Jarkeq de Vharga y el Wyvern de la verdad

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Jarkeq de Vharga y el Wyvern de la verdad
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© S. M. Villa

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18542-70-1

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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PRIMERA PARTE

AMTHKU

I

Sopa de Calcetines

Jarkeq llega a Amthku

Después dijeron que aquel hombre había llegado desde el norte, cruzando la Puerta de los Dioses Perdidos. Que entró silbando, tarareando, sonriendo. Contaron que era un vagabundo feliz de serlo, que no tenía miedo a la muerte, que conocía su destino. Algunos insinuaron que se trataba de un príncipe extraviado en busca de su reino, otros comentaron que era un brujo malvado con perversas intenciones, que si alguien silba y sonríe en estos tiempos es que algo trama. Explicaron que se enfrentó solo a un grupo de asesinos y derrotó a un gorv sin blandir espada alguna. Eso es lo que contaron desde aquella noche en El Caldo Seco y nunca se supo si era verdad, pues las personas que acudían a aquella taberna eran de dudosa reputación y la honestidad no era su mayor virtud, aunque no iban desencaminados.

Esta es la historia de Jarkeq de Vharga, vagabundo no registrado y cazatesoros a tiempo parcial, en su búsqueda del Wyvern de la Verdad. Y aquí empieza, en Amthku, una gran ciudad en el mundo de Mal Manantia, un lugar como otro cualquiera para tomar una buena…

—Sopa de calcetines.

Modruc, el rechoncho tabernero, levantó la vista del vaso que estaba secando con un trapo y observó al hombre de cabello rubio oscuro que tenía delante. Cualquier persona que se lo encontrara a medianoche por las calles de la ciudad saldría disparada en dirección contraria, o le lanzaría unas monedas por caridad. La ropa desgastada, el pelo sucio revuelto, un par de trenzas a medio hacer, algunas cadenas y cascabeles distribuidos por todo el conjunto, una espada envuelta en cuerdas viejas y su falta total de gusto por la moda creaban una especie de bufón con cierta semejanza a cualquiera de los despiadados habitantes de Ruent, hogar y refugio de los mercenarios ilegales, una peligrosa ciudad llena de ladrones y asesinos capaces de las más extraordinarias bajezas por una sola moneda. Por supuesto, este hombre es nuestro héroe.

—¿De verdad? —preguntó extrañado Modruc.

—Sí, por favor. Hace mucho que no tomo una buena sopa —contestó Jarkeq dedicándole una fea sonrisa bajo la incipiente barba mal recortada.

—Pero… —El tabernero pestañeó confundido—. ¿Me ha pedido sopa de calcetines, verdad?

—Sí, ¿ocurre algo?

—No, supongo que no —dijo tras meditarlo—. Pero nadie pide sopa de calcetines, y menos si quiere una buena sopa. ¿Tiene… dinero?

—¿Dinero? Claro, tengo una bolsa llena de feds.

—¿Podría verla? —preguntó Modruc sin intención de ofender, nadie con la pinta de Jarkeq podría ofenderse.

Y no se ofendió. Él mismo se había visto, aunque la gente creyera lo contrario debido a cómo iba. Sacó de su bandolera una tintineante bolsa sin preocuparse.

—De acuerdo, la sopa tardará un poco.

—Claro, no se preocupe, estaré sentado… —Jarkeq se volvió para observar la estancia en busca de un sitio libre.

El local estaba abarrotado. Algunos hombres brindaban desparramando la cerveza sobre la mesa mientras acuchillaban canciones populares con sus cuerdas vocales, otros admiraban con enfermiza atención los andares de las camareras y no pocos eran los que se mantenían en silencio, observando a su alrededor mientras fumaban en pipa, esperando que sus futuros compañeros entraran por la puerta llevando un anillo, una espada o cualquier objeto mágico que necesitara la protección de un bravo guerrero como ellos, pero no parecía ser el día oportuno. Los más inquietos hablaban en pequeños corros, como si planearan la siguiente jugada en un complicado juego de equipo, y vigilaban por encima del hombro al resto de los presentes temiendo ser descubiertos.

Jarkeq contempló rápidamente el resto del salón hasta dar con un hueco libre en una mesa del centro y se volvió hacia Modruc.

—Allí, me sentaré allí —sentenció señalando.

El tabernero siguió la dirección que marcaba el dedo, una mesa ocupada por un solo hombre calvo acurrucado que parecía mantener un duelo de miradas con su cerveza, y se le formó un nudo en la garganta. Con un terrible esfuerzo logró juntar un par de palabras.

—¿Ahí, seguro?

Jarkeq simplemente asintió.

Modruc miró hacia la puerta, intentando ver a través de ella, como si esperara que estallara en mil pedazos de un momento a otro.

—Se ve que eres nuevo en la ciudad, por eso acepta un consejo: será mejor que escojas otro sitio, te quedes de pie o simplemente te marches. Pero ahí no te lo aconsejo, no ahora. Vamos, quédate en la barra.

—No, gracias. Vengo de lejos y necesito sentarme —dijo Jarkeq emprendida ya la marcha hacia su sitio.

—¡Eh, espera! —La advertencia del hombre fue inútil—. Vaya… ¡Tabba! —gritó el hombre llamando a su esposa e inmediatamente una redonda cabecita asomó por la puerta de la cocina con la cara colorada—. ¡Sopa de calcetines!

—¿Sopa de calce…?

—Eso he dicho.

La mujer se encogió de hombros y cerró la puerta.

Jarkeq se abrió paso entre el gentío. Algunos de los presentes siguieron su trayectoria con indiferencia, al menos al principio. Su avance por la sala dio paso a la curiosidad y una vez su objetivo quedó evidente la curiosidad desapareció creando una sensación de espanto general que atrajo la atención de gran parte de la taberna.

Jarkeq se acercó hasta la mesa escogida sin percatarse del murmullo que había provocado.

—¿Puedo sentarme aquí?

El hombre que se encontraba en la mesa dio un respingo y lo miró con estupor. No recibió respuesta, pero el rostro del hombre reflejó alivio al verle. Jarkeq simplemente se dejó caer cansado sobre el bajo taburete, dejó la mochila que llevaba en el suelo y apoyó su espada contra el borde de la mesa. En ese momento la puerta del local se abrió con un fuerte estruendo poniendo a prueba las viejas bisagras y todos miraron a los tres hombres que cruzaron el umbral. Algunos se levantaron de golpe, pero se sentaron inmediatamente decepcionados al ver que no eran viajeros portando algo de extremado valor mágico que requiriera su escolta.

Los tres hombres, con paso firme y sonoro, se acercaron hasta la mesa de Jarkeq. Muchos fueron los que abandonaron su sitio y se alejaron al verlos pasar, y no pocos se largaron de la taberna. Sin pagar, aprovechando. Los recién llegados tomaron asiento junto al hombre de la cerveza que los miraba con terror. Unos segundos después se volvieron hacia Jarkeq. Él les dedicó una sonrisa, ellos una mirada asesina.

—Esta es una reunión privada, chaval, será mejor que te vayas a otra mesa —dijo uno de los hombres.

—Estoy bien aquí, gracias. Cenaré y me marcharé.

Los tres hombres se miraron mutuamente. Gurgon, Vinet y Lodoy. Eran grandes, fuertes, peludos, grandes, rudos, apestosos, feos, grandes, con numerosas cicatrices por todo el cuerpo y aficionados al atraco con intimidación frecuentemente acompañado de ensañamiento.

Grandes.

El otro hombre sentado a la mesa no era exactamente lo mismo. Miraba a Jarkeq con los ojos desencajados, gesticulando con las manos, señalando la puerta constantemente intentando que los demás no se percataran. Era delgado, extremadamente delgado, vestido con un gran manto gris en el cual no habría desentonado la palabra patatas bordada en el pecho. Ahora parecía estar invocando un poderoso conjuro debido a la cantidad de movimientos que sus manos realizaban, movimientos solo interrumpidos para secarse el sudor de una arrugada frente que llegaba hasta la nuca. Parecía querer comunicarle a Jarkeq que abandonara el lugar cuanto antes.

—Creo que no lo has entendido —volvió a hablar el primero, Gurgon—. Tenemos asuntos que tratar con Garbanzo. Vete de esta mesa, ahora.

—Acabo de llegar y todavía no he cenado.

—Sí, desde luego no lo has entendido.

Gurgon deslizó su mano cerca de la bota alcanzando un afilado cuchillo y lo clavó con fuerza en la mesa, cerca de la mano de Jarkeq que no mostró impresión alguna.

—No necesito cuchillo, gracias, he pedido sopa.

El hombrecillo calvo se atizó una sonora palmada en la frente al oír aquellas palabras. Los compañeros de Gurgon enseñaron inmediatamente cuchillos similares.

—Veo que no tienes ni idea de quiénes somos.

—Estás en lo cierto, pero yo soy solo un viajero y no necesito saberlo.

Garbanzo hundió su rostro entre las manos lamentando lo que oía.

—Más te vale que sepas usar esa espada realmente bien si vas a continuar molestándonos, muchacho —habló Vinet.

 

—Qué espada más rara, amigo —comentó Lodoy.

Gurgon pareció calmarse un poco y desvió su atención sobre el arma de Jarkeq.

—¿Qué es? —preguntó.

—Una katana.

—Bonita vaina —agregó Vinet burlándose de las cuerdas que envolvían la funda de la espada.

—¿Katana? No había oído eso en mi vida. Es una espada muy delgada, solo sirve para ensartar gorrinos por el bosque.

Los compañeros de Gurgon se echaron a reír, graznando y gruñendo.

—Parece que te han oído —respondió Jarkeq sonriente una vez más.

—¡Vete de aquí! —gritó Gurgon levantándose de golpe, provocando el silencio en toda la sala.

Nadie se atrevió a hablar, la tensión había quebrado las pocas conversaciones del lugar. Ahora todos observaban expectantes al hombre con el puñal en la mano y a su adversario que permanecía sentado todavía, mirándole directamente sin expresión alguna en su semblante. Gurgon dio un paso hacia Jarkeq y acercó el cuchillo a su rostro. Apenas un palmo separaba el filo de su cara.

Pudo oírse cómo toda la sala aguantaba la respiración cuando Tabba llegó en aquel instante con un plato lleno hasta el borde de sopa de calcetines y se interpuso entre los dos. La sonriente mujer comenzó su ritual sin preocuparse lo más mínimo de la situación. Depositó el humeante plato frente a Jarkeq delicadamente, sacó de su delantal una cuchara y la situó junto al plato. Luego metió de nuevo la mano en otro de los numerosos bolsillos que llevaba aquella prenda y un tenedor apareció seguido de un cuchillo. Ambos terminaron también junto a la cuchara. Se retiró tras depositar una no del todo limpia servilleta junto a los cubiertos.

Todos respiraron de nuevo.

Gurgon gruñó y acercó un poco más el cuchillo a Jarkeq que continuaba impasible. Su enemigo apretó la mandíbula rabioso, luego tragó saliva y apretó su puño alrededor del cuchillo. La respiración de la sala se vio alterada de nuevo cuando un cuscurro de pan se interpuso entre los dos hombres.

Se oyó cómo alguien caía desmayado.

Tabba dejó el trozo de pan duro en la mesa y sonrió a Jarkeq.

—¿Algo de beber?

—No, gracias, muy amable.

La mujer inclinó la cabeza y se mantuvo allí de pie expectante, sonriente, con unos ojos prácticamente cerrados.

Jarkeq y Gurgon miraron a la mujer de reojo e intercambiaron miradas. El matón continuaba allí de pie con el puñal preparado y miró a Tabba con gesto torcido, no entendía nada. Sus desencajados ojos viajaron varias veces de Jarkeq a la cocinera buscándole sentido, su ceño se arrugaba cada vez más intentado pensar, la vena de su frente amenazaba con estallar y tuvo que preguntar finalmente.

—¿Qué es lo que quieres?

—Me gustaría saber la opinión del señor. Soy la cocinera y jamás había hecho esta sopa, tengo curiosidad.

El desconcierto de Gurgon se reflejaba por completo en su contorsionada cara. Miró a Jarkeq y le hizo un gesto para que agarrara la cuchara. Este obedeció, hundió la cuchara en la hirviente sopa y se llevó el cubierto a la boca.

Sopló.

—Quema mucho.

Modruc se encontraba en el mostrador tirándose de los pelos, rezando para que su mujer se marchara de allí cuanto antes.

Jarkeq volvió a soplar.

Gurgon resopló y movió los dedos alrededor del cuchillo cansado. Sus compañeros esperaban el desenlace a su espalda.

—De acuerdo —dijo Jarkeq tras soplar una vez más—. Voy a ver.

Sorbió la sopa levemente, la degustó y luego se tomó la cucharada entera. La sala esperaba el veredicto.

—Muy buena.

De inmediato Tabba fue arrastrada por varios de los presentes fuera de la peligrosa escena justo antes de que Gurgon lanzara su ataque. No querían tener que buscar otro lugar para comer, la cocinera sin duda sabía ganarse a la clientela por el estómago.

El asesino había arremetido contra Jarkeq con todas sus fuerzas. Este se dejó caer de espaldas y el cuchillo pasó a escasos centímetros de su cabeza. Lanzó una patada al aire mientras caía y el puñal de Gurgon salió disparado clavándose en el techo. Lodoy y Vinet saltaron de sus asientos a la vez que Garbanzo se echaba a tierra para esconderse debajo de la mesa, un sitio no muy recomendable si tenemos en cuenta que siete de cada diez mesas que participan en una pelea acaban siendo partidas por la mitad al caer alguien encima de ellas.

Gurgon lanzó una maldición en el momento en que un trozo de pan tan duro como una piedra y un taburete pasaban volando frente a sus narices. El pan chocó contra el pecho de Lodoy que agarró el chusco antes de que cayera al suelo y lo miró extrañado. Cuando quiso darse cuenta un taburete volador impactó contra su cabeza dejándole tirado en el suelo. Vinet vio cómo su compañero era derribado y tampoco prestó atención al peligro que se cernía sobre él. Jarkeq se puso en pie y agarró su espada por una de las cuerdas que la envolvían. Agitó el brazo con fuerza y la espada cruzó el aire, ondeando como un furioso látigo, golpeando con violencia la cara de Vinet que se desplomó junto a su amigo retorciéndose de dolor.

Jarkeq recuperó su espada con un ligero movimiento de mano y miró a Gurgon que permanecía de pie todavía, pero más furioso que antes.

—¡Desenvaina tu espada! —le ordenó dando ejemplo.

—No —dijo Jarkeq bajando el arma.

—¡Tú mismo!

Gurgon se lanzó hacia adelante de nuevo, dirigiendo su hoja directamente al corazón de Jarkeq. Este, sin moverse del sitio, propinó una patada a la mesa, su plato voló desparramando toda la ardiente sopa sobre la cara de su atacante. El grito se pudo oír desde la calle. Y tres calles más allá también. Gurgon se tiró las manos a la cara, rojiza y humeante, mientras rodaba por el suelo farfullando palabras sin sentido sobre lo doloroso que era aquel momento y lo agradable que debía de ser la madre de Jarkeq. Lodoy fue el primero que se recuperó de la contienda y arrastró a su compañero hasta la salida seguido de Vinet que mediante gestos le comunicó a Jarkeq que su cuello corría peligro si volvían a encontrarse.

Jarkeq hizo caso omiso, recogió su taburete y se sentó de nuevo.

—Perdone las molestias, pagaré otra sopa gustoso —dijo mirando a Tabba que asintió complacida—. Y tú ya puedes salir de ahí abajo.

Garbanzo se asomó asustado y miró a su alrededor. Suspiró aliviado. La mesa no, pero lo hubiera hecho de poder hacerlo. Una patada no es nada frente a la idea de acabar partida en dos. ¿Qué podía haber hecho? Esconderse debajo de otra mesa no parecía mejorar la situación según las estadísticas de mesas partidas.

Toda la sala volvía poco a poco a la normalidad a pesar de que Jarkeq era objetivo de todas las miradas y las conversaciones giraban en torno a él.

—Siéntate, te invito a… —continuó hablando Jarkeq pero no terminó la frase pues Garbanzo salió disparado de su escondite y se precipitó al exterior sin decir nada—. Vaya, qué prisas.

Un plato y medio de sopa de calcetines después Jarkeq terminó de cenar. Limpió con esmero el plato con el último trocito de pan que le quedaba y con una sonora exhalación dio por finalizada la comida. Había disfrutado de verdad con la sopa, tomándose su tiempo en saborearla, porque tenía la sensación de que tardaría mucho en poder comer de nuevo su plato favorito.

Muchos de los presentes todavía hablaban sobre él y le dedicaban curiosas miradas, tanto por la escena que habían presenciado como por lo extraño de ver a alguien tomarse una sopa de calcetines. En Troten o Vidulchaq no habría llamado tanto la atención, en aquellos pueblos del sur comían cualquier cosa y popularmente se conocía que sus habitantes directamente no disfrutaban del sentido del gusto, pero allí en Amthku jamás se había visto cosa igual. Ni en época de guerra. Aun así, visto lo visto, nadie iba a molestarse en recriminar a Jarkeq su insolencia culinaria.

—¿Desea algo más, señor? —preguntó Modruc cuando Jarkeq se acercó a la barra.

—Sí, me preguntaba si tiene alguna habitación libre.

—Por supuesto, pero… ¿seguro que quiere permanecer más tiempo en la ciudad? Esos hombres…

—Debo hacerlo, tengo asuntos que atender.

—Bueno, usted verá. —Modruc sacó una llave encadenada de forma eficaz a una gran piedra—. Primer piso, al fondo a la derecha.

—Gracias.

—Espere. —Modruc tragó saliva, el negocio no prosperaría si seguía sin tentar a sus clientes—. ¿Desea compañía?

—¿Compañía? —dudó Jarkeq frotándose la barbilla—. ¡Ah! Es usted muy amable, pero me temo que estoy algo cansado. Además, supongo que usted estará muy ocupado ahora mismo. Aunque la verdad es que una partida de bekkem no estaría mal… ¿le apetece?

—Eh… —El hombre miró durante unos segundos a Jarkeq, intentó recordar las reglas del bekkem y luego rio nervioso—. Quise decir compañía femenina, señor.

—Oh, vaya… ¿va a invitar también a su mujer?

—¿Pero qué dice? —exclamó alterado el tabernero.

—Bueno, no se enfade, pero es que dos personas solas jugando al bekkem se antoja aburrido. De todos modos no importa, estoy esperando a alguien, no para jugar al bekkem precisamente, y espero que no tarde mucho.

—Ya veo —rio Modruc algo desconcertado—, me estaba tomando el pelo, ya tiene alguien que le haga compañía… Dígame, ¿es guapa?

—¿Quién?

—La moza.

—¿Qué moza?

—La que está esperando.

—Yo no estoy esperando ninguna moza.

—Pero usted ha dicho…

—¿Qué?

Ambos se miraron en silencio un rato.

Modruc frunció el ceño visiblemente confundido, durante un segundo intentó encontrarle sentido a la desenfadada expresión de Jarkeq pero finalmente se dio por vencido. Agarró un vaso y comenzó a limpiarlo a conciencia.

—Olvídelo, que pase una buena noche.

—Gracias. Y bueno, como le decía, si viene un hombre preguntando por mi hágale subir a mi habitación y que no nos molesten. Soy Jarkeq, Jarkeq de Vharga. —Sonrió esperando un aplauso o algún otro tipo de reconocimiento por parte del tabernero.

—¿Un hombre?

—Sí, un hombre mayor.

—¿Mayor?

—Sí, más o menos como usted —Jarkeq le dedicó una enorme sonrisa—. Y cuando venga si quiere podemos pasar el rato los tres.

Modruc dejó caer el vaso que sostenía entre las manos.

—S… sí —contestó tartamudeando—. Le diré que, que, le diré eso, que suba cuando llegue.

Jarkeq se despidió con una leve reverencia y se alejó escaleras arriba. En aquel momento Tabba se acercó a la barra preocupada.

—¿Qué ocurre, querido? Estás blanco.

—Mi amor, creo que ese hombre y su amigo quieren hacerme cosas malas.

—Tonterías, ¿quién va a querer hacerte a ti cosas malas?

—No, no, cosas malas de… pervertidos.

—Pues eso.

Modruc tardó unos segundos en salir de su asustadizo pensamiento. Miró cómo Tabba se dirigía a la cocina, con la certeza de que debía sentirse ofendido pero no acertaba a recordar qué le había dicho su esposa. Se inclinó para recoger el vaso y rebuscó bajo la barra durante unos segundos. Tabba volvió junto a él cuando extendía un enorme mapa de Mal Manantia. Lo observó con atención pero no encontró lo que buscaba. Luego miró la escalera distraído y devolvió su atención al mapa.

—Jarkeq… un nombre extraño —musitó para el cuello de su camisa y luego se volvió hacia su mujer—. Cariño, ¿dónde demonios está Vharga?

II

Un paseo antes del desayuno

Se presentan los Aniquiladores

Cualquiera que se aventurara a entrar en una de las miles de bibliotecas de Mal Manantia podría encontrar en cualquier enciclopedia la ciudad de Astrozenit. Entre la multitud de información disponible sobre la capital de la Federación Antei el lector averiguaría sin gran esfuerzo que Astrozenit es conocida como la ciudad que nunca duerme. Realmente la expresión exacta del explorador Yerevo Raz, quien bautizó de tal manera a la ciudad en uno de sus viajes, hacía referencia a la incapacidad de sus habitantes para conciliar el sueño, pero pensó que referirse a la capital como la maldita ciudad en la que es imposible dormir no agradaría mucho a los censores.

Después de pasar la noche en vela escuchando el alboroto de la taberna, las discusiones de vecinos, los teatrillos nocturnos y los gritos de gente recién despojada de sus bienes por toda Amthku, Jarkeq resolvió seguro y bastante malhumorado que Astrozenit debía de ser un infierno y nunca iría de visita. Por eso se levantó temprano, tanto que las farolas de gas todavía no habían sido apagadas, cansado de no poder pegar ojo, y salió a recorrer las calles de la ciudad.

 

Al oeste del gran continente, en la península conocida como El Colmillo, Amthku era una de las urbes más importantes históricamente de la Región Victoria. Antigua fortaleza y lugar de nacimiento del héroe Vitorus, la ciudad fue esencial en la Tercera Gran Guerra. En aquella época la localidad no era más que una villa amurallada, especialmente protegida y con una gran mansión como edificio central, a la sombra del monte Grimmsteinholt, pero tras el ataque de los demonios mazoku con los Hermanos Títanes a la cabeza, Amthku creció convirtiéndose en una gran población. Ahora anchas avenidas conformaban una red circular que se extendía alrededor del antiguo muro, dejando la vieja mansión y el resto de envejecidas viviendas formando un intrincado laberinto rodeado de lujosas residencias y altos edificios construidos en el interior de una nueva muralla siguiendo los caprichos de nobles que se apropiaron de los terrenos sabiendo en qué manos dejar caer una o dos monedas de oro.

A Jarkeq no le importaban los tejemanejes arquitectónicos de la ciudad, pero ahora caminaba por una de esas avenidas y no tardaría en toparse con un muro en su camino.

—Ese es —habló Lodoy escondido en un callejón.

El hombre que estaba junto a él guardó silencio. Acarició su espada pensativo.

—M-mi señor —se apresuró a añadir Lodoy.

—Silencio.

Lodoy obedeció de inmediato. Sabía que ahora mismo su superior estaba estudiando a su rival, imaginando un duelo contra él, intentando averiguar las habilidades de su contrincante incluso antes de verse las caras. Decía que era tan importante conocer a tu enemigo como desenvainar antes que él.

En la mente de Tirso Nibbel no era exactamente un combate ficticio lo que estaba teniendo lugar, no esta vez. Tras oír la historia de cómo los tres matones habían sido derrotados por un solo hombre se había mostrado interesado en verle cuanto antes, rara vez alguien se atrevía a enfrentarse a sus hombres sabiendo para quién trabajaban. Por eso, para ahorrarse complicaciones, había seguido su habitual plan de estudiar la amenaza y decidir si los tres inútiles de sus secuaces eran capaces de hacer frente al problema con refuerzos o directamente tenía que ocuparse él del asunto.

En aquel momento Jarkeq había tirado sin querer un montón de manzanas de un puestecito al querer coger una y ahora las recogía soportando las quejas del tendero. Empezó recogiéndolas de una en una, pero conforme las dejaba sobre la mesa, la fruta rodaba de nuevo mesa abajo. No fueron pocas las que le cayeron en la cabeza.

Lodoy se ruborizó, quizás la descripción de Jarkeq había sido un tanto exagerada. Tirso se mostró expectante. Su primera impresión le había hecho pensar que necesitaba contratar nuevos matones urgentemente pero unos pocos minutos después, por un motivo que todavía no lograba vislumbrar, su opinión del extranjero cambió totalmente. No sabía de qué se trataba, quizá era su mirada perdida o su desgarbada forma de caminar, o tal vez la extraña sensación de que parecía ignorar por completo que llevaba una bolsa llena de dinero al cinto al alcance de cualquier ladrón de medio pelo, pero se planteó la idea de que simplemente era un tonto con suerte, un pobre vagabundo, torpe y poco despierto. Podría tratarse de un estafador, por el contrario. Gurgon y compañía no eran rivales para aquel hombre como habían demostrado, pero él tampoco conseguía averiguar el potencial del extranjero para preparase y eso le enfurecía.

Ahora, mientras le espiaban, Jarkeq continuaba su lucha con las manzanas más apurado que antes incluso; las peras se habían unido a la aventura. El vendedor, harto de ver su mercancía por tierra, agarró una escoba guardada para ocasiones como esa y comenzó a atizarle en la cabeza para que dejara la fruta en paz.

—Llama a Gurgon —dijo Tirso—, y dile que reúna a todos. Os dividiréis en dos grupos. Uno irá a la taberna, averiguad todo lo que podáis de ese individuo, y preparaos para tenderle una emboscada si aparece, le quiero vivo. Los demás buscad a Garbanzo, recuperad lo que nos pertenece.

—Sí, mi señor. —Lodoy dio un pasó y se volvió temeroso—. ¿Y usted?

Tirso le dedicó una fría mirada antes de hablar.

—Iré a ver a Imperio Dagoh.

Al oír aquel nombre Lodoy comenzó a sudar de inmediato, si acostumbrara a ducharse cualquiera habría dicho que acababa de tomar un baño. Tirso sonrió al ver el efecto que causaba el nombre de su jefe en un pobre hombre que juega a ser un asesino despiadado. Todo el mundo tiene que rendir cuentas a alguien, pensó. Imperio Dagoh no era la persona ideal para ser ese alguien.

—Tengo que pedirle permiso para derramar sangre en su ciudad —concluyó Tirso.

Tirso y Lodoy no eran los únicos que iban tras Jarkeq. Más tarde, mientras contemplaba con interés un tapiz donde ocho guerreros sin rostro alzaban desafiante sus espadas contra nueve coronas iluminadas por tres soles, dos hombres de aspecto sospechoso entraron en la tienda de antigüedades en la que se encontraba.

El negocio estaba repleto de extraños objetos recolectores de polvo. Abarrotaban estanterías, colgaban de los techos, se amontonaban en los pasillos y se apilaban en las esquinas creando torres de artilugios estrafalarios que los dos hombres tuvieron que sortear para llegar hasta Jarkeq que se encontraba en la pared del fondo.

El dueño les siguió de reojo. Fingiendo atención en el libro de cuentas, el propietario vigiló por encima de las gafas la travesía de los dos hombres temiendo que rompieran algo. Uno de ellos, de cabello ralo y plateado, era bajo y andaba encorvado, dando la sensación de ser un duendecillo de gran tamaño. No tenía problemas en abrirse camino entre los objetos, pero se precipitaba y muchas de las torres entre las que pasaba terminaban balanceándose peligrosamente. Esto le hacía parecer algo torpe. Y lo era. Había tirado en vez de empujar al abrir la puerta. Tres veces. Cartel incluido. El otro, alto y de ancha espalda, cabeza cuadrada y mirada cruzada, no tenía aspecto de ser mucho más despierto que el primero. Sus movimientos eran lentos y pesados, pero se molestaba en estabilizar las pilas de objetos que su compañero dejaba al borde de la desgracia. El dueño palpó bajo el mostrador para asegurarse de que tenía la escoba a mano.

—Sama, en el templo Regnenblitz, junto a los demás cazatesoros de la Alianza Railswin declarando la guerra a la Federación Antei.

Jarkeq apartó la vista del tapiz y vio al hombre canoso.

—¿Perdón?

—Esa escena, sí, la de la pared, es la declaración de guerra de Sama, el mayor enemigo humano que ha tenido jamás la Federación. No hace tantos años de eso pero puesto en un tapiz todo parece más antiguo. Es bonito, debe de valer por lo menos cien feds. ¿Qué opina usted?

—Que tiene razón. Una historia interesante. No pone precio, pero un fed real me parece poco, es un pasaje muy importante de la historia y es una gran representación.

—Lo es, sin duda, sí. Mi nombre es Kellus, soy amigo de Garbanzo.

Jarkeq observó al hombre que le tendía la mano. Parecía muy mayor, pero hablaba con vitalidad. Llevaba el pelo gris que todavía le quedaba echado hacia atrás, suficiente para ser recogido en una humilde coleta, y observaba a Jarkeq desde detrás de unas pequeñas gafas redondas. Jarkeq estrechó la mano del anciano y se presentó educadamente a pesar de no conocer a ningún Garbanzo. Kellus supo leer su expresión.

—El hombre al que ayudó ayer en la taberna.

—Ah, bueno, yo simplemente quería cenar tranquilo.

—Y lo hizo, bien puede decirlo, sí, después de matar a cinco hombres. Se ganó un buen banquete.

—¿Matar? Creo que la historia que ha oído se aleja bastante de la realidad.

—Es posible, sí, fue Garbanzo quien me la contó, claro, pero ya le conoce…

—No, no le conozco…

—Cuesta entenderle. Tuve que averiguar los detalles por mi cuenta, preguntando por ahí, y ya sabe que siempre se tiende a exagerar. ¿Cuántos fueron? No importa, no. A la gente le gusta adornar las historias, porque me dijeron que era mucho más alto y fuerte, no se ofenda, no. ¡Fíjese que incluso se dice que cenó sopa de calcetines!