Buch lesen: «La ira del coleccionista»

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Este libro está dedicado a todos los niños que han seguido y disfrutado con los Seis Míticos y, en particular, a Giulio y Teresa, nuestros primeros lectores, críticos y consejeros.

Simone y Sara

Título original: L’ira del Collezionista

© 2017 Giunti Editore S.p.A., Firenze – Milano

www.giunti.it

Texto original: Simone Frasca y Sara Marconi

Ilustraciones: Simone Frasca

Traducción: Carmen Ternero Lorenzo

© 2018 Ediciones del Laberinto, S.L., para la edición mundial en castellano

ISBN: 978-84-8483-955-2

Depósito legal: M-29008-2018

EDICIONES DEL LABERINTO, S.L.

www.edicioneslaberinto.es

Impreso en España

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Era media mañana. Los Seis habían pasado las primeras horas del día vagueando, cada uno a su manera. Ares y Medusa se habían ido con Fiel y Pica a darse una vuelta por el bosque, Hades estuvo meditando en la terraza, Aracne se encerró en su habitación para intentar mejorar su pantalla de telarañas (la arañita Web la ayudaba corriendo de un lado a otro de la pared) y Atenea estuvo leyéndole un libro al pequeño Dionisos. Habían quedado en la terraza con Circe, la gran maga.

«¿A qué hora tenemos que estar allí?», le había preguntado Aracne.

«Dejaos guiar por vuestro instinto, el cielo y el sol os harán entender que os estoy llamando», le contestó la maga con la imprecisión de siempre.

Pero, al final, los que los llamaron fueron las escobas:

—¡Gandules! —gritó la primera a un paso de la oreja de Atenea.

—¡Qué escándalo! ¡Nunca tienen ganas de hacer nada! ¡Son una vergüenza! —añadió la otra y, golpeando el mango contra la pared, consiguió llamar la atención de Hades, que acababa de llegar justo a tiempo para ver que Omega, la lechuza de Atenea, salía a toda prisa a llamar a los demás.

Y enseguida llegaron todos a la terraza.

—Bienvenidos —los recibió la maga con su dulce voz—. Atenea, mi tesoro de ojos relucientes —añadió volviéndose hacia ella—, ¿te importaría volver a la Tierra con nosotros?

Atenea se espabiló. Estaba en el cielo con Omega. Veía a través de sus ojos y cada vez más a menudo aprovechaba para explorar la isla desde arriba. Los días en los que tenía vértigos aunque solo fuera subiéndose a un taburete ya habían quedado atrás. A Atenea no le dio tiempo a contestar, porque Circe siguió hablando, dirigiéndose a Aracne:

—Mi querida niña de manos llenas de gracia, ¿podrías dejar de confabular con la sabia Web? —Aracne estaba hablando con su arañita violeta sobre las modificaciones que acababan de hacerle a la pantalla. Ella susurraba y Web le contestaba creando unas pequeñas formas de telaraña que Aracne ya lograba leer con toda naturalidad.

—Perdona, Circe —susurró la niña ruborizándose. Ella tampoco se acordaba ya de cuando vio a su araña por primera vez y le dio asco.

Los Seis se rieron al oír las altisonantes palabras que les dirigía la maestra (¡no se acostumbrarían jamás!), pero enseguida la miraron en silencio. Circe seguía siendo bellísima, pero últimamente parecía cansada. Los niños temían que hubiese alguna mala noticia que ellos no supieran. Tal vez el terrible Coleccionista se había vuelto más fuerte que nunca o alguna criatura estaba en peligro o incluso herida. Le habían preguntado a Argo, su amiga nave, pero ella les había contestado con una sonrisilla: «A las señoras no se les pregunta la edad».

Haría falta mucho más que eso para aplacar la curiosidad de los niños.

—Circe no está bien, ¡tenemos que indagar! —le susurró Ares a Medusa mientras Fiel, que estaba a su lado, le lamía cariñosamente la mano.

—¡Por supuesto! —contestó Medusa mientras su medusita Pica se le posaba delicadamente en el brazo.

Luego se hizo el silencio. Circe, inspirada, alzó los brazos al cielo.

—Los animales son criaturas preciosas, su alma habla con la voz de la naturaleza y una sabiduría que los hombres a menudo desconocen…

—¡Ya estamos otra vez! —murmuró Medusa negando con la cabeza.

—¡Shhh! —la calló Atenea.

—Los animales saben lo que tienen que hacer. Los hombres, no —continuó implacable la maga haciendo tintinar sus pulseras.

Los niños se distrajeron otra vez. Dionisos y su cabra Patty eran los únicos que no se perdían una palabra y asentían.

—Tesoros —dijo de repente Circe al tiempo que alzaba de nuevo los brazos y los miraba de uno en uno—. La primera parte del aprendizaje está a punto de concluir.

—¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? —exclamaron todos muy atentos.

—Va a cerrarse un Gran Ciclo. Los planetas casi están alineados. El momento ha llegado. Además —añadió cambiando el tono de voz—, he de admitir que ya lo hacéis todo muy bien.

Los niños se miraron desconcertados.


—Veo que estáis en armonía con vuestros animales, cogéis su energía, la usáis y… ¡Hades! —se interrumpió preocupada—. ¿Dónde está Zen? ¿No se habrá perdido?

Hades sonrió. Se apartó con cuidado un mechón y apareció la salamandra, que estaba durmiendo entre las llamas del pelo del niño.

—La meditación siempre le produce este efecto, pero dentro de nada se despierta, ya veréis.

—Bien, bien —continuó Circe—. Eso quiere decir que vuestros compañeros son también vuestros ojos y vuestros oídos, os comprenden y os ayudan a desarrollar y controlar vuestros poderes. Por cierto —añadió mirando a Medusa—, no siempre hay que usar esos poderes.

La niña asintió convencida. El pelo animado le encantaba, pero había descubierto que podía petrificar con la mirada y eso no le gustaba nada, por lo que había decidido no volver a hacerlo nunca más, con nadie.

—Muy bien —concluyó la maga—, pues ya os he dicho lo que os tenía que decir. Ahora… tenemos… tenemos… tengo la reunión de evaluación con los maestros —improvisó—. Además, ya es la hora de comer. Arpía os ha preparado… bah, no sé lo que era. De todas formas, en vuestra habitación —añadió chasqueando los dedos— os esperan unas lasañas y, como habéis sido tan buenos —dijo y volvió a chasquear los dedos—, también hay tarta de grosella. ¡Rápido, corred!

No se lo tuvo que repetir. La comida de la maga era siempre maravillosa. Pero su discurso no lo había sido tanto y todos tenían muchas dudas en la cabeza.


—¡Me encantan las tele-cenas! —exclamó Ares, que estaba compartiendo una generosa porción de lasaña con Fiel.

—En todo caso, los tele-almuerzos —objetó Atenea—, ya que es la hora de comer. Pero tienes razón, ¡sobre todo si cocina Circe!

Estaban en la habitación de las niñas, cada uno con su animal guía a su lado y un plato de lasaña caliente en la mano, esperando a que la pantalla de telarañas de Aracne se encendiera y empezara a transmitir las imágenes de la reunión secreta del Equipo Quimera.

Circe no había engañado a ninguno de los Seis. Si la maga decía que había un claustro solo podía significar una cosa: quería reunir a Anubis, Arpía, Pan y Lica para hablar de algo importante.

—Hoy se debería ver todavía mejor —comentó Aracne mientras su arañita subía y bajaba por el rectángulo de telaraña que la niña había colgado en la pared—. Web y yo hemos revisado todos los hilos, así que las imágenes serán más nítidas.

—Pero seguiremos viéndolo desde la cámara que lleva Pan en la gorra, ¿no? —preguntó Medusa.

—Sí —contestó Aracne orgullosa—. A saber qué cara pondría si lo descubriera.

—Por cierto, ¿os habéis fijado en Circe? —preguntó Hades—. Parecía muy preocupada. Yo creo que está pasando algo.

—Espero que el Coleccionista no haya descubierto el poder de la mandrágora —intervino Atenea—. Es la única planta que puede destruir a las criaturas y los híbridos, y si ese individuo se enterara de que los últimos ejemplares están en una sala secreta de este Palacio… Brrr.

—¡Las mandrágoras son graciosas! —se rio Dionisos abrazando a su cabra Patty.

Los Seis se rieron, pero enseguida los calló Aracne:

—¡Ya llegan las imágenes! ¡Silencio!


La pantalla se iluminó y apareció un ordenador manchado de kétchup y mayonesa, un teclado plagado de migas y un montón de latas de bebida esparcidas por toda la mesa.

—Estamos viendo lo que ve Pan —les volvió a explicar Aracne—. Esa es su mesa, puaj, de trabajo.

—Y esas son sus manos —observó Medusa un poco asqueada.

En la pantalla habían aparecido dos manos regordetas con una bolsa de patatas fritas.

—¡Pan! —la voz firme de Circe asustó a los niños y a Pan, que dejó caer la bolsa formando una nube de patatas—. ¿Es que no puedes dejar de comer?

—El pobre, yo lo entiendo —suspiró Ares moviendo la cabeza.

—Como sabéis —dijo Circe—, ya han pasado cien años desde la última vez que estuve de expedición en Italia para recargar la energía y mis poderes. Por lo tanto, mi potencia terminará su curso, las artes mágicas me abandonarán y volveré a ser una mujer como las demás.

La noticia dejó a los niños sin aliento. Hasta Ares dejó de masticar.

—No digo que la idea no me atraiga —suspiró la maga—, no estaría mal descansar. Hace tres mil años reservé unas vacaciones a Egipto, pero los billetes ya estarán caducados y mis compañeros de viaje, muertos o momificados… Ah, perdona, Anubis, no lo decía por ti.

—Mi reina —dijo Anubis con la voz rota por la emoción—, ya sabes que sería un placer acompañarte en ese crucero, pero tengo serios motivos para aplazarlo una vez más.

—Lo sé, querido, no me tomes en serio. No tengo ninguna intención de dejarlo, y por eso hoy volveré al templo que los hombres han levantado para mí en el monte Circeo, cerca de Roma, para recoger las hierbas prodigiosas que solo crecen allí y con las que podré celebrar el rito de Purificación que me dará fuerza y poder para otros cien largos años.

—¿Y cuánto durará ese…? ¿Cómo se llama? ¿Rito de petrificación?

—¡Purificación, Lica, no petrificación! —lo corrigió Arpía—. Cuando, entre un aullido y otro, te decidas a abrir un libro, ya será demasiado tarde.

—El rito no dura mucho, unas dos horas —contestó Anubis—, pero tenemos que llegar al Circeo y buscar las hierbas, que solo puede recoger Circe y tan solo después de que las haya bañado la luz del ocaso.

—Tú no vendrás, amigo mío —le dijo Circe—. No puedo dejar a los niños y el Palacio indefensos. El Coleccionista también sabe que esta noche acaba mi tiempo.

—¿Y cómo va a defender el Palacio Anubis? —gruñó Lica—. ¿Moviendo la cola?

—¡¿Cómo osas?! ¡Te convierto en un perro salchicha si…! —Circe se levantó furiosa y extendió una mano cargada de mágicas amenazas hacia el hombre lobo.

Anubis la detuvo.

—Lica tiene razón, Circe, yo solo no podría garantizar la salvación de este lugar y los niños. Por eso he convocado a Bastet.

Anubis dejó delicadamente en la mesa una cesta de mimbre. Un paño de lino impedía distinguir el contenido de la cesta y aumentaba la curiosidad de los presentes.

—Miaaaaau.

—¿Un gato? —preguntó Lica perplejo—. ¿Un gato va a defender el Palacio de Circe? ¿Acaso tenemos noticias de una invasión de ratones?

—Pues sí —dijo Circe sonriendo—, una pequeña y tierna gatita. ¿Quieres verla, Lica, querido?

El hombre lobo se asomó y levantó el paño con curiosidad.

Fue cuestión de segundos: un centelleo de uñas, una, diez, cien patas rasgaban el aire, dientes afilados, ojos asesinos, un maullido creciente y al límite de lo soportable, y una pequeña furia negra salió catapultado de la cesta hasta la cabeza de Lica.

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€3,99
Altersbeschränkung:
0+
Umfang:
76 S. 44 Illustrationen
ISBN:
9788413308876
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Bookwire
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