue a buscarla para llevarla a casa. Elma decidió emitir una sentencia a su madre “yo o ese hombre”.

Doña Cándida no lo pensó dos veces, y la llevó al orfanato. Ese lugar desconocido era una gran casona descolorida, amplios patios, amplias habitaciones. Un gran jardín de flores silvestres descuidado. Allí las recibió el director y la aceptaron de inmediato, como rebelde.

Cómo lloró esa noche. Sintió nuevamente el dolor del abandono, de la soledad, del desamparo. Lloró amargamente la muerte de su padre, por su catre, por su caballo, todo daba vueltas en su cabeza como un torbellino. Se preguntaba por qué Dios decidió que su vida fuese tan triste, al fin cansada se durmió.

Al día siguiente, había decidido mirar al futuro y luchar por él. Era nueva en ese lugar frío y gris. Allí se encontró con otras pupilas con historias parecidas, abrió su corazón hacia los más pequeños, los cuidaba como si fuesen sus hermanitos. Los mantenía limpios, lavaba ropas, cosía, cocinaba. Ahí puso todo su esfuerzo en ganarse el respeto de sus compañeras, la atención de las celadoras y el director del internado. En poco tiempo se destacó por su laboriosidad e higiene y aprendió que ser una de las mayores no la favorecía.

Pasaban los años y ya estaba perdiendo las esperanzas de que una familia la eligiese. Aunque se esmerara por ser la mejor, era una de las mayores. Su estatura y desarrollo, al momento en que venían los matrimonios a buscar un niño, no la favorecían. Eran ofrecidos como mercadería, los paraban uno al lado del otro, por un lado las niñas, y a continuación los varones, de mayor a menor. Los matrimonios llegaban, pasaban delante de ellos y los observaban, si alguno era de su agrado, le colocaban el índice en la cabeza como señal de aceptación.

Con el paso del tiempo aprendió a no encariñarse con los bebés, ni con los más pequeños, porque eran ellos siempre los elegidos.

Pero su fe era grande, y Dios no la desamparaba… una mañana después de tantas, el director la llamó para informarle que un matrimonio de profesionales necesitaban una persona de confianza para cuidar a sus niños, pero que irían a Formosa, y que él pensó en ella, y que la eligió por su honestidad y porque en estos años había demostrado ser la más trabajadora. Aunque no era lo que hubiese querido, ser parte de una familia, tener la posibilidad de encontrar su lugar en el mundo, era su oportunidad de salir con un sueldo y en casa de una familia respetable.

Así se despidió de sus compañeras y se fue a vivir a una casa muy bonita, llena de lujos, se sentía bendecida. Tenía una pieza para ella sola. Su cama, sus sábanas, su ropa. Todo le indicaba que había elegido bien y que desde ese momento su vida cambiaría. Trabajaba más de lo que su patrona le pedía. Pasaron los meses. Cuidaba a las niñas como su propia vida, estaba atenta a todo lo que necesitaban.

El tiempo pasaba velozmente. Una tarde, en una de sus caminatas con las niñas, la señora decidió acompañarlas. Allí le comunicó que la familia, en un par de meses, iban a mudarse para Concordia, Entre Ríos, y que debía decidir si viajar o volver al orfanato. A Elma le faltaban meses para cumplir 21 y ser mayor de edad.

Conociendo a Pedro

Caminaba tomada de la mano con las niñas mientras el sol jugueteaba con los pájaros multicolores, las nubes formaban imágenes de algodón y el río cantaba muy cerca canciones de antaño. Sin darse cuenta sus pasos se dirigieron al puerto, quizás era el destino que la llevaba hacia donde las familias se apoyaban en las barandas para mirar los barcos atracar, donde los jóvenes con esperanzas de un destino mejor cruzaban la frontera desde el Paraguay, algunos con sus maletas cargadas de sueños, otros tan solo con su sombrero y su única pilcha.

Las niñas disfrutaban el viento de abril que acariciaba sus rostros mientras las mariposas coloridas dibujaban historias en el aire… Ella, sin perder un minuto de vista a ese par de niñas se apoyó en el barandal del puerto, desde allí se escuchaba al río gemir por el peso de los botes, miraba sin ver los lanchones, las barcazas y los barcos, las personas se movían de un lado a otro, unos llegaban, otros se iban… la emoción ganaba sus corazones, por la llegada o por la partida…

Entonces, fue el momento en que apareció la figura de un muchacho que atrajo su atención, vestía de traje blanco impecable, sombrero blanco, y zapatos de charol blanco, contrastaban con una negra cabellera incipiente que se dejaba ver debajo del sombrero, sus finos bigotes negros y sus grandes y atractivos ojos negros. Elma se sintió por primera vez atraída, tanto que sus ojos no dejaban de mirarlo. El joven apuesto llevaba consigo una guitarra. Un artista, pensó. Sí, era él quien la había cautivado.

El tiempo pasó velozmente, fue como si un suspiro se hubiese tragado la tarde. Debía regresar.

Desde ese día, todos los días a la misma hora, iba al mismo lugar del puerto, con la excusa de llevar a los niños a esparcirse, pero su intención tenía que ver con lo que dictaba su corazón adolescente…

Fue por varios días. Los días se transformaron en semanas, las semanas en meses… cuando estaba perdiendo la esperanza de volver a verlo, apareció otra vez, con guitarra en mano, cantando… su voz fue como una puñalada directo al corazón… se sintió tan atraída que quería asegurarse que era ese joven. Se detuvo, extendió una mirada panorámica, hasta que descubrió que era él, el joven que vestía de blanco, ese joven casi perfecto, impecable. Se acercó disimuladamente como tantas personas. Sus miradas se cruzaron y luego se buscaron mientras él entonaba las canción “Mi cafetal”. Elma sintió que le cantaba a ella.

Terminada su actuación, caminó junto a sus niñas pensando volver a verlo al día siguiente. De repente, escuchó una voz masculina que la saludó. Se dio vuelta y era él… Le preguntó su nombre mientras continuaban caminando. Uno al lado del otro, haciéndolo en silencio, temiendo que ese instante mágico se quebrara. Ella advirtió que su caminata llegaba a su fin, y se detuvo. Se prometieron volverse a ver en el mismo lugar al día siguiente.

Las horas no pasaban. Soñó la noche entera con la voz de su joven apuesto.

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