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Ensayos sobre

el patio y el jardín

Couve • Wacquez • Donoso

Ensayos sobre el patio y el jardín. Couve, Wacquez, Donoso

Sebastián Schoennenbeck

Santiago de Chile, marzo 2020.

Imagen portada: “Trifolium aureum” Dodonaeo Rembert, Historia frumentoru, leguminum, palustrium et aquatilium herbarum. Amberes: Christophe Plantin, 1569. Xilografía.

ISBN impreso: 978-956-9058-29-5

ISBN Ebook: 978-956-9058-38-7

Registro de propiedad intelectual: 2020 A-1421

© Sebastián Schoennenbeck

Diseño y diagramación: María Soledad Sairafi, Orjikh editores limitada

orjikh.editores@gmail.com

www.orjikheditores.com

Obra realizada con el aporte de la Vicerrectoría de Investigación de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

Este libro es resultado del Proyecto Regular FONDECYT n°1150050 "Muerte en el jardín: paisaje y heterotopía en la obra de José Donoso, Mauricio Wacquez y Adolfo Couve". Investigador Responsable. Sebastián Schoennenbeck Grohnert. Ayudante: Daniela Buksdorf.

Este libro contó con referato externo.

Ensayos sobre

el patio y el jardín

Couve • Wacquez • Donoso

Sebastián Schoennenbeck

Colaboradores

Daniela Buksdorf

Sebastián Cottenie


A mi madre


Contenido

Palabras preliminares

Misterio, visualidad y representación

Jardín y poética

De la luz a las sombras:

La representación del jardín

Jardines y destierros: utopías, distopías, heterotopías

Expulsiones del paraíso: jardines y ruinas en algunos relatos chilenos

Muerte en el jardín:

Tres jardines donosianos:

Un jardín que ya no existe

Anexo. Textos afines

Jardines y paisajes para un (des)encuentro literario: El Mocho de José Donoso

Un hortus conclusus donosiano:

Bibliografía

Palabras preliminares

Miré los muros de la patria mía,

si un tiempo fuertes ya desmoronados

de la carrera de la edad cansados

por quien caduca ya su valentía.

Salime al campo: vi que el sol bebía

los arroyos del hielo desatados,

y del monte quejosos los ganados

que con sombras hurtó su luz al día.

Francisco de Quevedo

Tanto en su versión histórica como ficcional, los jardines, en su gran mayoría, son lugares de descanso, recogimiento y bienestar. Refugios para el amor, los jardines irradian posibilidades de felicidad. En la cultura occidental, en efecto, los jardines pueden ser resignificados como copias, representaciones o recreaciones del paraíso terrenal. No obstante, este espacio original y la experiencia inocente de sus habitantes son inenarrables: de aquel jardín mítico y primigenio, hemos sido expulsados para luego ser arrojados a la historia. Esa ausencia –que se modula en un perpetuo destierro– es tal vez el signo por excelencia con el cual se indica nuestra vulnerable condición humana. Por lo tanto, los jardines, derivaciones del Edén, tienen una marca fatal: la posibilidad de la ausencia del sujeto al interior de sus muros. Esta pérdida de sentido se ve intensificada con la naturaleza transitoria de los mismos jardines. Bastan solo unos días de descuido, para que ese lugar ameno se transforme en bosque indómito o en desierto. Del mismo modo, la monumentalidad de la representación de los jardines, tan frecuente en el barroco del siglo xvii1, es un artificio fugaz. La vanitas, usualmente identificada como un subgénero pictórico de la naturaleza muerta, es quizás la figura que la retórica nos ofrece para dar con una definición más universal del jardín no solo como espacio físico, sino también como lugar simbólico.

Dado lo anterior, el jardín puede ser pensado e imaginado, al contrario del sentido común, como una ruina. No me refiero aquí a la ruina como recurso ornamental tan cultivado por el jardín pintoresco, sino más bien a un fragmento, a la huella de una destrucción, o un presente que no se modula sino como despojo del pasado ¿Qué puede decirnos la literatura acerca de ese espacio? ¿Cómo podemos resignificar hoy el jardín con una literatura del ayer? Tal vez, la literatura puede iluminar el jardín que ya carece de su sentido original. En efecto, un jardín en ruinas puede ser una imagen pertinente para la actual sensibilidad medioambientalista y para la era del antropoceno. Un jardín descuidado o abandonado, abundante en las representaciones de la narrativa chilena de la segunda mitad del siglo xx, podría alterar las convenciones del gusto y del paisaje y relativizar, a su vez, las fronteras entre lo cerrado y lo abierto, lo urbano y lo rural, lo público y lo privado. En los jardines que se manifiestan como fragmentos, podemos redefinir lo humano y lo no humano, así como la relación entre el sujeto y la naturaleza. Se trata de una materialidad que no es nueva, pero que podría ser resignificada en momentos en los cuales la producción, los recursos naturales (hídricos, forestales, etc.) y los órdenes sociales y nacionales que hasta hace poco nos definían han entrado en crisis para operar de manera diferente. Es quizás ese el objetivo último de estos ensayos: imaginar un nuevo jardín cuando se tiene la impresión que todo su antiguo orden y sentido han terminado. El diseño actual de jardines en Chile ha asumido ese desafío. En nuestras latitudes, las humanidades tal vez puedan continuar el camino trazado por Gilles Clément (1943), quien forjó la noción de jardín planetario, es decir, un espacio ya no determinado totalmente por la noción de orden, sino más bien en sintonía con los movimientos del mundo2.

En este libro, estudiaremos las ficciones de jardines viejos y deteriorados que narradores chilenos describieron durante la segunda mitad del siglo xx. A pesar de una escritura experimental en la mayoría de los casos, los narradores realizan el gesto de mirar para atrás, alegorizando así sus propios momentos históricos. Junto a los lectores, quisiera yo también mirar un paisaje de antaño con la intención de repensar la articulación actual de la naturaleza con la cultura y el momento en el que los diseños, la combinación de lo autóctono y de lo foráneo, las tradiciones de composición de un jardín y la utilización de recursos naturales tienen una urgencia política y estética.

Para reflexionar sobre las dimensiones oscuras del jardín, las cuales fortalecen paradójicamente todavía más su belleza, revisaremos un corpus de narrativa chilena constituido principalmente por los autores José Donoso (1924-1996), Mauricio Wacquez (1939-2000) y Adolfo Couve (1940-1998). Los jardines que figuran en dicho corpus son decadentes espacios privados en los cuales una élite social se recreaba. Si bien se trata de jardines ficcionales, es fácil evocar con ellos a “una minoría selecta con ascendiente sobre el resto de la sociedad”3. En efecto, la ruina de los jardines descritos en el corpus narrativo indica el abandono por parte de una élite social que, según Manuel Vicuña (1970), se había constituido históricamente durante parte del siglo xix y los primeros años del siglo xx gracias a la hegemonía política, al poder económico, a una “notoriedad conquistada en el plano intelectual”4 y, finalmente, gracias al matrimonio que permitió establecer una familia extensa y transformar “a Santiago en tanto entorno material y, consecuentemente, vehículo de relaciones sociales”5. En su figuración literaria, el jardín se presenta entonces como una alegoría de la “clase dominante”6 de un periodo chileno que se definió a sí misma no solo a través de una ideología y de un modo de producción, sino también a través de una cultura, de un código y de un sistema simbólico. Ello explicaría, entre otras cosas, la “aristocratización del dinero”, gesto a través del cual se reafirma “la representación aristocrática que la oligarquía ha construido de su dominación”7. Sin embargo, el jardín abandonado que los narradores observan desde la segunda mitad del siglo xx es tan solo un vestigio de ese poder social ya desvanecido. La belle époque chilena, cuya consumación gira alrededor de la celebración del centenario, es el antecedente directo de “la crisis política del Estado oligárquico”8. La naturaleza alegórica del jardín consiste justamente en su capacidad de representar indirectamente esa desaparición o ese orden ya inexistente. Esa pérdida de vitalidad y esa incapacidad de referirse a un orden actual transforman a los jardines en espacios misteriosos, pero también significativos y dignos de atención.

Este libro también intenta develar una poética del jardín. A través de la teoría del paisaje, estableceremos una conexión entre la naturaleza visual del jardín y su descripción verbal. La relación metafórica entre lo pictórico y lo literario se forja a lo largo de los siguientes ensayos con dos principios que cruzan la totalidad del libro y que tal vez sea necesario ahora explicitar: la écfrasis y la compleja tensión existente entre paisaje y jardín.

Definida como la descripción verbal de un objeto de carácter visual, la écfrasis permite comprender el texto como una simulación. De este modo, la descripción no solo se presenta como una construcción verbal, sino que también figura como aquello que justamente no es, vale decir, una imagen visual. Las descripciones de jardines presentes en el mencionado corpus narrativo generan impresiones visuales en el receptor, permitiendo forjar una imagen muchas veces determinada por citas pictóricas y por referentes vinculados al paisaje. Tal como lo indica Luz Aurora Pimentel (1946), en la écfrasis:

el cuadro o la escultura como referentes extratextuales pasan a un primerísimo plano y son parte sustancial del significado del texto. En la écfrasis la descripción remite, por medio de la cita, al objeto plástico no sólo como referente, sino como soporte y como punto de partida de la descripción9.

El segundo principio presente en este libro es de naturaleza teórica. Las relaciones y distinciones entre las nociones de paisaje y jardín han sido complejas a lo largo del tiempo. Para algunos, el jardín sería más bien la negación del paisaje. Para otros, en cambio, los jardines son una condición básica para una cultura de paisaje. No se trata aquí de profundizar un debate de especialistas, sino más bien en pensar en cómo los jardines guardan relación con un imaginario de paisaje. Muchas veces construimos jardines al modo en que imaginamos el mundo y lo posible. El jardín sería entonces una materialización espacial que singulariza, expande o complejiza la imagen de paisaje construida por el sujeto a través de la mirada. Si bien no son sinónimos, el paisaje y el jardín podrían dar lugar a una síntesis capaz de superar binarismos y de posicionar al sujeto con el mundo.

La parte inicial del libro trata sobre aquel trasfondo del paisaje que se resiste a una representación literal. Los efectos visuales de las descripciones verbales de los jardines están en relación justamente con ese misterio: al modo de una alegoría, estos jardines pendulantes entre lo verbal y lo visual no serían otra cosa que una representación visible de una experiencia o de una idea abstracta e invisible. La segunda parte del libro, en cambio, pretende dar cuenta de una dimensión más política del jardín. El jardín es también un espacio crítico al citar y revisar otros espacios culturales. Al mismo tiempo, algunas metáforas vinculadas a la dislocación del sujeto, tales como el destierro, están contenidas en algunos de los jardines estudiados. Al figurar como una ruina, el jardín también pone en jaque la utopía para acercarse más bien a una modulación distópica. La tercera parte del libro, por último, contiene dos ensayos que iluminan la reflexión precedente. El texto escrito junto con Daniela Buksdorf nos permite acercarnos a El Mocho (1997), una obra póstuma de José Donoso aún poco estudiada, para situar al jardín en relación con otro autor chileno, Baldomero Lillo (1867-1923), y con el problema de lo social. El texto final de Sebastián Cottenie vuelve a conectar el jardín donosiano con la pintura.

Algunos capítulos de este libro fueron publicados previamente en revistas académicas. Ahora vuelven a ser presentados tras una revisión con el objetivo de volverlos más amigables al lector. El capítulo titulado “De la luz a las sombras: los jardines de José Donoso y Adolfo Couve” fue publicado originalmente en la revista Universum en el 2018. En esta ocasión, se han recogido los nuevos y valiosos aportes de Francisco Cruz y Leonidas Morales. “Muerte en el jardín: paisaje y heterotopía en José Donoso, Mauricio Wacquez y Adolfo Couve” apareció en la Revista Laboratorio en el año 2016. Esta vez, se presenta con nuevas imágenes y dialoga con algunos críticos sobre la obra de Couve, como Pablo Chiuminatto y Felipe Toro. Finalmente, “Jardines y paisajes para un (des)encuentro literario: El Mocho de José Donoso”, artículo escrito en conjunto con Daniela Buksdorf, fue publicado por la Revista Cuadernos de Literatura de la Pontificia Universidad Javeriana en el año 2017. Agradezco a todos los medios su generosidad al permitirme publicarlos en otro contexto con las necesarias modificaciones.

Por último, agradezco también a Daniela Buksdorf y a Sebastián Cottenie, quienes colaboraron en la escritura de este libro. Su mirada ha sido un aporte a mi experiencia como amante de los jardines y de los relatos que giran en torno a ellos.

1 Ver Baridon, Michael. Los jardines. Paisajistas, jardineros, poetas. El autor define el jardín barroco como aquel en el cual “la perspectiva se estira hasta perderse de vista, dando la impresión de que el jardín conquista todo el espacio hasta el punto de fuga colocado sobre el horizonte; y vemos, en fin, cómo las aguas amplían la gama de sus efectos añadiendo a las fuentes cascadas, grutas y canales vastos estanques conocidos como «espejos» o «parterres de agua»” (p. 488).

2 Clément, Gilles. El jardín en movimiento. p. 12.

3 Sagredo, Rafael. “Élites chilenas del siglo xix”. p. 104.

4 Vicuña, Manuel. La belle époque chilena. p. 13.

5 Ídem.

6 Moulian, Tomás. “Prólogo a la edición de 1978” en: Luis Barros y Ximena Vergara, El modo de ser aristocrático. El caso de la oligarquía chilena hacia 1900. p. 10.

7 Barros, Luis y Ximena Vergara. El modo de ser aristocrático. El caso de la oligarquía chilena hacia 1900. p. 81.

8 Moulian, op. cit. p. 9.

9 Pimentel, Luz Aurora. El espacio en la ficción. La representación del espacio en los textos narrativos. p. 113.

I.

Misterio, visualidad y representación

Jardín y poética

Como artificio, el jardín supone un doble problema de composición. En primer lugar, el artista o jardinero tendrá que sintetizar su imaginación con las condiciones del clima, del suelo y de la superficie del terreno para seleccionar las especies, combinar sus colores, texturas y volúmenes, determinar la cantidad y la distribución de los elementos, trazar los senderos y limitar los macizos, entre las muchas posibilidades que dispone la lengua del diseño de todo jardín. Sin embargo, el jardín, a lo largo de la historia de la cultura, supone también un problema a la hora de ser representado. Esta segunda composición está signada por una imposibilidad fenoménica que es marca de nacimiento de las consiguientes representaciones de aquel espacio. De acuerdo con Michael Jakob, el jardín, en su presentación, es una realidad fugitiva ante el ojo y la perspectiva panorámica tampoco garantiza la percepción del espacio como una totalidad:

todo jardín es, en el sentido radical del término, no representable… un jardín nunca puede ser aprehendido de un solo golpe, a la manera de un cuadro. Ninguna imagen o representación interior producida in situ podrá contener la totalidad-jardín, ninguna imagen podrá ser exhaustiva o verdaderamente representativa1.

Por consiguiente, la imagen capaz de dar cuenta totalmente de un jardín será aquella percibida por un observador que ha abandonado la perspectiva para obtener una vista a ojo de pájaro. Michael Jakob reconoce esa imagen ideal, por ejemplo, en Jardín meridional (fig. 1) de Paul Klee (1879-1940), pintura que simula ser más bien el plano de un jardín. De este modo, el pintor alemán “deconstruye la perspectiva en beneficio de la mezcla de varios modos de aparición de la realidad de algo que, con excesiva rapidez, identificamos con el término «jardín»”2.


Fig. 1. Paul Klee. Jardín meridional, 1914.

Acuarela sobre papel. 11,4 x 13,6 cm.

Colección Museo de Arte de Basilea.

Tal vez no sea una exageración afirmar que todas las representaciones de un jardín, sean estas pictóricas, fotográficas o verbales, se enfrentan a esta limitación o falla original: un sujeto que, dada su limitación perceptiva, ha establecido una relación fragmentaria con el espacio que se manifiesta. No obstante, cabe preguntarse por qué el conocimiento visual de un jardín es parcial, puesto que la presentación ante nuestros ojos de muchos otros espacios también podría serlo. Es posible que esta particularidad del jardín como objeto a representar tenga que ver con la tensa relación entre la naturaleza y el artificio. El jardín es una composición artificial que no es posible sin la naturaleza. Se opone a ella, pero al mismo tiempo la contiene o es su continuación. Es como si ambas realidades fuesen opuestas, pero al mismo tiempo cada una de ellas estaría “preñad[a] de su contrario”3 para usar la expresión con la cual Marshall Berman da cuenta de la contradictoria modernidad. El jardín primitivo provee de placer en la medida que se opone a una naturaleza caótica y amenazante. El jardín del claustro medieval remitía a otro mundo que no era el nuestro. El jardín humanista del Renacimiento, en cambio, traza una continuidad entre el mundo natural y el humano:

La variedad del mundo real es una variedad no querida, cruel, sin sentido. El jardín solo puede proponerse como fragmento de ella, para hacer visible un orden que no aparece necesariamente ante los ojos4.

Haciendo presente y visible un mundo variable, diverso, heterogéneo y muchas veces carente de sentido, el jardín inicial de la modernidad presta atención a ese mundo natural que no podemos dominar del todo ni siquiera visualmente. En este sentido, el jardinero humanista no tiene necesariamente un “ojo imperial”5, sino más bien un ojo razonado o una “vista razonada”6 como dirían Silvestri y Aliata. En suma, el jardín, en tanto cita de una naturaleza en parte ininteligible, contiene una dosis de indeterminación que podría poner en jaque la mímesis. En otras palabras, el jardín padece una herida abierta a esa dimensión de la naturaleza que ha escapado de nuestra percepción semiotizante. Como indica Pogue Harrison, los jardines:

no imponen, como se suele afirmar, un orden a la naturaleza: más bien, ordenan nuestra relación con ella. Es nuestra relación con la naturaleza la que define las tensiones al centro de las cuales no se encuentra solamente el jardín, sino la polis humana como tal7.

L’annunciazione (fig. 2) de Leonardo da Vinci (1452-1519) es un ejemplo elocuente acerca de un jardín que, al develar o transparentar su propio fondo de misterio y naturaleza, debilita su misma representación. Se trata de una pintura que en su particularidad podría expresar metapictóricamente aquel mensaje cifrado sobre la imposibilidad de una representación total. Su valor metapictórico guarda relación con el paisaje. A través de este género, el jardín expresa su imposibilidad y, al mismo tiempo, nos recuerda sus complicidades con el paisaje entendido no solo como pintura, sino también en todas sus amplias significaciones:

El jardín pretendió reunir los sentidos, pero la preeminencia de la pintura –la preeminencia del ojo, que también cubrió la arquitectura– no permitió la emergencia plena de otra forma de sensibilidad. Esta historia no puede desligarse de la conformación de la noción de paisaje, porque precisamente en este pasaje de jardín real a jardín representado, para luego construir imitando la representación pictórica, se jugó una de las apuestas más interesantes de la civilización europea8.


Fig. 2. Leonardo da Vinci. L’annunciazione, c. 1472. Témpera sobre madera. Galleria degli Uffizi. Florencia.

Ahora bien, el ejemplo dado es marginal, pese a que se trata de Leonardo de Vinci. En la obra del gran artista del quattrocento, en efecto, el paisaje equivale, por lo general, a un fondo, a una lejanía, aspecto no menor si consideramos la perspectiva y las reglas de proporción del Renacimiento: “En la dialéctica entre la lejanía y la cercanía, entre lo conocido y lo extraño, entre lo representable y lo evocable, se mueve la pintura del Renacimiento”9. Al ser situado en un segundo o tercer plano, el paisaje incorpora “toda la variedad del mundo”10 que no estaba contenida en el paisaje ameno o civilizado tan recomendado por Alberti (1404-1472) y, posteriormente, por Palladio (1508-1580) como lugar donde construir un edificio de bella arquitectura.

En L’annunciazione, Leonardo ha situado el hecho evangélico en un jardín cerrado, rompiendo la tradición iconográfica. Podría tratarse de un hortus conclusus que alude simbólicamente al cuerpo mariano siempre virgen. Se reconoce el espacio como un jardín gracias a un plano rectangular de hierba salpicada por flores en el cual el arcángel se ha posado y a los muros que lo encierran: el ángulo recto de la alta construcción y un muro bajo que se corta, generando una apertura cuya correspondencia en el primer plano es ocupada por la mano alzada del arcángel y por la flor que sostiene con su otra mano. No obstante, el espacio que hay tras el muro bajo también podría ser un jardín, pero esta vez un jardín abierto, espacio que el Renacimiento ya había imaginado:

La gran innovación del Renacimiento, en este ámbito, fue el jardín abierto, sobre el cual Leon Battista Alberti elaboró una teoría en su De re ædificatoria (1452). Su idea, nueva para la época, es que la casa y el jardín deben ser tratados como un todo y que el espacio verde, remodelado por el arquitecto, debe estar en armonía con el paisaje circundante y abrirse a él. La realización de Bramante respondía, al menos particularmente, a este programa11.

Sobre la superficie de este jardín abierto, crecen coníferas de diferentes especies cuyos volúmenes geométricos no corresponden a un ejercicio de abstracción de Leonardo, sino a una imitación fiel a la naturaleza. Se trata de un bosco que Jean Delumeau define como “los arreglos boscosos que crean una transición con el paisaje circundante”12. En efecto, no se trata de un “bosque natural”, puesto que tal combinación de diferentes especies de coníferas no se da tan fácilmente en la naturaleza. El dosel arbóreo tiene una singularidad. Pese a que las alas del arcángel impiden ver la totalidad del bosco conformada por trece árboles, podríamos inferir que el follaje de estos comienza más o menos a una altura dada por la línea de horizonte. Algunos un poco más abajo, otros un poco más arriba, el extremo superior de los troncos desnudos no se aleja de aquella línea. Por otro lado, el sotobosque es el único signo que indica que este bosque podría ser natural. El plano final, a su vez, está compuesto por agua, barcas, un pueblo y, para terminar, rocas y montañas de difusas tonalidades celestes, grises y de aquel azul “con que se disuelve el horizonte”13. En contraste con la nitidez de la escena principal, este paisaje evoca lo misterioso y lo extraño. Este paisaje es el fondo del jardín. En otras palabras, el paisaje de fondo es lo que circunda, circunscribe, amenaza, pero también posibilita el jardín.

Ese fondo de L’annunciazione podría ser descrito de la misma manera con la cual el poeta Rilke (1875-1926) se refiere al paisaje al cual la Mona Lisa da la espalda:

Nadie todavía ha pintado un paisaje que sea tan completamente paisaje y por tanto confesión y mirada personal como esta profundidad que se abre detrás de Mona Lisa. Como si todo lo que es humano estuviera contenido en su imagen infinitamente silenciosa, y como si todo el resto, todo lo que está por delante del hombre y que lo sobrepasa, estuviera contenido en estas relaciones misteriosas de montañas, de árboles, de puentes, de cielos y de agua. Este paisaje no es la imagen de una impresión, no es la opinión de un hombre sobre cosas inmóviles, es naturaleza por venir, mundo en gestación, tan ajeno al hombre como un bosque desconocido sobre una isla desierta14.

Es como si, en L’annunciazione, el misterio no radicara en la Encarnación del Verbo, sino en este mundo que no logramos habitar del todo: el paisaje pictórico, gracias a la representación, convierte la naturaleza que nos es lejana y extraña en un espacio familiar y, al mismo tiempo, el jardín donde la anunciación tiene lugar debe contener esa realidad extraña y, en cierta medida, invisible que, según Jackob, nos impide percibir visualmente su totalidad. En suma, el jardín podría ser definido como representación (ordenadora) de la naturaleza y, al mismo tiempo, una composición en la que ha irrumpido el caos desconocido de aquello que representa. Diríamos entonces que Leonardo, al pintar un paisaje, vuelve visible un misterio invisible que pertenece a este mundo y, a través de esta treta, convierte el paisaje en un jardín abierto “a la irrupción de lo infinito”15. El maestro del Renacimiento no fue indolente a este doble y contradictorio principio de constitución en el cual paisaje y jardín se vuelven una misma cosa. Al respecto, Luis Oyarzún (1920-1972), en su ensayo titulado “Arte e imagen del mundo en Leonardo” (1953), identifica una “sombría contemplación”16 en las observaciones del artista. En ella, las irrupciones de las sombras tras la luminosa percepción del mundo permiten la fusión y la anulación de las fronteras entre el cosmos y el caos, la cultura y la naturaleza, el misterio ininteligible y la representación, el paisaje y el jardín:

Como en la simbología de algunos místicos, la luz, condición del ver, se nos aparece en los fragmentos de Leonardo como el principio que origina la singularidad de las cosas, singularidad que él ama, y la oscuridad o la noche, en cambio, como el principio de su fusión, de la destrucción de los límites, que él ama también, pues goza sintiendo la unidad profunda de todas las esferas de lo real17.

La tensión existente entre el paisaje de fondo de L’annunciazione y el primer plano en el cual figuran la Virgen y el Arcángel no difiere tanto de lo que podemos apreciar en La Gioconda. Según Adolfo Couve,

[s]u dibujo se vuelve impreciso, el fondo penetra al motivo y el volumen es solucionado con una gradación paulatina, yendo desde la luz intensa, a través de una media tinta, hasta perderse en la sombra profunda18.

¿No sucede acaso algo similar en la pintura que representa el pasaje evangélico? El fondo, ese paisaje misterioso por cuanto es cubierto por una niebla azulada que desdibuja el contorno de las cosas, ha invadido el plano del jardín no para alterar sus dibujos ni la nitidez de sus colores, sino más bien para indicar que lo que ahí sucede es misterio no sujeto a una total visualización.

La técnica pictórica de Leonardo, el esfumado, también guarda relación con tal misterio, puesto que refleja la impresión del sujeto ante un mundo lejano que habrá de conocerse:

Paradójicamente, el esfumado leonardesco, sus fondos de rocas y los paisajes neblinosos de vastas llanuras, no representan para nosotros la nitidez de la razón sino el misterio en que se mueve aún el mundo… la novedad técnico-productiva se convierte en belleza oscura, las flores y los árboles aparecen en este clima como signos extraños19.

Extrañeza, misterio y oscuridad de la naturaleza que se hacen presentes en un jardín impiden la representación total de este artificio.

Sin embargo, podríamos también suponer en Leonardo el deseo de una mímesis absoluta: una representación que goza de totalidad al superar los límites de la percepción subjetiva y, por ende, de la perspectiva. Relativizar el poder de la perspectiva cuando nos referimos al Renacimiento es un gesto riesgoso. En efecto, este modo de composición y visión rigió no solo gran parte de la pintura, sino también el arte de los jardines. Al respecto, Javier Maderuelo se refiere a “la mirada perspectiva en el jardín”, dando como ejemplo el palazzo Piccolomini en Pienza:

Algunos de estos nuevos jardines no sólo han prescindido de las plantas productivas, sino que empiezan a ubicarse en el interior de los palacios urbanos, perdiendo, además, el carácter rústico que es propio del huerto para pasar a entenderse como una prolongación de las construcciones arquitectónicas, a las que responde configurando ejes y calles que continúan el ritmo pétreo de pilastras y ventanas con formas vegetales que, desde el plano del suelo, se elevan en líneas verticales y en muros de verzura20.

Pese a lo anterior, los mapas de las posesiones de César Borgia confeccionados por Leonardo nos indican la ilusión del artista por un tipo de representación que era necesaria para una sofisticación territorial: “la precisión de todos ellos anticipa la cartografía moderna, solucionando el pasaje de la perspectiva al plano de terreno”21. Así como Klee, a la luz de Michael Jakob, hace abandono de la perspectiva para optar formalmente por el plano, Leonardo opta también por una visión ideal que ningún punto de la tierra garantiza. Mucho se ha conjeturado acerca del supuesto error de perspectiva en el que Leonardo cayó al representar, en L’annunciazione, el brazo de María. Algunos atribuyen este error a un Leonardo joven y primerizo en las artes del dibujo y de la pintura. Otros, en cambio, han desenmascarado el supuesto error, indicando que se trata más bien de una anamorfosis. Sea como sea, lo interesante aquí es que el atentado contra la perspectiva nos permite vincular esta obra con esa ilusión de una representación total comentada por Michael Jackob y que encontraríamos en los planos o en las perspectivas aéreas. Solo en esa visión, el jardín, espacio que se manifiesta ante un sujeto cuyo ojo quiere percibirlo todo, lograría presentarse en una imagen que contiene y evidencia la inconmensurabilidad del paisaje. Las referencias a Leonardo y a Klee, autores tan distanciados por el tiempo y por los contextos culturales, no es una mera arbitrariedad. Las asociaciones que surgen tras la visión de ambos artistas coinciden con lo que Didi-Huberman denomina “configuraciones anacrónicas”22. Al plantear la pregunta por una representación total, hemos interrogado la imagen correspondiente a la acuarela Jardín meridional. Esta obra ha develado los tiempos de la memoria que, superando los órdenes cronológicos, se vuelve un “receptáculo de tiempos heterogéneos, repletos de disparidades que hacen trizas las cronologías”23. La superación de la perspectiva y la adopción del formato del plano en la obra de Klee configuran un paisaje que trae a la memoria la oscuridad de los fondos de Leonardo, un problema que supervive para presentarse otra vez. Se trata entonces de la intrusión de un tiempo en otro, de sensibilidades cuyos diálogos deben resistir a la clausura o prohibición por parte de una historia que condena el anacronismo.