Un par de campanadas

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Un par de campanadas
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Sergio Pollastri





Un par de campanadas














Sobre

Un par de campanadas



Amigos en la adolescencia, un ex oficial montonero y un coronel retirado se reencuentran cinco décadas después y discuten sin tapujos sobre los años ’70. Los mutuos cuestionamientos son tan ácidos e inevitables como las referencias a su vida actual y las evocaciones hilarantes de su paso por el Liceo Militar donde se juraran fidelidad para siempre.



Con anécdotas que escribieron la verdadera historia, los dos protagonistas se arremeten y defienden alrededor de los temas calientes y las controvertidas consignas de la época: ¿La violencia de los ’70 constituyó una guerra? ¿Quién la comenzó? ¿Comparten los cuadros menores -tanto de la guerrilla como de las Fuerzas Armadas- la misma responsabilidad que los jefes que diseñaron las diferentes acciones y la represión? ¿Hubo una violencia justa y otra que no lo fue? ¿Cómo explicar que en nombre de la defensa de la patria se hayan creado campos de concentración y exterminio de compatriotas? ¿Cómo entender que en nombre de un mundo más humano se haya atentado contra la vida de personas ajenas al enfrentamiento? ¿Qué explicación puede darle un militar sanmartiniano a la apropiación de los bebés de los vencidos y a la violación de las detenidas? ¿El objetivo insurgente era la fundación de una democracia participativa o de una dictadura? ¿Todos los militares y todos los guerrilleros cometieron exacciones? ¿Hubo una verdadera autocrítica de los participantes en el conflicto? ”.



Tensión, ternura, gritos y carcajadas enmarcan esta discusión sobre hechos ocurridos hace cuatro décadas pero que hoy siguen siendo de obsesiva actualidad bajo el nombre de “grieta”.











SERGIO POLLASTRI





Nació en Buenos Aires en 1952. Vivió casi 25 años en París y sus alrededores, donde trabajó como taxista en tanto realizaba estudios universitarios nocturnos. Tras recibir su diploma en Etnometodología, ejerció varios años como docente en la universidad París VIII. En 2006 se instaló en Buenos Aires y trabaja como acompañante turístico francófono.



En 2001 publicó en Francia su novela

Les divans de l’exil

. En 2003 le siguió, en Argentina, la novela histórica

Las violetas del paraíso, una historia montonera

. Luego vinieron

El sabor posible

 en 2012 y

El itinerante

, en 2017.



Apasionado del tango y de la música folklórica setentina, integró el coro de música popular de SADAIC y luego la formación vocal Amicanto.



Mención Especial en el Concurso Nuestro Teatro 2020, organizado por el Teatro Nacional Cervantes, por su obra "El último carreteo".





Para esos tres seres indispensables que hacen de mí quien soy: mi compañera Johanna Pizani Palacios, y nuestros dos hijos, Alejo y Nicanor Pollastri Pizani.





Para Pastor Asuaje, por su nobleza y su amistad.





Y, por supuesto, para el amigo sin cuya participación esta novela no hubiera podido ser escrita.




Un par de campanadas

 es una novela que aborda algunos episodios de conocimiento público ocurridos en Argentina. Los otros –al igual que sus dos personajes principales– son puros elementos de ficción, por lo cual, cualquier parecido con hechos y personas reales es absolutamente casual y ajeno a la voluntad del autor.”




Índice







Cubierta







Portada







Sobre este libro







Dedicatoria







Un par de campanadas







Créditos







Otros títulos de esta editorial









Cuando el “Tumi” Alberto Fonseca identificó al “Calandraca” Ignacio Velárdez viniendo directamente hacia él, se levantó del banco de la plaza que da sobre la calle Defensa y salió a su encuentro. Se prodigaron un abrazo largo y sentido, en el cual no hubo palmaditas de bienvenida sino más bien la necesidad de estrecharse, de sentir que el otro estaba ahí, definitivamente vivo.



Después se tomaron de las manos para estudiarse de arriba abajo:



–No seamos hipócritas: nada de “estás igual” –armó la guardia el Tumi Alberto–. Los años nos hicieron de goma.



–No exagerés: a cambio del pelo ausente nos regaló una viril y señorial buzarda.



–En todo caso teníamos la misma estatura y ahora te saco media cabeza. ¿Te achicaste vos o a mí me regaron demasiado? –preguntó el Tumi comparando las tallas.



–Usás tacos demasiado altos –respondió el Calandraca en plena carcajada, mientras con un golpecito de mentón señalaba la ochava de Humberto Primo–. ¿Te parece el bodegón de la esquina?



–Cualquiera menos el Starbucks –se atrincheró el Tumi.



–¿Todavía te dura el reflejo antiimperialista?



–Antiimperialismo un carajo: hoy mi guerra es contra los cafés con gusto a jugo de paraguas.



–Espero que no te hayas convertido en abstemio: yo pensaba festejar el encuentro con unas cervezas.



–Al respecto, mi única exigencia es la marca: Quilmes, así, a secas, nada de “Imperial”. Y, de ser posible, a presión.



Largaron la risa y cruzaron la calle con la mano del Tumi sobre el hombro del Calandraca. En el Plaza Dorrego se instalaron casi al fondo, contra la pared repleta de alacenas de viejo almacén de barrio.



–Adoro estos bodegones del siglo XIX –dijo el Tumi, disfrutando de las mesas y los mostradores desdibujados bajo las inscripciones grabadas por los

habitués

 a punta de cuchillos y cortaplumas.



–¿Te acordás de la época en que aquí te dejaban tirar al piso las cáscaras de maníes? –añoró el Calandraca Velárdez.



–Me acuerdo. Era como caminar sobre una alfombra de cucarachas. Lástima que hayan abandonado la tradición.



–¡Cincuenta años! ¡Qué lo parió! –exclamó el Calandraca, impactado por los rasgos perfectamente reconocibles del Tumi.



–Lo sorprendente no es que haya pasado medio siglo, sino que aún estemos acá a pesar de todo. ¿Por dónde comenzamos? –sondeó el Tumi.



–Por una curiosidad: ¿conservás el apodo?



–Claro. Por una cuestión de prudencia lo tuve en paréntesis durante un tiempo razonable, pero ahora es raro que me digan Alberto. En cambio vos no debés ser Calandraca desde hace decenios.



–Sólo para los compañeros de nuestra camada del Liceo. De oficial capaz que alguien me verdugueó, y para mis subordinados era el teniente o el mayor Calandraca. Pero yo no me enteré.



–¿En el Colegio Militar no te llamaban Calandraca?



–Los hubiera cagado a trompadas. Por suerte el apodo se perdió en el paso del Liceo al Colegio Militar.



–¿Y tu mujer cómo te dice?



–Chicho. Pero cuando está enojada para ella soy Ignacio.



–Ja. A la mía le pasa lo mismo.



–¿Primera, segunda o tercera? –preguntó el Calandraca con una sonrisa pícara.



–La tercera –respondió el Tumi sin complejos–. Y me imagino que la tuya debe ser la primera y única: los milicos no se divorcian.



–Es la segunda. Con la primera sólo duré cinco años, sin hijos. Y supongo que vos tenés tres: uno con cada una.



–Negativo: ninguno con la primera, dos con la segunda y uno con la tercera.



–A ver, dejame adivinar: el tercero todavía es un niño y tu señora debe tener treinta menos que vos.



–Veinticinco. ¿Por qué lo sospechaste?



–Pura deducción ideológica: si un zurdo no envejece con una mina joven al lado ¿qué carajo le quedó tras haber intentado la revolución? Además, sería la cargada de sus cumpas.



La risa del Tumi se escuchó hasta en el baño oloroso a meada de la víspera, mientras el mozo les dejaba las jarras y el platito de maníes sobre la mesa.



–Esa estuvo muy buena. Es cierto: la mayoría de nosotros rehízo su vida junto a una pendeja. Con las de nuestra generación solemos andar a las patadas. Es clásico: los que pierden en una causa común se echan la culpa mutuamente.



Alzaron los chops sudando frío y los chocaron con ruido a vidrio espeso.



–Es bueno reencontrarte, Calandraca.



–Para mí también es un gusto.



Se regocijaron con un largo trago y eructaron con cuidado.



–¿Qué sabés de la gente de nuestra camada? –tanteó el Tumi.



–Cenamos juntos una vez por mes desde hace varios años. Hasta tenemos una página en Facebook.



–Mirá vos. ¿Son muchos?



–En la cena mensual unos veinte. En la anual al menos setenta.



–Todos milicos, por supuesto.



–Para nada. Los milicos somos una minoría.



–Bueno, pero todos deben ser milicos

de acá

–arriesgó el Tumi golpeándose la sien con el índice.

 



–¿Vos lo sos? –sonrió el Calandraca.



–Después del Liceo seguí siendo milico, pero por la zurda.



Nueva carcajada y vuelta a empinar los chops con un

¡salú!

distendido y feliz.



–Las cosas que mamás de adolescente en un internado te marcan para siempre, seas cura, civil o milico –completó el Tumi–. Yo todavía pelo las bananas con cuchillo y tenedor.



Escandalizado, el Calandraca se llevó la mano a la frente:



–¡Seguro que hasta doblás las camisetas con la tablita y la ponés en una silla al pie de la cama!



–Es lo único que me falta para que Jorgelina me cague a chancletazos. Contame algo de los muchachos.



–El “Tinco” Inchausti, el “Loco” Valdez, el “Piraña” Gunter y Marcelo Stiera son bogas.



–¿Marcelo boga? ¿Qué hace Marcelo entre los cuervos? ¡Era un bocho de cuadro de honor y estrellita en el pecho! ¡Pensé que se dedicaría a la física nuclear o a la astronomía!



–Carlos Malargüe, el “Vasco” Unanue, Jorge Suárez y el gordo Sampietro son médicos. Hay varios ingenieros, contadores y arquitectos. Unos cuantos se dedicaron al comercio.



–¿Se

fueron

muchos?



–Varios. El “Tarope” Luciani, Marcos Villagra, Echenhausen, Dalerio, Cicchino…



–¡El “Tarope”! –exclamó Tumi con nostalgia–. Era de bromas pesadas: no paraba de ponerme chinches en la silla del aula. Andaba con el culo hecho un colador. ¡Si nos habremos cagado a piñas por boludeces! ¿De qué murió?



–Jugando al fútbol con unos compañeros de la universidad.



–¿Un infarto?



–Para nada. En un córner varios saltaron para cabecearla y se empujaron en el aire. Él se fracturó el parietal contra el poste. No pudieron salvarlo.



–¡Me estás jodiendo! ¡Es increíble!



–Y, sí: veintiún años. Villagra se fue en un accidente, Echenhausen y Dalerio de cáncer… Y así los otros. Unos veinte. Andamos de velorio dos o tres veces al año.



–¿Hay muchos veteranos de Malvinas?



–Siete. Tres condecorados. Por suerte ningún muerto.



–Y… ¿muchos en cana? –se animó a agregar el Tumi.



–Seis. Otros cuatro están procesados, pero libres por el momento. Entre los presos hay dos condecorados en Malvinas. Los jueces son unos hijos de puta: condenaron por cumplir órdenes a pendejos recién recibidos que, si se negaban a obedecer, en el mejor de los casos los daban de baja. Eso si no los mandaban a un tribunal militar y de ahí a la cárcel o al paredón.



–¿Los condenaron por cosas muy pesadas?



–Delitos de lesa humanidad, que le llaman. Toda una farsa, qué querés que te diga. Los vencedores de la guerra se mueren en las cárceles mientras Firmenich, Perdía, Mattini y otro montón de subversivos andan sueltos y cobran indemnizaciones o pensiones que les pagamos con nuestros impuestos.



–Bah, si es por eso ustedes reciben de la democracia el retiro y pensiones a pesar de haber pertenecido a un gobierno de facto. Si se pretende un poco de equidad, se les paga a los dos o a ninguno.



El Calandraca arrugó la frente.



–No podés compararnos con ustedes –dijo–. No lo digo por vos porque no tengo muy claro en qué anduviste.



Tumi le hizo el gesto irónico de

“dejá de tomarme el pelo”

, corrió la silla, puso un pie sobre la mesa y se subió el pantalón hasta la rodilla dejando a la vista dos pequeños círculos morados, como fabricados con una brasa de cigarrillo.



–Y tengo otro chumbazo aquí arriba, en la pierna, que casi me arranca un güevo.



Al no saber cómo continuar, el Calandraca prefirió la pausa.



–Pero no fueron ustedes. Fueron los del Comando de Organización, en Ezeiza.



El dato pareció aliviar al Calandraca:



–Y, sí: ese día les dieron sin asco.



–En esa época yo aún me comía lo de la hermandad peronista –completó el Tumi devolviendo la pierna bajo la mesa–. Al otro día, por la tele, el “Viejo” nos encajó la responsabilidad del tiroteo. En ese mismo momento dejé de ser “perejil”. ¿Y vos?



–Hice la carrera normal de cualquier milico: como al llegar a coronel el puntaje no me dio para general, me pasaron a retiro.



–El puntaje o las influencias.



–También. Pero en ese caso podemos decirlo al revés: las influencias que te permiten un puntaje que te haga general.



–¿Y desde entonces te dedicás a alguna otra cosa?



–Cuando necesito juntar unos mangos extras, laburo como seguridad en las empresas. Tal como están las cosas hoy, lo hago cada vez más seguido.



–¿Cuántos generales dio la camada?



–Dos, y por mérito: Cachabechea y el “Rudy” Mengalesio. ¿Y vos?



–¿Yo qué?



–¿Hasta dónde llegaste?



–Bah: no pasé de oficial. Pero casi termino como aspirante.



El Calandraca rio con precaución:



–Mirá vos. Yo te hacía más arriba

,

por lo menos oficial primero.



–No, qué va.



–Siempre tuve la curiosidad de saber cómo carajo los ascendían.



–Al principio por mérito en situaciones operacionales. Como los que hicimos el Liceo veníamos con algo de formación militar, ganábamos los primeros galones bastante rápido. A eso tenías que agregarle un buen nivel de formación teórica, de práctica de adoctrinamiento, de mucha militancia en las bases...



–¿Y después?



–Y… a medida que ustedes nos iban reventando ascendían a cualquiera que estuviese disponible para cubrir el puesto vacante aunque no le diera el cuero. Pero, aunque te rompieras el culo para ganarte los galones, por cualquier boludez te degradaban.



–Dale, no me dejés con la intriga, contá.



–Por ejemplo, infidelidad de pareja, algún cuestionamiento a la Orga, falta de autocrítica, conductas pequeño-burguesas... Era más fácil bajar que subir. Y no te salvaba ser alguien muy respetado por tus antecedentes. Norma Arrostito era un bronce viviente y, sin embargo, tenía grado de capitán. ¿Y vos en qué arma revistaste?



–Caballería.



–¿Caballería? Pensar que en el Liceo odiabas al teniente Bermúdez... ¡y terminaste siendo un

guaso

como él! Mirá vos. ¿Anduviste por inteligencia?



El Calandraca se tomó cuatro segundos de seriedad antes de contestar:



–Sólo caballería y tropa. Y si bien no salí de los setenta con el fusil virgen, tampoco secuestré, torturé ni desaparecí a nadie, si es eso lo que querías saber.



El Tumi se estiró para acariciarle el dorso de la mano aferrada a la jarra, dejando clarito el pedido de disculpas.



–Y si algo sé de vos es que tampoco saliste con el fierro virgen –dejó constancia el Calandraca.



–Nadie salió virgen de aquellos años –sentenció el Tumi– . Ustedes y nosotros terminamos con el orto como una trompeta. Nos lo rompimos solitos. O nos lo rompieron. Bah, ya ni sé.



–Deberías venir a las cenas mensuales –cortó el tema el Calandraca.



–Podría, pero no tengo ganas de andar removiendo lo que cada uno hizo después del Liceo. Sobre todo estando en minoría.



–En realidad se habla más de fútbol y de minas que de política. Hay peronistas, zurdos, kirchneristas…



–Deben ser los menos.



–Algunos se hicieron gurúes de sectas orientalistas.



–¿Es una joda?



–Tomás Della Valle tiene un centro de meditación tibetano, el “Pija” Ramírez una escuela de budismo zen y Javier Delgado viaja por el mundo enseñando sexo tántrico.



–¿¡Javier, el más pajero de nosotros, a los sesenta y cinco años se gana la vida enseñando a coger!? –explotó el Tumi con una risotada que atrajo las miradas de los presentes–. ¡La camada dio para todo!



El Calandraca abrió los brazos:



–¿Por qué no? ¿Y vos a qué te dedicás?



Tumi se caló un trago rápido entre las amígdalas y siguió las caderas de una muchacha que pasaba fugaz del otro lado del ventanal.



–Hago traducciones por Internet. La lengua es lo mejor que me aportó el exilio, además de la posibilidad de seguir vivo. Pero como cualquier “busca” argentino, hice de todo: albañilería, venta callejera... ¡Hasta canté temas de Palito Ortega en el metro!



–¡Cierto que tocabas la guitarra!



–Y… había que salir adelante con lo que se tuviese a mano.



–Como el pobre Galimberti que tuvo que laburar de taxista en París –chicaneó el Calandraca, y el Tumi le contestó con un

fuck you

que relanzó la carcajada.



–Por favor, Tumi, contame cómo fue que caíste en el peronismo –rogó el Calandraca reacomodándose en la silla–. Cuando me enteré de que fuiste montonero casi me caigo de culo. Tu viejo odiaba al Pocho y tu abuela le prendía velas a la virgen para que se lo llevase al infierno junto con Evita.



–Te respondo con una contrapregunta: ¿cómo fue que el “Hippie”, hijo nada menos que del general Alsogaray, terminó siendo jefe montonero y su hermano oficial de la Orga? Ustedes desaparecieron a muchos hijos de militares. ¿Vos qué explicación le das?



Se quedaron unos segundos en los ojos inmóviles del otro.



–A veces me digo que fue para competir con sus propios viejos en el terreno de la virilidad. O porque los odiaban y a todo lo que ellos representaban. O quizá por aventurerismo, esnobismo setentista, idealismo utópico… ¡Ni idea!



–O todo eso junto más las ganas de hacer algo por la gente ¿no?



–Quizá –concedió el Calandraca, dubitativo.



–Los padres militares de nuestros compañeros del Liceo eran por lo general severos, exigentes y de mano pesada.



–No te creas. Muchos les aconsejaron a sus hijos que no siguiesen la carrera militar. Y, de los graduados, unos cuantos pidieron la baja sin siquiera llegar a capitán –dijo el Calandraca.



–Cuando en la universidad descubrí al peronismo proscrito a pesar de ser el movimiento más popular, entré a putear contra mi viejo. Me dije que él pertenecía a una generación de forros que se había dejado coger por cuanto milico ambicioso de pompas rondara por los cuarteles. ¿Te acordás que estábamos en el Liceo cuando Pistarini y Onganía sacaron a Illia a patadas en el orto de la Rosada?



–Como si fuera hoy.



–Y cuando fuimos veinteañeros ¿no habíamos pasado la mayor parte de nuestras vidas bajo las botas?



–Sí.



–Yo estudiaba abogacía en un país donde la constitución sólo servía para limpiarse el culo, y la presidencia de la república era el último escalafón en la carrera militar. Y no era eso lo que nos habían enseñado en el Liceo, qué querés que te diga. Precisamente, por haber sido cadete, mi visión de los milicos era bastante piola. Me decía que nosotros, los jóvenes, incluidos los jóvenes oficiales de las Fuerzas Armadas, cambiaríamos esa sociedad mojigata y genuflexa poniendo las bolas si fuese necesario.



–El problema es que ustedes pensaban mejorarla a la manera cubana. ¡Me cago en la mejora!



–Al principio nos decíamos que lo menos que debíamos lograr era una vuelta a lo hecho en los primeros años de Perón para, desde allí, partir hacia el socialismo cubano. Todo lo que nos contaban de la isla era para hacer soñar a cualquiera con sensibilidad social: ningún analfabeto, casa y laburo para todos, solidaridad generalizada, vida modesta pero sin pobres ni ricos, universidad abierta para todo el mundo, vida cultural intensa…



–Y ustedes soñaban que todo eso se lograba con un sistema de partido único sin afectar la libertad de expresión ni de circulación.



–Sí. Hablábamos de una democracia proletaria basada en fundamentos de libertad diferentes a los de la sociedad burguesa –confirmó el Tumi–. Una comunidad nacional donde el valor de las cosas no se midiese en guita sino en el esfuerzo solidario común, en el saber compartir, en las ganas de ayudar sin esperar retribuciones materiales. Era la idea que teníamos del Hombre Nuevo. Valía la pena intentar el gran cambio como estaba ocurriendo en otros países del Tercer Mundo.



–Con la diferencia de que todo eso lo lograrían con Perón como líder.



Tumi se removió en la silla:



–Y… sí, para qué nos vamos a engañar. Recuerdo un cassette que nos había mandado el “Viejo” desde Madrid allá por el ’71 o ’72:

“de no haber sido volteado por los milicos yo me hubiese convertido en el primer Fidel del continente”

– imitó el Tumi carraspeando la voz, provocando la risotada del Calandraca.



–¡Lo peor es que ustedes le creyeron!



–Tanto como ustedes creyeron que, por ser chupacirios, Videla y los delirantes que lo acompañaban eran nacionalistas. Después entendimos que Perón nos la había mandado hasta las amígdalas. Pero como se iba a morir en cualquier momento, decidimos esperar. Pensábamos que, muerto el conductor, el peronismo habría de reconocernos como sus herederos naturales a causa de nuestra lucha y de nuestros compañeros caídos. Debíamos insistir en nuestra condición de peronistas como un paso indispensable y aglutinador en el camino al socialismo.

 



–El problema es que reclamaron la herencia antes de que Perón se muriese asesinándole a Rucci, que era su mano derecha, y a quien quería como a un hijo. Ustedes vivían en una nube de pedo.



–Ese operativo me dejó eufórico –reconoció el Tumi, pasando por alto la ironía del Calandraca–. Aplaudí a rabiar y celebré que la Orga hubiese reventado a ese hijo de mil putas que nos trataba de “rojos inmundos”, de “infiltrados” y que con sus matones sindicales no paraba de cagarnos a tiros en los barrios. Me dije que, si habíamos sido capaces de embolsarnos a un tipo que vivía día y noche custodiado por treinta monos, militarmente estábamos en buenas condiciones para bancarnos lo que pudiese venir.



El Calandraca alzó las cejas entre asombrado y dubitativo:



–Vos disculpame, pero tenían que estar muy fumados para equiparar una banda de pistoleros sindicalistas a un ejército de profesionales armados hasta los dientes, con fuerza aérea, marina de guerra, blindados y artillería pesada.



Tumi alzó las manos en autorreproche:



–Sin eslóganes verseros nadie puede pelear con convicción. Ustedes tenían el libreto lleno. Uno de los nuestros decía que lucharíamos con las armas expropiadas de los cuarteles. Eso sin contar que en nuestra visión estratégica contemplábamos que una parte de las Fuerzas Armadas se pasaría a nuestro bando cuando el equilibrio de fuerzas nos permitiese garantizarles que no los fusilarían por desertores ni traidores.



El Calandraca se echó un puñadito de maníes en la boca, bebió un trago de Quilmes:



–Insisto: flor de mambo tenían en la cabeza. No nos conocían. Si bien veíamos con cierta simpatía a la parte nacionalista y católica de Montoneros, no les perdonábamos lo de Aramburu.



–Ja: el general “demócrata” de la Unión del Pueblo Argentino, y su patriótica foja de servicios –chicaneó el Tumi–. Golpe de Estado contra un gobierno popular, cierre del parlamento, fusilamiento de civiles y milicos peronistas mediante decretos retroactivos, censura histórica y política, destrucción de todas las conquistas obreras, robo del cadáver de Evita, prohibición del partido más importante del país... y habría que ver el papel que jugó en el bombardeo de Plaza de Mayo. ¡Dejame de joder!



–Si en el ’51 o ’52 hubieses tenido veinte años ¿te habrías bancado un gobierno con estatuas de Perón y Evita por todos lados y provincias que llevaran sus nombres más la obligación de afiliarte para poder laburar? ¿Te hubieras comido las bravatas del presidente llamando a ahorcar a los contestatarios y todas esas joyas?



–Probablemente no. Pero eso no lo viví. En cambio, lo que vos y yo sí vivimos, tampoco fueron chauchas. Pero vos no podías verlo porque formabas parte de los que tenían la sartén social por el mango. En todo caso Perón no fusiló a ningún opositor. Y te aclaro que yo defiendo al Perón del primer mandato y no al de los otros dos. Yo estaba junto a la pirámide de la Plaza cuando el 1º de mayo del ’74 desde el balcón de la Rosada les pidió a los fachos que hiciesen “tronar el escarmiento” contra nosotros.



–Era una pelea interna del peronismo. Los milicos no teníamos nada que ver –aclaró el Calandraca.



–¿Qué? ¿Ahora me vas a decir que Perón era general del Ejército de Salvación?



El Calandraca festejó con una nueva risotada:



–¡Ya lo veo con el escudo rojo en la gorra y el brazalete

Sangre y Fuego

! No le vendría mal después de la quema de iglesias.



–Con la sangre y el fuego comenzaron ustedes en el ’55, y más todavía desde el ’76 incorporando a toda la Triple A y a cuanto comando facho sediento de sangre anduviese suelto. O sea que algo tenían que ver: por lo menos esperaban que ellos nos hiciesen mierda todo lo posible para ahorrarles parte de la tarea.



Hubo un breve y reflexivo silencio dedicado a los maníes y a la cerveza.



–¿Qué hubiera pasado si vos y yo nos encontrábamos frente a frente en situación de combate? –pensó el Calandraca en voz alta.



Tumi alzó las cejas, puso cara de “no quiero ni pensarlo”:



–¡Si lo habré rumiado en aquellos días! Vivía con miedo a que ocurriese. Con vos o con cualquiera de la camada. ¿Hubiéramos charlado, nos hubiéramos cagado a piñas, a tiros o qué?



–Todo depende del tipo de situación: en combate, en asalto a una guarida, en acción defensiva, en persecución callejera… –especuló el Calandraca.



–¿Me hubieras torturado? –hundió el puñal, Tumi.



El Calandraca meneó su duda con la cabeza:



–No creo que con mis propias manos. Pero si de que cantés dependía salvar a alguien o evitar un atentado, hubiera dejado que otro lo hiciese.



–Eso me hace suponer que vos también le

metiste máquina

a un tipo en la parrilla.



–Como no pertenecí a ningún grupo de tareas ni de inteligencia, ni siquiera me lo sugirieron. Intervine en varios operativos como parte de la tropa, pero siempre en uniforme.



–¿Y si te lo hubieran ordenado?



–No sé. Depende de qué se acusara al tipo…



–O a la mina....



–...O a la mina.



–O a la mina embarazada…



–Por suerte nunca me ocurrió. ¿Y vos lo hubieras hecho como lo hizo el ERP con Larrabure?



Tumi chasqueó la lengua contra el paladar:



–Yo no creo un solo segundo que los

perros

hayan torturado a Larrabure. Por otra parte, no sólo lo dice la autopsia sino el otro secuestrado por el ERP que estaba en la celda contigua. Torturar no formaba parte de su concepción ideológica ni de la nuestra. Si las organizaciones guerrilleras hubiesen aplicado la tortura como ustedes, el resultado de la guerra hubiese sido más peleado.



–Pero el cuerpo de Larrabure no mostraba que hubiese sido bien tratado.



–Y... no. Meses de encierro en un embute bajo tierra dejan sus huellas. Pero torturar era algo que no aceptaba discusión. Una vez, en una reunión de ámbito, un compañero increpó a nuestro responsable diciéndole que si no hacíamos lo mismo que ustedes íbamos derechito a la derrota.

“¿De qué sirve ejecutar en la calle a un coronel?”

dijo el tipo.

 “Lo reemplazan por otro y listo. En cambio ellos nos amasijan hasta que largamos información, armas y guita, y luego nos cagan a tiros. Tendríamos que hacer lo mismo para abastecernos en material y fondos”.

 Ese compañero se recibió una puteada de mi flor y lo encanaron varios días. El principio revolucionario sostenía que a un enemigo se lo podía eliminar, pero jamás torturarlo. La superioridad ética que pretendíamos dependía del respeto de esa norma.



–¿De qué superioridad ética me hablás? –alzó la voz el Calandraca–. ¿La esposa del general Cáceres Monié andaba con un mortero en la cartera? ¿La hijita del capitán Viola escondía granadas dentro de su muñeca y su hermanita llevaba un chumbo bajo el vestidito?



El Tumi tomó aire como para oxigenar el ejercicio de la memoria.



–Cuando me enteré por la radio lo de María Cristina Viola se me vino el mundo abajo. Egoístamente me dije “menos mal que no fuimos nosotros”. No les perdoné a los

erpios

haber seguido con el operativo a pesar de que había criaturas en el auto. Siempre, ante la posibilidad de alguna víctima inocente, un operativo se posponía. Ocurrió cientos de veces. Sin embargo, los

erpios

dispararon a sabiendas de que en semejantes condiciones el riesgo de un accidente era enorme.



–¿¡De qué accidente me hablás!? ¡Fue un asesinato! –se escandalizó el Calandraca.



–Por supuesto que lo fue. No buscado, pero perfectamente evitable. Después nos tocó a nosotros pasar por lo mismo: el

caño

al almirante Lambruschini que mató a su hija adolescent

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