Buch lesen: «Actores del poder»
Ficha bibliográfica
Pizano Díez, Rubén
ACTORES DEL PODER
Cuatro Obras de Teatro
287 páginas de 14 x 21 cms
© Rubén Pizano Díez
Primera edición: 2012
ISBN libro físico: 978-607-95658-5-5
ISBN libro electrónico: 978-607-8427-031
Inscrito ante el Registro Público del
Derecho de Autor en Septiembre de 2012
Grabado de la portada: Josef Hlavácek
Diseño y cuidado de la edición:
Carmen Bermejo
carmenbermejo2010@gmail.com
Editor:
LUZAM
Río Lerma No. 260
Col. Vistahermosa
62290 Cuernavaca, Mor.
discosluzam@gmail.com
Impreso y hecho en México
Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio. Se autorizan breves citas en artículos y comentarios bibliográficos, periodísticos, radiofónicos y televisivos, dando al autor el crédito correspondiente.
ACTORES DEL PODER
Cuatro Obras de Teatro:
Neron Imperator Mundi
Carlomagno en el Ocaso
S.A. la Nostalgia del Poder
Diaz sin Gloria
Rubén Pizano
PRESENTACIÓN
Bajo el título de Actores del Poder, el autor de este volumen reúne cuatro obras de teatro, cada cual con una figura histórica conocida en el papel principal.
Esos protagonistas son, en orden cronológico, el emperador romano Nerón y Carlomagno, soberano absoluto del Imperio Romano de Occidente durante una importante fracción de la Edad Media. El tercero es mexicano, del siglo XIX, Antonio López de Santa Anna, varias veces gobernante de México, y en cuarto sitio está Porfirio Díaz, presidente durante 30 años y, al final, tachado de dictador. Ciertamente, hay una relación directa entre los cuatro hombres: la pasión por el ejercicio del Poder que guió sus acciones, aunque hayan vivido en épocas muy distantes en el tiempo.
Rubén Pizano se interna por los sombríos y torcidos rincones de los mecanismos mentales y emocionales que llevan a ciertos seres humanos a realizar cualquier esfuerzo, por abrumador que sea, para tomar en sus manos las riendas de los destinos de miles y aun millones de personas. El Poder como tema teatral ya fue abordado por este dramaturgo en otras obras escénicas, dos de ellas publicadas y galardonadas con el Premio Creación Literaria Morelense, otorgado por el Instituto de Cultura del Estado de Morelos con el expresivo título La Politica es Puro Teatro. En las obras de teatro que forman dicho volumen se tocaron temas de raíz totalmente local, sobre México y el carácter peculiar de la política mexicana, pero ahora el autor incursiona en horizontes más amplios, más universales.
El tono en que se tratan las primeras dos obras de este volumen es semejante. Hay matices de tragedia en ambas, pero no llegan a entrar en tal género clásico, porque en todo momento asoma la ironía, la burla a la ambición y a la soberbia absurda del ser humano, lo que consigue despertar sonrisas, aunque éstas sean algo amargas.
No hay rigor histórico en ninguna de las cuatro obras. El autor plantea, en tres actos, el mismo número de momentos decisivos en la vida de Nerón; acomoda hechos a la medida de sus necesidades dramáticas e inclusive inventa sucesos. Las negras leyendas que pesan sobre Nerón, acerca de actos suyos calificables como atroces y productos de una mente desquiciada, encuentran en el hecho escénico implicaciones políticas y psicológicas extraordinariamente dignas de crédito. Tal vez la fantasía del dramaturgo encontró motivaciones lógicas que el análisis histórico no pudo penetrar. Un detalle destacable está en el hecho de que el autor no cayó en la tentación de imponer una lección moral.
En la segunda obra, Carlomagno en el Ocaso, la acción tiene lugar cuando el gran emperador despierta una mañana, enfermo y hasta desvariando un poco a ratos por la fiebre. Su estado lo apabulla, pues resulta excepcional para él que, si hemos de creer en los historiadores, conservó un vigor físico extraordinario hasta edad avanzada y creyó, además, que gozaba de un favor divino que le permitió escalar hasta la posición de emperador más poderoso de la cristiandad. Carlomagno, entonces (en el juego escénico), rebajado por un prosaico malestar físico al nivel de cualquier mortal, se permite observar los pequeños sucesos que ocurren alrededor de él, detalles que, encumbrado en su majestad, no había tomado nunca en cuenta. Lo que descubre es que su poder no es tan absoluto como ha pensado y no ejerce el control que daba como hecho seguro. El personaje, poco conocido en nuestras latitudes, se hace universalmente interesante en la óptica del dramaturgo, porque con él como pretexto se analiza una más de las fascinantes facetas del fenómeno al que llamamos Poder.
Antonio López de Santa Anna es el objeto de atención en la tercera obra, tratada totalmente en tono de comedia, según la cual el varias veces gobernante supremo de México tiene la ilusión de serlo una vez más, mientras se halla en el exilio. El texto escénico es un intento de ver al personaje bajo una óptica informal, irónica, planteándolo como un ser de carácter que tiene muchos puntos de semejanza con políticos actuales, corruptos, tramposos, codiciosos y voraces, pero no malvados a fin de cuentas y sí muy vulnerables, como lo somos todos los seres humanos.
La noche anterior a la presentación de la renuncia de Porfirio Díaz al poder máximo es el argumento de la última obra teatral del volumen, en la que el célebre personaje encara no solamente lo que sin duda es su peor derrota en lo personal, sino la evidencia de los estragos de la edad, que lo han convertido en un hombre diferente al que fue en sus años de juventud y de madurez, un hombre que, en la licencia de la ficción se desdobla de él mismo para echarle en cara sus errores y lo coloca en una disyuntiva que, finalmente, el anciano sabe que sólo puede resolverse de la manera menos agradable para él. También aquí, un objetivo adicional del drama es analizar a don Porfirio como un ser humano falible.
Para resumir, cada obra contiene una premisa propia: la borrachera del poder en la primera; las dudas acerca del poder en la segunda; la nostalgia por el poder en la tercera y la pérdida dolorosa e inapelable del poder en la última
G. C. L.
NERÓN IMPERATOR MUNDI
Obra de Teatro en Tres Actos
Original de
Rubén Pizano
PERSONAJES
Nerón: Joven emperador de Roma.
Agripina: Madre de Nerón. Madura, pero aún bella.
Cecilio: Patricio de edad madura.
Licinio: Otro patricio romano maduro.
Grato: Patricio ya anciano.
Pisón: Joven patricio, arrebatado e impaciente.
Gayo: Anciano general romano. Prudente y leal.
Tigelino: Cortesano y más tarde prefecto de la guardia pretoriana. Joven.
Petronio: Amigo de Nerón. Maduro, ingenioso y elegante.
Séneca: Filósofo, al principio de la vejez.
Lucano: Poeta, de modales afeminados. De unos 32 años de edad.
Clauso: Senador, de edad madura.
Fabio: También senador. Entrado a la madurez pero menor que Clauso.
Popea: Amante de Nerón y luego su esposa.
Rufo: General de edad madura. Ambicioso.
Macer: General, algo más joven que Rufo y más ambicioso.
Corbulón: General, en los cuarenta, rudo y directo.
Galba: También general. El más viejo de los cuatro, pero más prudente.
Pretorianos: Cuatro guardias jóvenes y fornidos. Silenciosos.
PRIMER ACTO
ESCENA PRIMERA
Escenario: Una habitación suntuosa de un palacio de la Roma imperial. Muebles sólidos, esculturas clásicas, jarrones exóticos y cortinajes pesados predominan en la decoración. Casi al centro de la habitación hay un diván grande.
(Sobre el diván yacen un hombre y una mujer en actitud de abandono, en reposo, evidentemente después de una relación sexual. Ella, Agripina, cubre su desnudez con una fina sábana y acaricia el cuello de él –Nerón–, quien permanece en postura casi fetal, apoyando la cabeza en el vientre de ella, envuelto el cuerpo en su parte media con un lienzo de tela púrpura. Agripina es una mujer madura, con algunas hebras blancas entre su cabello oscuro y con leves marcas de edad en derredor de los ojos. Nerón está cerca de los 20 años y tiene el físico de un muchacho común.)
Agripina.— ¿Estás dormido, César?
(Nerón, que siempre aparenta ser algo tonto y fatuo, remolonea un poco, gruñendo placenteramente. Luego abre los ojos y hace pucheritos, como un niño disgustado.)
Nerón.— ¿Por qué quieres interrumpir mi reposo? El amor me fatiga.
Agripina.— Has descansado lo suficiente. Es tiempo de despertar. Dormir demasiado es morir un poco.
(Nerón se yergue y se sienta en la orilla del mueble.)
Nerón.— ¿Acaso resulta molesto mi peso sobre tu vientre?
Agripina.— ¿Te das cuenta de la tontería que acabas de decir?
Nerón.— Perdóname. Aún te guardo rencor. Me has abandonado tanto últimamente...
(Agripina lo atrae hacia ella y lo obliga a recargar la cabeza en su seno, para acariciarle el rostro con ternura.)
Agripina.— Querías estar solo y probar la fuerza de tus alas, por eso me alejé una temporada. Además, no creo que me hayas extrañado mucho. Popea Sabina estuvo siempre a tu lado
Nerón.— Petronio la trajo al Palatino y la introdujo en mis habitaciones para disipar mi tristeza por tu ausencia.
Agripina.— Tendré que reprocharle al querido Petronio intentar convertir a mi Nerón en un libertino como lo es él.
Nerón.— No lo hizo por maldad.
Agripina.— Lo perdonaré si disfrutaste de una agradable experiencia. Dicen que Popea enloquece a los hombres. ¿Te dio más placer del que yo te proporciono?
Nerón.— No. Es diferente. Sus prácticas eróticas son casi atléticas. Solamente un hombre de dotes físicas divinas, como yo, puede resistir la intensidad de su amor bárbaro. Agradezco a los dioses porque soy el mejor atleta del mundo conocido.
(Nerón se enreda en la cintura el lienzo púrpura, abandona el lecho y se pasea por la habitación mientras habla.)
Nerón.— Pero mi mayor fuerza está en mi alma de poeta. ¿Te he dejado escuchar mi más reciente canto a Rómulo y Remo?
Agripina.— Debe ser sublime, pero en este momento lo más importante no es la inspiración de tu luminoso espíritu, sino la solidez de tu voluntad y el vigor de tu brazo.
Nerón.— ¿No he demostrado suficientemente esas cualidades? ¿Acaso no fui el atleta invencible durante los pasados juegos en Roma? ¿No derroté a los más grandes púgiles y a los más ágiles corredores? ¿No fui más inteligente y hábil que los más famosos aurigas? ¿Quién envió el disco más lejos que yo? Dime, ¿aún me falta demostrar algo?
Agripina.— Sí. El temple de tu carácter.
Nerón.— ¿En qué he fallado?
(Agripina abandona el lecho, enredándose en la sábana que apenas la cubría, y se acerca a Nerón con un gesto enérgico en el rostro.)
Agripina.— El mundo no ha presenciado aún acciones decisivas del augusto Nerón como político. Tu talento de líder no ha rendido frutos que queden como lección y ejemplo para estadistas del futuro.
(Visiblemente molesto, Nerón se pasea.)
Nerón.— He sido justo y clemente con el pueblo de Roma. Me he preocupado por darle suficiente bebida y comida; le proporciono los más espléndidos juegos y le obsequio con mi participación en ellos; le he regalado mis mejores versos en plazas públicas. Nunca antes de Nerón se vieron en la arena gladiadores tan feroces ni luchas tan emocionantes... Aun los gladiadores gozan de mi magnanimidad; los que han peleado bravamente y tuvieron la desgracia de perder un combate, recibieron la gracia de la vida. Y aquellos que lograron la victoria en muchas batallas fueron declarados hombres libres y disfrutan hoy de su existencia, cubiertos de honores y dinero. El populacho romano está ahíto de alimento, vino y diversiones. ¿Y el gobierno? Todos los funcionarios trabajan poco y cobran salarios elevados. El senado, por primera vez en siglos, está de acuerdo con los dictados del César y vela por los intereses del pueblo. Yo hice lo que Claudio sólo se atrevió a imaginar: he conseguido integrar un senado con mayoría popular, para reinar con las mayorías de mi parte y evitar las iras de la chusma. Los impuestos apenas han sido aumentados. ¿Y qué decir de las naciones que nos rinden tributo? Sus contribuciones a Roma no son más elevadas que las pagadas por los ciudadanos romanos; viven en la libertad de sus costumbres y de sus cultos; ni siquiera les impongo la adoración a nuestros dioses familiares y sí, por el contrario, nosotros rendimos veneración a los suyos en altares levantados ex-profeso. ¿Limitamos acaso su comercio? No, los mismos productos que disfrutamos los romanos están al alcance de los demás en sus mercados. ¿Alguna vez en la historia hubo menos sentencias de muerte que en los pasados cinco años? ¿Puedes llamar malo a un gobierno que ha mantenido una paz casi absoluta en todos sus territorios, sin usar la fuerza para reprimir a alguien?
Agripina.— El imperio romano descansa, como el César quería hacerlo hace unos minutos. Nada se ha movido en los últimos años... Digo mal, el emperador y su familia han tenido que reducir sus gastos como en las épocas de avaricia maniática de Claudio, el imbécil. ¿No es ese un síntoma alarmante?
Nerón.— No. Claudio, tu esposo, no era idiota y decía que, si no empezábamos a repartir mejor la riqueza, la plebe perdería la paciencia y la tomaría por la fuerza.
Agripina.— La riqueza vuelve insolente a la gentuza. ¿Sabes que el senado se ha atrevido a criticar públicamente a la madre del emperador?
Nerón.— No sé nada de eso.
Agripina.— César duerme. ¿Será posible despertarlo?
Nerón.— ¿Me censuras?
(Agripina abraza a Nerón, lo acaricia y lo besa en el rostro y en la boca, coqueta y zalamera.)
Agripina.— Quiero espantar tu sueño. ¿No he velado siempre por tu bienestar? ¿No te di todo lo que pudieras desear? Sabes bien que estás en mis pensamientos en todo momento. Eres mi obra ¿y qué podría un ser humano amar más que aquello que edificó con dolor y esfuerzo?
Nerón.— ¿Tú me hablas de amor? —(Se aleja de ella.)— ¿De qué manera me amas?
Agripina.— De todas las maneras posibles. ¿Aún tienes dudas? ¿A quién si no a mí le debes el trono? ¿Por qué he vivido, me he humillado, he aguardado, he intrigado, he aplastado y finalmente cometido magnicidio, si no por amor a ti?
Nerón.— Calla. No me recuerdes el asesinato de tu esposo. Claudio fue un buen hombre y un gran emperador. Él pacificó al imperio y dilató sus fronteras.
Agripina.— Lo que buscaba era la destrucción del imperio.
Nerón.— ¿Cómo podía Claudio desear la destrucción de Roma y al mismo tiempo la engrandecía?
Agripina.— Quería que Roma sobreviviera, pero como una república.
Nerón.— No puedo creerlo. Tuvo el poder en sus manos, ¿por que no lo usó para proclamar la república, si tal era su propósito?
Agripina.— Porque era cobarde o no tan estúpido como para desdeñar el poder. Quizá porque los dioses iluminaron su entendimiento para que se diera cuenta de que la democracia es un sueño de ebrio, sin posibilidades de hacerse real. El gobierno no puede ponerse en manos de la estúpida chusma.
Nerón.— Pero Agripina sí puede exponerse a la lujuria de la gentuza. Agripina sí corre a todos los lechos de Roma. ¿Sabes que cada vez que te despojas de tus ropajes temo hallar en tu cuerpo las huellas de la degradación? Manchas, llagas, pústulas asquerosas... Cada vez que estoy contigo es una oportunidad de asombro; no puedo entender como logras conservar la belleza y la frescura de tu piel.
(Se acerca a Agripina y la acaricia lascivamente. Luego la lleva al lecho, en donde la deposita suavemente y se arrodilla para besarle los pies, los tobillos, las rodillas... y entonces lo interrumpen unos golpes discretos en la puerta. Nerón se yergue, enojado.)
Dejadme en paz. El descanso de César debería ser sagrado.
(A continuación se vuelve hacia Agripina y su gesto se hace iracundo.)
A veces te odio.
(Agripina se levanta del diván.)
Agripina.— ¿Porque busco un poco de placer en otros lechos? ¿Te he reprochado tus relaciones con Popea? No. Quiero que disfrutes de todos los placeres; mientras tu amor sea para mí. Quiero solamente lo mejor para ti.
Nerón.— ¿Y qué deseas para ti misma? ¿No soy yo, Nerón César, lo mejor para Agripina? ¿Por qué tienes que comportarte como Mesalina?
Agripina.— Entre esa puta y yo no hay comparación posible. Ella vivió para aplacar con placer el fuego de sus entrañas, como una insaciable perra en celo. Agripina ha vivido para el amor de Nerón y el placer ha sido para ella un instrumento de poder: un arma de conquista en favor tuyo.
Nerón.— ¿En qué me beneficia tu trato carnal con tu maldito esclavo griego?
Agripina.— Diómedes, como otros, es un objeto de gozo, al que utilizo cuando mi señor no tiene tiempo para mí. Agripina tiene juguetes, pero no es de nadie más que del augusto Nerón.
(Con cara de niño disgustado, Nerón va y se sienta en el diván.)
Nerón.— Odio compartirte con otros hombres.
Agripina.— ¡Tontito! ¿Me compartes con la copa que me llevo a la boca? ¿Me compartes con las aguas que lavan mis miembros? Nada existe en el mundo que compita con Nerón.
Nerón.— ¿Y Tigelino? ¿También es un juguete?
Agripina.— Más que ninguno otro. ¿Osaría yo comparar a ese hijo de una ramera y de un artesano borracho con el hijo de los dioses?
Nerón.— Lo has elevado a la corte; le has procurado medios de enriquecerse y hasta le regalaste con una noble estirpe falsa en la que nadie cree.
Agripina.— Así conviene a los intereses de César. Necesitábamos un incondicional dentro de la corte y de este modo, podrá moverse entre los patricios, para ser nuestros ojos y oídos.
(Ella estrecha a Nerón entre sus brazos y le besa el cabello.)
¿Comprendes ahora mi conducta y apruebas mis intenciones?, porque si no es así, en este mismo momento enviaré por Tigelino y lo sentenciaré a muerte, igual que a todo aquel que con su existencia te agravie.
Nerón.— Déjalo vivir. Puede ser útil, como dices.
Agripina.— Tendrás entonces que empezar a escucharme con mayor atención y tomar en consideración mis consejos.
(Con mueca de malhumor, Nerón se aparta de Agripina.)
Nerón.— ¿No lo hago así siempre?
Agripina.— No lo suficiente en los tiempos recientes. Por eso me fui, pues te comportabas ya como un chiquillo rebelde hacia mí autoridad.
Nerón.— Soy el César... el emperador del mundo.
Agripina.— Justamente eso quiero que seas. Velo por ello y todos mis afanes y pensamientos se encaminan por ese rumbo.
Nerón.— ¿Qué quieres de mí?
Agripina.— Que impongas respeto y veneración. Un soberano, un dios, no puede andar por ahí con sandalias polvorientas y togas raídas. La corona de una divinidad no puede ser de otro metal que no sea oro. La presencia del señor del mundo debe deslumbrar los ojos de los simples mortales. El amo del universo no tiene que complacer ni divertir a la plebe; no debe pedir opinión acerca de sus actos a nadie, así sea senador, cónsul, general o gobernador. El divino y augusto César tiene que mandar o acabará por ser una marioneta que sólo imite la vida, mientras alguien sostiene los hilos que atan sus miembros.
Nerón.— No lo soy ni lo seré. En Roma mando yo.
Agripina.— ¿Con iniciativas del senado? Es el senado, no Nerón, quien ha gobernado a Roma en los últimos meses.
Nerón.— Los senadores escuchan mis opiniones y trabajan de acuerdo con ellas.
Agripina.— Tus opiniones para proyectos suyos. Lo único que a ti se te ocurre es organizar juegos florales, recitales poéticos y competencias deportivas en el circo máximo. El senado te cumplimenta para que lo dejes gobernar a su antojo.
Nerón.— ¡Mentira! Todas son mentiras. Soy el emperador.
Agripina.— Lo eres gracias a Agripina. Debes darte cuenta de que hago todo por tu bien... como cuando empezaste a crecer dentro de mí, deformando mi vientre. ¿Sabes que jamás me sentí molesta contigo aunque hacías que mi cuerpo luciera feo, hinchado y grotesco?, porque siempre te amé.
(Agripina abraza a Nerón y lo besa en la boca, dejando que la sábana que tan precariamente la cubría resbale de su cuerpo y caiga al suelo. Nerón no rechaza la caricia.)
TELÓN RÁPIDO
ESCENA SEGUNDA
Escenario: Un salón suntuoso, al fondo del cual se ve una terraza, a la que se accede por una amplia escalinata. Más allá de la terraza sólo se ve el cielo.
(En este salón encontramos al patricio Pisón, joven, guapo y ceñudo, quien se pasea nerviosamente ante Cecilio, Licinio, Grato, el anciano general Gayo y Tigelino.)
Pisón.— El emperador nos dio una cita. Hace más de una hora que debió admitirnos ante su presencia.
Tigelino.— Te digo que el divino Nerón se negó a escuchar mis llamadas a su puerta. Se halla reposando en compañía de su madre... augusta madre del estado, como él exige que se llame a Agripina.
Pisón.— Tu protectora, Tigelino.
Tigelino.— Algunos hombres se acogen a la protección de los dioses. Yo prefiero una protectora tangible que responda a mis peticiones.
Pisón.— Extraña diosa, que se mete en el lecho con su propio hijo.
Tigelino.— El incesto es gracia, cuando es divino.
(Pisón va a replicar algo, pero lo impide Cecilio con un ademán suave.)
Cecilio.— Ten tu lengua en su sitio. ¿Quieres atraer la desgracia sobre nuestras cabezas?
Tigelino.— Deja que el noble Pisón hable. Las palabras no dañan a nadie, Cecilio.
Cecilio.— Las palabras dictadas por la imprudencia siempre se vuelven en contra de quien las pronunció.
Licinio.— Además, los actos privados de César y su madre no son la raíz de nuestros problemas; lo son las excesivas licencias que se toma el bajo pueblo, solapado por los senadores.
Pisón.— Tienes razón, Licinio, pero ya no puedo retirar mis palabras y nadie evitará que lleguen a los oídos de Agripina y su hijo.
Tigelino.— ¿Insinúas que soy un espía de la augusta?
Pisón.— El último esclavo, metido en la más profunda mina, sabe el papel que desempeñas ante las personas del Palatino... el único que cabe esperar en un ente de tu ralea, Tigelino.
Tigelino.— Cuidado con lo que dices, Pisón.
Pisón.— ¿Desde cuándo un patricio romano debe callar delante de gentuza?
Tigelino.— No eres justo. Utilizas como ariete tu calidad contra la modestia de mis orígenes. Iré a ver si el César está disponible por fin.
(Con ademán digno, Tigelino abandona la sala.)
Licinio.— ¿Qué haces, Pisón? ¿Acaso te volviste loco y quieres arruinarnos?
Pisón.— Sí. Estoy loco de rabia, Licinio. Las furias me persiguen en sueños y me piden que haga lo que se tiene que hacer.
Licinio.— ¿Y cómo lo harás?, ¿ganando la mala voluntad de Tigelino?
(El general Gayo carraspea para llamar la atención de los demás.)
Gayo.— ¡Cuidado, joven Pisón! Si yo llegara a escuchar algo concreto que implique traición al gobierno, me vería en la obligación moral de ser tu enemigo.
(Los patricios ya habían olvidado la presencia del viejo militar y ahora lo miran con sorpresa y temor.)
Grato.— No interpretes mal lo dicho aquí por Pisón, buen general, que no son amenazas sino simple descontento.
Gayo.— El descontento alimenta a las rebeliones, Grato.
Cecilio.— Gayo tiene razón. Seamos prudentes con lo que decimos. Podríamos hasta dar a los desvergonzados senadores las armas para liquidarnos.
(En este momento entran Petronio, Séneca y Lucano.)
Petronio.— ¿Se alude con amargura a los ilustres miembros del senado?
(Los patricios miran hacia la puerta, con espanto, pero luego suspiran, tranquilizados al reconocer a los recién llegados.)
Pisón.— Petronio Árbitro.
Petronio.— Y conmigo viene nuestro amado Lucano, príncipe de los poetas. Y también Séneca, el más grande filósofo de nuestra era.
(Lucano, notoriamente afeminado, polveado y maquillado, se pavonea, mientras Séneca hace un gesto de falsa modestia.)
Cecilio.— ¿Qué hacéis vosotros aquí?
Petronio.— Con frecuencia, venimos a estas horas para beber un poco de vino en la compañía de César y hablar acerca de poesía o música. La índole de nuestras actividades no es un misterio. En cambio, vuestra actitud me parece de auténticos conspiradores.
(Los patricios se sobresaltan patentemente. Sólo el general Gayo permanece tranquilo.)
Licinio.— ¡Calla, nobilísimo Petronio! Ni lo digas.
Petronio.— Fue lo que me pareció. Además de las cosas que nuestro estimado Pisón ha dicho por ahí, poniendo como testigos a los dioses de su decisión de hacer lo necesario para devolver a la casta patricia de Roma el sitio que le corresponde.
Licinio.— ¡Por Júpiter Tonante! ¿En cuántos sitios has abierto la boca, Pisón?
Petronio.— No lo amonestes, Licinio. Pisón es impetuoso y habla, ya que no tiene la oportunidad de actuar... ¿o debo decir el valor?
Grato.— ¿Dirás al César lo que sabes, Petronio?
Petronio.— Nadie aún ha dicho que Cayo Petronio sea un delator. Por otra parte, el padre de este joven fue buen amigo mío; ¿desearía yo algún mal para su primogénito?
Cecilio.— No, no lo creemos. Eres de los nuestros, como Lucano y Séneca. Y todos hemos sido afectados por los mismos problemas por culpa del César.
Petronio.— No me incluyas, Cecilio. No tengo dificultad alguna y Nerón César me allana cualquier problema; así que no tengo queja de él. Excepto quizá de su tacañería.
Grato.— ¿Tacañería?
Petronio.— Así se lo dije a él. Me siento defraudado, luego de haber sido nombrado árbitro de la elegancia, sin tener suficientes oportunidades para poner en práctica mis conocimientos.
Lucano.— Tú impones la moda, aunque no salgas de los límites de tus propiedades.
Petronio.— Me adulas por amistad, pero el tema no era Petronio, sino nuestro emperador. ¿Se trama algo en su contra?
Grato.— No lo digas ni en broma. ¿Cómo podríamos siquiera atrevernos a desear algo malo a Nerón?
Petronio.— Nadie más audaz que el pensamiento, querido Grato.
Licinio.— Sólo bienestar queremos para César. Vinimos a hablar con él, para convencerle de que su actual política comercial es errónea.
Cecilio.— Eres un patricio y no puedes permanecer ajeno a los problemas de la gente de tu clase. Ayúdanos, Petronio. Nerón te escuchará, pues eres su mejor amigo.
Licinio.— También tú, Lucano... y tú, Séneca, preceptor muy amado por nuestro César. Hacedle ver sus errores.
Séneca.— Por desgracia, amigos míos, no tengo el mismo ascendiente que antes sobre el joven soberano.
Cecilio.— Pero aún te distingue con su afecto y se vuelve hacia ti en demanda de consejo sensato.
Séneca.— Consejos que la mayoría de las veces opta por no seguir.
Lucano.— Lo mejor que podéis hacer es acercaros al César más a menudo y demostrarle sumisión y amor. Hay que ganarse el favor de los poderosos; es una ley aunque no esté consignada en pergamino.
Petronio.— Deponed vuestro orgullo.
Pisón.— ¿Disfrutas tú, prescindiendo de tu orgullo en tu trato con Nerón? Me enferma que un hombre de elevada casta tenga que lamer las sandalias de alguien como el César.
Petronio.— Más doloroso es que un patricio respetable se comporte como un estúpido carnero, golpeando una y otra vez con la cabeza contra un sólido muro. No eres muy generoso contigo mismo, ni con los demás.
Pisón.— ¿Lo eres tú?
Petronio.— Sabemos que nuestro César es hombre sensible y necesitado de admiración. Yo, con mis halagos, le obsequio confianza en sí mismo. ¿No es bastante generosidad?
Pisón.— Y eres recompensado con largueza por Nerón.
Petronio.— Los dioses premian al hombre justo. ¿Qué pasa contigo en cambio? Te muestras hostil, amargado y desdeñoso delante de Nerón; le arruinas la digestión por un rato y nadie gana nada. Todos vosotros hacéis lo mismo de una u otra manera.
Grato.— ¿En qué forma molestamos al César? Nos dedicamos a nuestro trabajo, sin darle problemas, ¿no es cierto?
Petronio.— El problema de vosotros es casi como el de Pisón. Viene a menudo al Palatino para embriagarse con los vinos del César, para después proferir amenazas y maldiciones al emperador. Vosotros le hacéis mala cara también con vuestra ausencia. ¿Cómo pues esperáis favores?
Cecilio.— Vinimos en representación de muchos honrados patricios con las mismas o semejantes tribulaciones, no en nombre propio.
Petronio.— Sois muchos los que deseáis conservar la dignidad intachable de vuestros nombres y, al mismo tiempo, aumentar vuestros caudales. Sois demasiados los que dormís en vuestros añejos laureles y no os ubicáis en la realidad.
Pisón.— No nos gusta la realidad de Nerón.
Petronio.— No existe otra. Honor y riqueza muy pocas veces van de la mano.
Licinio.— Extrañas palabras en ti, Petronio. ¿No eres un hombre de honor?
Petronio.— Hace mucho ya que no tengo nada qué ver con eso... por más que no he podido deshacerme del todo de la vergüenza. Conservo ciertos principios, pero debo confesaros que frecuentemente me estorban un poco.
Cecilio.— ¡Terrible época la que nos toca vivir! ¿Qué se puede hacer?
Petronio.— Vivir placenteramente.
Lucano.— Y con elegancia.
Petronio.— Por supuesto, amigo querido. ¿Veo desaprobación en tus ojos, Séneca? Sé que no comulgas con los epicúreos, pero convendrás conmigo en que las doctrinas estoicas son poco divertidas.
Pisón.— Eliges un momento poco propicio para charlas filosóficas, Petronio. Puedes permitírtelo porque estás a salvo de los males que aquejan a los demás.
Petronio.— ¿Males? ¿Cuáles te afectan a ti? ¿Quizá poca notoriedad? Casio Queroneo alcanzó fama y todos pronunciaron su nombre a lo ancho del imperio, cuando abatió a puñaladas a Calígula, pero su notoriedad lo hizo feliz por tiempo muy corto.
Pisón.— ¿Me acusas de algo, Petronio?
Petronio.— De impaciencia, imprudencia y ambición.
Grato.— ¡Cuidado, que alguien viene!
(Cada uno de los personajes adopta una actitud de despreocupación. Un instante después entran Agripina y Tigelino, seguidos por dos guardias pretorianos, que se colocan marcialmente a los lados de la puerta.)