A esa fea no se le abre la puerta

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A esa fea

no se le abre la puerta

A esa fea

no se le abre la puerta

Rubén Vélez



Vélez, RubénA esa fea no se le abre la puerta / Rubén Vélez González – Envigado: Institución Universitaria de Envigado, 2020.282 páginas.ISBN PDF: 978-958-52813-1-8ISBN EPUB: 978-958-52813-0-1Cuentos colombianos – 2. Literatura colombianaC863 (SCDD- edición 22)

A esa fea no se le abre la puerta

© Rubén Vélez

© Institución Universitaria de Envigado, (IUE)

Edición: junio 2020

Rectora

Blanca Libia Echeverri Londoño

Director de Publicaciones

Jorge Hernando Restrepo Quirós

Coordinadora de Publicaciones

Lina Marcela Patiño Olarte

Asistente editorial

Nube Úsuga Cifuentes

Corrección de estilo

Erika Tatiana Agudelo Olarte

Diseño y diagramación

Leonardo Sánchez Perea

Fotografía de la portada

Baile de máscaras del 8 de diciembre de 1945 en La Mansión Lalinde, sector de El Pedregal, Medellín. Fotografía de Jorge Obando (archivo del autor).

Crédito de la foto del autor: J.C. Vélez

Edición

Sello Editorial Institución Universitaria de Envigado

Fondo Editorial IUE

publicaciones@iue.edu.co

Institución Universitaria de Envigado

Carrera 27 B # 39 A Sur 57 - Envigado Colombia

www.iue.edu.co

Tel: (+4) 339 10 10 ext. 1524 Tel: (+4) 339 10 10 ext. 1524

Los autores son moral y legalmente responsables de la información expresada en este libro, así como del respeto a los derechos de autor. Por lo tanto, no comprometen en ningún sentido a la Institución Universitaria de Envigado.

Prohibida la reproducción total o parcial del libro, en cualquier medio o para cualquier propósito, sin la autorización escrita del autor(es) o del Fondo Editorial IUE.

Contenido

Carátula

Portadilla

Portada

Créditos

Dedicatoria

Prólogo

Mi ombligo y el balcón

La casa que quería irse por un precipicio

El poeta del Salto del Mico

Jonás se pide un mar sin límites

Vida de ninivita

Texto de la tablilla número 1953 de la biblioteca de Nínive

Hablaba de una rosa prodigiosa que se escondía más allá de Tarsis

El héroe y la recompensa

Abuela, sucede que la vejez ya no se lleva

Que todo se marchite, menos el eterno femenino

Ella nos deja solo con tres palabras

La piel y el misterio

El crimen de la Librería Junín

Ya están aquí las acuciosas moscas necróforas

Pascal, dos amigas y un ojo sin photoshop

Nos preguntamos si Floro tiene ahora la suerte de pasearse por las calles de Roma

Un huitoto chistoso en la fiesta del año

Dos muertos que escupían púas

Enloda usted el buen nombre de Nuestra Señora de los Charcos

Póngame usted la música de las esferas celestiales

No mirarás hacia atrás

Dios cada vez tiene más poderes

El millonario místico

Tantas tintas tontas

La mejor sesión

Todos estábamos ciegos

(14 de junio de 1986)

Historia de un color beatífico que no se confundió con la nieve

A la muerte no le gusta posar en traje de baño

Aprenda usted a decir correctamente whisky en chino

La piscina ahogada

¿Capilla o piscina?

Hijo mío, te lo ordeno: no mires hacia el desierto

No todo olía a Christian Dior

(Un cuento de navidad)

Lo que pasó a orillas de un río muerto, a lo largo de un sendero de atmósfera franciscana

(Nunca en YouTube)

Otro golpe de la palabra gol

Algo nuevo bajo nuestro benigno sol

¿Y qué pasó con la niña que yo traía?

Mataron a Rubén

El mago de Alepo

Los dioses se confiesan detrás de la catedral

Donde saltan a la vista las pulidas y esmaltadas uñas de Drácula

Siete retretes a la espera de la flor de la vida

Donde Transilvania pasa un mal trago

Un milagro de Poncio Pilatos

El álbum de las caídas

¿Para qué es buena la sangre de murciélago?

Que se mueran solo los que no tienen dónde caerse muertos

Palabras sin azufre sobre la digestión de Satán

La tienda de doña Olga

Rebeldía de una octogenaria en vísperas de su partida

La cucharada del Ángel de la Guarda

(Cementerio de San Pedro, diez años después)

El Ángel de la Guarda se luce en los alrededores del estadio Atanasio Girardot

Dios mediante, el fin de la semana entrante

Mami no se va para Miami

 

La fiesta póstuma de Madame Lucifer

Ninguna ginebra hace el milagro de cambiar la voz

El baile que se perdió la Barbie

Caracola con cantaleta

El ahogado que se hace todas las tardes en el Parque de los Novios

Nos vemos en el ascensor

Tina, siempre tan bien sostenida

Entró sin tocar y se adueñó de todo, hasta de la pestañina

Acerca de una pasión precoz por las alturas

Se hace camino con el calzado idóneo

Auge y caída del número 45

Elvira Cartagena

Bernarda a las cuatro de la mañana

La guerra de las beatas

El día en que Luis Antonio eclipsó a Doris Inés Gil Santamaría

Veámonos dentro de cien años

El feo que le hizo María Bonita a una reina de Medellín que la idolatraba

Eso tan hollywoodense se echa al olvido

El mago Arak y el aplauso de la muerte

Sé bueno

Por amor de Dios, no me echen al olvido

¿No tendrá usted por casualidad un Picasso que case con la exclusiva decoración de mi casa?

No permitas que tu desierto interior vuelva a ser un jardín

A la espera de un soneto que venga con las palabras coctel y plácet

Analfabetismo, divino tesoro

Palabras de autoayuda en medio del desierto

Una gorra sin historia o el tema siempre vigente de la minoría de edad

Cuán verde es la tumba del revolucionario desconocido

No es necesario que cada bosque tenga una leyenda

Y de postre, la posibilidad de un abismo

Prefiero asilarme en la luna a vivir en un asilo

Mucho nos complace informar que el incomparable Jesús ha vuelto

¿Un picnic o una tarde en el futuro?

A la mujer barbada la exhiben en otra jaula

Rabia en Miami

Máquinas enamoradas a la luz de la luna de Miami

La realidad y el Gimnasio Hércules

Contratos sin letras pequeñas

Ante la tumba de un eterno deseoso

Susy no mordía

Carta de una máscara de ausente al Llanero Solitario

Cada peregrino con su espejismo

El Oculto

El llanto de los caballos persas

Cambio nube de incienso por libro incendiario

Viendo llover lo que nunca llovió en Macondo

Nuestro vano en La Habana

Ángeles somos y ay de los que no sean como nosotros

Sin noticias del héroe que salió bien librado de la isla de Circe

Enfrente de mi casa había una sucursal del Muro de Berlín

Cagajón por aquí, cagajón por allá

Serias medidas para borrar un símbolo de trescientos miedos

Mi parte de tártaro gana la partida

La intuición de Rubén Darío

Postal de Troya con un ay y dos trofeos

Mami, quiero ser un sex symbol

Un bocado de cardenal para el entrañable Tigre de Amalfi

Hijo de biblioteca sale rayado

Más juventud para Tutankamón

Viajes en una lambretta de 1961 junto a la palabra tuya

Lía Ochoa de Cadavid

A lo lejos se veía el mar que se queda con todas las máscaras

Relato en forma de alcancía

Sé tu propio ángel antes que sea demasiado tarde

El camino de la luz empieza en un garaje mal iluminado

Rita Roger

Ni agua ni guadaña

Vosotros, los que ya no sois, contratad a un buen reanimador

Fórmula casera para resucitar a medio mundo

Pasos de hombre y pasos de bestia

Afrodita y los bárbaros

El Oldsmobile no era para los malos caminos

Antinoo en el antro de los monstruos

Cumpleaños con una luz enceguecedora

Teoría monstruosa de la felicidad

La tía Luz en Marte y su sobrino menos aterrizado en un lugar inconfesable

El primer robot que dijo no

Una orgía con Sócrates

Planes para morir apuñalado en la primera casa

Vestirse de mujer para pasarla bien

Tantas fieras sueltas

No dejes la kriptonita en casa

¿Qué vamos a hacer con este cadáver?

Nunca serás feo

(Sergio Lillo, 1991-2016)

A quien todavía pueda interesarse seriamente por algo

Nada más que una de las tantas antesalas de la nada

Los balcones no son para coquetear con el vacío

Nueva consagración de la primavera

La voz que se parecía al desierto

A todos nos toca caer con Troya

Acerca de la fiera inexplicable que me arroja a la avenida 33

Digamos que apenas tres capas

Un selfie con la más influyente

El silencio es para los muertos

Toda palabra es palabrería

La muerte a la hora del té

¿Sabe “El enemigo de la muerte” para quién ha trabajado?

Vendrá la muerte y tendrás la mirada del príncipe Bolkonski

(2 de diciembre de 1805)

¿De qué va este nuevo libro sobre el abismo?

La flor del día no crece a la sombra de las palabras bonitas

El compañero de la alegre figura

Reseña biográfica

Colofón

Contraportada

Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora

campos de soledad, mustio collado,

fueron un tiempo Itálica famosa.

 

Rodrigo Caro, Canción a las ruinas de Itálica

Prólogo

(Acerca de algo que fue concluido un poco antes

de que el virus ese empezara a movernos el piso).

Se ha propuesto que el tiempo debe ser medido de una nueva manera: antes y después de la pandemia causada por el Coronavirus. Como esa propuesta tiene un sólido fundamento, he decidido seguirla a rajatabla. Un año antes del año primero de la época del Covid-19, terminé un rompecabezas de 155 piezas sobre el paso del tiempo y la acechanza de la muerte, nuestra otra sombra, eso que los poetas y los filósofos abrazan a menudo para proveerse de trascendencia, y no se vuelven trascendentales, sino crípticos, imposibles. Por la mayoría de esas piezas se pasean varios viejos que nunca se mueren. La más fea los visita y los estudia de arriba abajo. Pero no les toca ni un pelo. No se los lleva, como si les tuviera asco. Esa repulsión ya nos parece inverosímil. Cuando daba la impresión de que la gente mayor, en particular, la rica, iba para inmortal, irrumpió un virus con corona, y, como los reyes de antes, empezó a hacer y deshacer a su arbitrio. Sobre todo, a deshacer. Entre otros asuntos, el espejismo de la eterna juventud. Fue como si la violencia le hubiera confiado a una neumonía el papel de partera de la historia (Marx, que no, que no es un cuento chino). Fue como si el Ángel de la Historia hubiera batido frenéticamente las alas. Walter Benjamin le habría dedicado a ese frenesí un ensayo tan enjundioso como intrincado. Él sabía mucho de ese ángel. Del cual saben muy poco los actuales reyes de la opinión. Quedarían mejor librados si no metieran ruido. Todo lo que ahora se dice y se escribe sobre lo que nos está pasando se ve insignificante y endeble al lado de la poderosa y mutante novela que empezó en China y ya transcurre en todas partes. La realidad número ٢٠٢٠ nos ha eximido de la fiebre de la escritura. No tiene sentido competir con un alma gemela de Tolstoi. Uno se conecta a un aparato y al instante recibe un alud de chistes (también se ha propagado el sentido del humor), de ciencia, de falsa ciencia, de imágenes milagrosas, de imágenes pornográficas (para no pocos destinatarios, las únicas de veras milagrosas, de veras vivificantes), de oraciones, de instrucciones, de profecías… El televisor y las llamadas telefónicas de algunos parientes y conocidos acaban de aturdirnos. Cuando nos libremos del aturdimiento, tal vez podamos escribir algo que valga la pena sobre el “apocalipsis” que ha alegrado a más de un pastor y a más de un eco-místico. Al Tolstoi nuestro de cada minuto, de cada segundo, le ha sobrado imaginación. Una cosa sin el don de la fotogenia, que empezó a propagarse por culpa de una bellaquería del partido comunista chino, se volvió el influencer número uno. Su Majestad el Rey Balón dejó de rodar. Las estrellas del fútbol y la música pop se eclipsaron. El charlatán que hablaba de una América todopoderosa se muestra inseguro y asustado. Esa América se tambalea. Asumimos que el otro, lleve o no tapabocas, es el Enemigo. Se anatemiza la vida gregaria. Se sueña con la vida de Robinson (a Viernes se le advierte que permanezca en la isla de enfrente).

Cuando nos hablan de Madrid, Roma, Nueva York y demás paraísos terrenales, nos cubrimos, horrorizados, la cara, y hacemos la señal del vade retro. Todos, hasta los niños y las mascotas, nos volvimos epidemiólogos en cuestión de días. Todos tuvimos que admitir que la muerte es alguien de la familia. Un viejo conocido que vive a una cuadra de mi apartamento me llamó para decirme, jubiloso, que “había podido atiborrarse de todo en el Price Smart”, y me aconsejó que siguiera cuanto antes su ejemplo. No me llamó para decirme que en la portería de su edificio me había dejado un rollo de papel higiénico. Como el señor Cosios, tal es el nombre del hombre más prevenido del país, ha sido un apóstol de las “virtudes negativas”, no me extrañó ese parte de victoria. Esperemos que esa estreñida criatura, a la que en otros tiempos invitaba a mis fiestas y paseos para que no cogiera musgo, salga de la cuarentena más virtuoso que nunca, sin una pizca de mierda y dispuesto a vaciar una y otra vez su supermercado favorito. Los apóstoles deben prevalecer hasta el fin de los tiempos. Ni hablar de la historia casi sagrada y la demasiado humana que se han entremezclado en torno a la cama donde murió y resucitó un hermano mío que se infectó en Madrid (con plata y sin herederos forzosos: ya se podrán imaginar la trama). Madrid, mamita mía, qué bien resistes los bombardeos. El Lázaro que no se bajaba de un avión es quien me ha facilitado la vida de perfecto inútil, la única que me convenía. La vida de “elemento útil” me habría convertido en un perfecto idiota. Hay tantos temas como virus en el aire. Pero yo cumplí con el maldito escritorio el año pasado, el último de la era cristiana. Viejos millonarios que nunca se mueren, como los que tienen una casa de verano en Barichara. Viajes a la deriva en la Máquina del Tiempo a algunos lugares que me marcaron, como Salgar, las fincas donde pasé las vacaciones de colegial, una cuadra de la calle ٤١ de Medellín, la Universidad de Antioquia, unos cuantos antros de aquí y del barrio Chueca de Madrid. Madrid, mamita mía, qué le hiciste a la omnívora China; qué, para que te hiciera semejante cochinada. Las sombras de Mao, Tirofijo y Pablo Escobar. Los bailes de máscaras de Madame Lucifer, heroína y antiheroína, el único personaje encantador de la única novela que he escrito. En añicos, qué le vamos a hacer: no tengo madera de novelista. El año pasado, que suena ya tan lejos, tan diferente. Amigo, siga pegado al Whatsapp, que ahí está el borrador de la literatura del futuro.

Medellín, abril 9 de 2020

Mi ombligo y el balcón

Soy el ocioso que de tarde en tarde

Deja de mirarse el ombligo y se asoma.

También soy el ocioso que sospecha que esa audacia

No bastará para exonerarlo del cargo de ombliguista.

En los países donde no pasa nada

No está mal visto eso de mirarse el ombligo.

No hay que pedir disculpas.

No hay que darse golpes de pecho.

El ocioso que a veces se asoma

Y dice qué país o qué horror.

El ombliguismo es bueno para la digestión.

Pero, mon chéri, hay que asomarse.

La casa que quería irse por un precipicio

A Matías Parra, el día de su primera comunión, le regalaron un libro que lo trastornó para siempre. No le regalaron un libro, sino un genio, uno que lo instaba a construirse un palacio miliunanochesco. Tan pronto como empezó a ganar plata, se compró un inmenso terreno en Chimaná, la meseta de enfrente. Su principal vecino es un magnífico precipicio desde el cual se pueden ver tres pueblos, un río y un pedazo de selva. Todos los arquitectos que contrató, que no fueron pocos, lo defraudaron. Ninguno entendía la idea árabe que él alimentaba desde la época de su niñez. En esa meseta fueron más las demoliciones que las construcciones. Al cabo de muchas tentativas, en vez de un palacio, se levantó un adefesio inhabitable que mantenía fuera de sí a su dueño. Con todo, él lo recorría cabalmente los domingos y demás días de fiesta, ya tomado por el alcohol. Debe suponerse que otro genio fue la causa de su repentina adhesión al vacío.

El poeta del Salto del Mico

Dicen que es el único poeta de este pueblo. Debe haber más. Tiene que haber más. También dicen que el único ladrón está en la cárcel. Hablan de un ladronzuelo. Los grandes ladrones andan sueltos y viven en grandes casas. Algunos de ellos son excelentes anfitriones. El que conocí hace unos cuantos días tiene la manía feudal de mirar al otro desde un trono. Como nunca se verá a la sombra, no se le bajarán los humos y así mirará a la muerte. Me gustaría presenciar ese encuentro. Pero me estoy saliendo del tema, como siempre. Volvamos al Salto del Mico, donde el único poeta del pueblo, una vez al año, recita algunos de los poemas que la ha inspirado la abrupta geografía local. Si él diera un paso en falso, se lo tragaría un abismo que me recuerda a uno de mis personajes bíblicos predilectos. A Jonás, ese muchacho judío que quería cambiar su tierra por un mundo remoto y desconocido para librarse de una misión que no le gustaba. Señor, no quiero meterme a predicador. Señor, no me arrebates la juventud. Hasta ahora, el único poeta se ha contentado con asomarse al abismo. Si pasara una larga temporada en el vientre del vacío, tal vez tendría otra voz, tal vez sería poético, y no nos asomaríamos con ojos de turista a los monstruosos precipicios de su pueblo. ¡Tanto espesor metafísico para que no broten más que chorros de espuma! ¡Tantas y tan raras improntas de un océano del pleistoceno para que nos ensopemos de aguachirle! Una señora se muestra extasiada (en esta clase de eventos pululan las señoras). Me pregunto si ese arrobo se debe a las palabras del poeta o la poesía de la naturaleza que tenemos ante nosotros. A prudente distancia de la lírica, también al borde del abismo, unos muchachos se dedican a hacerse selfies. Aquí, el fin del mundo. Allá, el mundo. La desgracia de los poetas de ahora es que por mucha luz que produzcan no alcanzarán la condición de influencer. ¿Qué necesitarían esos muchachos para alcanzarla?, ¿algo más que juventud? Jonás no quería ser un influencer, ni en Nínive ni en ninguna otra parte. Señor, permite que este muchacho se vaya para Gádir. Señor, que den la lata los viejos, que es lo mejor que saben hacer.