Veinte cosas que usted puede hacer para arruinar la vida de su hijo

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Veinte cosas que usted puede hacer para arruinar la vida de su hijo
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Prost, Silvia

Veinte cosas que usted puede hacer para arruinar la vida de su hijo : reflexiones sobre educación familiar / Silvia Prost. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-1129-4

1. Ensayo Sociológico. 2. Educación Familiar. I. Título.

CDD 649.7

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

A mis hijos: Luisina y Fabricio

Índice

A modo de introducción

PRIMERA PARTE . De qué hablamos

La educación familiar y la buena vida

Héroes o villanos

Adversidad y resiliencia

SEGUNDA PARTE . Veinte desaciertos frecuentes

1. Enamórese de él

2. Ponga en su mano todo lo que pida (y antes que lo pida)

3. Controle cada cosa que hace

4. Póngalo a salvo de cualquier responsabilidad

5. Evítele toda frustración

6. Convénzalo de que es incapaz de amar y ser amado

7. Enséñele a no creer en nada ni en nadie

8. Remarque cada día sus errores y falencias

9. Impóngale la obligación de cumplir con sus expectativas y transmítale sus frustraciones

10. Miéntale y/o finja ante él ser alguien que no es

11. Transmítale hábitos contra el cuidado de la salud y la vida

12. No le ponga límites

13. Naturalice en su hogar el consumo de fármacos y estimulantes legales

14. Hágale creer que es superior a los demás

15. Exíjale, exíjale y exíjale

16. Cuéntele sus andanzas de adulto como si fuera un par

17. Sea deshonesto y/o viva sin trabajar

18. Incúlquele que él está más allá de la moralidad

19. Recuérdele diariamente lo infeliz que usted es y repítale lo despreciables que son el mundo y el género humano

20. Abandónelo frente a una pantalla

TERCERA PARTE . Reflexionemos

A ser padres se aprende con la experiencia

Ni soberbios, ni indiferentes

Ocupados y alerta

Viviendo valores

Algunos principios que no pasan de moda

Un caso reciente

El analfabetismo moral

Concluyendo

Bibliografía

A modo de introducción

Educar tal vez sea la tarea más difícil que nos toca como padres, madres y/o tutores. Si alguna vez Freud (2007) se atrevió a decir que la educación en sí misma es una tarea imposible, aquí podemos afirmar que cuando hablamos de educación paterna comenzamos a transitar casi una quimera. Queremos ser buenos padres, deseamos tener buenos hijos, ansiamos que estén orgullosos de como los hemos educado; pero esto no siempre resulta así.

El mundo está lleno de progenitores que no se sienten felices con la tarea realizada. ¿Quién califica? ¿Quién dice qué es lo que está bien y qué es lo que está mal? Nadie. ¿Dónde aprendimos a ser madres y padres? ¿Dónde titulamos para ejercer este rol? En ningún lado. Abundan los padres instantáneos, sin embargo, eso no alcanza para sentirse mejor. Hay mucho disgusto latente, considerable desazón por no saber qué hacer. Y en otros casos, abundante queja.

Hallar dónde radica la dificultad de esta tarea que el género humano ha llevado a cabo desde el origen no parece sencillo, pero podemos intentarlo. Si lo pensamos con atención, es probable que el problema tenga que ver con la inconformidad permanente de quien educa. Se trata de una empresa tan inmensa como interminable. Hablamos de una tarea que de ordinario deja un resto de insatisfacción, una insuficiencia, una pregunta acerca de si se pudo haber hecho mejor. La praxis educativa parece ser una acción que produce una falta y un malestar; y, por si fuera poco, con los datos del día después, es desagradable tener que aceptar que no se hicieron tan bien las cosas.

Cuando de docentes se trata, hablamos de una actividad acotada en un tiempo y lugar delimitado. Maestro y alumno suelen compartir entre cuatro y siete horas por día, dependiendo del sistema, el nivel y el país; en un lugar que está estructurado para tal fin. Sin entrar en discusiones acerca de las peculiaridades escolares y/o sus beneficios, que son materia de otro texto; asumimos a la escuela como institución tipo de la docencia. Sin embargo, la realidad de los padres, madres o tutores es muy distinta. Ellos educan de forma permanente a sus hijos, las veinticuatro horas del día y en todos los sitios.

Conscientes o inconscientes, felices o desdichados, sanos o enfermos, equilibrados o desequilibrados, santos o pecadores, despiertos o dormidos, seguros o dudosos, acicalados o desarreglados; los padres y las madres nunca pueden correrse de ese lugar de educadores de los hijos. Ningún minuto consiguen desentenderse del rol formativo que les compete, y esto durante todos los días de sus vidas. Educar en este caso, más que una tarea de tiempo completo y de espacio total, es de vida completa. Y es un hecho probado que los hijos e hijas algún día nos juzgarán, aunque estemos convencidos de que no lo hicimos tan mal.

Sobre lo dicho hay que agregar que ser padre y madre en el mundo de hoy puede ser una empresa mucho más riesgosa e insegura que hace algunas décadas. Los tiempos actuales traen consigo dificultades novedosas en la crianza de los hijos. Al menos así lo perciben los adultos, que han visto introducirse en sus hogares peligros que antes se evitaban cerrando la puerta de casa con llave. Hablo de las nuevas modalidades de la comunicación y el universo virtual que acercan celulares, tablets y computadoras. Lo digital ya forma parte de la familia sin que tengamos mucha injerencia en ello, ni siquiera el voto para el control de su uso. Por si esto fuera poco, muchos progenitores portan grandes dificultades para adaptarse a un mundo al que ingresaron como inmigrantes (Prensky, 2001) y en el cual necesitan tiempo para realizar el propio proceso de adaptación.

Es así como se vive sumido con los demás en un exceso de tentaciones, donde los niños y jóvenes que están al cuidado de los adultos son hiper estimulados hacia el consumo de productos cada vez más variados y novedosos. Simultáneamente, se convive con peligros cercanos como la ausencia de modelos positivos, la exposición temprana a la exacerbación del erotismo y la genitalidad, los diferentes tipos de violencia y abuso, el acceso temprano a las adicciones; entre otros males.

 

Es un dato de la realidad que la sociedad ha cambiado y con ella sus pautas de comportamiento y el valor moral de las mismas. Somos conscientes de que ya no podemos educar a nuestros hijos como nos educaron nuestros padres. Sospechamos que no se trata de repetir prácticas, sino de buscar una guía, incluso recurriendo a vivencias de épocas pasadas. Porque si bien los tiempos cambiaron, hay valores que podemos afirmar que permanecen, como la defensa de la vida y el cuidado de la salud. Del mismo modo nos sentimos seguros respecto a que, así como el mal siempre será el mal, el ejercicio del bien con seguridad simplifica la vida.

En esta época “líquida”1 la relatividad moral tiene amplia adhesión y con frecuencia pensamos que lo que hace la mayoría es lo mejor. Pero la historia tiene una extensa lista de ejemplos que demuestran lo contrario. Pensemos que desde la Edad Media y hasta el S. XIX los cuerpos de los bebés recién nacidos eran fajados herméticamente con el fin de que quedasen inmovilizados, se creía que esto aseguraba un crecimiento recto y bien proporcionado. El ejemplo sirve para mostrar que imitar lo que hace la mayoría no siempre es criterioso, tampoco hacer lo que se viene haciendo por inercia, sin reflexionar demasiado, es una buena posibilidad.

¿Dónde hallar algunas ideas novedosas? Si existen saberes transmisibles en el oficio de ser padres, podemos buscar algo de inventiva en las experiencias de otros que nos antecedieron en la tarea. Historias públicas y/o privadas, respecto a las cuales podemos conocer su desenlace con solo hacer un clic. También es posible acuñar sabiduría a partir de lo vivido, e incluso extraer contenidos positivos de aquello que consideramos que no hicimos bien. El análisis y la reflexión sobre lo realizado son fuentes vastas de conocimiento si se saben aprovechar.

Por otra parte, expertos de distintas disciplinas pueden darnos algunas pistas de cuán cerca o lejos nos hallamos de lo deseable. Psicólogos, sociólogos, pedagogos y hasta filósofos, entre otros especialistas, han desarrollado temáticas que pueden servirnos de insumo cuando de educación materna/paterna se trata. En fin, los recursos están y las posibilidades de recurrir a ellos son múltiples, de manera que solo se necesita tener la voluntad de interiorizarse de qué va esto de educar como padres y madres. Sería ideal hacerlo antes de tener hijos. Aunque como otros oficios, el de ser buenos padres, puede aprenderse a medida que se desempeña el rol.

Como hemos dicho, el contexto que nos convoca no es siempre claro. Más bien se muestra dinámico, discutible y relativo; y en su labilidad nos toca el difícil rol de educar y de elegir en cada momento qué hacer y qué decir. Los adultos de hoy sienten que tienen más dudas que certezas, y a pesar de los objetivos propuestos, en ocasiones las prácticas de crianza vacilan más de lo esperable. Pero además la realidad plantea constantes disyuntivas entre lo malo y lo bueno, entre el valor y el disvalor. Con frecuencia cuando se solicita ayuda o consejo se obtiene una justificación de la relatividad moral.

Lo mismo ocurre respecto a las exigencias: qué se debe y qué no es aconsejable reclamar a nuestros hijos/as, cuándo es conveniente reprender y cuándo es mejor callar, qué hacer con la puesta de límites y la sanción. Cuáles deben ser esos límites, en un tiempo en el cual los adultos nos sorprendemos muchas veces deliberando acerca de nuestros propios límites. Tal vez sea aconsejable evitar caer en represiones simplistas, y abocarse con la mayor seriedad a formar seres humanos felices y comprometidos con el mundo que habitamos.

No es la intención de este libro aconsejar, sino servir de reflexión en base a la recuperación de saberes de otras personas. Experiencias de épocas pasadas que ayudaron a ser padres a otras generaciones. Es cierto que la sociedad cambió, sin embargo, hay valores en los cuales la mayoría de los adultos podríamos estar de acuerdo y de eso se trata. La idea es enfrentar el problema con inteligencia. Generar discusión y reflexión, poniendo sobre el tapete algunas prácticas habituales aceptadas hoy, pero que no tienen buen final cuando de crianza de niños y niñas se trata.

“Veinte cosas que usted puede hacer para arruinar la vida de su hijo” son comportamientos que se suelen repetir sin pensar demasiado, que no pretenden abarcar la totalidad existente, sino iniciar un proceso de toma de conciencia generacional. El objetivo de su tratamiento no es tanto indicar qué debe hacerse en cada caso, como motivar a un autoanálisis más profundo en aquellos padres/madres y/o cuidadores conscientes, que quieren hacer lo mejor para que la vida de sus hijos resulte una buena vida.

1 El sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman en su libro Modernidad líquida (1999), expresa que nos hallamos en un momento de disolución del sentido de pertenencia social, donde el individuo no confía en los demás porque su integridad no depende ya de lo comunitario. El Estado ha dejado de ser benefactor y ha desaparecido como garante de seguridad, de libertad y certezas. El ser humano se siente más seguro solo que en sociedad. Crece lo que se denomina individualismo colectivo donde no se está con los otros, sino al lado de ellos simplemente. Como conclusión, el individuo solo puede confiar en sí mismo y en su pertenencia a la sociedad capitalista-consumista que finalmente guía su rumbo y lo hace seguir a la masa.

Primera parte

De qué hablamos

La educación familiar y la buena vida

Fernando Savater, en su libro Ética para Amador (1991), escrito con la finalidad de instruir a su joven hijo acerca de los vericuetos de una ética para vivir, dice que esta disciplina es un esfuerzo intelectual para averiguar cuál es la manera de vivir mejor. Todos los seres humanos anhelamos enterarnos de qué va esa buena vida de hombre que deseamos. Se trata de un saber de interés universal, porque en esto coincide la humanidad: todos queremos procurarnos una buena vida.

Lo importante es saber exactamente en qué consiste esa buena vida y cómo la conseguimos para nosotros y para nuestros hijos. En este punto el filósofo español da un dato interesante, dice que la vida humana se caracteriza en esencia por sostener relaciones con otros seres humanos. “La buena vida humana es buena vida entre seres humanos o de lo contrario puede ser vida, pero no será ni buena ni humana” (Savater, 1991, P.26). Las cosas nos son útiles, hasta cierto punto son necesarias y hasta atractivas, pero no son las cosas y su materialidad lo que nos hace felices. Lo que hace que nuestra vida sea más o menos humana y más o menos buena, es lo que hacemos con las demás personas.

Esto es así porque queremos ser tratados como humanos y no como animales o cosas. Es decir que tengamos las cosas que tengamos, lo importante para nosotros es que nos quieran y nos consideren humanos, y aquí radica el sentido de la vida. Estar con otras personas, hablar y que nos oigan con atención, escuchar a otro que nos habla, ese es el trato humanitario. Que me vean como “otro tú” y los vea como “otros yo”, porque la humanidad es una cuestión compartida. Nos tratan y nos prestan atención como humanos mientras simultáneamente tratamos y escuchamos a los otros del mismo modo. Se trata de una consideración mutua, o, mejor dicho, de una humanización recíproca.

Ahora bien, en este diálogo con el otro, el prójimo necesita ser tratado como persona y no como cosa. El trato con las cosas se llama manipulación y consiste en que movemos, modificamos, cambiamos, compramos y vendemos cosas, porque nosotros decidimos sobre ellas y les asignamos el valor conforme nos sirven o no. En cambio, a las personas no corresponde manipularlas. El interactuar humano supone como premisa que el otro es una identidad personal y toma sus propias decisiones. Es decir, su valor no es relativo ni depende de nuestra opinión particular. La persona del otro tiene algo que se llama dignidad que nos obliga a ponernos frente a él con una actitud de respeto y de escucha. Esta es la forma de trato personal que nos hace dignos, nos identifica como humanos y nos permite tener una buena vida como tal.

Como sabemos, todos los aprendizajes para la vida se realizan en la familia, a través de los otros significativos que mediatizan nuestro mundo, nos proveen seguridad y cubren nuestras necesidades cuando aún somos criaturas desvalidas. (Berger y Luckmann, 1968)2 Si en esa dinámica inicial se nos trata con respeto y se nos escucha, aprendemos que así es como se trata a las personas. Comprendemos que no corresponde utilizar la manipulación ni la violencia con los seres humanos. Escuchar a un niño, atender sus necesidades, estar próximo a sus manifestaciones, es prepararlo para una buena vida donde podrá dar y recibir trato humano, es decir, podrá convivir en forma pacífica y agradable con sus semejantes.

Como explican los autores, el niño y la niña forman su identidad en base a cómo son tratados en su núcleo familiar y como los consideran. De esto se deduce que un/a niño/a tratado como persona construirá una identidad que le permitirá relacionarse con los demás de manera respetuosa y empática. Por el contrario, cuando en el hogar hay destrato, violencia, manipulación, descuido, u otras formas de interacción deshumanizante; el/la niño/a interpretará que éste es el modo de relacionarse con los demás. Concluirá que las personas no son dignas en sí mismas, sino que todo depende de las situaciones y las circunstancias.

En virtud de lo expresado, es necesario decir una vez más, que la educación familiar es la base que conforma la posibilidad de habitar un mundo más digno y humanizador. Los seres humanos aprenden a diferenciar las cosas de las personas en el medio familiar. Urge, por lo tanto, volver a centrar la atención en los aprendizajes que se realizan en ese ámbito, si queremos procurarnos una buena vida para nosotros, para nuestros hijos e hijas y para la sociedad toda.

2 Los autores en este texto explican que la cría humana recibe el mundo objetivo y lo internaliza no de manera directa, sino mediado o a través de quienes se lo dan a conocer. Su madre (o cuidador/ra) en primer lugar y luego su familia y/o seres íntimos son “los otros significativos” que le muestran y le dicen cómo es el mundo. De este modo el infante se apropia del contexto en el que vive, lo nombra, lo subjetiviza y lo hace suyo mientras, simultáneamente, construye su propia identidad personal.

Héroes o villanos

En la edición de un diario masivo se cuenta la infancia de Roberto Oña, un hombre cuyo destino determinó que a los siete años tuviera que enfrentar una vida de adulto. Hijo de un albañil y una ama de casa, ambos inmigrantes españoles, gente de trabajo y sacrificio. Un día cualquiera se despidió temprano de su madre que arreglaba el jardín para asistir a la escuela, esa misma mañana interrumpieron su clase para darle la terrible noticia de que su misma madre acababa de morir de muerte súbita. “fue el primer signo de interrogación y dolor que le planteó el destino” (Oña, 2007).

Poco después el padre, tal vez por la tristeza, enfermó gravemente y fue llevado a Buenos Aires a tratarse. Así quedaron solos los cinco niños de la familia, que con el paso de los días tuvieron que salir de la casa que alquilaban. A Roberto le tocó entonces ocuparse de sus hermanos alojándose en un conventillo cerca de la escuela. Una tía de escasos recursos colaboró en la medida de sus posibilidades. “Cuando salía a la mañana, dejaba encendido el calentador con la cacerola arriba para que Raúl, que tenía cinco años, le espumara el puchero” (ibid.). En esa época se hizo presente la solidaridad de algunos vecinos como el verdulero, que le daba mercadería a cambio de barrer la vereda. Las maestras también hacían algunas concesiones con ese alumno devenido en padre de familia.

Meses después, el padre regresó débil y sin recursos, tras haber estado “al borde de la muerte, con extremaunción incluida” (ibid.). Roberto cuenta que la vuelta de su padre significó alegría, consuelo y protección. Relata también que años después, estando su padre ya anciano internado nuevamente, escuchó la extraña historia de cómo había sido aquel viaje a Buenos Aires. Según Don Oña, la fe le había salvado la vida aquella vez. El relato de la vida de Roberto termina con su reflexión: “quise mucho a mi padre por lo que había hecho por nosotros; pero nunca me atreví a decírselo hasta poco antes de que muriera, recién ahí pude manifestarle todo el cariño y la gratitud que sentía por él” (Ibid.).

 

La historia de este hombre, marcada por la tragedia a muy temprana edad, nos hace pensar que la vida no es para todos igual y que, además, los problemas no tienen para cada uno las mismas consecuencias. Las circunstancias –buenas o malas-, las experiencias –positivas o negativas- no marcan de la misma manera a los sujetos que las viven. “La misma perspectiva de clase baja puede producir un estado de ánimo satisfecho, resignado, amargamente resentido o ardientemente rebelde” (Berger y Luckmann, 1968, P.165). Otro hombre en igual situación que la de Oña habría podido desarrollar resentimiento y desconfianza, en cambio Roberto se manifestó profundamente agradecido con su padre y con la vida, a pesar de sus desdichas. ¿Cuál es la razón? ¿Por qué no todas las personas desarrollan las mismas actitudes ante circunstancias similares?

Roald Hoffmann, químico teórico y profesor universitario estadounidense de origen polaco, fue uno de los dos sobrevivientes de la familia junto con su madre. Les tocó ser cautivos en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, hasta que lograron escabullirse. Mientras muchos prisioneros eran transferidos a los campos de exterminio, temiendo la misma suerte, la familia Hoffmann sobornó a unos guardias para permitir su escape. De ese modo un vecino ucraniano llamado Mikola Dyuk colaboró para que Roald, su madre, dos tíos y una tía se escondieran en el desván de un altillo de la escuela local, donde permanecieron durante dieciocho meses desde enero de 1943 hasta junio de 1944.

Durante ese lapso de clandestinidad Hoffmann cumplió sus 7 años, y la mayor parte del tiempo, la madre lo mantuvo entretenido enseñándole a leer y memorizando la geografía de los libros de texto almacenados en la pequeña biblioteca de la escuela. De adulto, Hoffmann recordaría esto con mucho amor.

El padre mientras tanto, continuó prisionero en el campo de trabajo y el niño pudo visitarlo de vez en cuando. Tiempo después, al desbaratarse un complot para armar a los detenidos de los campos, su padre fue acusado de participar en él, por lo que fue torturado y asesinado. La noticia destrozó a la madre de Roald, quien escribió sus sentimientos en un cuaderno que su marido había estado usando para tomar notas sobre la teoría de la relatividad, pues era asiduo lector de esos temas.

Ya emigrado a los EE. UU. en 1949, y nacionalizado estadounidense, Roald Hoffmann cambió su apellido a Safran – el de su padrastro- y en 1955 se graduó en química en la Universidad de Columbia. En 1956 consiguió el doctorado en la Universidad de Harvard y en 1981 ganó el Premio Nobel en Química.

Ni rencorosos ni depresivos, como este científico, muchos seres humanos que resisten condiciones de vida al límite, desgracias y catástrofes, logran salir adelante y construyen un proyecto de vida, aún con esa historia a cuestas y a pesar de ella. Mónica S. vio arder su casa y se salvó gracias a los vecinos que la socorrieron y ayudaron a salir adelante. Lejos de sentirse disminuida por el siniestro, decidió que tenía que hacer algo por su barrio y creó un merendero que cada vez da la leche a más chicos.

Pero no siempre es así, hay historias de las otras, gente que cae en pozos depresivos sin razón, como Laura M. Sin problemas económicos ni conflictos conyugales, casada felizmente hace más de veinte años, con hijos sanos y bien encaminados, dueña de una casa envidiable en un barrio muy seguro de una bonita ciudad, Laura estuvo dos veces internada por sus intentos de suicidio. Dice que siente un profundo vacío en el pecho, que sabe que no tiene causas objetivas para esto, pero que a veces llora y llora hasta que se le acaban las lágrimas, que la angustia es indescriptible. Es difícil imaginarse a Laura sobreviviendo a una guerra o reponiéndose a una desgracia verdadera, ayudando a su barrio luego de haberse incendiado su casa.

Mientras se escribe este texto, un copiloto alemán de Germanwings (ABC España) se suicida estrellando un avión con ciento cincuenta personas, aparentemente no pudo superar una separación con su novia de más de siete años. Seguramente tenía otros padecimientos además de un cuadro severo de depresión, sin embargo, parece difícil comprender qué dolor interno puede llevar a un ser humano a suicidarse provocando la muerte de tantos inocentes. Esas mismas circunstancias o peores, ya vimos que han producido respuestas positivas.

Pareciera que hablamos de diferentes seres, pero no, se trata de personas más o menos anónimas. Hombres y mujeres de distintos lugares, los unos viven con pasión y reciclan sus esperanzas; los otros padecen la vida, la sufren, casi la expelen, aún sin motivos reales. ¿Por qué? ¿Dónde está la respuesta? ¿Qué es lo que hace que algunas personas saquen beneficios de situaciones adversas y otras –por el contrario- se conviertan en verdaderos desgraciados y hasta resentidos villanos?