El zorro y los sabuesos

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Por fin salieron andando; la mujer llevaba la mochila de su hija en una mano y un bolso en la otra. Caminaron dos cuadras hasta llegar a la parada del autobús, que no tardó en llegar. Al cabo de unos minutos la niña bajó frente a la escuela y fue a reunirse con varias amigas que esperaban en la entrada. A través de la ventanilla, su madre le lanzó un beso con la mano y continuó el trayecto hacia su trabajo.

—Apresúrate, que estamos llenos —le dijo el administrador en cuanto la vio entrar por la puerta del IHOP donde trabajaba como mesera.

—Al menos deja que llegue —replicó ella con una mueca de fastidio.

Dejó su bolso en el casillero que tenía asignado, se colocó el delantal, y agarró un talonario y un lápiz. En una mesa del fondo un cliente fumaba. La mujer le sirvió un vaso con agua, le dio los buenos días y se dispuso a tomarle la orden.

—Huevos con beicon y salchicha, por favor —pidió el hombre con amabilidad—. Y café —agregó.

—¿Huevos fritos o revueltos? —preguntó ella sin levantar la mirada de la libretita donde anotaba.

—Fritos y que no estén demasiado suaves. ¿Puedo pedir unos panqueques también?

—Todos los platos vienen con panqueques —explicó la mujer—. Enseguida le traigo su café.

El hombre se giró en su asiento y la observó en su andar. Ella arrancó la hoja con el pedido y la puso en una bandejita de madera que estaba sobre el mostrador, frente a los fogones. Después tomó una jarra de café recién hecho y regresó a la mesa del hombre.

—Aquí hay crema, leche y azúcar —le señaló una cesta en la esquina de la mesa mientras llenaba una taza con la infusión. Después se fue a atender a otros clientes.

—Ese hombre te mira con insistencia —le dijo otra mesera.

—¿Qué hombre?

—Aquel de la mesa del fondo.

—Estás loca. ¿Qué va a mirarme?

—Pues sí que te mira —insistió la otra.

—Deja eso, anda. Escucha, necesito un gran favor tuyo: hoy es el cumpleaños de la niña y prometí llevarla a comer pizzas y al cine, pero no me alcanza el dinero que tengo. ¿Podrías prestarme algo?

—Claro que sí, no faltaba más.

—Muchas gracias, amiga. Te lo devolveré la semana próxima en cuanto me paguen.

—Tú preocúpate por que la niña pase un día agradable y deja lo del dinero para otro momento.

La mujer abrazó a su amiga en señal de agradecimiento y enseguida aquella retomó el tema del cliente en la mesa del fondo.

—Te digo que no te quita los ojos de encima desde que le tomaste el pedido. Lo he visto seguirte con la mirada por todo el salón.

—Son ideas tuyas. Siempre piensas que se interesan por mí.

—¿Y por qué no? Además, el tipo no está nada mal.

En efecto, era atractivo. Tenía cabello claro y abundante, mentón cuadrado, brazos musculosos y espaldas anchas. Vestía de manera sencilla y limpia. En eso el cocinero golpeó una campanilla sobre el mostrador y anunció que los huevos y los panqueques estaban listos.

—Aquí tiene su pedido. Tenga cuidado, los platos están muy calientes —le advirtió ella al cliente poniéndole la comida sobre la mesa—. Enseguida le traigo el sirope.

Regresó al mostrador y tomó una jarrita llena con el almíbar. Desde el otro extremo del salón su amiga le abrió los ojos y se mordió el labio inferior. Ella sonrió y regresó a la mesa.

—¿Cómo se llama usted, señorita? —preguntó el hombre.

—Janet —respondió ella señalando con el dedo índice la pequeña placa que llevaba sujetada con un alfiler en su pechera.

—Por supuesto. Qué tonto soy —respondió él.

—No se preocupe. Es una placa demasiado pequeña, casi nadie la nota.

—Puede que no noten la placa, pero es difícil que no la noten a usted. Es muy bonita.

Janet se sonrojó y no respondió al piropo, aunque se preguntó si por esta vez su amiga tendría razón. Siempre trataba de encontrarle pareja, y por eso creía que todos los hombres que venían al restaurante se fijaban en ella. «Estás muy sola —le decía—. Necesitas la compañía de alguien que te dé apoyo y te ayude a criar a tu hija». Ella respondía que prefería estar sola que mal acompañada, y que la niña y ella no necesitaban a nadie.

Le había costado mucho tener a su hija. Aquella discusión con Jimmy en el estacionamiento del supermercado había puesto en riesgo su embarazo, obligándola a mantener reposo y a recibir cuidados que no podía costear. Después del verano, que pasó casi todo el tiempo en su habitación con la nariz metida en un libro, su estado se hizo más visible. Al poco tiempo ya no sirvió de nada usar ropas holgadas, evitar encontrarse con su madre o cualquier otra estratagema de las que se valía. Al fin, la madre descubrió lo que escondía con tanto esfuerzo y quiso obligarla a desvelar la identidad del padre. Ella se negó a hacer tal cosa, en parte, para evitar el escándalo que estaba segura haría su madre, y en parte, porque a esas alturas seguramente Jimmy ya se había ido a estudiar a una universidad al norte del estado, y sus padres no querrían escuchar nada de lo que ella pudiese decir. Tras fracasar en el interrogatorio, la madre de Janet le dijo que le permitiría quedarse con ella hasta que tuviera al bebé, pero después tendría que buscar otro sitio donde vivir. Así ocurrió, y al mes de nacida la niña, la joven madre se vio obligada a abandonar su casa. Durmió en un albergue para indigentes tres días seguidos hasta que se dio cuenta de que no tenía otra alternativa que pedir ayuda a los padres de Jimmy. El padre ni siquiera salió a recibirla. La madre sí salió y, al ver que traía en brazos a aquella criatura de ojos risueños, se le ablandó el corazón. Sin que su esposo supiera, le entregó un poco de dinero que le alcanzaría para comer durante algún tiempo y comprarle pañales y ropas limpias al bebé. Le dio el número de teléfono de un trabajador social que ella conocía y le aseguró que hablaría con él para que le consiguiera ayuda social con tal de que nunca más volviera a aparecer en su puerta.

Janet observó con mayor interés al hombre sentado a la mesa del restaurante: le calculó unos cuarenta años. Tenía la mirada amable. Sus manos eran anchas y con dedos gruesos, como las de alguien que ha trabajado con ellas toda su vida, aunque no mostraban callosidades ni marcas. La había tratado con respeto y con buenos modales. No como otros que le decían groserías y la miraban con ojos lujuriosos. Este se comportaba diferente, era medido y caballeroso.

—Acabo de mudarme a esta zona y no conozco a nadie —dijo él al ver que ella lo observaba en silencio—. Tal vez algún día de estos pudiera usted mostrarme un poco de la ciudad, si no es demasiado atrevimiento de mi parte.

—No es que sea atrevimiento —reaccionó al fin ella—. Es solo que yo a usted no lo conozco.

—Por supuesto, qué torpeza la mía. Ni siquiera le he dicho mi nombre, perdóneme. Me llamo Carl —le dijo él extendiéndole una de sus toscas manos—. Carl Simonetti, y estaría encantado de conocerla mejor.

Capítulo 8

Dania Beach, 1986

Janet verificó la temperatura del pollo en el horno, mientras su hija ponía los platos sobre la mesa cubierta por un mantel blanco. La comida necesitaba otros quince minutos de cocción antes de que estuviese lista. Miró el reloj en la pared de la cocina: «las seis de la tarde, debe estar al llegar», ­pensó. Sacó dos copas del estante sobre el fregadero y las llevó para la mesa.

—Ya puse vasos para los tres —le dijo la niña.

—Estos no son vasos, son copas para vino —respondió Janet.

—¿Y por qué solo dos?

—Porque tú eres una niña y no puedes beber alcohol —le dijo la madre imitando voz infantil. Ambas sonrieron.

—Mamá, ¿me va a gustar Carl?

—No lo sé, hija. Ojalá que sí. De todas maneras, nos vamos a enterar muy pronto, llegará en cualquier momento.

Hacía dos meses que Janet mantenía una relación con Simonetti. Después de aquella mañana en IHOP, él regresó al restaurante cuatro veces más hasta que logró romper su resistencia y ella aceptó salir con él. Una cosa llevó a la otra y al fin la mujer se rindió a las atenciones de aquel hombre amable. No obstante, había preferido esperar para presentárselo a su hija. Cuando creyó que había llegado el momento correcto, lo invitó a su casa.

Por fin sonó el timbre de la puerta, y Janet se acomodó el cabello frente al espejo de la salita-comedor antes de abrir. Simonetti traía una caja de chocolates que le entregó a la niña diciéndole que era un regalo para ella.

—Mi nombre es Carl Simonetti —se presentó inclinándose hasta quedar a su altura—. ¿Cómo se llama usted, señorita?

—Abigail, aunque todo el mundo me dice Abby.

—Mucho gusto, Abby. ¿Sabías que tu nombre significa que eres alguien que da alegría?

—No lo sabía —respondió ella y lanzó una mirada cómplice a su madre, que observaba el episodio con satisfacción.

—Pues ahora ya lo sabes. Espero que te gusten los chocolates.

—Sí, gracias. Me encantan.

Sirvieron al fin la cena que transcurrió con tranquilidad entre chistes, risas y sorbos del vino blanco que Janet había comprado para la ocasión. Al terminar, Abby ofreció sus chocolates a modo de postre y entre los tres dieron buena cuenta de la caja de dulces. Después de fregar los trastos estuvieron todos de acuerdo en ver una película que ponían en la tele.

—Mamá, nosotros deberíamos ganar un concurso para poder irnos de viaje a Inglaterra —dijo Abby refiriéndose a la trama de la comedia que veían.

—¿Y cómo haríamos para conducir por la izquierda en Inglaterra?

—No necesitaremos conducir nosotros porque el nuestro será un concurso muy importante y vamos a ganar muchísimo dinero. Podremos contratar a un chófer de allá, que sepa cómo hacerlo.

 

—¿Y no preferirías un viaje a un país tropical, con playas y sol?

—Con el sol de Florida es más que suficiente —respondió la niña adoptando una actitud altiva y haciendo un gesto con la mano que a todos les pareció muy gracioso, por lo inusual que resultaba en alguien de su edad.

—¿Entonces te gustan los concursos y los juegos? —le preguntó Simonetti.

—Sí, me encantan.

—¿Cuál es tu juego favorito?

—Me gustan todos los juegos. Cualquiera que sea divertido. Los acertijos son mis favoritos —respondió ella con evidente entusiasmo—. A ver si adivinas este: ¿Cuál es una palabra de cuatro letras, que tiene tres, aunque se escribe con seis, mientras tiene ocho, raramente consta de nueve y nunca se escribe con cinco?

Simonetti se rascó la cabeza y entrecerró los ojos. Hizo como si pensara y después de unos segundos reconoció no tener ni idea de qué palabra se trataba.

—No es una palabra, son seis palabras —respondió Abby con una amplia sonrisa—. Si pones las pausas correctas verás que Cuál tiene cuatro letras, Que tiene tres, Aunque tiene seis y así continúa el juego.

—Muy ingenioso. Me has pillado con esa.

—Otro más, a ver si esta vez lo adivinas: Entre nadie y ninguno construyeron una casa. Nadie salió por la puerta y ninguno por la ventana. ¿Quién se quedó dentro?

Una vez más Simonetti se rascó la cabeza y repitió los mismos gestos de la vez anterior. Al cabo de unos segundos Abby le preguntó si se daba por vencido, y él pidió algo más de tiempo para intentar resolver el acertijo. Al poco rato dijo que la casa había quedado vacía puesto que los dos que la construyeron la habían abandonado.

—¡Perdiste! —dijo Abby con gran exaltación—. La respuesta es Entre. La casa la construyeron tres personas: Entre, Nadie y Ninguno. Te he pillado otra vez.

—Ya lo creo —respondió Simonetti entre risas—. Todo indica que los acertijos no son lo mío.

—Entonces, ¿qué juego te gusta? —lo interrogó la niña.

—Mi juego favorito es El zorro y los sabuesos —respondió el hombre—. ¿Lo conoces?

—No, nunca he escuchado de ese juego. ¿Cómo va?

—Es un juego de estrategia donde gana quien más astuto sea. Un jugador representa el papel del zorro y otro o varios otros representan a los sabuesos. Las reglas son muy simples: si los sabuesos logran atrapar al zorro antes de que este regrese a la madriguera de partida, ganan. Si el zorro consigue escapar del acecho de los sabuesos, entonces será el ganador.

—¿Y por qué dices que es un juego de estrategia y que gana el más astuto? Para mí es como las agarradas.

Simonetti sonrió al ver el interés reflejado en los ojos de aquella niña inteligente y avispada.

—El juego comienza en la madriguera del zorro, quien siempre sale con ventaja. —Había apoyado los codos en las rodillas y hablaba con un leve tono misterioso—. A partir de ese momento deberá ser muy astuto y confundir a los sabuesos con pistas falsas. Si consigue que sus perseguidores caigan en la trampa y sigan las pistas que él les deja, entonces siempre sabrá dónde se encuentran los perros, y el camino de regreso a su meta quedará despejado. En cambio, si uno solo de los sabuesos descubre que sigue pistas falsas, todo habrá acabado para el zorro.

—Un momento, un momento —protestó Abby—. Se supone que todos los jugadores conocen las reglas del juego. ¿Cómo es posible que los sabuesos sean tan tontos de seguir pistas que saben que son falsas?

—Eres muy inteligente, Abby. No se te escapa ningún detalle. Lo que sucede es que aún no te lo he dicho todo. Junto con las pistas falsas, el zorro también dejará pistas reales. De esa manera los sabuesos no pueden desestimar ninguna, sino que deberán descubrir cuáles son reales y cuáles no lo son. Por eso es por lo que se trata de una batalla de astucia. De esa forma, el juego se desarrolla entre la realidad y la mentira, y obliga a los jugadores a actuar guiados por su propio instinto, sin apenas darse cuenta de que se trata de un juego. ¿No piensas que esos son los mejores juegos?

—Bueno, bueno —interrumpió Janet, que hasta el momento había guardado silencio, extasiada con la conexión entre su hija y Simonetti—. Ya está bien de cháchara, Abby. No dejas que Carl pueda ver la película.

—Esa película ya la vimos —se defendió la niña.

—Entonces será mejor que pongamos una donde salgan playas y sol —le dijo Janet para molestarla—. A lo mejor con eso te embullas a dar un viaje al Caribe.

—Nada de eso, ya te dije que no quiero más sol que el de aquí. Yo lo que quiero es conocer Europa y ver los castillos y los palacios de los reyes. —Se giró en dirección a su madre y se sentó sobre una pierna doblada—. Mamá, ¿se puede ver a los reyes?

—No lo sé, hija. Imagino que habrá alguna manera de verlos.

—¿Y se pueden tocar?

—Existe un protocolo para tratar con la monarquía —respondió entre risas Simonetti.

—¿Un pro qué?

—Protocolo, es un término que se refiere a reglas que hay que cumplir. En el caso de la monarquía estas reglas suelen ser muy estrictas y no creo que se permita manosearlos. Quién sabe, puede que esté equivocado. Ya me lo dirás tú después de que vayas a verlos.

—¿Tú has conocido algún rey, Carl?

—No.

—¿Entonces cómo sabes todo eso del proctólogo?

—Proctólogo no —la corrigió Janet con una carcajada—. Carl dijo pro-to-co-lo. Lo que tú dijiste es algo muy diferente.

—Muy diferente —subrayó el hombre también entre risas—. Pero no hay de qué avergonzase —le dijo tomando las manos de la niña entre las suyas—. Manejas muy bien el lenguaje. Tienes un vocabulario muy rico para alguien de tu edad.

—Imagino que es por todos esos libros que siempre está leyendo —aclaró Janet—. Esta niña es una polilla. No ha terminado de leer un libro y ya está empezando con el siguiente.

—Leer es un hábito muy bueno —agregó Simonetti—. Aunque parece que esta vez perdiste con un juego de palabras similar al de tus acertijos.

Rieron todos y al fin convinieron en seguir viendo la película sin más interrupciones. Después de que terminara, la niña se fue a la cama y los adultos tomaron un último café. Él insinuó que pasaran la noche juntos, pero ella pensaba que era demasiado pronto para que Abby lo viera quedarse a dormir. Además, su casa tenía un solo cuarto y no veía con buenos ojos que pasaran la noche en la misma habitación donde dormía su hija. Al cabo de un rato se despidieron en la puerta con un apasionado beso, y ella quedó feliz de haber encontrado a un hombre como aquel. Tras largos años volvía a creer que la felicidad plena era posible.

Capítulo 9

Miami, época actual

El doctor Paul Sherman dejó dos trajes de diseñador y cuatro camisas blancas en la tintorería, después caminó hasta el Starbucks coffe de la esquina y tomó un café grande y un danish pastry con nueces. Cuando terminó de comer su desayuno subió al auto que había dejado estacionado en la calle, y media hora más tarde aparcó en The Biltmore Golf Course. Con un saco de palos a cuestas, enseguida se reunió con dos de sus mejores amigos.

A sus sesenta y dos años, Paul Sherman mantenía fama de conquistador, y no sin razón. El ejercicio físico y una buena alimentación lo conservaban en forma y le procuraban con las mujeres la popularidad de la que pocos hombres de su edad podían presumir. Dos veces por semana se reunía en el club de golf con sus colegas: un cardiólogo que vivía de su retiro y de algunas inversiones, y un ginecólogo-obstetra, aún en ejercicio de la profesión.

—¿Han visto lo que ocurrió en Midtown? —preguntó el mayor de los tres al superar el segundo hoyo.

—¿Qué ocurrió? —respondió el otro.

—Le pegaron un balazo al de seguridad de un edificio residencial y la Policía no tiene ni idea de quién es el asesino.

—Eso no tiene nada de particular —intervino Sherman—. En este país todos los días le disparan a alguien.

—Esto es diferente. Le dispararon en la cabeza desde cuatro o cinco cuadras de distancia. Eso no es un tiroteo de pandillas, un robo o uno de esos crímenes de odio. Tiene que ser un francotirador.

—Yo no he escuchado nada —intervino el otro amigo restando importancia a la excitación de su colega.

—¿Cómo es posible? Lo dijeron en las noticias de la tarde.

—Es que algunos aún tenemos que atender pacientes a esa hora; no todos podemos vivir retirados con pensiones tan jugosas como la tuya.

Los tres rieron.

—Yo tampoco he visto esa noticia ni he leído nada sobre ella —aclaró Sherman—. Con seguridad se trata de uno de tantos otros casos.

—No lo creo. Este va a dar de qué hablar. ¡Imaginen, hasta la Policía ha ocultado evidencias o no ha dicho a la prensa todo lo que sabe!

—¿Y cómo lo sabes tú?

—Porque hay un tipo que escribe cosas muy interesantes en las redes sociales. Es independiente y tiene un blog de periodismo de investigación. El muchacho es bueno. Suele meterse en temas complicados y expone evidencias que han puesto a temblar a más de uno en esta ciudad. Tiene una multitud de seguidores y su blog cuenta con muchísimas visitas. Anoche leí lo que escribió sobre el caso de Midtown y asegura que la Policía ocultó información a la prensa. Dice que el asesino disparó desde el piso doce de un edificio en construcción, en la esquina de la Primera Avenida y la calle 29 del noreste. El tipo dejó un mensaje cifrado en la pared de ese edificio y se sospecha que la víctima no fue casual sino escogida con premeditación.

—¿Qué credibilidad puede tener un bloguero? —protestó el otro amigo.

—No digas eso, este muchacho se ha ganado una clara reputación entre sus lectores y se nota que sabe de lo que escribe. Además, todo indica que cuenta con una fuente fiable. Lo más probable es que alguien dentro de la misma Policía le pasa información.

—¿Eso no sería obstrucción de la justicia? —preguntó Sherman.

—Según mi mujer, eso depende de varios factores —respondió el cardiólogo, que estaba casado con una jueza, también retirada—: si los datos que ese blogger publica son desconocidos por los investigadores, entonces sí podría considerarse un delito. Pero en este caso están al tanto de todo lo que el chico escribe, solo que no han querido hacerlo público. El muchacho tiene todo el derecho de decir lo que sabe, y como periodista está más que avalado para ello. Las autoridades habían dicho en su declaración a la prensa que buscaban a un hombre de seis pies de estatura, entre ciento sesenta y ciento ochenta libras, que monta una motocicleta negra de fabricación italiana. Él agregó que, por la naturaleza del mensaje que dejó en la pared, no se descarta la posibilidad de que sea un exmilitar con problemas mentales y fanatismo religioso.

—¿Qué decía el mensaje? —preguntó el otro amigo.

—«Anger cannot be dishonest».

—¿Qué tiene que ver eso con fanatismo religioso?

—Bueno, eso dicen ellos. A mí no me preguntes, preguntémosle al psicólogo. —Apuntó con la barbilla hacia donde estaba Paul Sherman.

—¿Y cuáles fueron las razones para que este tipo matara al guardia del edificio? —preguntó este último sin prestar atención al asunto del mensaje.

—Ahí es donde están todos trabados. Según parece, hasta el momento se desconoce ese dato y se descarta robo, chantaje o cualquier cosa similar. ¿El mensaje te dice algo?

—Yo no soy psiquiatra forense. Sin embargo, esa frase me suena, en alguna parte la he leído antes. —Sacó el teléfono celular del bolsillo de su pantalón y buscó en Google—. ¿Cómo dices que es la frase?... Ah sí, aquí está. Pertenece a Marcus Aurelius. Tu asesino, querido amigo, no es un fanático religioso, es un filósofo.

Paul Sherman era dueño de una consulta privada donde ofrecía sus servicios como terapeuta y cobraba honorarios que le permitían vivir en una de las zonas más exclusivas de la ciudad. Tenía una carrera profesional muy activa. Recibía pacientes cuatro días a la semana, dictaba conferencias en la Universidad de Miami para los estudiantes del doctorado en Psicología, y escribía artículos para una revista especializada. Su vida privada, en cambio, era libertina, con frecuentes recepciones en su casa que duraban toda la noche y donde siempre amanecía con más de una mujer. En una de esas juergas conoció a Sandra, una pelirroja de pechos puntiagudos, veintisiete años más joven que él y con un desquiciado apetito sexual. El doctor Sherman no era dado a repetir la misma mujer más de dos o tres veces a lo sumo, pero no ocurrió así con la atractiva pelirroja de treinta y cinco años con quien se veía desde hacía seis meses, y con quien incluso había llegado a conversar sobre la posibilidad de mudarse juntos.

 

—Deberías alquilar esta casona o venderla —le dijo Sandra desde la cocina mientras servía agua mineral en una copa—. Esto es demasiado grande, mejor compra algo en Brickell y nos mudamos juntos.

—No es tan grande —le respondió Sherman desde un sofá de cuero en la sala de recreo—. Son apenas cuatro habitaciones; lo que pasa es que los espacios son muy amplios y luminosos, y hacen que la casa parezca más grande de lo que en verdad es.

Sandra caminó hasta él con la copa burbujeante en la mano y se sentó a horcajadas sobre sus muslos.

—¿Y el garaje para tres autos, y el patio donde se podría realizar un concierto, y la piscina de dimensiones olímpicas, y esa terraza enorme, y los cinco baños, el salón de billar, el florida room con televisor de setenta y cinco pulgadas y reclinables gigantescos? ¿Me vas a decir que eso no hace que sea una casa grande?

—No te comprendo, Sandra —dijo Sherman acariciando el abundante cabello escarlata—. Todas las mujeres que conozco querrían vivir en una de las mansiones de Cocoplum, y tú, que tienes esa posibilidad en tus manos, prefieres irte a un apartamento.

—Es que yo no soy todas las mujeres que conoces —le dijo ella, coqueta, y puso sus generosos pechos sobre la cara del psicólogo—. Yo soy especial, por eso te quedaste conmigo y no con otra.

Él sonrió y besó con efusividad los espléndidos senos. Después le pidió que bajara de sus piernas, se puso en pie y fue hasta el bar a servirse un trago. El reloj que colgaba en la pared de la cocina estaba a punto de marcar las ocho de la noche, y fuera casi había oscurecido por completo. Sandra fue hasta el amplio ventanal de cristal y descorrió las cortinas; luego atenuó la luz de la habitación y prendió una música suave. Sherman terminó de prepararse la copa y al volverse vio que la pelirroja se había deshecho del negligé que usaba y se encontraba desnuda, o casi desnuda porque aún llevaba un diminuto y provocador panty con forma de corazón.

—Los vecinos pueden verte —dijo Sherman.

—¡Hm! —gimió ella—. ¿Tú crees?

—Es casi seguro que alguien pueda verte a través de los cristales con solo asomarse a una de sus ventanas.

—No creo que tenga tanta suerte —respondió Sandra excitada ante la posibilidad de exhibicionismo.

—Pues yo creo que es muy probable.

—Es mejor que no corramos riesgo. Hagamos que las cosas funcionen como deben ser —respondió ella mientras subía un poco la intensidad de la luz. Después abrió de par en par la puerta de cristal que daba al patio y desde donde se podía ver las habitaciones de las plantas altas en dos de las mansiones vecinas.

A la mañana siguiente, mientras el doctor Sherman tomaba el desayuno, Sandra sacó una bolsa con basura y algunas botellas vacías. Tras dejar los desechos en los contenedores, se acercó hasta el buzón y revisó en su interior.

—Esto llegó por correo. —Le entregó un sobre blanco y cuadrado.

—¿Qué es?

—No lo sé. Es muy extraño; no tiene dirección de remitente ni destinatario.

—Deja que lo vea.

Tomó el sobre, lo abrió y extrajo de su interior una tarjeta de idéntica geometría, también de color blanco, con los bordes en negro, un número 3 en el centro y la frase: «Death smiles at us all; all we can do is smiling back».

Capítulo 10

Dania Beach, 1986

Habían transcurrido cuatro meses desde que Simonetti y Janet decidieran vivir juntos. La pareja ocupó el único cuarto de la casa y mudaron la camita de Abby a un rincón, junto a la mesa del comedor. Janet se quejaba de que la vivienda era muy pequeña para alojar a los tres, y él le decía que con lo que ganaban no podía alquilar algo más espacioso.

—Entonces deberías conseguir un trabajo donde ganes más —le dijo ella un día en que discutían el tema.

—Por ahora tengo que seguir en la carpintería. Más adelante podré buscar otra cosa.

—Por qué no me dices de una vez qué es lo que te ata allí. Ni siquiera el dueño te agrada.

—Confía en mí —le pidió él—, esperemos unos meses hasta que pueda buscar otra cosa. Después todo mejorará.

—Unos meses, dices. ¿Cuántos son unos meses?

—Diez o doce, más o menos.

—Entonces no son unos meses, es un año entero. ¿Cómo se te ocurre que podamos vivir así todo ese tiempo? La niña necesita su propio cuarto. No puedo permitir que duerma en el comedor durante todo un año.

—Ya te he dicho que ahora no puedo cambiar de empleo. ¿De qué manera tengo que decirlo para que lo entiendas?

Simonetti había acompañado la última frase con un manotazo sobre la mesa y en un tono que ella no le había escuchado antes. La mujer guardó silencio y él se refrescó la garganta con un trago largo de una cerveza que sacó del refrigerador.

—No hagas que me moleste —agregó al verle la cara de preocupación—. En el momento adecuado buscaré otra cosa, ahora no.

—¿Podrías al menos explicar por qué? —insistió ella.

El hombre resopló a sabiendas de que ella no dejaría de preguntar. Terminó su cerveza y enseguida sacó otra de la nevera.

—Está bien —le respondió lanzando la tapa de la botella hacia el cesto de la basura—. Voy a contártelo todo, pero tienes que prometer que escucharás la historia hasta el final y sin interrumpir.

Janet hizo una señal de aceptación con la cabeza, y él insistió en que debía aceptar sus condiciones con palabras. No dijo nada más hasta que ella prometió en voz alta que le dejaría contar toda la historia.

—Hace doce años estuve casado —explicó al fin Simonetti—. Se llamaba Pearl White y vivíamos en Miami. Ella tenía algunos problemas de carácter, ya sabes, era muy insegura y se irritaba con facilidad. Pensaba que yo andaba con alguna otra mujer. Te juro que no era cierto. Cada vez que me iba de caza le daban unos ataques tremendos y la emprendía conmigo. A veces se ponía muy intensa y me amenazaba de diferentes formas. Llegó a prometer que me prendería fuego mientras dormía. El asunto es que un día de esos en que preparaba mis cosas para ir a cazar, la mujer empezó a insultarme, como siempre hacía. Al ver que no le prestaba atención, se puso como loca y me lanzó una cazuela, y me habría roto la cabeza de no ser por mi rápida reacción. Traté de hacer que se controlara. La tomé por los brazos y la zarandeé un poco, a ver si entraba en razones. Era muy temprano y como la noche anterior habíamos bebido unas cervezas, los dos teníamos un poco de resaca y eso no ayudó. En cuanto la sacudí perdió la razón, me arañó la cara con las uñas y me pegó un rodillazo en las bolas que me dobló en dos. Cuando volví a mirarla, tenía un cuchillo en una mano y una sartén en la otra, lista para hacer quién sabe qué. Agarré una toalla que estaba sobre el respaldo de una silla y me la enrollé en una mano para tener alguna protección. Al fin logré arrebatarle el cuchillo, después la tomé por el cuello, con una mano y con la otra sujeté la sartén hasta que pude quitársela. Ella seguía golpeándome como una loca y yo trataba de defenderme. La rabia y el alcohol en la sangre nos cegaron y apreté mis manos cada vez más. La muy loca no dejaba de patalear y arañar como una gata rabiosa. Oprimí su cuello con más fuerzas a ver si lograba tranquilizarla hasta que noté sus convulsiones, y vi que la orina goteaba en el piso. No estaba seguro de lo que pasaba; la solté y cayó desplomada en medio de un charco amarillo. La empujé con un pie, sin que reaccionara. Me incliné y la llamé por su nombre zarandeándola por los hombros, tampoco se movió. Entonces comprendí que estaba muerta, yo la había estrangulado.

Janet escuchaba el relato con una mano en la boca y los ojos llenos de lágrimas. De pronto le vino una arcada, se levantó de la silla donde estaba y se metió en el baño. Simonetti terminó de tomar su cerveza, hizo una mueca de fastidio y fue en dirección al baño. Pegó una oreja a la puerta cerrada y escuchó que Janet vomitaba.