Historias Hilvanadas

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Historias Hilvanadas
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SILVANA PETRINOVIC

Historias hilvanadas

Petrinovic, Silvana

Historias hilvanadas / Silvana Petrinovic. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

150 p. ; 20 x 14 cm.

ISBN 978-987-87-1352-6

1. Narrativa. I. Título.

CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com

info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Dedico estas historias a los personajes que las habitan.

A Norberto que las llora con diluvios de amor infinito.

A Rodrigo que sostiene mis hombros cuando están por rendirse.

Y a los seres que han desnudado sus verdades para que yo las hilvane con hilos de sal y pimienta.

Prefacio Introducción a la obra literaria

Guardo las narraciones de vida que, por alguna cuestión del destino, las personas comparten conmigo. Registro las caras, los movimientos, las angustias y felicidades de cada una. Hago un bosquejo con oraciones cortas, que dejo reposar, como si fuera una masa para leudar. Una vez que los bosquejos se transforman en montones, me dedico a buscar los nombres propios de cada personaje.

Resuelto el nombre del sujeto de la historia, comienzo a darle vida según el bosquejo primigenio. Así, vivo con cada personaje, viajo, lloro y muero con ellos.

Cuando creo que la trama y su costura están a punto, corrijo cada narración miles de veces. Si la cuenta me parece un delirio y las anotaciones en rojo, que guardan mis borradores, emprenden la retirada de cada escrito, ha llegado el momento en el que el cuento, narración o historia están a punto de nacer. El parto nunca es fácil.

Cuando la editorial me manda la prueba de galera, y tengo el primer ejemplar para revisar, sé que mi nuevo hijo ha nacido.

Será libre y andará de mano en mano, gustará poco o mucho, se enamorarán de él o lo dejarán olvidado, pero hijo será para siempre.

Prólogo Introducción a la historia literaria

Noches de insomnio, cientos de anotaciones en servilletitas, marcadores, agendas electrónicas y blocs de notas fueron mis compañeros. Entendí que el conductor que uniría las historias debería ser un “hilo”.

Me gusta tejer y bordar. Eso me llevó a buscar dentro de mis cajas de manualidades los ovillos más bonitos, allí encontré emociones y sentimientos con sus colores estridentes.

Leí filosofía; me atraganté con buenos libros de todos los tiempos.

Comencé a bordarle a mis historias el marco en punto vainilla que me enseñó mi madre, fue así como surgieron los interiores de cada una de ellas.

Tropecé con emociones y sentimientos positivos, negativos, ambivalentes y tantos más.

Las “Historias” han sido hilvanadas con el hilo de mi pluma. Bordadas por esas musas ancestrales que habitan dentro de mí desde hace siglos. Urdí cada uno de los catorce capítulos con puntadas que mantienen a nuestros niños interiores presentes.

No escribo para niños, no escribo para mayores. Escribo para ser espejo de los lectores.

Amor, deseo, queja, orden, agradecimiento, promesas, salud, descanso, abuso, risa, aceptación, perdón, miedo y respeto son las Historias hilvanadas con el ciclo maravilloso de la vida y de la muerte.

Las emociones son reacciones afectivas ante determinados estímulos, que pueden ser externos –algo que vemos o vivimos– o internos –como un pensamiento o un recuerdo– Desatan un conjunto de respuestas que nos activan a una acción inmediata.

Los sentimientos generan las mismas respuestas que las emociones, pero tienen incorporada una valoración consciente de la emoción que estamos viviendo.

Silvana Petrinovic

Capítulo 1
El amor

El amor sólo da de sí y nada recibe sino de sí mismo.

El amor no posee, y no quiere ser poseído.

Porque al amor le basta con el amor.

—Khalil Gibran (1883-1931)

Ensayista, novelista y poeta libanés.

Como cuidar con amor a tu niño interior

El mejor medio para hacer buenos a los niños

es hacerlos felices.

—Oscar Wilde

El artículo que leí hablaba de que convertirnos en adultos no es solo acumular años y arrugas. Crecer es madurar, cosa que no es fácil y no siempre nos trae felicidad. Nuestro adulto se siente muchas veces frustrado, conflictuado, angustiado, así nos transformamos en criaturas taciturnas y tristes. Nuestro “niño interior” muchas veces no es comprendido. Al hablar de él, algunas personas se ríen y no entienden su significado. Es un error considerar la infancia como un periodo de “ciega inocencia”. Los niños son más sabios y libres de lo que pensamos los adultos.

El niño interior demanda aspectos que no siempre sabemos escuchar, como el de no darle tanta importancia a los problemas diarios, a sonreír y cambiar la cara de pocos amigos, a pasear en libertad.

El niño que llevamos dentro nos demanda dar y obtener “amor”. Te clama que no pierdas la ilusión por la vida, por las cosas simples y por ser feliz.

Los humanos que nos dedicamos a crear somos adultos que llevamos en los brazos al niño interior. Muchas veces la sociedad nos cataloga como locos o delirantes, pero que, al estar unidos a ese niño, nos es más fácil curar las heridas emocionales; de esta manera las emociones necesarias fluirán…

Después de haberlo entendido y de ejercitar mis hábitos dañinos, le escribí, con tinta del alma, a la mujer heroica que habita en mí.

A través de espacios de tiempos nacidos y muertos, veo la partida de la mujer que cría, protege, trabaja para traer el pan a casa y los ve dormir al caer la noche.

La mujer heroica de noches en vela, de sopas y dulces, de mimos y límites.

La que busca, indómita, la herramienta para tutelar la vida que crece, para que los vientos no la tuerzan o desgajen. La veo marcharse con la cabeza en alto, el paso seguro del guerrero, que sabe que ha defendido la muralla de las vidas que el destino le otorgó en custodia. La espalda erguida a pesar de las cicatrices, que duelen los días de lluvia, cuando llueve el alma… El cabello libre, errante en la brisa que levanta el sonido de su tarareo, de cantos de cuna guardados en los pentagramas de todos los tiempos.

La dejo partir…

Ella me devuelve, al verme tan mustia, una chiquilina de melena corta, vestida de niña como niña que es. Sus ojos curiosos desafían el ojo de la cámara que atesora el hueco de aquella ventana, que nació con la justeza de servir de nido, para que mi niña se estire y divague en la galería fresca y familiar que nos une a todas mientras transitamos la línea delgada de la vida corta.

Lejos quedó el artículo leído; cerca, mi niña rodeada por todos los niños que he atesorado con las alas de mi alma…

Ojeras de rímel y carbón

El camino henchido de curvas los empujaba. En aquellos días, transitaron el lento precipicio que conducía al amor. Sus historias más íntimas se fundían en cada vuelta del volante, mientras se observaban ciegos de ardor impaciente.

Las distancias entre un lugar y otro los obligaron a hacer una parada fuera del recorrido prefijado. La noche, conmovida por la luna, los invitaba a fusionar sus deseos de amarse. Un paraje fascinante del valle los albergó.

El auto se detuvo bajo un techo de coníferas. Envueltos en aromas veraniegos, caminaron juntos con rumbo al paraíso de la entrega. Los corazones palpitaron con la aceleración que nos da el calor de amar.

El amor no tiene límites, solo la mente perturba y clasifica.

El amor no juzga, ni tiene fecha de caducidad.

Un aire fresco invadió la espesura del abrazo y los arrastró dentro del espiral del deseo. Sucumbieron de placentero dolor en el núcleo de la tormenta perfecta, que solo el amor puede gestar.

Así, el alba los sorprendió ocupados en destilar piel, sudor, ensoñación y libertad para demostrarles la llegada implacable del nuevo día. Amanecer engrasado de sospechosa calma...

El coche los condujo por la ruta que habían dejado atrás. Los alejó del valle, de la luna y las coníferas. Las máquinas obedecen, las almas son libres.

Aquel espiral, que los llenó de magia, se disolvía entre los kilómetros de ruta. Quedó en el cosmos de los sueños juveniles, escondido en la memoria del pasado.

El amor se hizo canción, que suena en las voces de los que saben cantarla.

Lejos quedaron el maquillaje, la ropa interior elegida irrespetuosamente, las flores de jazmines en el pelo. Y en la lejanía que provoca el haber vivido, la vida misma las ha convertido en fabulosas e inolvidables “ojeras de rímel y carbón”.

 

N. del A.: Esta historia surge del análisis de la canción Catalina bahía, de Miguel Cantilo.

[] Cuando se hacen las dos de la mañana cuando se hacen las cuatro del amor sus pupilas se hamacan porcelana en ojeras de rímel y carbón […]

El foco del barrio Minetti

Los clientes entraban uno tras otro y las piernas, a la altura de las rodillas, comenzaban a jugarle una mala pasada, pero logró someterlas a su antojo y siguió de pie. Ahí estaba mi hermana, con la atención puesta en las ventas y nada más.

Yo no sabía bien cuál era mi rol en la tienda de ropa. Para ella, mi presencia no era más que una visita que asomaba intermitente entre los percheros cargados de ropa y accesorios de moda. Al menos, esa era mi sensación.

Aturdida y con desánimo encontré un lugar entre las cajas repletas de mercadería que yacían en el suelo, acomodadas con el claro propósito de atrapar la mirada de las clientas, que parecían hambrientas de más y más prendas.

Esperé mi momento sin muchas pretensiones y dispuesta a poner un límite a mi paciencia.

Después del torbellino de compradoras, que dejó saldo positivo en la caja registradora, ella se acordó de mí, me dio una palmada en el hombro diciéndome:

—¡Qué bien nos vendría un café a las dos…!

No habíamos terminado con la colación, cuando un llamado telefónico la sobresaltó. Sin mirarme siquiera, dejó el aparato y anotó algo en un papel. Acto seguido, clavó la vista en la pantalla de la computadora y casi frenéticamente comenzó una sinfonía de clics que causó en mí verdadera inquietud. A sabiendas de que tal vez no compartiera conmigo la preocupación que se había apoderado de ella, me puse de pie para observar qué buscaba con tanto hermetismo.

Un estremecimiento recorrió mi columna cuando leí en la pantalla el nombre del lugar donde nos habíamos criado: el barrio Minetti. El barrio, conformado por un caserío que adornaba las sierras, custodiaba las espaldas de la fábrica de cemento; cada casa y chalé que lo formaban, fueron nuestros hogares.

¡Volver no es fácil! ¡Abrazar a tu niña, tampoco lo es! En especial, cuando no le has sido fiel.

¿Qué tipo de filmación era la responsable de atraparla, obligarla a pegar el rostro a la pantalla hasta el punto de haberla hecho olvidar de las ventas del local?

Las imágenes se amontonaban en la pequeña mampara del ordenador.

Pude observar, de pie junto a ella, que con estupenda destreza un grupo de alumnos de una escuela de la zona había realizado un cortometraje sobre nuestra fábrica de Dumesnil. El pasado se anudaba a fotos actuales con sutil encanto mientras una voz relataba en off lo que ahora es: “La historia de Dumesnil”.

Ahí estábamos, dos mujeres que vestíamos canas, sin saber mucho una de la otra, pero unidas por un lazo invisible cargado de infancia.

Las imágenes llenaron nuestros corazones de recuerdos de aquel viejo mundo. Aquel lugar… donde la iluminación de los caminos caprichosos que unían nuestras casas era tarea de unos postes de luz a los que llamábamos “focos”. Los focos distaban unos cuantos metros unos de otros. Eran zonas mágicas, sobre ellos revoloteaban centenares de insectos que los transformaban en universos colmados de satélites y lunas. Espacios únicos para encontrarse con amigos, sin que importara mucho la estación del año. Lejos de los mayores, que deshilachaban sus noches según las costumbres de cada hogar.

Risas, llantos, nombres, confidencias y picardías saboteadas de colores y sabores lo llenaban todo.

¡Tal vez, con aquel video que andaba por las redes, las dos podríamos cruzar el puente…! Era mi más profundo pensamiento.

Los clientes volvieron para renovar las actividades en el local y todo retornó a la normalidad de la tienda y su bullicio.

El cortometraje se perdió en el espacio virtual.

Hermética en sus silencios, cerró la última persiana y apagó las luces sin decir palabra. Mi rol de visitante me dejaba muda y estática. Dos mujeres que vestían canas, mudas… una vez más.

Largo había sido el camino recorrido hasta llegar a ella. Dentro de mí, una voz me aseguraba que el amor que nos había unido podría vencer el silencio que aturdía nuestros pasos mientras recorríamos la distancia que une la tienda con su hogar. Pero no fue así…

Nos despedimos al día siguiente con un abrazo.

Volví a mi vida llena de instantes cargados de costumbres. Ella, seguro, regresó a la suya. Desarmé la valijita de viaje y al revisar los bolsillos encontré un pequeño sobre. Lo abrí. Una frase escrita a mano cruzaba la tarjetita blanca, con la letra inconfundible de mi hermana, que rezaba:

Te quiero, pero te quiero como siempre, “te quiero hasta el foco del barrio, de la fábrica Minetti”.

Amigos para siempre

Dedicado a Congo

La noche se desploma sin pedir permiso y con ella, el indeseado rocío. Sí, es difícil para mí soportarlo, pero debo acompañar a mi amigo y estas molestias son parte del sacrificio de amarlo.

Es extraño, parece estar más demorado que de costumbre; tal vez no ha podido con la ingrata botella que lo envuelve trago a trago o quizás algún programa nuevo en la televisión lo retiene.

No importa, una de mis cualidades es la paciencia, así que lo voy a esperar. Han sido días difíciles, duermo en la planta baja y escucho sus pasos sobre mi cabeza en medio de la noche, hasta podría asegurar que llora.

Está muy triste, la soledad no le sienta bien a pesar de compartir conmigo momentos inigualables cuando salimos a correr o a caminar por la plaza. Me esfuerzo mucho para que aprecie mi presencia, pero creo que hoy no le soy suficiente.

¡Un momento! Está bajando la escalera, ahora sí.

—Es tiempo de caminar, amigo mío, y de movernos un poco antes de dormir —me dice con voz ronca.

Allá vamos los dos, amigos para siempre, inseparables como pocos, en silencio, sintiéndonos en cada paso y en cada respiración…

Llegamos al pequeño parque, él no ha dicho ni una palabra. Mientras tanto voy hacia el arenero, que es mi perdición.

Ah, hay poca maravilla en este mundo que supere el bienestar que me provoca esta tibieza acolchonada cuando piso la arena húmeda. ¡Es tan grato!

Alguien me habla desde allá lejos, me voy a acercar porque no escucho qué me dice.

—¡Qué bonito! Sos muy lindo —exclama una voz femenina.

Mi amigo llega primero, tal vez él tampoco ha escuchado con claridad lo que la dama está diciéndome con tanta dulzura.

¡Están conversando! Al fin se decidió a hablar.

¡Qué alegría!

Esto sí es una buena señal. Me acerco a los dos y espero que me presenten.

—Bueno, bueno…ya era tiempo. Pensé que jamás me llamaría. —Se lo ve muy entretenido esta noche.

Al fin escucho su voz clara y segura diciéndole a la dama:

—Te presento a mi amigo, a mi compañero. Vivimos juntos no muy lejos de aquí. Te presento a “Congo, mi perro”.

Un misterio las une

Dedicado a Lola

El viento sopla del sudeste con rachas encabritadas que la obligan a entornar los ojos. El celeste con que la madre naturaleza ha dotado su mirada le proporciona un extra muy importante en la vida diaria; tal vez porque el observado no puede interpretar qué clase de miramiento arremete contra él, ya que podría ser enojo, observación o agrado…

Lo que nadie sabe es cuánto le cuesta mantener la mirada en un punto fijo sin que se irriten sus pupilas; la arena, el polvillo, el sol y, por supuesto, el viento le juegan en contra. Pero esto de enfrentar las rachas le proporciona un bienestar intenso…

El horizonte le devuelve un cielo lleno de nubarrones, mezclados con algún rayo solar tardío, que le da un tinte rosado a los espacios que quedan entre las nubes. De todos modos, la tormenta asecha desde hace horas. Nada se compara a esta sensación de precaución ancestral que la hace protegerse de lluvias y borrascas, quizás porque presiente que morirá un día de tormenta.

A pesar del miedo, Lola espera a su amiga, que es una mezcla de hada madrina y bruja. Aprendieron a cuidarse una a la otra, porque la existencia no es fácil y desde el primer día se han amado.

Lola ha pasado años observándola correr de un lado al otro: los hijos, la comida caliente, las zapatillas blancas, cabellos ordenados, piojos. Hasta que llegaba la noche y todo terminaba para las dos, con aquel recorrido por la plaza a paso rápido, rozándose de tanto en tanto. ¡Juntas, piel a piel, paso a paso!

La vida ha transcurrido desde aquellas noches de ronda y hoy, en medio de este soplo lleno de historias, se devela el misterio que las ha unido desde siempre.

Su amiga ha soltado las riendas de los críos, igual que ella hace tiempo. El misterio es el amor infinito que las une.

Esta noche, su amiga ha dejado el teléfono, el ordenador, el auto, el reloj y la ropa de oficina. Corre dichosa, con trote firme, hacia la luz que irradia la luna llena entre las nubes del cielo tormentoso. Con ojos rasgados de celeste infinito, Lola presta atención a la sonrisa transformada en mueca de libertad infinita que lleva prendida en el alma su amiga, que aúlla con gritos de loba salvaje en cada trote y en cada vuelta. Lola la observa sin perderle el rastro –para custodiar su cambio– y se recuesta contra el tronco del árbol de la plaza, que protege su peluda espalda de perra siberiana.

La tormenta ha seguido de largo…

Un día de escuela

Aquella mañana su madre lo levantó de la cama como siempre, le acarició la cara y abrió lentamente los grandes postigos de su habitación. Una brisa fresca entró y rozó su cara con intención de despertarlo. La luz del pasillo, que daba a los tres dormitorios, lo golpeó directamente a los ojos, señal inconfundible de su madre para que también sus hermanos se movilizaran rumbo cada cual a su colegio.

Esperó a que terminaran todos con el baño mientras se vestía con la ropa que estaba a los pies de su cama, amorosamente doblada, con ese olor a jabón que le era tan familiar.

Más que cualquier otra mañana, la remera del uniforme del colegio se negaba a entrar por la cabeza. Ponía voluntad, pero la maldita prenda se enroscaba en el cuello sin permitirle a sus brazos encontrar la salida; la odiaba con todo su corazón.

Cuando el baño estuvo por fin desocupado entró y cerró la puerta, sin darse cuenta de que estaba nuevamente en los brazos de Morfeo. Sorprendido, perdió pie al escuchar un golpe enérgico en la puerta de madera del sanitario. El mismo golpe de todos los días a la misma hora, recordatorio para el cumplimiento real de su aseo matinal. Era tan difícil cepillarse los dientes mientras los golpes se sucedían en un crescendo odioso. Una ampolla, o tal vez alguna pieza dental que pretendía emerger, le impedía el cepillado habitual; pero si no lo hacía su existencia no sería armónica, no era un buen comienzo del día un enfrentamiento con su madre.

Pasado un tiempo infinito frente al espejo, escuchó otra vez la voz que taladraba su cabeza preguntándole si necesitaba ayuda con el cabello.

¡Ese cabello rizado que cada día le traía tantos problemas!, aunque sin dudas lo asemejaba tanto a sus hermanos, que no tenía más remedio que aceptarlo como otra carga de la herencia genética.

Salió al pasillo y se cruzó con esa mujer molesta siempre dispuesta a colaborar con él, que rápidamente solucionaba este o aquel problema; pero que por momentos creía tan excéntrica y un poco loca. Es que su madre trabajaba tanto que jamás la veía en la puerta de la escuela hablando y riéndose como las demás; en cada reunión de padres siempre llegaba sobre la hora; nunca estacionaba el auto para comprar el diario o tomar un café –como todas las demás– en el barcito que estaba enfrente del colegio…

Bajó las escaleras y halló el jugo de naranjas de todas las mañanas, más las despiadadas contestaciones y el malhumor de su hermana mayor, quien no lograba despertase hasta casi el mediodía. Gracias a Dios entraba media hora antes que él, así que se iba sola y lo dejaba saborear unos tragos de paz anaranjada.

 

Mientras, observaba el subir y bajar de esa mujer trayendo y llevando infinidad de pequeñas y grandes cosas que, a esas horas de la mañana, era imposible para su cerebro establecer origen o pertenencia de alguna de ellas.

De repente sintió el peso de la mochila sobre la espalda, indicador que señalaba el momento de subir al auto sin discutir ni emitir queja alguna y partir hacia sus obligaciones. Tras la salida del vehículo, cerró el portón y se acomodó en el asiento trasero. Sabía que podría dormir hasta llegar a la escuela.

Al rato escuchó que la puerta trasera se abría y aquellas manos que tanto conocía, lo acariciaban y lo invitaban a bajar. Comenzaba nuevamente el calvario de la escolaridad. Atesoró el beso de despedida y sin darse vuelta para mirar escuchó que el auto comenzaba la marcha y se alejaba… con él, todas sus esperanzas de estar en otro lugar.

Entró en el aula y esperó al maestro. Había llegado a querer a ese hombre de lentes pesados y gruesos; ese hombre que siempre le obsequiaba una sonrisa o una palmada en la espalda, que lo alentaba a proseguir cuando lo veía flojear.

Pasaron las primeras horas de clase y llegó el recreo. Su cabeza, más despejada, estaba lista para correr tras alguna chica con el pretexto de jugar a la mancha; pero, como era habitual, el timbre desbarataba cualquier plan maestro en busca de una presa. Formaron la fila para entrar al salón, excepto aquellos que aún no respetaban al maestro y entraron corriendo. El pobre tuvo que ir a buscarlos para que cumplieran con las reglas establecidas.

En ese momento un ruido estalló, hizo temblar el edificio y después… Después, nada…

Al abrir los ojos estaba en el piso con la cara llena de polvo y mucho dolor en los oídos. Miró a su alrededor, percibió un olor extraño; buscó entre el humo espeso y reconoció la figura del maestro desparramada en el piso. Sin dudarlo se movió hasta él, pudo ver que sus lentes no estaban en esa cara conocida, ahora tan diferente; tenía los ojos cerrados y heridas en todas partes. Sintió tanto miedo que no pudo más que pensar en aquellas manos que arreglaban sus cabellos, que ajustaban su corbata a la maldita remera del uniforme, que lo despertaban cada mañana con caricias eternas.

Fue entonces cuando millones de lágrimas comenzaron a derramarse mientras no paraba de repetirse que debía encontrar la fortaleza necesaria para sostener la cabeza de su maestro entre sus piernas, que se veían tan pequeñas en ese lugar infernal. Miró a su lado y encontró los anteojos, los guardó en el bolsillo y esperó rezando que alguien viniera a ayudarlos.

El tiempo sin tiempo rozaba su alma como una guillotina, hasta que unos brazos fuertes lo separaron del maestro y lo llevaron fuera del edificio. Voces que gritaban, sirenas que sonaban, manos que lo tocaban y revisaban.

Lo llevaron a algún lugar, se sentó en una silla, le sirvieron un refresco. Esperó y esperó, palpando cada tanto los lentes en su bolsillo. Los olores no eran los de su hogar, pero parecían similares, estaba en una casa que no era la suya… no tenía intención de buscar más información.

Su infancia aturdida se sobresaltó al percibir una brisa fresca, que le rozó la cara como una navaja. La voz que se escuchaba, angustiada y resuelta a todo, desde el pasillo de la casa que no era la suya le cortó la piel del alma cuando gritó su nombre.

Giró la cabeza embotada de incendio y dolor. En ese instante sintió el cruce magnético de aquellos ojos color del tiempo con los suyos. El túnel invisible que lo llevaba a esos brazos, a esas manos expertas que lo colocaban en la ruta fabulosa de lo conocido y amado se había hecho presente.

¡Mamá lo había encontrado!