El viaje de Argo

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Aus der Reihe: Los Seis míticos #3
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El viaje de Argo
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Título original: Il viaggio di Argo

© 2016 Giunti Editore S.p.A., Firenze – Milano

www.giunti.it

Texto original: Simone Frasca y Sara Marconi

Ilustraciones: Simone Frasca

Traducción: Carmen Ternero Lorenzo

© 2018 Ediciones del Laberinto, S.L., para la edición mundial en castellano

ISBN: 978-84-1330-890-6

EDICIONES DEL LABERINTO, S.L.

www.edicioneslaberinto.es

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Ya estaban despiertos y hasta se habían tomado el desayuno, pero el de verdad, claro, el que Circe les dejaba todas las mañanas en el pequeño corredor que había entre las habitaciones; el otro, el incomible de Arpía, los esperaba abajo como un castigo.

—¿Qué creéis que nos enseñará Circe hoy? ¿A encontrar la energía del cosmos o a identificarnos con las larvas? —preguntó Ares masticando su cuarto trozo de tarta.

—No estaría mal que te enseñara a ti a no zampártelo todo como un cerdo, pero lo veo difícil —le regañó Medusa.

—Por favor, no hables de cerdos o llega Jamoncito a contarnos la guerra de Troya —susurró Atenea riéndose.

—Bromas aparte —continuó Ares—, ¿cuándo nos van a enseñar algo un poco más útil para combatir contra ese terrible Coleccionista-atrapa-criaturas?

—¡No creo que cuenten con nosotros para afrontar a su enemigo! —intervino Hades—. O por lo menos, todavía no…

—Pues menos mal, porque si le temen ellos, ¡imagínate yo! —se estremeció Aracne.

—¡Pero nosotros somos los Seis Míticos! —exclamó Ares mientras bajaban las escaleras—. Ya hemos hecho grandes cosas, ¡deberían dejarnos probar!

Fiel, su gran perro blanco, le chupó la mano, quizá para indicar que por lo menos él estaba de acuerdo. Ares lo miró un poco avergonzado y continuó:

—Y no sé, pero desde que decidimos unirnos a escondidas al Equipo Quimera, no hemos hecho prácticamente nada.

—Por una vez, te doy la razón. A mí también me gustaría… —admitió Medusa, pero de pronto se calló.

Al fondo de la escalera, silencioso e inmóvil, estaba Anubis. Nunca lo habían visto de cerca. Era alto y delgado. Llevaba una extraña faldita de oro, guantes largos y una especie de cubrecabezas azul como el que habían visto en los libros de historia, los de los faraones. En una funda oscura que le colgaba de la cintura tenía una katana, la espada de los samuráis. Aunque tenía los ojos cerrados, parecía que los estaba esperando.

—Tiene cabeza de chacal —susurró Aracne aterrorizada.

—¿Y qué te esperabas del dios de los muertos? ¿Las orejas de Mickey Mouse? —contestó Atenea.

—¿El dios de… quééé?


—Buenos días, niños —Anubis abrió los ojos y los observó uno a uno con una mirada tan imperturbable que resultaba inquietante—. Soy vuestro maestro de Ataque y Defensa. He convencido a Arpía para que demos mi clase con el estómago vacío —añadió esbozando una sonrisa—. ¡Así que ya podemos empezar! —dijo, se dio la vuelta y se dirigió hacia la salida.

—Pocas palabras, pero certeras —le susurró Ares a Medusa—. ¡Esta mañana nos vamos a divertir!

—¿Ataque y Defensa? Oh, oh… —balbució Aracne palideciendo. Su arañita, Web, moldeó rápidamente una plancha de telaraña y se la lanzó a la cabeza mientras unas estrellitas de telaraña brincaban de aquí para allá.

—Sí, eso está bien, Web —se rio—. Menos mal que estás tú para hacer el ganso.

—¿Qué es taco y ofensa? —preguntó tranquilo el pequeño Dionisos, al que hasta entonces nadie había oído hablar. Su cabra Patty trotaba a su lado mientras se iba comiendo todo lo que encontraba por el camino.

—Ataque, Dionisos —le explicó pacientemente Atenea—. Ataque y Defensa, o sea, cómo combatir contra nuestros enemigos defendiéndonos y atacándolos.

—¿Nuestros enemigos? —preguntó desorientado, mirando a su alrededor.

Mientras Atenea intentaba darle una explicación sencilla de la lucha entre el Coleccionista y el Equipo Quimera, Medusa resopló:

—Pero ¿estamos seguros de que este pequeñín tenga que estar aquí?

—Yo también me lo he preguntado —admitió Hades—. Pero si está aquí, será por alguna razón.


Llegaron al gran prado que separaba la escuela del bosque. Anubis les pidió que formaran un círculo y se puso en el centro, sonriente, con la mano derecha en la empuñadura de la espada. En la izquierda tenía una cesta de mimbre tapada con una servilleta. La dejó lentamente en el suelo.

—Un poco temprano para la merienda —susurró Ares.

Anubis se lanzó de pronto a una extraña danza. Se giraba con agilidad, doblaba las piernas hasta rozar el suelo y luego saltaba tan alto que parecía que era capaz de volar. Mientras tanto, hendía el aire con la espada a una velocidad increíble, como si estuviera atacando a unos enemigos imaginarios. Era difícil creer que aquel guerrero pudiera temer a nadie, ni siquiera al terrible Coleccionista.

Tanto los niños como los animales lo miraban boquiabiertos.

E igual que había comenzado, de repente se paró. Un último movimiento con la espada, un paso, y ya estaba de nuevo en pie, erguido e inmóvil, con la mirada sonriente.

—¿Qué os acabo de enseñar, niños? —preguntó con tono tranquilo.

—¡Un combate! —contestó Ares.

—¡No! ¡Una danza! —exclamó Aracne.

—¿Una especie de cuento sin palabras? —dijo Atenea.

—Todas vuestras respuestas son acertadas, y la mía es esta: habéis visto la fluidez.

—¡Bingo! —soltó Medusa tapándose los ojos con la mano—. Este está más chiflado que Circe.

—Para pasar de una defensa a un ataque potentes en pocos segundos —continuaba mientras tanto Anubis— hay que entrenar los músculos, los reflejos y la mente, y saber mantenerlos en equilibrio, ágiles y reactivos. La fluidez es el camino.

—Señor Anubis, o sea…, maestro… —lo interrumpió Ares—. ¿Cuándo nos daréis las espadas?

—Ya que estás impaciente, Ares —sonrió el maestro—, ¿quieres comenzar tú el primer ejercicio?

—S… sí, sí, ¡gracias, maestro! —dijo el niño con los ojos brillantes.

Anubis se inclinó sobre la cesta y sacó unos objetos ovalados y blancos que dejó en el suelo de tal modo que quedaran rectos y formando dos filas ordenadas.

—Dime, ¿has caminado alguna vez sobre huevos?


Ares miraba perplejo los huevos colocados en doble fila en el prado.

—Relaja los músculos, distribuye todo tu peso en las plantas de los pies y comienza tu paseo —lo incitó Anubis sonriente.

—No… no tendré que aplastar esos huevos, ¿verdad? Preferiría comérmelos.

—Tienes que caminar por encima sin aplastarlos, así —dijo Anubis. Abrió los brazos, levantó el pie y lo puso delicadamente sobre la primera fila de huevos.

—Tortillita egipcia marchando… —comentó Medusa en voz baja mientras se giraba hacia Pica. La pequeña medusa se estremeció y abrió los ojos de par en par.

Medusa siguió la dirección de su mirada: Anubis iba por la mitad del recorrido. Caminaba sobre los huevos erguido y ligero, como si no pesara nada.

—Pero… pero… eso no es posible —balbució Ares.

 

—No es posible si te convences de que no puedes —rebatió Anubis mientras ponía el pie en el suelo. Detrás de él, la fila de huevos seguía intacta.

—Ahora, perdonadme, pero no he desayunado.

Cogió delicadamente un huevo de la fila y, después de hacerle un agujero en la cáscara, sorbió la yema y la clara.


—Entonces, ¿quién quiere intentarlo? —preguntó mientras aplastaba con el puño la cáscara vacía y la tiraba al suelo.

Hades se animó.

—Me… gustaría intentarlo.

—Muy bien —murmuró Anubis y dio unos pasos atrás.

Los niños observaron en silencio a Hades, que se preparaba para la prueba. Durante un momento que se les hizo infinito, permaneció con la cabeza gacha y perfectamente inmóvil. La brisa de la mañana le revolvía el pelo.

Luego levantó un pie y lo puso con cuidado en la primera fila de huevos. Con los brazos abiertos, como había visto hacer a Anubis, Hades inició el recorrido.

El silencio solo se rompía, de vez en cuando, por las risillas de Dionisos, que evidentemente se estaba divirtiendo mucho.

Al llegar a la mitad, Hades se volvió imperceptiblemente, osciló y de pronto se encontró pisando una tortilla.

—Lo siento —balbució sonrojándose—, yo no…

—Lo has hecho muy bien —lo reconfortó Anubis—. No todo el mundo logra llegar hasta la mitad del recorrido la primera vez que lo intenta.

Hades hizo una pequeña reverencia y se encaminó hacia sus compañeros, pero Anubis le tocó el hombro para que lo mirara.

—Te he visto cuando te has girado —susurró—. Tienes que aprender a controlar tus visiones. Algunas son buenas y te ayudarán, pero otras solo están ahí para distraerte o algo peor. A esas no les tienes que hacer caso —le dijo apretándole la mano en el hombro para subrayar sus palabras—. Ahora puedes volver a tu sitio —concluyó.

La mañana continuó con otros intentos, aunque nadie consiguió igualar el récord de Hades y las tortillas se sucedieron una tras otra entre risas y bromas.

—Supongo que al final del curso nos dará un diploma en tortillología —se le escapó a Medusa al no conseguirlo.

—Medusa, te veo llena de cólera. ¿Por qué? —le preguntó Anubis.

—Bueno, pues… la verdad es que no entiendo qué tienen que ver estos juegos con la defensa y el ataque —protestó la niña.

—A veces, el mejor camino no es el más recto —contestó Anubis sonriendo—. Pero si de verdad quieres aprender a defenderte, el próximo ejercicio te gustará. ¿Quieres ser la primera?

El maestro sacó un racimo de uvas de la cesta y le dio un palo a Medusa.

—Agarra bien el palo con las dos manos…, o con el pelo, si quieres. Ahora te voy a vendar los ojos. Tus compañeros te irán lanzando uvas y tú tendrás que darles con el pelo. Es fácil, ¿no?

—¿Quééé? ¿Tengo que dar a las uvas vendada? Es… —estaba a apunto de decir «imposible», pero se contuvo y dijo—: dificilísimo.

—Llegarán momentos —dijo Anubis serio— que harán que este ejercicio te parezca una tontería. Ahora olvida todo lo que no tenga que ver con la prueba, distracciones, pensamientos… Concéntrate en el rumor del viento: la uva lo atravesará y así descubrirás la dirección.

Un tentáculo de pelo verde se acercó inseguro al palo que le alargaba Anubis y lo agarró. Anubis vendó a la niña y le pidió a Atenea que le lanzara las uvas.

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