El zorro y los sabuesos

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—No fue mi culpa —dijo él—. Fue en defensa propia; esa mujer estaba loca y quería matarme con un cuchillo. Yo no quería que las cosas llegaran a ese punto. Fue un accidente, lo juro.

Mientras Simonetti hablaba, Janet, de bruces sobre la taza del baño, seguía vomitando. Cuando no tuvo nada más que expulsar, se lavó la cara con agua fría y salió del baño. Lo encontró recostado a la pared junto a la puerta.

—Fue en defensa propia —repitió él por enésima vez—. Pagué doce años de prisión por culpa de aquella loca. Era su vida o la mía. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¡Doce años, Janet! ¿Me estás escuchando? Doce años en los que recibí el trato que se le da a un animal.

—¿Qué tiene que ver eso con buscar un trabajo nuevo? —fue lo único que se le ocurrió decir a ella.

—¿Recuerdas la vez en que nos conocimos en el IHOP? —respondió Simonetti—. Ese fue mi primer día fuera de prisión, después de doce años. Salí bajo libertad condicional y tengo que reportarme cada semana a un supervisor y trabajar en donde acepten mi condición y que además sea algo que el supervisor apruebe. Por eso no puedo buscar otra cosa.

—¿Por qué no me habías dicho nada de esto antes?

—Por miedo a que no me aceptaras. Temía que si te lo decía no quisieras seguir conmigo.

—¿Y qué te hace pensar que seguiré contigo ahora que lo sé todo?

—Tú sabes que yo no soy así. Tú me conoces, aquello fue un accidente. Yo jamás te haría daño a ti o a la niña. Ustedes son lo único que tengo en este mundo. Yo jamás le haría daño a nadie.

—Pero mataste a Pearl White —le reprochó ella.

—¡Ya he dicho que fue un maldito accidente! —se exaltó él—. ¿No es suficiente con que pasara doce años encerrado como un perro? ¿Acaso no pagué mi deuda con la sociedad? ¿Qué más quieres de mí? ¿No merezco una segunda oportunidad?

Janet estaba recostada en una pared con los brazos cruzados sobre el pecho y el corazón desbocado. Le temblaban las piernas y temía que Abby regresara de la casa de la amiguita adonde había ido a jugar y se encontrara con una discusión como aquella. Trató de organizar sus pensamientos y se le ocurrió que no debía provocar la ira de Simonetti, aunque tampoco podía permitirle quedarse en casa. Primero tendría que reflexionar sobre el caso antes de tomar una decisión.

—Creo que lo mejor es que nos enfriemos un poco —dijo ella—. Todo esto me ha tomado por sorpresa y puedo darme cuenta de que tampoco a ti te agrada este tema, como es de suponer. Sería muy conveniente para los dos si dejáramos pasar unos días, hasta que pueda pensar con claridad, así que te pido, por favor, que te vayas a un hotel.

—No puedes hacerme esto, Janet —suplicó Simonetti—. ¿Cómo voy a estar lejos de ti?

—Es solo por un par de días —respondió ella temiendo una reacción agresiva—. Necesito poner mi cabeza en orden. Después volveremos a hablar.

—Aquí tienes los datos del supervisor de la condicional —le dijo él, extendiéndole una tarjeta—. Puedes llamarlo y preguntarle por mí, o si prefieres ve a verlo. Verás que no tiene ninguna queja mía y que me comporto como esperan que lo haga. Ya le pagué al Estado con doce años tras las rejas. Ya pagué mi culpa y merezco otra oportunidad para rehacer mi vida. No me niegues eso, Janet.

Simonetti se le acercó y la besó en la cara y los labios. A ella le tembló todo el cuerpo y creyó que las piernas se le doblarían en cualquier momento. Sin embargo, no ofreció resistencia, aunque tampoco devolvió las caricias. Después le reiteró su deseo de que se fuera de la casa por unos días y por fin él aceptó. El hombre fue al cuarto y al rato salió con unas cuantas mudas de ropa en un maletín. Le dio otro beso a Janet y le prometió que la dejaría tranquila durante unos días para que pensara en todo aquello. De salida se cruzó con Abby, que regresaba de jugar con su amiguita.

—¿Para dónde vas? —preguntó la niña al ver el maletín.

—Tengo que ausentarme por cuestiones de trabajo —mintió él—. Serán apenas dos o tres días; estaré de vuelta la semana próxima—. Le acarició la cabeza y le dio un beso largo en la cara.

La niña lo despidió y cerró la puerta al entrar. Dio unos cuantos pasos hasta el comedor, donde su madre permanecía recostada a la pared y, al verla tan pálida, preguntó qué le ocurría. Como única respuesta Janet la abrazó muy fuerte contra su pecho y enseguida rompió en llanto.

A primera hora de la mañana siguiente, Janet llamó al número de teléfono que aparecía en la tarjeta que Simonetti le había dado y pidió una entrevista con el supervisor de la condicional. La oficina se encontraba en Pembroke Pines, en un edificio de dos pisos, maltrecho y de aspecto decadente. Abby la acompañaba porque Janet no quería dejarla sola en la casa.

Les abrió la puerta un hombre grueso, de mediana estatura y aspecto desagradable. Pasaron al interior de una oficina con techo bajo y paredes forradas en madera contrachapada. La alfombra mostraba manchas por todos lados y el aire olía a humedad y a encierro. Janet ocupó una silla frente al escritorio atiborrado de papeles, y Abby se sentó en un sofá de dos plazas, que se encontraba bajo una ventana tapiada con papel metálico.

—¿Cómo puedo ayudarla? —preguntó el oficial acomodándose en la silla giratoria detrás del escritorio.

—Se trata de Carl Simonetti —respondió ella sin preámbulo—. Hace cuatro meses que vivimos juntos, y ayer me enteré de lo que pasó con Pearl White, y de que está bajo libertad condicional.

—¿Cómo se enteró? ¿Quién se lo dijo?

—Él mismo me lo contó.

—¿Y qué quiere que yo le diga?

—Todo lo que necesite saber. Comprenderá que me alarme descubrir que el hombre con quien vivo tenga esos antecedentes.

—La sentencia fue de ase… —se detuvo un momento al ver que la niña seguía el hilo de la conversación, por lo que decidió no utilizar la palabra asesinato—. Fue «algo» en segundo grado, si sabe a qué me refiero. La defensa alegó que se trataba de un caso en defensa propia. No sé qué más quiere saber.

—¿Cree usted que volverá a hacerlo? —preguntó ella.

—Nunca se sabe con certeza qué puede llegar a hacer un hombre. Si pregunta mi opinión, creo que no. Simonetti no es como otros; es inteligente y aprende rápido. Yo creo que tuvo mala suerte con una mujer que estaba desquiciada y que logró acabar con su paciencia. Para mí que ya aprendió la lección.

—Si decidiera darle otra oportunidad y, en algún momento… —titubeó ella—. Digamos que llega el día en que algo ande mal. Ya sabe, que crea que…

—Si en cualquier momento cree que está en peligro su seguridad, solo tiene que llamarme —la interrumpió el oficial, que creyó adivinar lo que quería decir—. Por supuesto, si se trata de un peligro inminente llame al 911. Si solo es algún comportamiento sospechoso, algo que no le encaje con la conducta más o menos normal, entonces llámeme, o venga a verme. Aunque le repito que no creo que pase nada.

Madre e hija salieron de aquella oficina un poco más tranquilas. Durante el trayecto a casa Abby quiso saber todo lo ocurrido en el pasado de Simonetti, y Janet se vio obligada a explicarle la situación, aunque evitó detalles que pudieran resultar demasiado cruentos para una niña de su edad. Le contó que hacía algunos años Carl había estado casado con una señora que era muy nerviosa. Explicó que, durante una discusión, la mujer agredió a Simonetti y este se vio obligado a defenderse. En la riña la mujer sufrió fuertes golpes que le ocasionaron la muerte y Simonetti fue acusado por ello, por lo que tuvo que cumplir una condena en prisión.

—¿Entonces él la mató? —preguntó Abby con los ojos como platos.

—No, bueno, sí. —Janet no sabía cómo responder—. Podría decirse que sí lo hizo, pero todo fue un accidente y en defensa propia. ¿Me entiendes? Además, ya pagó su deuda con la justicia.

De pronto cayó en la cuenta de que defendía al hombre al que minutos antes le tenía miedo y desconfianza. Abby notó la confusión de su madre, y pensó en una manera para demostrarle algún tipo de apoyo en aquella situación tan extraña para ellas.

—¿Quién es ese hombre con el que acabas de hablar?

—Es el oficial supervisor de la condicional. Carl salió en libertad condicional. Eso quiere decir que…

—Sé lo que significa eso, mamá.

—Pues ese señor es el supervisor del condicional asignado a Carl.

—Si él dice que no hay peligro, entonces debe ser cierto. Esos oficiales saben mucho de los reclusos que supervisan.

—¿Y tú cómo sabes de esas cosas, Abby?

—Las películas, mamá, las películas.

—Tendremos entonces que controlar un poco más qué tipo de películas miras. Tú estás muy chiquita para ese tipo de cosas.

—¿Chiquita dices? Si tenemos la misma altura.

—Que seas alta no te da más edad. Sigues teniendo diez años y sigues siendo un bebé.

—¡Mamá…!

—Sí, señorita, eres mi bebé y así será siempre —le dijo Janet pasándole el brazo sobre los hombros y estrechándola contra su pecho.

—¿A quién salí tan alta, mamá?

—Imagino que a la familia de tu padre. Te pareces mucho a mí en el rostro, el pelo y esas cosas. Pero la estatura la heredaste de tu padre.

—Nunca me hablas de él. No sé cómo era ni cómo lucía.

—No tienes por qué hablar de él en pasado. Que yo sepa, no se ha muerto aún. —Las dos rieron—. Jimmy era el chico más guapo de todo el colegio —explicó Janet con brillo en los ojos—. Era muy alto, con un cabello hermoso y brazos muy fuertes. Resultó que por dentro tenía un corazón de hiena.

—¿Lo dices porque nos abandonó?

—Por eso también —respondió la mujer acariciándole el cabello—. Mejor hablamos de todo eso en otra ocasión. ¿Qué tal si aprovechamos que andamos juntas y vamos a tomar helados?

 

—¡Perfecto!

Se dirigieron a un centro comercial que quedaba al cruzar la calle y donde se encontraba una heladería que se anunciaba en un letrero lumínico a la entrada del complejo. Mientras tomaba su helado, Abby quiso saber si Carl regresaría a vivir con ellas y su madre no supo qué responder.

—Tengo miedo a equivocarme —le dijo a su hija. Sin embargo, no estaba segura a qué equivocación se refería: equivocarse por darle una oportunidad a un exconvicto o por no dársela a un inocente.

Capítulo 11

Miami, época actual

—No puedes hacer eso, Meera. Tú bien sabes cómo es mi trabajo. Yo no tengo un horario fijo como el tuyo, en donde siempre pasa lo mismo. Lo mío es diferente.

—¿También tengo que soportar que me llames predecible? —protestó ella— Por supuesto, el señor detective es una persona muy importante que se dedica en cuerpo y alma a combatir el crimen en Miami, aunque no sea capaz de encontrar un maldito minuto para pasar con su hija.

—No digas eso, Meera.

—¿Y qué otra cosa puedo decir, Alex? —reclamó ella—. Tal vez, escucha bien esto, tal vez, si me esfuerzo, pueda entender algo de tu comportamiento, pero dime cómo se lo explico a una niña de siete años que todas las noches llora y llama a su padre. Cada día me cuesta más tranquilizar a Sophie.

—Es que no depende de mí —se defendió él—. ¿Qué tengo que hacer para que lo entiendas? Yo soy inspector de homicidios y cada vez que un animal de esos anda suelto yo tengo que atraparlo antes de que cometa más crímenes. No tienes ni idea de las cosas a las que me enfrento todos los días. No imaginas lo enfermas que pueden estar algunas personas y yo tengo que enredarme en eso a diario.

—Claro que lo sé. Recuerda que he pasado diez años de mi vida contigo. Yo sé con el tipo de personas que tienes que lidiar. Es tu hija quien no lo sabe, y no lo puede saber porque aún es muy pequeña. Tu hija te necesita a ti, no al inspector atrapacriminales, sino a ti, a su padre.

Ella calló, y ambos giraron la cabeza en direcciones opuestas. Meera dejó que la mirada flotara en las verduzcas aguas de la bahía y que el viento batiera su abundante cabello azabache. Alex observó el ir y venir de la gente. Estaban decepcionados de ver que su relación se había reducido a una guerra de reproches.

Se habían conocido cuando Alex aún vestía el uniforme azul de la Policía de Miami y llevaba el cabello muy recortado. Fue durante una ronda de rutina en una discoteca. Meera salió pasada de tragos, y él tuvo el tino de persuadirla para que no condujera en esas condiciones. Unos días después se reconocieron durante un festival callejero de música alternativa. Salieron juntos un par de veces; una cosa llevó a la otra y surgió una relación que pronto se convirtió en matrimonio. Tiempo después, Alex pasó a ser detective de homicidios. Su carrera tomó vuelo cuando en apenas cuarenta y ocho horas el novato detective logró capturar al secuestrador de un niño de cuatro años, y con ello salvar la vida del pequeño. Después vinieron otros casos de mayor o menor importancia, y en cada uno mostraba un olfato natural para detectar a los criminales. Sin darse cuenta, se sumergió más y más en su trabajo y se alejó de su propia familia. Llegó el momento en que su matrimonio cayó en crisis, y entonces surgió la amenaza de divorcio. Pero estaba Sophie de por medio. La niña tenía gran apego a su padre, y los dos progenitores estaban seguros de que la niña sufriría con una separación. Sin embargo, siempre que Alex se adentraba en una investigación y se alejaba de ella, Sophie caía en profundos episodios de ansiedad. Meera había intentado sin éxito controlar la situación, por lo que decidió adoptar métodos menos convencionales: primero le exigió que pasara tiempo con la niña, y que en ninguna circunstancia dejara de llamarla todos los días, aunque estuviera en medio de un caso de los más complicados. Al principio su estrategia funcionó, y él se las arreglaba para no desaparecer durante largos periodos, y para llamar a su hija a diario sin importar si venía o no a dormir a la casa. Entonces secuestraron a Samantha Díaz, una niña hispana de ocho años que vivía en un barrio pobre de la ciudad, y le asignaron el caso a él. Fueron semanas de angustia y de muchísimo trabajo, hasta que descubrió al secuestrador y dio con el paradero de la niña. Cuando llegaron al sótano donde estaba, ya era muy tarde, y el cuerpo de Samantha Díaz se encontraba sin vida y destrozado de una manera que a Alex le pareció de lo más abominable. Aquel caso había sido el más importante y mediático de la carrera del joven detective, marcándolo como ningún otro. De la noche a la mañana, Alex se volvió escéptico ante las posibilidades de evolución del ser humano. Después de ver tanta miseria y salvajismo en las acciones de Christopher Kaplan, tenía claro que el hombre no da más de sí, que tiene un tope y que, salvo contadas excepciones, no se podía esperar mucho más del género humano.

—Ese trabajo te ha cambiado —dijo Meera sin apartar la mirada del mar—. Tú eras diferente, eras sensible y alegre. Hasta el físico te ha cambiado. Mírate bien —le exigió recorriéndolo de pie a cabeza con un gesto de la mano—. ¿Qué fue de aquel hombre atlético? Has aumentado de peso y estás fuera de forma. Siempre tienes mal carácter o andas con el semblante rígido. Eso se llama estrés, Alex. Tú eras diferente. Eras alegre, ágil, feliz. Todo eso ha desaparecido. Es como si cada criminal que atrapas dejara en ti un poco de su amargura y de su resentimiento, o como si cada víctima que no logras salvar se llevara un trozo tuyo. No puedo permitir que mi hija llegue a descubrir en lo que te has convertido. Aunque no lo puedas ver, tu presencia en la vida de Sophie le hace más mal que bien y eso tiene que acabar.

—¿Te escuchas, Meera? —preguntó el detective con voz apagada—. Hablas de mi hija, de mi hija. Por Dios, Meera, ¿cómo puedes pensar eso? ¿Cómo puedes pedirme que me aleje de ella?

—Es que no lo ves, Alex, yo no te pido que te alejes de Sophie. Te digo que me voy a divorciar y voy a pedir que te restrinjan o que te quiten los derechos de ver a la niña.

—¿Te has vuelto loca? —estalló él esta vez—. ¿Crees que puedes quitarme a mi hija así porque sí?

—Cálmate, por favor. No es necesario un espectáculo —lo interrumpió Meera.

—¿Tú crees que algún juez va a escuchar esa tontería que acabas de decir? Yo soy solvente, tengo una carrera profesional, soy un padre activo y preocupado por mi hija. ¿Quién te ha metido en la cabeza que puedes quitármela?

—Alex —dijo ella, con voz tranquilizadora, después de unos segundos—. Sophie ha asistido a terapias durante los últimos seis meses y tú ni siquiera te has enterado. Sus mayores episodios de ansiedad coinciden con tus ausencias prolongadas. Por otro lado, tú también tuviste que ser sometido a terapia después del caso de aquella niña, y desde entonces has tenido varios episodios de pésimo manejo de la ira. Sabes que, si no fuese por Carter, ya estarías en serios problemas.

—What the fuck?

—Espera, espera —lo calmó ella con una mano sobre su muslo—. No te digo que esas cosas van a salir a relucir, solo te enseño las cartas con las que cuento, si es que opones resistencia en este caso.

—¿Cómo puedes? —preguntó él con decepción—. ¿Cómo se te ocurren esas cosas?

—Por mi hija, Alex —respondió ella con voz firme—, por mi hija soy capaz de todo. Hasta de ir en tu contra.

Guardaron silencio durante unos momentos. Ninguno de los dos se atrevía a decir algo por miedo a empeorar la tirante situación. Al fin fue él quien decidió hablar.

—¿Sabes, Meera?, hay cosas del caso Kaplan que no te he contado.

—Ni quiero que lo hagas —dijo ella tajante.

—Cristopher Kaplan era un hombre como cualquier otro —continuó él sin prestar atención a la negativa de su mujer—. Vivía en un barrio tranquilo y trabajaba en la cafetería de una escuela primaria; la misma escuela a la que asistía Samantha Díaz. Era un tipo jovial, hasta bien parecido y con aspecto inofensivo. Se ganaba el afecto de los niños dándoles raciones generosas y contándoles chistes. Era la persona de la que ningún padre podría desconfiar y, aun así, era un salvaje.

—Te he dicho que no quiero saber nada de eso —dijo Meera mientras intentaba levantarse del muro donde estaban sentados. Alex la sostuvo por los brazos para impedírselo.

Eran las últimas horas de la tarde y varias personas caminaban con sus mascotas o trotaban por el malecón de Brickell Bay Drive. La sombra que proyectaba el edificio Jade los protegía del sol en poniente, y la brisa del mar les refrescaba el rostro.

—Poco a poco, como hacía con otros niños, Kaplan se ganó la confianza de Samantha Díaz —continuó él—. Después le regaló un juguete, una Barbie. Al final la persuadió a que entrara a su auto con la promesa de un iPad.

Respiró hondo como si buscara en el aire las fuerzas necesarias para seguir narrando. Una señora que caminaba despacio, acompañada por un perrito lanudo, pasó por detrás de ellos y Alex esperó a que se alejara antes de continuar.

—Christopher Kaplan fue capaz de hacerle a esa niña cosas que nunca me atreví a decirte. Jamás he podido repetir con palabras lo que vi en aquel sótano. No creo que pueda hacerlo nunca. Samantha Díaz tenía ocho años. Solo uno más que Sophie. —La voz del inspector se quebró y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Yo no puedo quedarme de brazos cruzados sabiendo que en estos momentos otro Kaplan podría acechar a otra Samantha. Tú y Sophie son la razón por la que vivo para mi trabajo. Los rostros de ustedes son los que veo en mis pesadillas. Es a ustedes a quienes intento salvar cada vez que persigo a un criminal. ¿Y tú me condenas por ello quitándome la única cosa hermosa que me queda?

Calló, y Meera secó sus ojos, que también se humedecieron viendo el dolor que atormentaba al padre de su hija. A medida que menguaba la luz del sol, la brisa en la bahía se hacía más fresca. Meera acarició el cabello desordenado del hombre a quien había amado durante toda una década. Aún lo amaba. Era consciente del tormento que vivía. Sin embargo, ella sabía que su obsesión no era solo por el caso de aquella niña. Samantha Díaz había sido la gota que rebosó la copa, pero la raíz de todo estaba en un episodio más antiguo y mucho más personal. Estaba a punto de decirle que lo intentarían una vez más, hasta encontrar una manera de tratar con Sophie, cuando sonó el teléfono de su marido.

—Inspector Ramírez —contestó Alex limpiándose la nariz con el dorso de la mano—. ¿Qué mensaje tiene la tarjeta? ¿Hay un número además del texto? Enseguida voy para allá. Pásenlo a un cuarto de interrogatorio ahora mismo, y que no hable con nadie hasta que yo llegue.

Alex cortó la llamada y se giró para dar explicaciones a Meera. No fue necesario. Ella le sonrió con resignación y le dijo que entendía, que se fuera y que en la noche retomarían el asunto.

El F150 salió con un gran estruendo ante el asombro de los que merodeaban por la zona cada vez más concurrida. Dobló en la primera esquina y aceleró para adentrarse en la ciudad. Meera aspiró el aire cargado de salitre y prefirió no pensar en nada, no enjuiciar ni formarse opiniones. Solo quería tener la mente en paz.

—Al principio creí que se trataba de una broma de mis amigos —explicó Paul Sherman recostado en una silla del cuarto de interrogatorios—. Cuando recibí la segunda tarjeta y ellos me aseguraron que no las habían enviado, decidí hacerles caso y llamar a la Policía.

—¿Conoce usted a este hombre? —preguntó Alex mostrándole una fotografía del guardia del Mirage.

—No creo haberlo visto —respondió el doctor—. Suelo atender a muchas personas en mi trabajo, pero esta cara no me resulta familiar.

—¿Y el nombre Robert Murphy le suena de algo?

—¿Se refiere usted al guardia de seguridad asesinado hace unos días? No, tampoco recuerdo conocer a alguien con ese nombre.

—Y aun así sabe usted a quién me refiero.

—Está en todas las noticias —respondió el doctor con naturalidad—. Además, uno de mis amigos me contó lo sucedido y me habló de un blog que ha publicado detalles que la Policía no ha querido revelar —agregó—. Esta mañana busqué el blog y leí todo lo referente al asesinato del señor Murphy.

—¿A qué se dedica usted, señor Sherman? —preguntó el inspector después de anotar la dirección del blog que había mencionado.

—Soy psicoanalista y tengo mi propia consulta —respondió el otro con algo de vanidad.

 

—¿Cuánto tiempo hace que tiene esa consulta?

—Hará cosa de doce años, más o menos.

—¿A qué se dedicaba antes? Me refiero a toda su vida laboral.

—Antes de tener esta profesión, mientras estudiaba en la universidad, fui trabajador social —respondió el doctor soltando el aire de sus pulmones en franca muestra de fastidio—. Después de graduarme, trabajé en la consulta privada de una doctora durante varios años, hasta que pude montar la mía propia.

—¿Acostumbra a visitar campos de tiro, tiene usted licencia para portar armas y es dueño de alguna?

—Tengo una Beretta nueve milímetros. Rara vez la he usado y jamás la llevo conmigo. La guardo en una caja de seguridad en mi casa.

—Rara vez, dice. ¿Dónde la ha usado?

—En un campo de tiro.

—Entonces acostumbra a ir a los campos de tiro.

—Ir alguna que otra vez a uno de esos no significa que acostumbre a hacerlo.

—¿Es usted religioso o practica algún tipo de culto? —continuó Alex, consciente de que tenía enfrente a una persona inteligente y ágil de pensamientos.

—Yo soy un científico —respondió Sherman. El inspector creyó advertir una sonrisa jactanciosa—. Mis creencias tienen su fundamento en el análisis lógico de las cosas.

Alex prefirió abandonar ese tipo de preguntas. Permaneció en silencio durante algunos segundos con la mirada posada en el cuaderno donde tomaba notas. Después levantó la cabeza en dirección al psicólogo. Este se dio cuenta enseguida de que en realidad no lo miraba a él, sino que estaba sumergido en sus propios pensamientos.

—¿Cree que mi vida corre peligro? —preguntó Sherman en un tono bajo.

—Nos encargaremos de que nada le suceda —lo calmó el inspector—. Respóndame unas preguntas más antes de que le diga lo que debemos hacer. ¿Significa algo para usted el mensaje en las tarjetas?

—Tanto como significado no podría decir. Esa es una frase de Marcus Aurelius, el emperador y filósofo romano —explicó Sherman.

—Sí, sí, ya lo sabemos —respondió Alex casi en un susurro.

—La nota en las tarjetas que recibió Robert Murphy también pertenece a Marcus Aurelius —continuó Sherman—. Leí que ustedes sospechan que el asesino pueda ser un fanático religioso, pero yo no lo creo así. Si me permite una opinión, yo diría que esta persona es alguien con conocimientos de la historia y con cultura suficiente como para hacer esas citas. No sabría decirle qué razones podría tener para hacer lo que hace, sin embargo, sospecho que no tiene nada que ver con fanatismo religioso.

—¿Tiene usted alguna experiencia en casos de este tipo? —le preguntó Alex evitando dar explicaciones sobre el método de razonamiento que los había conducido a asociar las citas en las tarjetas con un posible fanatismo religioso.

—No, señor —respondió el psicólogo con un gesto que a Alex le pareció de fastidio—. No soy psiquiatra forense ni trabajo casos con conductas criminales. Sin embargo, reconozco un patrón psicótico cuando lo veo, y créame, en este caso no existe tal condición. Esta persona sabe muy bien lo que hace y procede de manera meticulosa. En ningún momento rompe con la realidad ni demuestra obsesión religiosa alguna, por más que a la Policía le parezca lo contrario. En mi opinión un tanto arriesgada, diría que este sujeto no está loco, sino que actúa con cinismo.

—Una última pregunta, doctor Sherman: ¿Tiene usted esposa e hijos?

—Tengo una pareja, pero no estamos casados. También tengo una hija de un matrimonio anterior, tiene veintidós años.

—¿Mantiene usted comunicación con la madre de su hija?

—La verdad es que hace como un año que no nos vemos —respondió Sherman con tranquilidad—. A mi hija la veo a menudo; a su madre no, por suerte.

—¿Por qué cree que es una suerte no ver a su exesposa?

—Porque es una mujer difícil de tratar. Si la conociera, me daría la razón.

—Muy bien —dijo Alex con la espalda erguida—, necesitaremos los datos de su exesposa, su hija y su actual pareja. También los números donde localizar a los amigos con los que juega golf. Ahora vamos a establecer un plan para protegerlo a usted. Nos ha dicho que la tarjeta con el número 2 la descubrió en el buzón esta mañana y la que lleva el número 3 hace dos días, ¿correcto?

—Así es.

—Se encontraron tarjetas idénticas a las suyas en la casa de Robert Murphy. No tenemos cómo verificar el intervalo de tiempo en que las recibió. Solo sabemos que fueron tres. Usted las ha recibido en conteo regresivo y con un día de por medio. Si la persona que ha puesto esas tarjetas en su buzón mantiene un patrón, entonces debería recibir el número 1 pasado mañana. Hasta ese momento no creo que se encuentre usted en peligro. No obstante, no podemos correr riesgo alguno.

—¿Qué sucede después de la tarjeta número 1? —preguntó Sherman—. ¿Esa es la última? ¿Fue después de recibirla cuando dispararon a Murphy?

—Tranquilícese. —El detective le mostró las palmas—. Nosotros nos aseguraremos de que no le ocurra nada. Esto es lo que haremos: desde este instante usted se cuidará de mantenerse siempre en compañía de alguien y evitará las zonas apartadas o solitarias. Nosotros pondremos vigilancia constante en su residencia. Necesitaremos tener las llaves de la propiedad y que vaya a un sitio seguro, donde pueda quedarse a partir de hoy y hasta que yo le avise. No debe ser ningún sitio que acostumbre a utilizar con frecuencia, como alguna casa en la playa o algo así. ¿Sabe a qué me refiero?

Sherman asintió.

—Es necesario que cancele todas sus consultas hasta nuevo aviso y que procure no exponerse, a no ser en un caso inevitable —continuó Alex—. Vamos a capturar a este criminal, puedo asegurárselo. Su casa será la trampa donde caerá. Ah, señor, algo muy importante, por ninguna causa haga comentarios sobre esto con nadie, ni siquiera con sus amigos.

Alex le pidió que esperara por el oficial que lo acompañaría. Después se reunió con el sargento Carter, que había observado el interrogatorio desde el otro lado del espejo con visión unilateral.

—Tenemos que montar el operativo al instante —dijo Ramírez con excitación—. Lo tenemos, Carter, lo tenemos.

—Está muy bien, muchacho —le respondió el jefe—. Trae todas las notas al salón de reuniones. Yo voy a llamar a Sánchez, a Gordon y a un equipo de doce agentes. Con eso será suficiente para montar el operativo sin despertar las sospechas del asesino. Otra cosa, llama a Robinson para que venga de inmediato, la quiero en esa reunión.

Los dos hombres salieron a toda prisa. Ambos tomaron sus teléfonos móviles e hicieron las llamadas pertinentes. Alex fue a su oficina para recoger toda la documentación que tenía referente al asesinato de Robert Murphy. Después dio instrucciones a un policía para que vistiera ropa de civil y acompañara al doctor. Insistió en que no le perdiera pisada hasta que lo dejara instalado en el refugio que utilizaría durante el operativo y que acto seguido regresara a reunirse con ellos. Le recordó no olvidar traer las llaves de la casa de Sherman, el código de la alarma y su teléfono móvil.

Treinta minutos después, Alex Ramírez entró a una oficina donde se encontraba una docena de oficiales, los inspectores de homicidio Sánchez y Gordon, el sargento Carter y la psiquiatra forense, Rachel Robinson.

—Tenemos una oportunidad para capturar al asesino de Robert Murphy y no podemos desperdiciarla —dijo después de que el sargento Carter le diera la palabra—. Al doctor Paul Sherman le han entregado dos tarjetas idénticas a las que fueron encontradas en la casa de Murphy. Estas fueron recibidas con un día de por medio, una llevaba el número 3 y la otra el 2. Si cotejamos esta información con las pruebas físicas del caso Murphy, podemos establecer un posible MO donde el asesino envía tres tarjetas con un conteo regresivo antes de cometer el crimen. La tarjeta 2 de Paul Sherman la dejaron esta mañana en el buzón y, si el patrón es el que sospechamos, tenemos poco menos de cuarenta y ocho horas antes de que el asesino entregue la última de las tarjetas. A partir de ese momento en cualquier minuto puede intentar matar a Sherman. Nuestro operativo ya se encuentra en su primera fase: el doctor será trasladado fuera de su casa acompañado por un agente nuestro. Montaremos vigilancia ininterrumpida en su casa y colocaremos a una pareja en el interior, de manera que sus siluetas puedan verse a través de las cortinas. Deben ser un hombre y una mujer para crear la impresión de que Sherman se encuentra con Sandra, su pareja actual. ¿Alguna duda hasta aquí?

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