Buch lesen: «La patria del criollo», Seite 9

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Hemos presentado un ejemplo y lo hemos analizado someramente. Podrían ofrecerse muchos más y hacerse análisis bastante matizados, pero no es necesario. Lo dicho es suficiente para indicar en qué sentido el desorden de la Recordación Florida obedece a exigencias subjetivas, y cómo la captación de esas exigencias es requisito de una lectura comprensiva del documento.

Ahora bien, todo esto lo decíamos a propósito de la tierra y del paisaje, y lo que se pretendía era ilustrar cómo, a través de una peculiar modalidad expositiva, el autor trata de imponer unas determinadas relaciones de significado entre los elementos de la patria que presenta. El ejemplo ilustra, junto a otras cosas, cómo el relato deriva hacia el paisaje, y cómo aparecen en él, sin solución de continuidad, la tierra como parcela cultivada por el hombre y la tierra como elemento pródigo que obsequia diversos bienes. El paisaje engloba una y otra, y esto también obedece, por supuesto, a exigencias subjetivas del narrador criollo. El referirse sin distinción a los sembrados y a las selvas, a los frutos del trabajo y a los obsequios de la naturaleza y el entonar el canto amoroso de todo ello como una unidad, responde a un delicado mecanismo psicológico que conduce, en definitiva, a posiciones de gratitud casi mágica frente a una tierra milagrosa. Cuanto más milagrosa aparece la tierra, más se esfuma el mérito de quienes la trabajan. Éste es, sin lugar a dudas, uno de los motivos hondos —motivos de clase— por los que al criollo la patria se le vuelve paisaje. Adviértase que no hemos dicho ni insinuado en ningún momento que Fuentes y Guzmán omita en su gran relato la referencia al trabajo del indio. En capítulos ulteriores citaremos sus copiosas noticias acerca de ese trabajo. Lo que estamos afirmando, porque es perceptible en la Recordación y porque acusa una tendencia del criollismo, es que el presentar por momentos —a veces grandes y exaltados momentos— a la tierra idealizada y como objeto de gratitud, enfatizando con exceso su bondad, disminuye sutilmente el mérito del trabajo aunque por separado se haga referencia a éste.

Sin embargo, parece haber en Fuentes y Guzmán otro resorte, otra necesidad oculta —también de clase, por cierto— que lo lleva a ofrecer una imagen de la patria como paisaje. La descripción minuciosa y emotiva del campo del país, así cuando se trata de volcanes, lagos, valles y grandes perspectivas, como cuando se trata de los secretos de las plantas y los animales, sugiere pertenencia, posesión. Es como decir: “todo esto que amo tanto y que conozco tan entrañablemente, lo conozco y lo amo porque está ligado a mi existencia: este es mi mundo, y puedo hablar de él con amor y conocimiento porque le pertenezco y me pertenece: ¡no soy en él un extranjero, un usurpador!” Esta enérgica motivación es particularmente notoria en ciertos pasajes, como aquel en que Fuentes describe y elogia al maíz, sus ventajas sobre el trigo, sus usos múltiples y las variadas maneras de prepararlo para alimento del hombre;17 o aquel otro en que, refiriéndose a la planta de maguey, se explaya manifestando su utilidad para los más variados menesteres: sirve para cercas —dice— por sus hojas robustas y armadas de pinchos; de esas hojas se obtiene fibra para buenas cuerdas, más resistente que la del cáñamo; también se obtiene pergamino, tan bueno que aún se conservan peticiones escritas en él por los conquistadores; el zumo de la hoja es medicinal; del cogollo se obtiene una miel curativa y suave, así como distintos tipos de bebida fermentada llamada pulque, y vinagre claro y gustoso, y hasta aguardiente usado por todos. Si se atiende a la utilidad de esta planta, es preciso reconocer que es “la más singular y maravillosa que produce y cría la sabia y próvida naturaleza”.18 La crónica está llena de pasajes en que la simpatía por aquello que se describe o comenta, unida a su conocimiento pormenorizado, sirven para expresar cierto derecho que se desprende de la identificación entre el narrador y su mundo. El canto al país tiene en todo momento el secreto significado de un argumento.

Veamos ahora lo que los documentos nos dicen acerca de la tierra como medio de producción y como problema concreto en la sociedad colonial. Quede entendido, sin embargo, que en los tres capítulos siguientes tendremos que analizar aspectos del tema desde ángulos especiales, y que vamos a dedicar el presente capítulo a considerar, de la manera más concisa posible, ciertos aspectos básicos del problema, que condicionaban a todos los demás.

2. La política agraria colonial y el latifundismo

Es cosa bien sabida que el problema primordial de la sociedad guatemalteca es la mala distribución de su riqueza primaria, la tierra, la cual se halla concentrada en pocas manos mientras carece de ella la gran mayoría de la población dedicada a la agricultura, ya porque no la tenga en absoluto o porque sea poca y mala la que posee. Esta verdad, reconocida de antiguo, es proclamada en distintas formas por censos y estudios recientes.19

Sin embargo, el problema de la tierra no presenta dificultades particularmente grandes como problema histórico. Es decir, que resultan muy claros los procesos por los cuales el país entró y se ha mantenido en ese agudo latifundismo que tanto daño le ocasiona, y que también resultan bastante evidentes las derivaciones que el mismo ha tenido sobre el desarrollo de las clases sociales. El problema tiene sus raíces en la organización económica de la Colonia; por tratarse de algo tan básico en aquel régimen, resulta relativamente sencillo señalar sus principales factores.

Se ha dicho con insistencia que la legislación colonial era casuista, que respondía a los casos particulares de momento y lugar, y que, por ese motivo, era caprichosa y carecía de unidad. Ello es verdad sólo hasta cierto punto. Las leyes que emite un Estado son, en una u otra forma, expresión de los intereses de la clase a la que representa ese Estado; como entre esos intereses tiene que haber algunos permanentes y principales, lógicamente debe suponerse que toda legislación, por casuista que sea, tiene que estar regida por algunos principios básicos que responden a aquellos intereses. La información que proporcionan los documentos coloniales respecto a la tierra, y en especial las leyes y Reales Cédulas, permite señalar la presencia de cinco principios que normaron la política agraria de aquel largo período. Cuatro de ellos encontraron expresión en las leyes; el otro no. Todos emanaban, por igual, de intereses fundamentales de la monarquía española en relación con el más importante medio de producción de sus colonias americanas. Vamos a referirnos a la legislación, pues, sin atribuirle fuerza determinante, que nunca tiene, sino como expresión de intereses económicos.

Primero. El principio fundamental de la política indiana respecto a la tierra se encuentra en la teoría del señorío que ejercía la Corona de España, por derecho de conquista, sobre todas las tierras de las provincias conquistadas en su nombre. Este principio es la expresión legal de la toma de posesión de la tierra, y constituye, por eso, el punto de partida del régimen de tierra colonial.20 La conquista significó fundamentalmente una apropiación —ya lo hemos dicho en otro lugar: un fenómeno económico—, la cual abolía automáticamente todo derecho de propiedad de los nativos sobre sus tierras,21 pero no se lo daba automáticamente a los conquistadores, como podría suponerse. Unos y otros, conquistadores y conquistados, sólo podían recibir tierras de su verdadero propietario, el rey, pues en su nombre habían venido los primeros a arrebatarle sus dominios a los segundos. Inmediatamente después de consumada la conquista, toda propiedad sobre la tierra provenía directa o indirectamente, de una concesión real. El reparto de tierras que hacían los capitanes de conquista entre sus soldados, lo hacían en nombre del monarca y con autorización de él, y la plena propiedad de aquellos repartos estaba sujeta a confirmación real.

Y consiguientemente cualquier tierra que el rey no hubiera cedido a un particular o a una comunidad —pueblo, convento, etc.— era tierra realenga, que pertenecía al rey y que no podía usarse sin incurrir en delito de usurpación. El principio de señorío, hay que repetirlo, tuvo una importancia extraordinaria. Hay que considerarlo no sólo en su acción positiva —únicamente el rey cede la tierra—, sino también en su acción negativa: no hay tierra sin dueño; nadie puede introducirse en tierra que el rey no le haya cedido; la Corona cede tierra cuando y a quien le conviene, y también la niega cuando ello le reporta algún beneficio. El principio de señorío o de dominio del rey sobre toda la tierra, puso las bases legales para el desarrollo de los latifundios, y cumplió esa función no sólo cuando operaba positivamente, sino también cuando lo hacía en forma negativa, como veremos mucho más adelante en este libro.

Segundo. Con base en el principio anterior, el Estado español desarrolló un segundo principio de su política agraria en Indias. Lo llamaremos el principio de la tierra como aliciente, porque eso fue en realidad. Ya hemos visto en otro lugar que la Corona de España, imposibilitada para sufragar las expediciones de conquista como empresas del Estado, las estimuló como empresas privadas ofreciendo a los conquistadores una serie de ventajas económicas en las provincias que conquistasen. Indicamos que ceder tierras e indios fue el principal aliciente empleado. Con diáfana claridad lo pone de manifiesto la Real Cédula de Fernando el Católico, fechada en Valladolid el 18 de junio de 1513 —incorporada después a la Recopilación de Leyes de Indias—:22

Porque nuestros vasallos se alienten al descubrimiento y población de las Indias, y puedan vivir con la comodidad, y conveniencia, que deseamos: Es nuestra voluntad, que se puedan repartir y repartan casas, solares, tierras, cavallerías, y peonías a todos los que fueren a poblar tierras nuevas en los Pueblos y Lugares, que por el Governador de la nueva población le fueren señalados, haciendo distinción entre escuderos, y peones, y los que fueren de menos grado y merecimiento, y los aumenten y mejore, atenta la calidad de sus servicios, para que cuiden de la labranza y crianza; y haviendo hecho en ellas su morada y labor, y residido en aquellos Pueblos cuatro años, les concedemos facultad, para que de allí adelante los puedan vender, y hacer de ellos a su voluntad libremente, como cosa suya propia; y asimismo conforme su calidad, el Governador o quien tuviere nuestra facultad, les encomiende los Indios en el repartimiento que hiciere, para que gocen de sus aprovechamientos y demoras, inconformidad a las tassas, y de lo que está ordenado.

Para que ese estímulo diera los resultados apetecidos, la Corona tenía que mostrar mucha magnanimidad en la cesión de tierras, pues hubiera sido desastroso que se propagara la noticia de que los conquistadores no estaban siendo debidamente premiados por su inversión, ni los primeros pobladores por su decisión de trasladarse a las recientes colonias. En otro lugar hemos examinado la importancia de estos hechos como condicionantes de la brutalidad de la primera etapa de la conquista. Aquí tenemos que señalarlos como condicionantes del inicio del latifundio en las colonias: el rey ofrecía y cedía —nótese este detalle importante— una riqueza que no había poseído antes de cederla. Los conquistadores salían a conquistar unas tierras con autorización, en nombre y bajo el control de la monarquía, y la monarquía los premiaba cediéndoles parte de esas mismas tierras y sus habitantes. Les pagaba, pues, con lo que ellos le arrebataban a los nativos y con los nativos mismos. Y como cedía lo que no le había pertenecido antes de cederlo, podía cederlo en grandes cantidades.

Las actas del primer cabildo de la ciudad de Santiago de Guatemala, desde el día siguiente del asiento de la ciudad, revelan un cuadro muy animado de los conquistadores repartiéndose las tierras entre sí, en grandes extensiones, con base en la autorización que para ello tenía el capitán de la expedición y aquellas personas en quienes él delegaba dicha facultad en sus ausencias.23

Este principio político, determinado por la necesidad de expandir y consolidar un imperio sin hacer gastos, a expensas de los conquistados, fue a su vez el punto de partida del latifundismo. Las tierras cedidas a los conquistadores y pobladores, solicitadas por ellos en cantidades que la Corona no podía valorar por desconocer lo que cedía, fueron los primeros latifundios coloniales —susceptibles de ulteriormente ser ampliados, como se verá adelante—.

Resta decir que este principio, segundo de nuestra serie, operó de manera profunda y decisiva en la etapa de conquista y colonización intensas, a lo largo del siglo XVI. Pero sería equivocado suponer que dejó de actuar en los siglos siguientes. La posibilidad de adquirir tierra por merced real continuó siendo, durante todo el periodo colonial, un aliciente de la inmigración española a Indias. Perdió la fuerza y el sentido de la primera etapa, eso sí, por motivos que se desprenden de lo que se verá enseguida.

Tercero. Ya afianzado el imperio por obra de la colonización y de la toma efectiva del poder local por las autoridades peninsulares, el principio político de la tierra como aliciente perdió su sentido original y siguió actuando en forma atenuada. Una generación de colonizadores españoles había echado raíces en las colonias; habían erigido ciudades, tenían tierras en abundancia, disponían del trabajo forzado de los indios —el nuevo repartimiento comenzaba a funcionar—, muchos de ellos tenían encomiendas, habían fundado familias y tenían descendientes. A tono con esta nueva situación, la monarquía se halló en condiciones de aplicar con provecho un nuevo principio: la tierra como fuente de ingresos para las cajas reales bajo el procedimiento de la “composición de tierras”.

La incitación del periodo anterior a pedir y obtener tierras había dado lugar a muchas extralimitaciones. En aquel periodo convenía tolerarlas, pero medio siglo más tarde se convirtieron en motivo de reclamaciones y de “composiciones”. La Corona comenzó a dictar órdenes para que todos los propietarios de tierras presentaran sus títulos. Las propiedades rústicas serían medidas para comprobar si se ajustaban a las dimensiones autorizadas en aquellos títulos. En todos los casos en que se comprobara que había habido usurpación de tierras realengas, el rey se avenía a cederlas legalmente, siempre que los usurpadores se avinieran a pagar una suma de dinero por concepto de composición. En caso contrario, era preciso desalojarlas para que el rey pudiera disponer de ellas.

En 1591 fueron despachadas por Felipe II las dos Cédulas que definitivamente pusieron en acción el principio de la composición de tierras en el reino de Guatemala24 —parece que ocurrió lo mismo en todas las colonias en ese año—.25 Es del mayor interés para nuestro estudio transcribir unos fragmentos de esas Cédulas, ya que su atenta lectura es ilustrativa, en forma inmejorable, de los criterios que presidieron el principio de composición de tierras desde sus inicios. Las dos Reales Cédulas son de la misma fecha —1 de noviembre de 1591— y en la primera se leen los siguientes conceptos:

El Rey. Mi Presidente de mi Audiencia Real de Guatemala. Por haber yo sucedido enteramente en el Señorío que tuvieron en las Indias los Señores que fueron de ellas [se refiere a los nativos conquistados, S. M.], es de mi patrimonio y corona real el Señorío de los baldíos, suelo y tierra de ellas que no estuviere concedido por los Señores Reyes mis predecesores o por mí, o en su nombre y en el mío con poderes especiales que hubiéramos dado para ello; y aunque yo he tenido y tengo voluntad de hacer merced y repartir el suelo justamente [...] la confusión y exceso que ha habido en esto por culpa u omisión de mis Virreyes, Audiencias y Gobernadores pasados, que han consentido que unos con ocasión que tienen de la merced de algunas tierras se hayan entrado en otras muchas sin título [...] es causa que se hayan ocupado la mejor y la mayor parte de toda la tierra, sin que los consejos [se refiere a los municipios de los pueblos, S. M.] e indios tengan lo que necesariamente han menester [...]; habiéndose visto y considerado todo lo susodicho en mi Real Consejo de las Indias y consultándose conmigo, ha parecido que conviene que toda la tierra que se posee sin justos y verdaderos títulos se me restituya, según y como me pertenece [...]26

Por ese tenor continúa la Cédula ordenando que todas las tierras usurpadas le sean devueltas al rey.

Parecía, a primera vista, que la usurpación de tierras, su apropiación ilegal y subrepticia, sufría un rudo golpe con aquella categórica disposición real. Pero estaba ocurriendo precisamente lo contrario: se estaban poniendo las bases para que la usurpación se convirtiera en un procedimiento normal para apropiarse de la tierra. Y en efecto, desde entonces hasta el final del coloniaje, la apropiación ilícita de tierras fue una de las principales modalidades de la formación de latifundios.

No vaya a pensarse que todo ello ocurrió a despecho de la voluntad de los reyes; fue un fenómeno promovido hábilmente por la política económica de la monarquía.

La Cédula que hemos citado ordena recuperar para el rey todas las tierras usurpadas. No ofrece ninguna posibilidad de retenerlas con base en arreglos. Es una orden tajante. Pero en la segunda Cédula de esa misma fecha se le dice al presidente que, no obstante lo ordenado en la anterior, se puede entrar en arreglos con los usurpadores si éstos se muestran dispuestos a pagar lo “justo y razonable”. Leamos sus renglones medulares:

Por otra Cédula mía de la fecha de ésta os ordeno que me hagais restituir todas las tierras que cualesquiera personas tienen y poseen en esa Provincia sin justo y legítimo título27 —dice el monarca, y en seguida explica que—: [...] por algunas justas causas y consideraciones, y principalmente por hacer merced a mis vasallos, he tenido y tengo por bien que sean admitidos a alguna acomodada composición, para que sirviéndome con lo que fuere justo para fundar y poner en la mar una gruesa armada, para asegurar estos Reynos y esos, y las flotas que van y vienen de ellos [...] se les confirme las tierras y viñas que poseen, y por la presente, con acuerdo y parecer de mi Consejo Real de las Indias, os doy poder, comisión y facultad para que, reservando ante todas cosas lo que os pareciere necesario para plazas, ejidos, propios, pastos y baldíos de los lugares y consejos [se refiere otra vez a los pueblos, S. M.], así por lo que toca al estado presente como el porvenir del aumento y crecimiento que puede tener cada uno, y a los indios lo que hubieren menester para hacer sus sementeras, labores y crianzas, todo lo demás lo podáis componer, y sirviéndome los poseedores de las dichas tierras [...] que tienen y poseen sin justo y legitimo título, se las podais confirmar y darles de nuevo título de ellas [la expresión “de nuevo” no significaba en aquel léxico “otra vez”, sino “por primera vez, como cosa que antes no había ocurrido”, S. M.] [...] y en caso que algunas personas rehusaren y no quisieren la dicha composición, procedereis contra los tales conforme a derecho en virtud de la dicha mi real cédula [...].28

Sería ingenuo suponer que las dos Cédulas de aquel día se contradicen, o que pudo incluirse el contenido de ambas en una sola, ya que tratan del mismo asunto. No se contradicen sino que se complementan; el hecho de poner la amenaza de restitución en un documento, y la oferta de composición en otro aparte, obedecía al propósito de no restarle fuerza legal a la primera para no restarle atractivo a la segunda. Porque lo que la Corona quería no era que le devolvieran las tierras usurpadas, sino que no se las devolvieran; quería la composición, necesitaba dinero.

Es interesante observar que en la etapa en que privó el principio de la tierra como aliciente, la Corona puso ciertas condiciones al hacer merced de la tierra: había que radicar en ella y cultivarla durante un determinado tiempo antes de obtener la confirmación de su plena posesión legal —según se leyó en la famosa Cédula del rey católico que hemos citado unas páginas atrás—. Pasada aquella corta y decisiva etapa, privando ahora otro principio de política económica, desaparecieron totalmente aquellos requisitos: los terrenos realengos usurpados podían titularse por vía de composición “estando o no poblados, cultivados o labrados”.29

La composición de tierras fue un mecanismo creado en la última década del siglo XVI; ingresó como un asunto permanente en la Recopilación de Leyes de Indias;30 estuvo causándole ingresos a la Corona durante todo el periodo colonial,31 y fue un importante renglón de la Real Hacienda en el reino de Guatemala hasta el día anterior a la Independencia.32 Dicho lo mismo de otro modo: la usurpación de tierras se practicó desde el siglo XVI con base en la liberalidad de las concesiones y en el descontrol de la primera etapa colonizadora. En la última década de ese siglo fue instituido el sistema de composiciones, el cual no vino a frenar la usurpación —porque no era esa su finalidad— sino a convertirla en un procedimiento para adquirir tierras y ensanchar los latifundios con desembolsos moderados. Al normar la composición, las leyes sistematizaron la usurpación de tierras para todo el periodo colonial.

No hay negocio que prospere más, que aquel en que los dos tratantes salen beneficiados. El procedimiento usurpación-composición beneficiaba a la Corona con una recaudación constante, y favorecía a los terratenientes dándoles facilidades para ensanchar sus propiedades.

Dos o tres detalles íntimos del procedimiento harán más fácil la comprensión de su gran éxito.

En las instrucciones que el presidente don Alonso Criado de Castilla le dio al comisionado para hacer la remedida y composición de tierras en el Corregimiento de Chiquimula —año 1598—, se le recomienda, entre otras cosas, regatear y ceder:

pedirá a los dueños de las tales estancias, sitios y tierras, que paguen por ellas más cantidad que lo que tuviere averiguando valer por la dicha información [que previamente había obtenido el comisionado, S. M.], y de allí irá bajando hasta el valor que se probare valer las dichas tierras.33

Enseguida le recomienda inteligentemente:

A los que tuvieren título de posesión, aunque inválida, hará baja hasta la mitad del valor que le constare por información. Y a los que no tuvieren título ni recaudo bastante bajará la cuarta parte de él, y en todo irá teniendo la mano cuanto fuere posible en bajar y procurar que siempre lo que hiciere sea en aumento del real haber.34

Estas palabras, relativas a las rebajas en la composición, son muy importantes. Se admite una rebaja de 50% del valor de la tierra a quien la posea con títulos inválidos, o sea no expedidos por la autoridad representativa del rey (títulos otorgados por los Ayuntamientos, principalmente). Y con discreción se le dice al comisionado que es preferible una composición muy baja que una devolución de tierra usurpada. No otra cosa se da a entender en las últimas palabras, puesto que la devolución de tierras, el fracaso de la composición, no significaba ningún “aumento del real haber”. La consigna era no permitir el fracaso de la composición. Pero esto, que discretamente se le decía al comisionado, discretamente tienen que haberlo sabido también los terratenientes. De modo que correr los mojones y sembrar unas milpas aquí y allá, o poner unos animales a pacer en amplios terrenos acotados, se convirtió en la manera de apropiarse esas tierras; porque llegado el momento de la composición la amenaza de restitución no significaba para los terratenientes otra cosa que abandonar, sin indemnización, unas tierras que apenas fingían estar aprovechando. En cambio, la amenaza de abandonarlas preocupaba efectivamente al comisionado, al subdelegado que era su jefe, y al presidente que nombraba al subdelegado. En realidad, pues, no era el rey quien obligaba al terrateniente a pagarle por las tierras usurpadas, sino el terrateniente quien obligaba al rey a dejarle por muy poco dinero las tierras que el sistema le había invitado a usurpar.

Otro detalle: en 1754, una importante Cédula le dio nueva forma a la administración del ramo de tierras.35 Entre otras cosas dispuso que los subdelegados percibieran 2% de las ventas y composiciones que se realizaran bajo su dirección. Tenemos allí, pues, un nuevo factor favorable al proceso usurpación-composición, puesto que la concesión del citado estipendio a los subdelegados era una disposición incitante y mañosa. Por una parte, inducía a los subdelegados a procurar precios altos en las composiciones —que elevarían el estipendio a recibir—, pero al mismo tiempo los inducía a realizar composiciones a cualquier precio antes que malograrlas —más valía pájaro en mano que ciento volando—.

No hace falta demostrar que el resorte fundamental del mecanismo que estamos señalando se hallaba en las necesidades de numerario que eran achaque crónico de la monarquía española. Y resulta perfectamente comprensible que obtuviera provechos de la concesión barata de tierras que de otro modo no le rendían ningún beneficio —sin reparar; claro está, en consecuencias históricas como el latifundismo, que no la afectaban ni tenía por qué preverlas—. Desde el punto de vista de la monarquía, la composición fue un recurso económico inteligente.

Nos queda por responder, sin embargo, qué intereses movían a los terratenientes a adquirir nuevas tierras y a ampliar sus propiedades en forma tan desmedida. No responderemos a esta cuestión antes de haber indicado otros dos principios de la política agraria colonial.

Cuarto. La legislación colonial de tierras, tanto la general contenida en la Recopilación36 como la contenida en Cédulas e instrucciones especiales para la Audiencia de Guatemala,37 expresa de manera insistente y clarísima el interés de la monarquía en que los pueblos de indios tuvieran tierras suficientes. Las primeras indicaciones precisas en tal sentido no aparecen sino hasta la gran reforma de las Leyes Nuevas,38 ya que desde ese momento comenzaron a vivir los indios en pueblos y a tributar al rey —según lo examinaremos con bastante detenimiento en el capítulo séptimo—. Pero, desde entonces, la posición de la monarquía es clara: los pueblos deben tener suficientes tierras comunes para sus siembras, deben tener sus ejidos —o sea territorios comunes de pastoreo y para otros menesteres distintos de la siembra—; a los indios que en lo particular quieran adquirir tierras por composición debe dárseles trato preferencial, y en ningún caso debe admitirse a composición a quien haya usurpado tierras de indios, ya se trate de tierras comunales —de sementera y ejidos— o de propiedad de algunos indios en particular. Antes de componer tierras con particulares españoles, los comisionados tienen que hacer averiguaciones en los pueblos indígenas cercanos para asegurarse de que no se está solicitando tierra usurpada a ellos.

En las instrucciones del presidente don Alonso Criado de Castilla —ya citadas, 1598—, le encarga al comisionado que antes de entrar a composición con un particular

[...] hará información de la cantidad que será menester para los pueblos de indios comarcanos —y asimismo agrega—: de las tierras de que tuvieren necesidad para sus milpas, pastos, dehesas, potreros y otras granjerías y ejidos, y todo lo demás que viere que los Pueblos de los dichos naturales hubieren menester, y eso les dejará y otro tanto más, de manera que siempre procure que los indios queden contentos y no agraviados.39

Un poco más adelante vuelve a referirse a las tierras de indios, diciéndole que: “las tierras para milpas, pastos, dehesas, potreros, ejidos que los indios en particular y las Comunidades de los tales pueblos tuvieren y poseyeren, se las deje y no trate de ello en manera ninguna”,40 agregando que sólo tratará de la composición con los indios que en lo particular tuvieran alguna tierra no titulada, y aun a éstos le recomienda tratarlos con mucha templanza y a base de persuasión.41

Ciento cincuenta años más tarde, en la Cédula de 1754 que reorganizó el ramo de tierras, se incluyen renglones que vuelven a recomendar mucha templanza en la composición con indios particulares, y la más amplia tolerancia con las tierras comunales:

pues por lo tocante a las de comunidad y las que le están concedidas a sus pueblos para pastos y ejidos, no se ha de hacer novedad, manteniéndolos en la posesión de ellas y reintegrándoles en las que se les hubieren usurpado, concediéndoles mayor extensión en ellas según la exigencia de la población.42

Todas estas recomendaciones reflejan fielmente la política de la monarquía frente al problema de las tierras de los pueblos de indios. No es que cándidamente pensemos que en la realidad se hizo exactamente lo que tales leyes expresan; lo que aseguramos es que la preservación de las tierras de indios fue un principio básico de la política agraria colonial. Y no es extraño porque, como veremos adelante —en un capítulo especial sobre el tema—, la organización del pueblo de indios, como pieza clave de la estructura de la sociedad colonial, exigía la existencia de unas tierras en que los indígenas pudieran trabajar para sustentarse, para tributar, y para estar en condiciones de ir a trabajar casi gratuitamente a las haciendas y labores y a otras empresas de los grupos dominantes. Se trata, pues, de un principio permanente y fundamental de la política agraria de la Colonia, que lo fue porque enraizaba en un interés económico también fundamental y permanente de la monarquía. Para que los indios permanecieran en sus pueblos y fuera posible controlarlos para la tributación, era indispensable que tuvieran allí unas tierras suficientes; que no tuvieran que ir a buscarlas a otra parte.

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