Luna azul

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Luna azul
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Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-104-8

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

Prólogo

Hubo una época en la que existían piratas, cuyas aventuras se volvieron grandes leyendas como las de Henry Morgan, Barba Negra, Francis Drake, entre otros que marcaron la historia del mar para siempre. Pero, ahora que los menciono, se me viene a la mente otro pirata, uno del cual no se habló jamás; su nombre era André W., a quien todos conocerán en esta extraordinaria historia como el capitán Wolsfian, el Terrorífico Lobo de Mar.

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A mi Padre Celestial, por regalarme el don y la creatividad de escribir; mis amados padres, Enrique Ramos, Aurelia de Ramos, Moisés Bell e Ingrid de Bell; mis queridos hermanos, Yelitza, Enrique, José, Lilianis Rodríguez, Yesibeth Ceballos, Karen y Karina Navas, Nadia Samuels, Krystal Betegón, Inés Valencia; mis sobrinos, Minellys, Ashley, Miguel, Ángel y Anellys; mis estimados colegas, Catherine Farrugia, Pablo Cáceres, Karina Castillo y Karla Ruiz. Gracias a cada uno de ustedes por formar parte de este proceso.

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«Ojo al Parche»

Antes de empezar a leer esta fascinante historia, recuerda que para ver a las sirenas ya no hace falta sumergirse en lo más profundo del mar. Ellas están a simple vista, más cerca de lo que podrías imaginar.

Capítulo

I

Maldición Luna

Corría el año 1665 y, en ese entonces, André W. era un chico moribundo al que le faltaba el pie izquierdo. Mucha gente comentaba que la razón se debía a que él devoró su extremidad inferior al hallarse desesperadamente hambriento, por ello siempre vagaba en busca de sobras por los rincones de Ouarzazate, una ciudad al sur de Marruecos, situada a pocos kilómetros del Desierto Del Sáhara, en donde el sol abrasador hervía el suelo y resecaba su melena sin piedad; el tufo de olores nauseabundos cada día se impregnaba en los trapos mugrientos, que cubrían su escuálido torso.

«Largo de aquí, escoria», «Aléjate, engendro del mal» eran las palabras que el chico escuchaba a diario, a causa de su discapacidad.

Tristemente, con el paso de los días, André perdió la esperanza de hallar un hogar perdurable, sin palabras hirientes y maltratos físicos, pero con la inesperada llegada del capitán Luna su mal augurio cambiaría quizá para siempre.

Una noche, cuando aquel pirata de gran musculatura cruzó las puertas del desierto, observó al costado de un antiguo bazar al joven, siendo cruelmente herido por las piedras que le lanzaban muchachos de mayor edad que él.

—¡Deténganse, ratas de sentina! —gritó el capitán Luna, quien con porte iracundo se acercó a ellos. Y repudiando aquel acto, infundió temor en los maltratadores, quienes al ver las armas de fuego colgando de su cinturón no dudaron un segundo en desaparecer.

—¡Gracias por su compasión! —dijo André con cierto asombro al observar un color amarillento en las pupilas del pirata que resultaba un tanto aterrador.

—No me agradezcas; sígueme. ¡Te convertiré en un caballero de fortuna!

—¿A mí? ¿Por qué? —cuestionó impresionado.

—Recluto gente para mi tripulación y mi brújula me ha guiado hasta ti. —Fue la respuesta del pirata.

André no tenía claro lo que significaban esas palabras, pero halló en ellas una pequeña esperanza. Y alejándose de la ciudad que tanto sufrimiento le hizo padecer, se fue perdiendo en el horizonte junto al capitán Luna.

Al caer la noche, se detuvieron en una enorme y antigua torre, en donde pudieron aplacar la sed que el largo camino les había causado.

—La pierna. ¿Cómo la perdiste? —preguntó Luna al morder un trozo de pan.

—Si le digo la verdad, no me va a creer; en la ciudad nadie lo hacía —respondió el chico evadiendo la mirada.

—Alguien de la ciudad… ¿alguna vez te defendió de esos rufianes?

—¡No, señor!

El capitán hurgó en sus bolsillos y, al sacar una manzana, se la ofreció al muchacho.

André sin pensarlo tomó la fruta y le dio muchos mordiscos en menos de un segundo. Luna no pudo evitar sentir desagrado al verlo hablar sin antes digerir la manzana.

—Niño. Termina de tragar y después respondes. Un caballero nunca habla con la boca llena.

Al pronunciar esas palabras, Luna se acomodó en el suelo y empezó a afilar sus navajas la una con la otra.

—¡Señor!

—¿Ya acabaste?

—¡Sí, señor!

—Capitán Luna, desde ahora me dirás así.

André asintió, convencido en su interior de que a partir de ese momento sería un prisionero de aquel pirata.

—Una espada…; destrozaron mis dedos, uno por uno, luego con una espada terminaron por arrancarme la pierna.

Luna dejó de afilar sus navajas al escuchar lo que el chico expresó y aquel color amarillento volvió a aparecer en sus grandes ojos.

—Ya es tarde; mañana nos espera un largo viaje. Es mejor que te duermas, niño —ordenó el capitán, y sin reprochar André así lo hizo.

Tres días y dos noches caminaron por el desierto en medio de brisas turbulentas provocadas por una colosal tormenta de arena, pero ni la peor tempestad de aquellas tierras le impidió a este pirata llegar a su barco llamado La Rebelión del Fénix, en donde una tripulación de doscientos hombres aguardaba por él.

—¡El capitán está de regreso! —Se escuchó en el interior de la nave, mientras que Luna abordaba con pasos firmes y la cabeza en alto como el gran héroe que toda su tripulación consideraba que era; en cambio, André se encontraba intimidado con el gesto de bienvenida que la tripulación hacía, pues, a medida que el chico avanzaba, los piratas por inercia se inclinaron ante él.

—¡Viva el capitán Luna! —gritó uno de los hombres a todo pulmón, después del recorrido de André.

—¡VIVA! —se unió el muchacho al coro, sin saber que se embarcaba en la aventura más asombrosa que jamás imaginó vivir.

Luna, al ver la alegría de toda su tripulación, propuso que festejaran antes de abrirse paso por el mar y salir de aquellas tierras, pero, al caminar hacia su alcoba, se percató de que André lo seguía como si fuera su sombra.

—¿Qué haces?

—¡Seguirlo!

—No es necesario; date una ducha, ponte ropa limpia, escoge la cama que desees y come todo lo que gustes.

—¡Comida, cama, ropa! Los prisioneros no merecemos eso —respondió confuso.

—¿Y a ti quién te ha dicho que eres prisionero? Todos ellos están aquí porque así lo desean, pero, si ese no es tu caso, eres libre de volverte a tu tierra.

—No, señor; nunca regresaría allá.

—Entonces haz todo lo que te he dicho, y obedéceme no como tu amo, sino como tu capitán.

André se abalanzó hacia Luna y lo abrazó fuertemente.

—Basta, niño —dijo el pirata mientras lo apartaba de su cintura.

—Gracias, capitán —dijo el chico, alejándose del pirata.

Pasaron los meses y el chico no tardó en aprender a sobrevivir a las más peligrosas tormentas o las más pacíficas olas.

«¡Ay! Qué vida tan buena para que no se acabe» era uno de sus tantos pensamientos, ya que podía comer más de tres veces al día, también contaba con un sinnúmero de cobijas para abrigarse.

Al salir la luna, admiró las estrellas desde su ventana hasta quedarse dormido, sin tener la más mínima idea de que después de ese memorable instante nada en su vida volvería a ser igual, pues la tranquilidad del mar fue severamente interrumpida por inesperados gritos de otros piratas en son de guerra y disparos de cañones dirigidos a La Rebelión del Fénix.

Aquellos piratas de la nave enemiga declaraban que obtendrían la cabeza del capitán Luna a como diera lugar, ya que meses atrás el antes mencionado había hurtado un cofre muy preciado para ellos. Su contenido permanecía siendo un gran misterio, pero su existencia significaba una muerte segura y escalofriante para todos los que veían lo que ocultaba su interior.

El relojero del barco, al escuchar las amenazas, se dirigió con prisa al dormitorio de Luna, hallando solamente la cama vacía.

«Debo avisar a los demás», pensó y, debido a que La Rebelión del Fénix fue construida por su gran ingenio, pudo tomar un atajo para llegar lo más veloz posible.

—¡Nos atacan! —vociferó el relojero al irrumpir en el dormitorio de sus camaradas, quienes ya se preparaban para luchar, pero al ver la cama del chico vacía preguntó:

 

—¿Dónde está André?

—En las mazmorras —contestó un pirata—. Salió con el capitán Luna antes de los primeros bombardeos.

El relojero, tras un breve suspiro, sacó de su chaqueta su reloj de arena, el cual colocó frente a la ventana.

—Todos, diríjanse a cubierta. ¡Vamos! ¡Rápido, rápido! —ordenó el relojero mientras la tripulación salía despavorida a la batalla.

Los piratas del navío enemigo se balanceaban con cuerdas de su barco a La Rebelión del Fénix en busca del capitán Luna, a quien no hallarían ahí, o al menos no en cubierta, ya que un extraño ser acuático le había anticipado a Luna la llegada de todos ellos.

—¡Capitán!

—¿Sí, André?

—¿Por qué seguimos bajando estos escalones? ¿A dónde vamos?

—¡A la parte más impresionante de La Rebelión del Fénix!

—¿La parte más impresionante? ¿Por qué no me lo había mostrado antes?

—Para casos de emergencia como este, fue necesario.

El capitán Luna permanecía alumbrando con una antorcha los escalones por los que iban bajando hace varios minutos. Aquellas escaleras parecían eternas, pero André continuaba bajándolas de salto en salto como una rana; sin embargo, al llegar al último escalón, su cuerpo se tambaleó de tal manera que le obligó a sostenerse del largo y fino chaleco del capitán Luna, para no golpearse.

—¡Cuidado con resbalar! —gruñó el capitán a la vez que señalaba el extraño charco frente a ellos.

—Ya es un poco tarde para decirlo, ¿no lo cree? —dijo André en tono burlón; no obstante, al mirar a su alrededor, se dio cuenta de un detalle—. Ya estamos en la parte más baja del barco. ¿Qué es lo impresionante?

—¡No es el barco, niño, es lo que habita en él! —expresó Luna mientras acercaba la antorcha al charco para iluminarle el panorama a André, pues una larga cola de pez se hizo notoria sobre el agua.

—Pero… ¿qué clase de monstruo marino es ese? —preguntó petrificado André.

—No es un monstruo, es una sirena.

—Las sirenas no comen humanos, ¿verdad, capitán? —cuestionó temeroso el chico mientras se acercaba un poco más.

André nunca había oído hablar de una sirena y lo que su mente imaginaba era una bestia de afilados colmillos.

Y de repente, lo que parecía ser una cabellera larga de color castaño comenzó a flotar en la superficie del profundo charco frente a ellos. Luego de esto, André observó un perfecto rostro femenino, seguido de unos ojos verdes que apuntaron directamente a Luna.

—¡Ella es Athartis! —dijo el capitán mientras André continuaba deslumbrado por la belleza tan única de aquella sirena, pero su fascinación terminó al escuchar las siguientes palabras: «Athartis, llévate a André lo más lejos posible».

Luna con preocupación haló un pequeño bote para que el chico subiera en él.

—¿Por qué me pide que lo abandone, capitán, y justo en este momento? —cuestionó André al subirse en el bote.

—No creo que sobreviva a esta batalla y, si muero, ¿quién cuidará de ti?

—Pero usted es un fortachón, puede contra todos ellos y yo quiero luchar a su lado.

—Mi orden no entrará en discusión, niño.

—Pero, capitán…

—Me ofendes al contradecirme. Athartis, llévatelo.

—No, por favor, capitán, se lo suplico.

La voz de André resonó como eco en todo el sitio, haciendo que aquella despedida se tornara más difícil de lo que ya era.

—Espera, Athartis —pidió el capitán y ella dejó de mover el bote, entonces el pirata se acercó hasta donde se había alejado—. Ahora te pertenece a ti —le dijo Luna a André colocando su brújula en las manos del chico—. Ya eres todo un caballero de fortuna.

—Jamás lo olvidaré, capitán Luna, siempre estaré agradecido con usted —sollozó el muchacho.

—Un último consejo, niño: nunca dejes que tu miedo sea mayor que tus deseos, pues el miedo es uno solo, mientras que tus deseos son más.

Después de aquellas palabras que brotaron del corazón del capitán Luna, el bote se fue alejando.

—¡Que la suerte los acompañe! —deseó el pirata mientras permanecía de pie con la antorcha aún, hasta no verlos más.

Todo quedó oscuro y en silencio. Este parecía ser el final de la aventura que apenas André empezaba a disfrutar; y sumergido en esa profunda tristeza, ni siquiera notó cuando salieron de La Rebelión del Fénix por medio de una puerta secreta; aquello fue una estrategia de escape emergente que el relojero había preparado cuando construyó tan magnífica e ingeniosa nave; pero, al hallarse fuera del barco, los sonidos provenientes de la batalla no tardaron en llegar a los oídos de André, acto que alertó a la sirena al escuchar: «No puedo abandonar al capitán».

André presionó la brújula recalcando: «Mis deseos son más fuertes que cualquier miedo». Después de este arranque de heroísmo, se arrojó al mar y nadó hasta La Rebelión del Fénix.

Tras su partida, la sirena asomó la cabeza en la superficie logrando ver el reloj de arena en la ventana del barco, luego alzó ambas manos en dirección a la luna creciente para transformarla en una poderosa luna llena.

Athartis estaba consciente del peligro que corría la vida del capitán Luna, de hecho, no hizo intento de perseguir a André, pues la vida del pirata en ese momento valía más que la de aquel desafortunado joven.

—¡Apunten a ese niño! —gritó un pirata en el interior del navío enemigo—. ¡Fuego! —ordenó sin piedad, pero André logró escalar rápidamente por unas cuerdas que colgaban de la estatua de un fénix, y armado de valor apareció en la cubierta, donde se desataba una guerra entre dos grandes tripulaciones enemigas, una comandada por el capitán Luna y la otra encabezada por el sanguinario capitán X (Equis).

En medio del caos, sonó otro disparo del cañón de la nave enemiga que estremeció las tablas debajo del único pie que le quedaba a André.

Espadas sonando por doquier, piratas con graves heridas, el relojero quejándose por el dolor de haber perdido parte de su brazo y cadáveres amontonados como trofeos eran el ambiente que André empezaba a percibir. Este enfrentamiento a muerte era la cruda realidad de una batalla, y fue esta una de las razones por la cual Luna quería a André lejos de allí, pues el chico no tenía la experiencia suficiente para salir victorioso en un combate.

—Señor relojero —gritó André al correr hacia él, para ayudarle a detener el sangrado de su brazo, pero Luna al oír su voz acabó con la vida de su contrincante, para ir detrás del joven.

—No te preocupes por mí, André, anda, ve a luchar por nuestro capitán —expresó el relojero antes de escabullirse por otro de sus atajos.

—¡Así lo haré! —respondió el chico mientras recogía un mosquete del suelo—. ¡Tú!, el del parche, pagarás por el brazo de mi amigo —señaló.

El pirata, al ver que se trataba casi de un niño, lanzó cerca de su pie la parte desmembrada del relojero.

—¡Te arrancaré la otra pierna, mocoso! —amenazó, pero antes de que pudiera dar el primer paso fue decapitado frente a los ojos de André.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el capitán Luna alejándolo del campo de batalla con un fuerte zarandeo.

—Pelearé junto a usted hasta la muerte —respondió André.

—Ahora no es momento de hacerte el héroe. Te necesito con vida —expresó el capitán Luna.

—Descuide; pondré en práctica lo que me ha enseñado. Ya sé luchar —aseguró.

—No, André, tienes que irte de a…

De pronto, se escuchó en el aire cuando una peculiar espada atravesó el dorso del capitán Luna, perforando como un rayo su pecho.

—¡Nooo! —Luna dio un grito que emergió de los tuétanos al mirar horrorizado aquella escena, el arma punzante alcanzó a herir al niño.

En un estado de desconcierto, André vio la espada incrustada en su pecho, luego observó los desencajados ojos de su capitán con la boca entreabierta, dejando escapar algunas lágrimas que recorrieron lentamente su pálido rostro.

—Fratris —dijo Luna en voz baja mientras salía una sustancia gris de su boca.

—Capitán Luna, cumplí mi sueño, luché a su lado hasta la muerte —mencionó el chico con una tenue sonrisa adornada con sangre.

El capitán, al elevar su mirada y ver la luna llena, pronunció muy cerca del oído de André lo siguiente:

—Transi lupini homini maledictum.

Y de repente, el viento bajo el poder de la luna llena sopló cuan vendaval; los mágicos granos de arena dentro del reloj salieron a través del cristal, incrustándose en el cuerpo de André.

—¡Muéstrate ante mí! —gritó Luna, ocasionando que los demás piratas dejaran de luchar.

—¡Cada vez mejoro mi puntería a distancia! ¿No es así? —dijo sin remordimiento un hombre robusto con una cicatriz en su mejilla, cubierta por una barba dorada.

—Le has arrebatado la vida a un chico inocente.

—Siempre hay un precio que pagar —expresó el capitán X mientras pasaba los dedos por debajo de sus cejas, pensando en los ojos que jamás volvería a tener.

Y con la ira de recordar a Luna arrancando sus fanales, clavó otra espada en su pecho. Esta vez, sin tocar un solo pelo de André.

—A partir de esta noche, no habrá otra luna llena para ti, ni para los lobos del Valle Sutud —amenazó el capitán X, luego se inclinó para zafar el cuerpo de André de la espada y, como un muñeco de trapo, lo lanzó lejos de ellos.

—¡Sin importar lo que hagas, Equis, no impedirás que les devuelva a esos lobos su forma humana! ¡Tus inútiles espadas no pueden matarme! —exclamó Luna—. ¿Acaso has olvidado quién soy?

—¡En eso te equivocas! —lo contradijo Equis—. Sé perfectamente la alimaña que eres, pero… ¿no te has preguntado qué es esa sustancia gris que sale de tu boca?

Cuando el capitán X formuló aquella pregunta, Luna inmediatamente supo la respuesta.

—¡Osmio! —contestó aterrado y en voz alta el herido capitán.

—¿Ahora sigues pensando que es una inútil espada? —preguntó irónicamente el malévolo pirata, reflejando una sonrisa macabra en su rostro al sentir la victoria entre sus dedos.

—¡Esto no acaba aquí! —interrumpió el festejo del capitán X—. Aunque yo muera, el Oro de Luna jamás tus miserables manos volverán a tocar —pronunció con mucho esfuerzo, seguido de una agobiante tos.

—Recuperaré ese cofre sin importar lo que cueste, pero ahora solo quiero evitarte más sufrimiento —dijo Equis al sacar las espadas del cuerpo de su enemigo.

Cuando Luna cayó al suelo, entre los huecos del barco pudo ver la figura de su sirena, quien se encontraba observando aquella dolorosa escena desde lejos.

—¡Cuiden de André! ¡Háganle saber por qué está aquí! —pidió el capitán Luna a su tripulación mientras gateaba sin fuerzas, y sintiendo cómo el espíritu abandonaba su cuerpo, abrazó el barandal de la nave depositando todo su peso, e inclinado pudo apreciar por última vez su rostro en el mar.

En medio de una batalla que no parecía culminar, allí, justo allí, frente a la tripulación que tanto lo admiraba, el cuerpo del capitán Luna cayó al fondo del océano.

El cielo quedó en ese instante cubierto de nubes negras. Las llamas encendidas de las antorchas y velas en ambas naves se apagaron al soplar fuertes vientos, dejando a su alrededor absoluta oscuridad, con excepción de un lugar en el barco que permaneció iluminado por la luna; en aquel sitio en dónde resplandecía esa fortuita luz, se hallaba el cuerpo de André.

La luna llena estaba provocando un extraño e impresionante efecto en él.

Sus encías empezaron a sangrar por la aparición de afilados colmillos que se encaramaban en sus dientes. Excesivos y abundantes vellos salieron de su blanca piel, seguido de enormes garras con las que podía despedazar a cualquier animal.

Sí, efectivamente, alguna alteración extraña le ocurría a este chico, pero el mayor impacto lo tuvo su pie izquierdo; y esto era quizás algo más sorprendente que haberse convertido en una bestia, pues en él aparecieron huesos, músculos, tendones y arterias.

Al completarse la transformación, desde lo más profundo de sus entrañas, emitió un fuerte rugido que hizo temblar hasta la tierra oculta debajo del mar: «Sáiran», un pequeño mundo con valles tan perfectos como las jorobas de un camello, un cielo matizado en donde las estrellas brillan en el día y se ocultan en la noche.

 

—¡No puede ser! —gritó airado el capitánX—. ¿Cómo es eso posible? Luna era el último de esas bestias. ¡El chico! ¿Quién era el chico junto a Luna? ¡Que alguien responda! —exigió paranoico.

—¡Retirada! —dijo en voz alta un pirata de la tripulación del capitán X, pues de permanecer en La Rebelión del Fénix no viviría para contarlo.

—¿Cómo te atreves a pasar por encima de mi autoridad? —cuestionó el capitán X.

—Usted dijo que solo quedaba uno de ellos y ya no hay más osmio, moriremos de continuar en esta nave.

—¡Huyan, sabandijas! ¡Partida de cobardes! —exclamó el capitán X.

La mayoría de su tripulación abandonaba el navío en medio de esa oscura y terrorífica noche, en donde la luna se comenzaba a teñir del vivo color de la sangre, avisando del renacimiento de un ser sobrenatural.

Capítulo

II

Y despertó el hombre lobo

Con aquella trasformación el corazón bondadoso de André ya no estaba, ni siquiera su sombra quedaba por los rincones del barco.

Los pocos piratas que se quedaron leales al capitán X no podían creer lo que sus ojos veían; en cambio, la tripulación de Luna sí, ellos ya habían presenciado aquella fenomenal transformación en su capitán y, por ende, sabían perfectamente que estarían a salvo gracias a la cicatriz que llevaban en sus espaldas, producto de las garras del hombre lobo; aquel rasguño los había convertido a todos en parte de su manada.

Aunque el capitán Luna ya no fuera recipiente de esta bestia y ahora lo fuese André, las cosas no cambiaban en nada. Sin embargo, para los piratas de la tripulación del capitán X no existía salvación alguna, cada vez que intentaban defenderse o atacar, sus cabezas rodaban por la cubierta.

—Ostende te —dijo el capitán X al hombre lobo y este hizo un alto, dejando de desmembrar los cuerpos de los enemigos.

—¡Desaparezcan de mi vista! —gruñó la bestia.

—Está bien, abandonaré la nave, si a cambio me entregas el Oro de Luna.

—¡No! ¡No se lo des! —imploró la multitud.

—¡Confíen en mí! —respondió el hombre lobo a la tripulación. Después se dirigió al capitán X—: ¡Sígueme!

Los piratas se hicieron a un lado para dejarlos pasar, pero la astucia del sanguinario pirata fue tan grande que, a la vista de todos, desapareció misteriosamente junto con el hombre lobo.

«¿Qué fue eso? ¿A dónde se fueron?» eran las preguntas de una tripulación consternada por lo acontecido. Todos formaron un alboroto por no haber estado al tanto del inesperado truco que terminó haciendo su enemigo. Y sumergidos en la desesperación, se comenzaron a preguntar en voz alta: qué harían sin el capitán Luna y sin André.

La cubierta permaneció en silencio hasta que Aoroa, el pirata más leal de todos ellos, expresó:

—Yo tomaré el mando hasta que se escoja al nuevo capitán.

Sus compañeros se miraron unos a otros para ver si alguien se oponía a ello, pero al final asintieron, depositando su confianza en Aoroa, pues calificaba perfectamente para el cargo.

—¿Pero… a dónde pudo llevarse el capitán X a André? —preguntaron algunos, retomando el tema anterior.

—¡Me temo que a Sáiran! —respondió el relojero al salir de su escondite con el brazo mocho, consiguiendo que Aoroa quedara pensativo ante su respuesta—. ¿Acaso estás pensando en regresar allá? ¡Es una locura! El rey no tolerará nuestra presencia en sus tierras. ¡Aborrece a los piratas! —recalcó el relojero.

—¡Si André está en Sáiran debemos ir por él! —dijo Aoroa mientras que el relojero continuaba diciendo todos los pros y contras que tendrían que enfrentar para traer de regreso a André.

—Quien no esté de acuerdo con los mandatos del nuevo capitán caminará por la plancha con una bala en el hígado —amenazó Buenaventura, un pirata de crueles pensamientos.

—No son necesarias las amenazas; todos saben que debemos nuestra vida y libertad al capitán Luna; si no fuera por él, seguiríamos siendo prisioneros de Equis —expresó Aoroa con autoridad y todos sintieron entusiasmo por su nuevo líder.

—Un segundo… ¿qué haremos con nuestros enemigos? —cuestionó Buenaventura y, antes de que Aoroa pudiera responder, los tres hombres que quedaban de la tripulación de Equis se tiraron al mar sin pensarlo dos veces, acto que ocasionó euforia entre los piratas dentro de la nave.

—Bien, camaradas, reparen el barco para partir —ordenó Aoroa antes de retirarse al dormitorio que pertenecía a su capitán; la muerte de Luna le había dejado un vacío más grande que el haberse alejado de su añorada hermana.

De un instante a otro, lo lograron sacar de sus profundos pensamientos, cuando tocaron con urgencia la puerta de la alcoba principal.

—¡Adelante! —contestó Aoroa y el relojero entró, asegurándose de cerrar bien la puerta para que ninguno de sus compañeros pudiese escuchar lo que estaba por decir.

—¿Aún sigue en pie lo de volver a Sáiran? ¡Estás a tiempo de cambiar tu decisión! —expresó el relojero.

—Como dije antes… ¡Se lo debemos al capitán Luna! —repitió Aoroa.

El mocho sacó un curioso reloj de bolsillo y lo colocó sobre la mesa de madera que lo distanciaba de Aoroa.

—¿Y esto para qué, es relojero? —preguntó.

—No lo sé con exactitud. Ese reloj estaba atado al cofre que el capitán Luna y yo tomamos de la nave del capitán X en nuestra primera batalla.

—Hay algo que no entiendo, relojero. ¿Por qué es tan importante ese cofre, si nadie sabe lo que contiene… o sí?

—No, no. El capitán Luna no solía hablar del tema, y esa razón me llevó a investigar por cuenta propia. Después de varios meses, descubrí que aquel cofre era conocido como el Oro de Luna y en el metal lleva grabada una antigua leyenda en latín.

—El cofre pertenecía al capitán Luna…, eso solo explica el afán que tenía por conseguirlo.

—¡Así es! —afirmó el relojero—. Es admirable tu lealtad para con Luna, incluso después de su muerte, pero debo advertirte de que sus enemigos no tienen ni una pizca de humanidad, un paso en falso y…

—¡Lo sé! —contestó Aoroa, y guardó silencio por unos segundos; entonces recordó que el relojero había mencionado algo sobre una leyenda y le preguntó si entendía el latín, a lo que él respondió que sí—. Dime todo sobre esa leyenda —pidió Aoroa y el relojero así lo hizo…

—En la Antigüedad, el lugar que conocemos por Sáiran no era más que un desierto maldito y desolado por las acciones constantes de brujería que se practicaban allí. El líder de esos hechiceros era Asmodeus, un demonio atrapado en el cuerpo de un hombre, a quien todos acudían por un poco de su poder. Muchos de sus seguidores desconocían que su tiempo en la tierra se estaba agotando, pues la leyenda hace mención de dos enormes bestias marinas creadas únicamente para destruirlo.

»Los hechiceros, al enterarse de los pocos días que le quedaban a Asmodeus, se vieron perdidos, ya que él era la fuente de donde obtenían su poder. Y aprovechándose de la necesidad de sus seguidores, el demonio les dijo que, si lograban detener a las bestias, él se libraría de la muerte eterna. Los hechiceros aceptaron sin saber que esas bestias del mar contaban con una poderosa guardiana, que al final de la batalla terminó dando su vida por las criaturas marinas.

»Aunque los hechiceros lograron asesinar a una de las bestias, después de un breve tiempo, apareció cierta una humana llamada Selene, quien logró condenar al demonio en el corazón del valle Sutud.

»Gracias al Oro de Luna, Selene pobló aquel desierto, edificó murallas santiguando esas tierras e inundó de paz todo el territorio, convirtiéndose en la primera reina de Sáiran.

—El cofre del capitán es el mismo Oro de Luna que se menciona en esa leyenda —añadió Aoroa, para comprender mejor la historia.

—Estás en lo correcto.

—¿Qué cantidad de oro esconderá esa caja de madera? —se preguntó Aoroa.

—En mi opinión, el contenido de ese cofre no es ni contiene oro —admitió el relojero de forma enigmática.

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