Buch lesen: «España»
España
Santiago Alba Rico
Primera edición, enero de 2021
© de cada texto, sus respectivos autores
© Editorial Lengua de Trapo
Calle Corredera Baja de San Pablo, 39
28004, Madrid
Colección Ensayo
Diseño de colección y cubierta: Alejandro Cerezo
Directores de colección: Jorge Lago y Manuel Guedán
Maquetación: Alicia Gómez (malisia.net)
Corrección: Blanca Luján
ISBN: 978-84-8381-267-9
Texto publicado bajo licencia Creative Commons. Reconocimiento —no comercial—. Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
España
Santiago Alba Rico
A mi amigo Gorka Larrabeiti, casi una vida
1. ¿Otra vez España?
Si yo soy español, lo soy
A la manera de aquellos que no pueden
Ser otra cosa: y entre todas las cargas
Que, al nacer yo, el destino pusiera
Sobre mí, ha sido ésa la más dura.
Luis Cernuda, Díptico español
Iba a empezar este libro con la frase: «de niño Cervantes me daba miedo». Lo hago y no puedo. Ese miedo se fundaba en un óleo de época en el que se veía al llamado «manco de Lepanto», vestido de negro y con gorguera, escribiendo con pluma de ave el manuscrito de Don Quijote de la Mancha. Si ese era todo el fundamento de mi miedo, mi miedo no tenía fundamento, porque ese cuadro no existe. Existe un óleo falsamente atribuido a Juan de Jáuregui, presuntamente pintado en 1600, en el que se ve a un hombre barbado de medio cuerpo y con gorguera, pero no tiene una pluma en la mano ni ha sido capturado por el pintor en el trance de escribir. Existe también un grabado de Manuel Salvador Carmona, realizado para la Real Academia en 1780 a partir de un dibujo de José del Castillo, en el que sí se ha representado al escritor ejercitando su oficio, pero no es un óleo y es, además, una evidente ficción relacionada más con la incipiente exaltación cervantina que con la vida y el cuerpo de Cervantes. Mi memoria combinó ambas obras para construir un Cervantes adusto, oscuro, imperial, guerrero seco, letrado áulico, completamente despojado de todo encanto romántico. Lo que más miedo me daba era la gorguera, ese accesorio indumentario —tan semejante al escotoma de una migraña— que mantenía la cabeza posada en una bandeja de encaje, por encima del cuerpo, en una metafórica decapitación o, mejor dicho, en una desomatización perpetua, pues era el resto de su anatomía lo que quedaba excluido y sin riego sanguíneo y, aún más, sin mando ni dueño. La gorguera era la guillotina de la movilidad y de la gracia.
Mi memoria se había inventado esa imagen como España se había inventado a Cervantes. Es interesante recordar, en efecto, que no se conserva ningún retrato suyo porque, casi con toda seguridad, no se le hizo ninguno en vida. A veces, para enfatizar la importancia de la cultura española en Europa, se menciona que Cervantes fue traducido enseguida al inglés y al francés mientras que Shakespeare, muerto el mismo año, no fue conocido fuera de sus fronteras hasta el siglo xix. Pero este dato, que en realidad revela la mayor apertura de Inglaterra y Francia hacia las producciones extranjeras, no dice nada acerca de cómo se trató a Cervantes en la propia España. Cervantes muere pobre, poco conocido y sin retrato, al contrario que Lope, Quevedo o Calderón; y hasta que el ilustrado Gregorio Mayans, nuestro primer cervantista, escribe en 1737 su biografía, nadie se lo toma realmente en serio. Luego, el nacionalismo del siglo xix, en un país derrotado y fratricida, convertirá el Quijote en la obra clásica por excelencia, expresión del «alma nacional». Con la generación del 98 se cierra el relato y España misma pasará a ser «quijotesca». No sé si hay otro ejemplo de un país cuyo «carácter nacional» se resuma en un adjetivo derivado de un personaje literario. Alemania no es «fáustica»; Inglaterra no es «hamletiana»; Francia no es «tartufesca». España, naturalmente, no es «celestinesca» o «donjuanesca», porque esos personajes, como los universales Fausto, Hamlet o Tartufo, inequívocamente ligados a sus temperamentos e historias nacionales, recogen su fuerza concreta de identidades comunes más o menos seguras. España, al contrario, necesita, como el golem, un certificado de existencia. Don Quijote es un hombre que intenta existir sin lograrlo del todo, con medio caballo y media armadura, idea que encaja muy bien con la autoconciencia de un país, descabalgado de un imperio, que existe poco y con dificultades y solo a fuerza de nostalgia y voluntad. España, no los españoles, es «quijotesca»; los españoles son lo que pueden, según tiempo y lugar, algunos donjuanescos, algunos celestinescos, luego más bien berlanguianos, hoy sobre todo almodovarianos. Pero España es una nación mal montada, vestida con restos del pasado, que no acaba —no acaba— de existir. Hamlet es inglés (aunque sea danés) pero no es Inglaterra. Don Quijote es un español fallido (cristiano nuevo, exiliado en el campo, tocado del ala) y es, por esa razón, España misma, la España pensada con angustia, hasta hace poco, por varias generaciones de intelectuales, reformadores y políticos.
A mí, en todo caso, de niño me daba miedo la gorguera, que sintetizaba la abducción franquista de Cervantes en el interior de una historia solemne y seca: el héroe de Lepanto, la gloria de nuestras letras españolas. Ese cuadro inventado a partir de la fusión del falso Juan de Jáuregui y del grabado de Carmona —que sigo viendo con toda claridad en mi cabeza— me hace pensar ahora, retrospectivamente, en una edición de las Obras de Kim Il-sung, el gran timonel norcoreano, padre de la dinastía aún reinante, que compré hacia 1980 en una feria de libros usados. Una de las primeras páginas incluía una fotografía del líder sentado a una gran mesa, serio, circunspecto, con la cabeza inclinada, escribiendo a pluma —obviamente— el libro que el lector tenía entre sus manos. El pie de foto decía: «Kim Il-sung escribiendo una obra clásica». ¡La obra del preclaro caudillo era ya clásica mientras se escribía! Pues bien, con Cervantes me pasaba lo mismo: siempre lo veía de negro y con gorguera en trance de escribir una obra clásica, que era clásica, como eterna la palabra del Corán, desde el mismo momento en que se sentó a la mesa y mojó la pluma de ave en la tinta oscura de la historia. Tardé décadas —¡décadas!— en desmontar esta imagen y descubrir un Cervantes torpe, malhadado, con una biografía trabajosa y virada, a veces hilarante: cristiano nuevo, pobre, sin estudios, obligado a enrolarse en el ejército tras matar en un duelo a un albañil, herido sin batalla ni gloria en Lepanto, capturado por los piratas berberiscos cuando ya tenía ante la vista la costa española, poeta fracasado, autor teatral sin público, malcasado y malquerido, exiliado en La Mancha, recaudador a caballo en los pueblos de Andalucía, tahúr y presidiario en Sevilla, autor por casualidad —y por despecho— de la gran obra que nunca llegaría a ver triunfar.
Pertenezco a una generación ambigua muy politizada y muy lectora que nunca militó y que no leyó a Cervantes. Nacimos demasiado tarde para luchar contra el franquismo y demasiado pronto para el pasotismo. Crecimos «enfermos de literatura», pero con un regüeldo antiespañol, muy decimonónico, que nos impedía leer sin náusea la literatura castellana. A los 18 años, disfrutábamos con Rabelais pero no con La Celestina; con Molière o Racine, pero no con Lope o Tirso de Molina; con Villon, pero no con Quevedo; con Shakespeare, pero no con Cervantes.
Acercarse a la obra de Cervantes entrañaba una doble dificultad. La primera, aún vigente, tenía que ver con lo que Sánchez Ferlosio llamaba «el efecto Eiffel»: la acumulación de imágenes previas que hacen invisible, inalcanzable, la obra original. Ya nos sabíamos el Quijote, de manera que no hacía falta leerlo. Conocíamos los episodios más famosos y rutinarios —los molinos, los odres, la broma de los duques, Sancho en la ínsula Barataria—; yacían sepultados, además, bajo tantas imágenes y comentarios exaltados, repetidos una y otra vez por nuestros profesores, que ni siquiera creíamos en la existencia del original. El Quijote era, sin duda, como la Torre Eiffel: sabíamos ya tanto de uno y de la otra que ni siquiera necesitaban existir para seguir existiendo.
La segunda dificultad, esta sí propia de mi generación, atañía a ese Cervantes reglamentario, construido por la escuela franquista, al que no se podía atribuir ninguna debilidad ni vacilación ni frivolidad; ese solemne Cervantes con gorguera que representaba a nuestros ojos la «españolidad» y al que, cuando nos volvimos lectores rebeldes en la adolescencia, ya muerto Franco, dimos la espalda con desprecio. Por odio a la escuela, al franquismo y a España, no leímos a Cervantes; es decir, entregamos a Cervantes a los que nos habían robado tantas otras cosas, incluida la propia España; no disputamos Cervantes a los que lo leían y lo enseñaban mal; ni a los que lo utilizaban, de alguna manera, contra nosotros.
Lo mismo nos ocurrió con Galdós. Leíamos autores menores franceses, italianos e ingleses —Michaux, d’Aurevilly, Huysmans, Verga, Silone, Lewi—, pero no leíamos a Galdós, cuya producción podía compararse a la de Balzac y cuya calidad rivalizaba con la de Dickens; y que, como la obra de uno y de otro, permitía conocer la historia viva, pública y privada, política y social, del propio país. Una vez más la escuela franquista, con sus lecturas obligatorias y su sarcófago nacional-católico, nos alejó de él. Contribuyó también la opinión de la generación del 98, que nuestros profesores, quizás creyéndose por ello modernos, nos transmitieron: la escritura «garbancera», popular, ya envejecida, de un costumbrista muy ceñido a su época, a lo Mesonero Romanos; y cuyos Episodios nacionales enhebraban una sucesión de «estampas imperiales», plúmbeas y de ambición patriótica, en alabanza de un país que, a partir de los dieciséis años, considerábamos una losa y una maldición. «Español», decía Cánovas, «es el que no puede ser otra cosa»; y serlo a nuestro pesar y sin remedio nos impedía acceder a la mayor parte de los placeres intelectuales y mundanos a los que aspirábamos. Así que leíamos a Hölderlin, a Char, a Kafka, a Pavese, a Mann, a Proust, a Broch, a Musil, a Joyce, a Chejov, a Dostoievski, a Walser, a Döblin; lo que, por cierto, implicaba leer un castellano de traducción y aspirar a escribir directamente —así lo anoté en uno de mis diarios— una traducción: una pieza que sonara secundaria, traducida, evocadora de un original superior. Como Unamuno, nos jactábamos de no leer a autores españoles (salvo quizás a Martín-Santos y Miguel Espinosa); y como Américo Castro, nos lamentábamos de que, si algún día llegábamos a escribir, nunca encontraríamos lectores en nuestro país. Estoy de acuerdo con el filósofo e historiador José Luis Villacañas en que el siglo xix acaba políticamente hacia 1958; pero culturalmente, a mi juicio, se extiende unos veinticinco años más, hasta esa generación, nacida un poco antes y un poco después de 1960, que hereda el fatalismo lúgubre de Larra, del regeneracionismo y de la generación del 98: «escribir en España es morir». Leer, matarse. Así que, salvo excepciones (pienso en Rafael Chirbes y Almudena Grandes), durante sesenta años la izquierda letrada ha leído muy poco a Galdós.
Yo empecé a leerlo hace ahora cinco o seis años y las razones de que lo hiciera —me parece— dicen algo acerca de España y no solo acerca de mí. Aventuraré alguna conjetura enseguida. Lo cierto es que fue un descubrimiento tan fabuloso que reclamaba —y merecía— una nueva adolescencia, que es la edad en la que estos placeres letrados, vividos con el cuerpo, tienen tiempo por delante para incubar miradas, gestos y frases. A los 18 años se lee con el sexo; todo se descubre con el sexo o contra él. A los 55 ya no. Me produce un poco de dolor —lo confieso— no haber leído a Galdós mucho antes. Me pregunto qué habría sido de mi vida y de mi obra si lo hubiese descubierto al mismo tiempo que a Kafka, Proust o Dostoievski; si hubiese disfrutado a los veinte años de los Episodios nacionales tanto como de Guerra y paz o de La montaña mágica. Me temo, sin embargo, que en la España de 1975, de 1980, de 1985, esta opción no existía. Me temo que había que escoger entre una cosa o la otra; y me temo, aún más, que si hubiese querido ser un hombre raro y completo y me hubiese obligado a mí mismo a leerlos (los Episodios), no los habría disfrutado —y probablemente por ese motivo no los habría leído después, ya quincuagenario—. La libertad es eso que creemos que hacemos contra nuestra familia, nuestra época, nuestra generación y nuestro cerebro; y que hacemos desde nuestra familia, en nuestra época, junto a toda nuestra generación y con nuestro cerebro. Libremente elegí a Kafka y Proust frente a Galdós, como si fueran incompatibles, pero mi libre descubrimiento hoy de Galdós solo ha sido posible porque elegí libremente mal hace cuarenta años. El caso es que estaba libremente condenado a no poder disfrutar de Galdós sino tarde y tras muchas torpezas; y por razones que conjugan el azar, la decisión y —de nuevo— la época.
El hombre Cervantes no era como me habían dicho en el colegio; cuando lo conocí me pareció de pronto muy contemporáneo; y creo que si hubiese leído la biografía de Jean Canavaggio con 17 años me habría caído infinitamente mejor que Byron o Durruti. Mienten los que dicen que Cervantes era contemporáneo de Felipe II y del duque de Lerma. Cervantes es realmente contemporáneo de cualquier chico de 17 años. Otro de los efectos de leer con el sexo es que necesitas que tus autores favoritos te caigan bien. Algo de juventud me ha devuelto, pues, la lectura de Galdós, porque resulta que, ahora que leo con la próstata, ahora que quiero a mucha gente que no me cae bien, el autor de los Episodios me parece tan cercano, tan amigo, tan buen chico, como Stevenson cuando leí La isla del tesoro. Me cae irremediablemente bien: un genio discreto y sin ínfulas; un republicano capaz de entenderse con un tradicionalista como Pereda y de amar a una carlista apasionada como Emilia Pardo Bazán; un tipo con un increíble sentido del humor; el escritor menos sectario e ideológico del mundo y el más comprometido con el destino democrático de su país. Muchísimo más sensato y solar —y contemporáneo nuestro— que los Unamunos y Barojas y Valleinclanes que lo siguieron.
Así que entregamos a Cervantes sin resistencia; y entregamos a Galdós sin rechistar. Y entregamos, desde luego, la bandera rojigualda, que no es fácil disputar sin taparse la nariz. Pero es que entregamos incluso ¡los paisajes!
No me refiero al campo, que ya no existe (ver capítulo IV), sino a sus representaciones. Me refiero a ese conjunto de árboles, a esa cadena de montañas, a esa dulce rugosidad que llamamos valle, a esa repetición azul que llamamos mar, a ese rebañito de casas que llamamos pueblo. Antiespañoles «enfermos de literatura», nuestros paisajes nos parecían muertos en comparación con la Selva Negra, la tundra rusa, los Mares del sur o los marjales de Inglaterra. España, el país más montañoso de la UE, en nuestra imaginación era seco y plano. La Meseta era un solar abandonado y cubierto de tojos; nuestros ríos un mal silogismo hegeliano; nuestros pueblos suburbios empalados por la carretera nacional, crucificados bajo el sol. Algunos de nosotros, años después, viajeros frecuentes o residentes en el extranjero, acabamos conociendo mejor la Toscana que los Pirineos, mejor las orillas del Nilo que las del Tiétar, mejor los pueblos del sur de Túnez que los del sur de España. No leíamos autores españoles; no veíamos los paisajes españoles.
No era una elección personal. ¿Qué nos pasaba? Todas estas entregas tenían que ver, sin duda, con una generación determinada, marcadamente madrileña (en sentido lato), pero también o, sobre todo, con el «izquierdismo», esa enfermedad de la vista, de prevalencia urbana y etiología autoinmune, que reconoce a España una existencia excesiva, como obstáculo y anomalía, y muy poca o ninguna a los españoles, salvo que, como ocurre con muchos vascos y muchos catalanes, se nieguen explícitamente a serlo. El «izquierdismo» es la mitad débil de un país siamés en el que cada una de las dos partes depende de la otra para mantener con vida un engendro inevitablemente «de derechas».
No era —o no solo— culpa nuestra. Para poder leer autores españoles, para poder ver y amar paisajes españoles, algo tenía que cambiar antes en España. En la España de mi adolescencia lo más inteligente, lo más sabio, lo más rebelde, lo más poético era ser un total imbécil. Solo los menos inteligentes, los menos sabios, los más dóciles y más prosaicos se salvaron de la imbecilidad.
En diciembre de 2015 participé en la campaña electoral como candidato «cunero» al Senado por la provincia de Ávila. Digo «cunero» con un rigor excesivo. Si acepté presentarme a las elecciones fue por dos motivos. El primero era que no había ni la más remota posibilidad de ser elegido. De pequeño, cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, nunca se me ocurría nada a la altura de las expectativas; de hecho, no se me ocurría nada (salvo torero). Pero sí tenía muy claro, en cambio, lo que no quería ser y así lo decía con aplomo: «¿qué quieres ser de mayor?», «no quiero ser senador». De manera que con 55 años conseguí por fin mi máxima ambición vital. No fui —no soy, no seré— senador.
El segundo motivo era que, aun no siendo nativo, mantenía un vínculo emocional de larga data con la provincia de mi candidatura. Como les ocurre a tantos madrileños, no tengo ningún pueblo al que volver, pero sí dos pueblos a los que ir; y he ido a los dos ya tan a menudo que a veces tengo la sensación de estar volviendo. Uno es un pueblecito de Almería llamado Hortichuelas Bajas, entre Níjar y Las Negras, chumberas, pitas pitacas y ahora invernaderos, donde vive Margarita, una abuela del neolítico («cuando me muera, como la siesta de un árbol, pa la tierra y pal sol»). El otro es un pueblo de Ávila, Piedralaves, bastante más grande, en la vertiente sur de la sierra de Gredos, sobre el valle del Tiétar, pino, castaño, roble y ahora turismo rural, a donde fui por primera vez con seis años de edad y donde tengo, en el centro mismo de la población, la única media casa de la que soy propietario. Esa raíz ligera me autorizó a dejar a un lado los últimos escrúpulos.
Durante tres meses, entre noviembre de 2015 y enero de 2016, viví en esa casa para preparar y hacer la campaña. Debo aclarar que desde 1988 vivo fuera de España. He vuelto desde entonces todos los veranos y además, en los últimos años, he viajado con frecuencia a la península para dar cursos o conferencias. Pero mi relación con mi país estaba marcada por esta fuga de treinta años antes y por estas intermitencias académicas o militantes que me ponían en contacto siempre con la misma gente —a veces literalmente— y con los mismos ámbitos urbanos. Probablemente he vendido palabras en tantas ciudades de España como lencería o cuchillos un antiguo viajante de comercio, pero con mucho menos provecho, sin ver otra cosa que universidades, centros sociales y restaurantes. Es verdad que hoy se puede ser un hombre abstracto en cualquier lugar del mundo; y no se es más cosmopolita, o cosmopaleto, en Túnez que en Béjar; la facilidad de los viajes y la conexión digital hacen tan difícil el descenso a una «patria» desde El Cairo como desde El Ejido, pues en ambos lugares se puede estar en el mismo sitio: en ninguno. Pero no menos cierto es que durante esas tres décadas me perdí muchas series de televisión, muchos programas de humor, muchos partidos de fútbol y muchos pequeños cambios lingüísticos y gastronómicos, esos lazos de «nacionalismo banal» cuyo sobreentendido comunicativo constituye un espectro de comunidad del que yo estaba excluido.
No creo que fuera la edad ni el cansancio del «cosmopolitismo» (muy relativo, pues vivir en Túnez es tan exótico como vivir en Alicante). No fue, desde luego, una revelación unamuniana; ni una sacudida telúrica de ancestralidad reaccionaria. Cuando alguna vez he tratado de explicar esta modesta transformación la he resumido en esta frase: «en diciembre de 2015 entré en España por otra puerta». Entré por una puerta por la que nunca había entrado antes, cuando daba charlas en facultades o centros culturales; o cuando iba —queriendo volver— a uno de mis dos pueblos, que solo he «visto» de verdad tras este cambio. Todos conocemos la potencia cegadora de las costumbres y la potencia, por tanto, reveladora de su quiebra o suspensión. No hace falta haber leído a Heidegger para reconocer esta experiencia común: cuántas veces ha aparecido ante nuestros ojos un objeto hasta entonces sumergido en la oscuridad del hábito como consecuencia de un sencillo desplazamiento de posición —no digamos de un enamoramiento o de un dolor—. Así que entré de pronto en España por «otra puerta», como candidato rural, y me encontré con un país desconocido, con un país que nunca había visto, con un país en el que gente que no me resultaba familiar hablaba un idioma muy parecido al mío. No es que descubriera de un golpe —que también— todas las transformaciones sociales sufridas en los últimos treinta años; o que me quedara aturdido por las continuidades coriáceas de nuestra España vaciada, vieja, explotada y renuente al cambio. La paradoja es que ese país desconocido lo sentí por primera vez como mío o, mejor dicho, como potencialmente «amable». Ya sé que la causa —el aura o fuente oculta de luz, el sol tramontano que iluminaba esa luna— tenía que ver con la política. Pero lo que me fascinó en ese momento fue la conjunción de paisaje y lenguaje. Recuerdo con emoción los cerezos de Extremadura, en el valle del Jerte, inseparables de ese acento suavemente pedregoso que de pronto me parecía venezolano o colombiano. Recuerdo el cambio brusco —del castaño y el roble al pino piñonero— al pasar por carreteras angostas del sur al norte de Gredos, y ello asociado a un habla más seca y más brusca, no de piedra sino de pedernal. Los pueblecitos más desolados y más hostiles —con una vida social masculina muy parecida a la del campo tunecino— llevaban agarrados a la sierra, a punto de caer, muchos siglos; y ahora estaban a punto de caer. Igual que, al nacer, tenemos los días contados, yo me decía que todos esos árboles y esas palabras estaban contados, en el sentido de que cada uno de ellos, cada una de ellas, contaba, lo que les confería una concreción inesperada y un valor tan grande como grande era su fragilidad; y pensaba que la misión de un candidato rural no era la de convencer a nadie de que votara a un partido u otro sino la de contar esos árboles y luego, por qué no, todas las vacas y todas las piedras y todas las sílabas. Y, desde luego, todos los hombres y todas las mujeres, uno por uno, una por una, como si realmente contaran. Insisto en que no había en esta revelación nada ancestral; ninguna vuelta a ningún origen. En todos los países hay una puerta por la que cualquiera podría entrar y descubrir su concreción y su variedad. Insisto, además, en que esta puerta es «política» en el sentido más profundo y transversal, porque es la política, y no la Pachamama, la que une los árboles entre sí y, a través de los relatos comunes tejidos en una lengua común, la que une los árboles a los hombres y mujeres que han nacido después que ellos. Podría haber encontrado esa puerta en Túnez —casi la encuentro durante la revolución del año 2011— pero me di cuenta, como consecuencia precisamente de esta revelación, de que políticamente, de forma negativa, contrariada o despechada, siempre había estado vinculado a España.
Después de esa campaña electoral «vi» por primera vez mis dos pueblos. Vi el Cerro del Aire, desnudo y seco, el cielo altísimo, las casitas encaladas entre las chumberas; y oí ese maravilloso acento andaluz deshidratado de la frontera almeriense con Murcia, tierra yerma, implacable, entregada a los plásticos y al turismo. «Vi» Gredos pelado, con sus piornos amarillos, y me aprendí los nombres de todas las flores de su ladera meridional, también pobre y conservadora, a la que han vuelto los resineros —cuando se fueron, en 2008, los déspotas del ladrillo—. «Vi» otros pueblos por los que siempre había pasado de largo: Sepúlveda, Pedraza, Turégano. Me enamoré, por ejemplo, de Aragón, desde las Cinco Villas, donde nació mi abuela, al Pirineo jacetano y la Ribagorza: ese antiguo, poderoso reino, chupado por Castilla, con sus iglesias sin curas y sus escuelas sin niños.
Y de pronto un día me descubrí diciendo «España» en lugar de «Estado español». No es que haya cambiado de «idea». España, es verdad, existe más como Estado que como nación, fue parida en Castilla y ha sido siempre una maldición para los castellanos; y nunca ha permitido a las naciones periféricas, especialmente a Catalunya, ni independizarse ni construir el país común. Y mucho menos el imperio. ¿Cuántos adelantados, conquistadores y cronistas de Indias fueron catalanes?
¿Cuántas ciudades de América llevan nombres catalanes? El otro día me acordé de pronto de una, Barcelona, capital del Estado de Anzoátegui, en Venezuela, ciudad en la que he estado un par de veces. Pues bien, fue fundada en 1638, en efecto, por un catalán, Joan Orpí del Pou, del que dice sumariamente la Wikipedia que pasó a las Indias con el nombre de Gregorio Izquierdo. ¿Por qué lo hizo con ese nombre? Muy sencillo: lo había intentado anteriormente con el suyo propio y en Sevilla le habían prohibido el embarque por ser catalán. Los judíos y moriscos cambiaban de nombre cuando se convertían al cristianismo. ¿Cuántos catalanes, valencianos, aragoneses en general, hicieron lo mismo para poder sumarse a la empresa colonial española? Júzguese como se quiera ese impulso; aquí lo que cuenta es que les estaba vedado por la Corona castellana.
(Se dirá que en Venezuela también existe la ciudad de Valencia, pero esa Valencia, fundada en 1555, no toma su nombre de su homónima levantina, entonces parte del reino de Aragón, sino del pueblo donde nació el adelantado Alonso Díaz Moreno, Valencia de Don Juan, en León.)
En todo caso «Estado español» es una «idea»; bastante precisa, sí, pero una «idea» política que deja fuera a todos aquellos españoles que no pueden ser otra cosa y que no se quieren definir de otra manera —o que se quieren definir también de esa manera—. No se puede hacer verdadera política con una idea política. Los catalanes no hablan de su propia nación, en equivalencia negativa, como del «No-Estado catalán» ni los vascos se autodenominan «No-Estado vasco»: saben que la política, buena o mala, solo puede hacerse involucrando a los ciudadanos. Cada vez que un «izquierdista» madrileño habla del «Estado español» se está impidiendo hacer política en España; está entregando España al nacionalismo español y alejando, de esa manera, cualquier solución política para Catalunya y el País Vasco y, en general, para el «problema español» —que es el que tenemos en común, de diferente manera, en todos los territorios—. Ese problema no se resolverá a través de una negociación elitista entre el Estado español y el No-Estado catalán; el Estado español tendrá que negociar con los catalanes y el No-Estado catalán tendrá que negociar con los españoles.
Probemos a decir «España» en lugar de «Estado español». Veremos árboles: las hayas doradas de Ordesa e Irati, los castaños milenarios de Sanabria, los infinitos pinos albares de Navafría; veremos montañas; veremos pueblos colgados sobre cerros a punto de caer. Para «ver» España —con sus robles y sus ciudades y sus mujeres y sus hombres—, para transformarla, para odiarla, incluso para librarse de ella, conviene darle el nombre que le dan la mayor parte de sus víctimas, las cuales se dan a sí mismas, por su parte, el nombre de «españoles». ¡Pobres «alienados» que no saben que España no existe! La cuestión es que una no-existencia común es una cosa muy seria, tanto como cualquier otra cosa común. Por lo demás, ningún conjunto de «alienados» ha tomado jamás conciencia de la «verdad» porque un hechicero fanático, aislado en una cabaña, le cambie el nombre sin que sus miembros se enteren.
En 2016, el novelista y ensayista Sergio del Molino escribió La España vacía, un libro más que notable, donde se afirma, ya al final, que «desde 1975 los españoles se han desentendido de España», para añadir enseguida: «han preferido escribir de cualquier otra cosa antes que de España y los españoles». Desde 2016 han pasado mil años. Desde entonces los españoles han vuelto a ocuparse de España y los escritores —no solo historiadores— a escribir abundantemente al respecto. Así como, entre 1975 y 1985, nos sucedió a muchos que nos pusimos a leer a Kafka y Proust al mismo tiempo sin saberlo; y al mismo tiempo todos juntos desdeñamos a Cervantes y Galdós; ahora nos está sucediendo a muchos al mismo tiempo que descubrimos a Cervantes y Galdós, que nos alejamos del «hombre abstracto» y sus legañas y hasta amamos —o al menos vemos— los paisajes españoles. A todos los humanos se nos ocurre la misma idea cuando queremos huir de nuestra familia; fundar una nueva; y nos sentimos originalísimos al hacerlo, como si a nadie se le hubiese pasado antes por la cabeza. Cuando Sergio del Molino —que por edad o por talento o por una mezcla de ambas cosas se libró de la imbecilidad de mi generación— escribió sobre España, casi nadie lo había hecho todavía, pero lo hizo, en realidad, llevado ya de un impulso común muy elocuente, como despunte y avanzadilla de una nueva atmósfera general. Todos los que lo hemos hecho después lo hemos hecho de la misma manera, creyéndonos muy originales, como padres primerizos, y revelando con ese gesto, en realidad, una transformación colectiva y un cambio de época.