El silencio, camino a la sabiduría

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El silencio, camino a la sabiduría
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© Rosana Navarro

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18307-86-7

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A mis hijos, gracias a los cuales crezco cada día.

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«Las situaciones son tan solo eso, situaciones, y cada una viene diseñada para crecer y comprender el verdadero significado de ser».

«Nuestras maravillosas capacidades están latentes bajo un montón de ideas estipuladas que simulan lo que somos».

CAPÍTULO UNO

EL PRINCIPIO DEL FIN

Nada, así definiría mi vida en este preciso instante, escucho el silencio mientras mi mente se tranquiliza y las tensiones de mi cuerpo se suavizan hasta desaparecer, una agradable sensación se extiende por mi interior y un sentimiento de paz me envuelve, desapareciendo así el miedo y el dolor al vacío que me rodea. No me reconozco, todo aquello en lo que se basaba mi vida social, económica e ideológica ha desaparecido en la forma antes conocida. Pequeñas partes de mí han ido muriendo a cada instante y ahora, al echar la vista atrás, viejas emociones de tristeza regresan a mí, siendo únicamente reacciones a pensamientos relacionados con un pasado que ya no existe excepto en el recuerdo. Pero fue hace nueve años que los cimientos construidos débilmente por decisiones carentes de autenticidad empezaron a resquebrajarse verdaderamente, acabando por derrumbarse toda la estructura. Hasta entonces, había podido disfrutar de unos años más o menos tranquila junto a mi marido, durante los cuales tuvimos dos hijos maravillosos, todo perfecto según el concepto de vida establecido en nuestra cultura. Contábamos con una economía estable, ya que él tenía un buen trabajo, por lo que decidimos mutuamente que lo mejor para la educación de nuestros hijos sería que yo me dedicara a su cuidado los primeros años. Tenía muy claro que lo más importante en ese momento sería estar junto a ellos, haciendo caso omiso al miedo sobre la peligrosidad de quedarme sin nada, en el supuesto caso de que mi matrimonio se rompiera puesto que yo no trabajaba, pero no permitiría que un supuesto futuro inexistente condicionara las decisiones de mi presente. Pero lo cierto es que nuestra relación no funcionaba, aunque pasó mucho tiempo antes de ser consciente de ello, mientras tanto, fingiría que todo iba bien y que nuestras diferencias eran salvables. Inconscientemente inventaría todas las excusas necesarias para no reconocer lo que en el fondo sabía a ciencia cierta, pero a lo que no era capaz de hacer frente, soportando de esta forma un desasosiego continuado al que acabé por acostumbrarme. Pero la realidad que me negaba a ver saldría tarde o temprano a la luz como si de un amanecer se tratara, y ese día me despertaría con la fuerza y claridad suficiente para tratar el tema, tomando las decisiones oportunas, que aunque difíciles, con toda certitud me llevarían hacia la verdad. Cuando mi exmarido y yo tomamos la decisión de separarnos no pensé ni en el empleo que no tenía ni en el problema económico que esto supondría para mí, sencillamente, una etapa de la vida había terminado para dar paso a lo nuevo. Todo tiene un inicio y un final, y tenía que aceptarlo como parte de mi evolución como individuo. Él pidió la custodia compartida de los niños, lo que naturalmente fue un shock para mí, ya que no lo esperaba y tampoco estaba preparada, pues me había dedicado a ellos desde su nacimiento y pensar que tendría que pasar la mitad del tiempo sin mis hijos me mataba de dolor, por lo que lloré durante días hasta que finalmente recapacité y acepté su petición, muy a mi pesar, ya que no podía eludir una realidad tan evidente como que él era padre tanto como yo madre, ni su deseo de convivir con sus hijos, al igual que yo. Esta decisión fue favorecida por el hecho de que el horario de su trabajo sería compatible con la atención de los niños, puesto que trabajaba de maestro en el mismo colegio donde ellos estudiaban. Confiaba en que su elección hubiera sido tomada enteramente con el corazón y pensando en lo mejor para nuestros hijos, no por razones económicas u otras nacidas desde el ego interesado y desconfiado que generalmente existe tras una ruptura sentimental. Debido a que en los acuerdos de custodia compartida no se tiene que pasar manutención a ninguna de las partes, tuvimos que llegar a un pacto que me posibilitara reciclarme durante un tiempo y retomar mi vida profesional, ya que no disponía de ingresos económicos, así pues, yo continuaría residiendo en la vivienda familiar hasta la fecha establecida para su venta y posterior división a partes iguales, cinco años fue lo acordado, y él me pagaría una manutención por un periodo máximo de dos años o hasta obtener un empleo, de esta forma se firmó el convenio de divorcio. Dos años parecía un tiempo muy prudencial para reemprender mi vida laboral, además, no tenía ninguna duda respecto a mis capacidades para encontrar un buen empleo, pero la vida es siempre sorprendente, nada sucedió como yo había planeado y jamás podría haber imaginado el cambio de rumbo que darían las cosas.

Al principio estaba desorientada, tras diez años de matrimonio volver a empezar de nuevo no sería fácil, ya que necesitaría un tiempo de adaptación. En ese momento estaba bastante tranquila, contaba con dos años de apoyo económico que, aunque no sería mucho, ajustándome a los gastos estrictamente necesarios lograría subsistir hasta buscar soluciones profesionales, y aunque no podría contar con el apoyo de mis padres en el supuesto caso de que las cosas empeoraran, pues mi padre ya no se encontraba con nosotros y mi madre estaba enferma de alzhéimer, no dudé ni por un instante de mi capacidad para sobrellevar mis nuevas circunstancias. Durante los años en los que estuve casada y al cuidado de mis hijos, realicé pequeños trabajos para contribuir económicamente en el hogar, como fue trabajar de modista o dar clases de inglés a niños y adolescentes, pero no eran faenas que me pudieran proporcionar un sueldo para poder vivir desahogadamente, ya que se trataba de tareas por horas y temporales. Aparte de este hecho, había algo más en mi interior que sin poderlo explicar me indicaba que no continuara por esta vía. A pesar de lo confundida que me encontraba por el miedo que me producía la «nada» y sin tener la más mínima idea de qué era lo que quería, empezaba a estar muy claro lo que no deseaba. Coser fue algo que había abandonado con gran alivio y las clases de inglés desaparecieron de mi vida poco a poco al mismo tiempo que descubría más de mí misma. Empezar a poder sentir lo que mi corazón tenía que decir fue un pequeño gran paso, si bien todavía se trataba de una voz muy débil y lejana y, por lo tanto, no podía ver ningún camino; lo tendría que descubrir paso a paso no sin obstáculos. Existían demasiadas ideas establecidas en mi mente, con lo cual al final siempre terminaba tomando decisiones que nada tenían que ver conmigo. Demasiados conceptos que nublaban mi realidad, una vida dirigida hacia el exterior y desconectada de mi verdadera fuente, la única vía que me llevaría a la felicidad. Sin embargo, en aquel momento, y aunque no lo hacía de forma evidente, sino más bien aparecía enmascarado con infinidad de excusas y comportamientos equívocos, el miedo me atrapaba para sentirme indefensa frente a la vida, así pues, necesitaba encontrar un buen trabajo, con un buen sueldo y horario que me permitiera cuidar de mis hijos lo antes posible o me moriría. La inquietud formaba parte de mí en el día a día, y toda mi ansia sería la de buscar la seguridad externa que pensaba que necesitaba, influenciada por mis propias carencias y los continuos mensajes negativos recibidos en nuestra sociedad, cuyo contenido suele indicar lo poco que valemos si no poseemos la seguridad económica, laboral, sentimental o si no nos encontramos a la altura de ciertos valores materiales, dando por ciertas unas etiquetas que nos condicionarán y limitarán demoledoramente. Así pues, caería de nuevo en la búsqueda de aquello que me pudiera salvar de la incertidumbre en la que me encontraba, recurriendo a la idea generalizada de mayor éxito en lo que a trabajo se refiere: «una plaza fija en la administración pública». Era tal mi ofuscación que no fui capaz de meditar sobre si ese era el trabajo que verdaderamente deseaba antes de embarcarme en la difícil preparación de una competición. Con mucha agitación mi mente hablaba y hablaba sin descanso de mi mala situación económica y personal, y esta hacía tanto ruido que me era imposible escuchar el corazón o lo que la vida verdaderamente me quería comunicar, de haberlo hecho habría podido sentir los mensajes de calor llenos de esperanza, tranquilizándome y mostrándome la ruta a seguir. Ahora comprendo qué significaba aquella vocecilla que apenas podía apreciar, nacida de lo más profundo de mi ser, cuando me susurraba dulcemente, pero con firmeza, que yo no era eso que quería demostrar.

 

Unos meses después de haber iniciado la preparación para una futura oposición, me enteré de que en mi ciudad se iban a convocar algunas plazas para la administración en el ayuntamiento. Esto sería perfecto para los niños, pues no tendría que desplazarme a ninguna otra ciudad para trabajar. ¡Sería la oportunidad de mi vida! Pero había un problema, uno de los requisitos para poder acceder a dicho examen era el de estar en posesión del título de bachiller o equivalente, y yo no contaba con ninguno de estos, algo que siempre me había preocupado. Cuando en alguna conversación o situación social surgía el tema de los estudios me sentía mal, básicamente me medía por el nivel social establecido basado en las posesiones, los títulos y la imagen en vez de por los valores profundos de las persona, debido a la falta de confianza en mí misma. Así pues, creí perdida la oportunidad de presentarme a esta oposición, cuando un amigo me animó a preparar las pruebas de acceso a la universidad para mayores de veinticinco años, título equivalente a bachiller, y el cual me permitiría acceder a esta. Al principio lo di por descartado, pues apenas quedaban tres meses para dicho examen y era prácticamente imposible hacerlo en tan poco tiempo, además de que también estaba estudiando para las pruebas de administración, pero después de recapacitar sobre ello pensé que no perdía nada por intentarlo, así que me puse manos a la obra. Fue un poco precipitado y tuve que hacer un pequeño esfuerzo, pero la experiencia resultó positiva y finalmente obtuve mi titulación. De repente tenía lo que siempre había deseado, ahora podría quedar reflejado en mi currículum, aunque la verdad es que nada en mí había cambiado, pues cualquier tipo de inseguridad se encontraba en mi interior independientemente de lo que poseyera. Todavía tardaría un tiempo en comprender que los juicios de los otros eran solo eso, «juicios» que no me definían, tan solo una opinión que nada tenía que ver conmigo. Pero las dudas siempre habían formado parte de mi vida, pensamientos influenciados por los estereotipos de los que estamos rodeados y por una experiencia de vida que sencillamente era la que me había tocado vivir.

***

Provengo de una familia humilde, mi padre era tejedor y mi madre ama de casa, yo soy la mediana de tres hermanos. Vivíamos en un barrio obrero al norte de la ciudad, en un tercer piso de ochenta metros cuadrados muy sencillo situado en un edificio de cinco plantas sin ascensor. Tenía tres habitaciones de las cuales una pertenecía a mis padres, en la segunda dormían mis dos hermanos juntos y en la tercera lo hacía yo; aunque no era demasiado grande tenía su encanto, pues daba a un alegre balcón decorado con geranios y lirios donde pasaríamos mucho tiempo en los meses de más calor. La construcción del barrio había sido realizada hacía pocos años, siendo la mayoría de los habitantes jóvenes matrimonios cuyos hijos inundarían las calles de risas y gritos. En verano jugábamos en la «replaceta» o la «repla», como solíamos llamar a la plaza formada por los edificios que la rodeaban, a saltar con la goma, a la comba, a matar con un balón, al escondite, etc., y generalmente nuestras madres nos llamaban a media tarde para subir a casa a coger la merienda, ¡¡por supuesto, a gritos desde el balcón!!

El colegio al que fui matriculada cuando tenía cuatro años era público, y estaba situado a dos calles de nuestra casa. No se trataba de un edificio propiamente dicho para tal efecto, sino que las aulas se encontraban repartidas en diferentes pisos deshabitados entre los edificios de la zona, aunque también existía un pequeño barracón prefabricado de color gris destinado al uso exclusivo de algunos cursos. En él se encontraba el despacho del director, un par de aulas y dos diminutos aseos, los cuales desprendían un hedor insoportable. En invierno hacía tanto frío que los niños tenían que estudiar con el abrigo puesto, sin embargo, en verano el calor era tan asfixiante que prácticamente no se podía respirar. Pero no seríamos los únicos que utilizaríamos el barracón, pues de vez en cuando vendrían algunas ratas y ratones interesados también en ilustrarse. Recuerdo que los vecinos, incluido mi padre, luchaban por la construcción de un colegio nuevo en condiciones, llegando a producirse una huelga indefinida por este motivo. Los terrenos pertenecientes a la vecindad, en los cuales estaba situada la barraca gris antes descrita, fueron vendidos a otro colegio privado, despojando a los vecinos de ellos y derivándonos a un suelo de menor valor y más alejado del barrio con la promesa de construir un colegio nuevo. Mientras tanto, fabricarían algunas barracas provisionales para poder seguir impartiendo las clases, hasta la terminación de las obras del nuevo centro escolar, aunque finalmente este solo se construiría para poder abarcar a la mitad de los cursos de primaria, el resto de los niños permanecerían en las barracas «provisionales», las cuales serían utilizadas por más de treinta años. Cada aula estaba formada aproximadamente por cuarenta niños en aquella época, la mayoría de los cuales ni siquiera terminaría primaria, abandonando los estudios a la edad de doce años, unos para empezar a trabajar y otros porque sencillamente dejaban de acudir al colegio. Culturalmente todavía nos faltaba mucho que avanzar en nuestro país.

A mí personalmente me gustaba estudiar, las matemáticas y el inglés me encantaban, sin embargo, había otras asignaturas que me aburrían bastante como era el caso de ciencias naturales o sociales. Recuerdo que un día, a la edad de once años, le dije a mi padre que quería ampliar mis estudios de la lengua inglesa en una academia, pero él me respondió que mis notas eran buenas y por lo tanto no lo necesitaba. Por aquel entonces, aprender una lengua extranjera no tenía demasiada importancia, y el nivel que se estudiaba en el colegio se limitaba únicamente a aprender algunas palabras sueltas y a pasar un pequeño examen, aunque esto último no ha cambiado demasiado. En el año 1982 acabé primaria obteniendo el título correspondiente y allí se detendrían por el momento mis estudios. Alguna burla de ciertos amigos llamándome «empollona» porque había aprobado, en una edad en la que somos muy vulnerables a las críticas, junto con las circunstancias familiares que me rodeaban, imagino que fueron determinantes para decirle a mi padre que no continuaría estudiando. En casa solo trabajaba él, y con su sueldo se hacía difícil poder mantener a toda la familia, por esta razón, pude presenciar muchas discusiones entre mis padres relacionadas con el dinero que sin duda me afectarían. Por otra parte, las reprimendas que estos hacían a mi hermano mayor, el cual estudiaba secundaria en aquel momento, estaban relacionadas con la economía también, pues le avisaban una y otra vez de que si no se tomaba los estudios en serio iría a trabajar. Por eso, pensé que sería más productivo buscar directamente un empleo para ayudar. Sin duda no estaba capacitada para tomar una decisión de estas características a los trece años, pero los tiempos eran otros y no estudiar no tenía demasiada importancia, sobre todo en las mujeres. A mis padres les pareció perfecto, al contrario que con mis hermanos, puesto que ellos sí fueron directamente al instituto, por lo que mi madre decidió apuntarme a coser y a bordar, y mi padre, si bien era un hombre abierto y adelantado para su tiempo, influenciado por nuestra cultura, lo consideró una buena idea. Esta decisión fue tomada desde la perspectiva que mi madre tenía de su propia vida, pues su deseo habría sido aprender estas mismas manualidades, algo que finalmente no pudo realizar por las circunstancias de vida que tuvo que afrontar, además de por ignorar que solo ella podría dar los pasos adecuados para llegar. De esta forma acabé haciendo realidad su deseo, quedando oculta cualquier señal que pudiera desvelar los míos propios, al ignorar que pudiera tener derecho siquiera a soñar. Pero la única verdad es que mis padres nos educaban lo mejor que sabían, pues ellos también estaban condicionados por su propia historia, una niñez difícil llena de carencias y una vida de adultos que nada tenía que ver con lo que les habría gustado ser.

El primer año después de haber terminado el colegio, como todavía no tenía edad para trabajar, lo pasé en casa. Por las mañanas, mientras mi madre iba a limpiar algunos domicilios para ayudar económicamente en el hogar, yo debía realizar las labores domésticas que me había encomendado, pero en lugar de hacerlo me sentaba en la habitación de mis hermanos y pasaba la mañana ojeando los libros que tenían en la estantería. Recuerdo especialmente la curiosidad que me producía leer El cerebro, de C. U. M. Smith, y lo mucho que me gustaba descubrir el conocimiento que en él se hallaba. Y así pasaría las horas, pues ahora puedo comprender que aprender era lo que verdaderamente me atraía, ya que gastar gran parte de mi tiempo en limpiar me consumía. Entonces, de repente miraba el reloj y me daba cuenta de que mi madre estaba a punto de llegar sin haber realizado nada de lo que me había pedido, así que sin perder ni un minuto me ponía en pie, cogía la escoba o el mocho y empezaba a limpiar a toda velocidad para que no se diera cuenta, aunque nunca lo conseguía. Así que cuando llegaba y veía todo patas arriba se enfadaba mucho conmigo, pues ahora entiendo que ella misma ya venía cansada de hacerlo en otras casas. A veces, si tenía suerte, solo me gritaba, otras me tiraba la zapatilla y en alguna ocasión me persiguió con el palo de la escoba. De esta forma seguí el curso que la vida me había marcado en ese momento, aprendiendo a bordar y a coser sin cuestionarme siquiera si eso era lo que yo quería. Un tiempo después realicé pequeños trabajos que algunas vecinas me solicitaban, como bordar el ajuar de las hijas, al igual que el mío propio. En aquella época las madres compraban a sus hijas lo que sería la dote para la boda futura a partir de los doce o trece años, el cual estaría compuesto por ropa de cama, paños de cocina, toallas, etc., normalmente confeccionados con grandes bordados artesanales que costarían una verdadera fortuna, obligando a las familias más humildes a realizar verdaderos sacrificios para poder pagarlos, incluso a renunciar a necesidades básicas. Se trataba de una costumbre cultural, como tantas otras, por las que somos condicionados, dirigidos y ahogados, y a las que no contradeciremos por el temor profundo que sentimos en todo momento al cambio y a lo desconocido.

A la edad de quince años conseguí una faena, mal pagada y bastante monótona, confeccionando en casa con una máquina de coser vieja que mi tía, la cual era modista, me había regalado al comprar otra nueva. El trabajo me lo proporcionaba una de las innumerables fábricas de confección de la ciudad que lo repartía a mujeres en su domicilio pagando precios irrisorios, situación que sería aceptada por la sociedad en general sin cuestionarlo. Un año después, el jefe me ofreció ir a la fábrica y, aunque mi padre me aconsejó que no lo hiciera, yo le respondí que quería vivir esa experiencia y aprender de ella, palabras que todavía resuenan en mi cabeza, pues fue el inicio de un deseo de crecer que tan solo podía provenir de lo más profundo de mi ser. Mi padre sabía muy bien de lo que hablaba, trabajaba en una fábrica de textil como tejedor y en absoluto le gustaba, aunque jamás se atreviera a decirlo alto y claro, como tampoco se atrevería a desear algo distinto. Su experiencia había limitado la libertad para poder percibir su verdad, y la responsabilidad de tener que mantener una familia aumentaba el miedo a moverse desde donde se encontraba. Buscamos seguridad allí donde no existe, pues en verdad tan solo está en nosotros, y esta búsqueda incesante, llámese empleo, relación sentimental u otros, nos atará a situaciones que en verdad no queremos, pero con las que nos resignaremos, pues el temor a soltarlas será mil veces más angustioso que nuestros verdaderos deseos. Pero la inquietud que nos acompaña diariamente y que forma parte de nuestras vidas no es sino la desconexión que sufrimos de nuestro verdadero yo, al que no podemos acceder por desconocimiento del mismo. Así, de forma inconsciente, inventaremos infinidad de pretextos para argumentar todo aquello que en el fondo sabemos que no forma parte de nosotros, y así pasaremos los años, uno tras otro, caminando por una vía paralela a la que realmente deseamos, ladeando la cabeza para contemplarla de vez en cuando con expresión desoladora al advertir que no somos capaces de cruzar, después sencillamente trataremos de olvidar lo que habremos sentido simulando que todo va bien.

Esta empresa donde comencé a trabajar del sector textil, una cualquiera de las decenas existentes en mi ciudad en aquella época, no tenía las condiciones adecuadas para ello, se parecía más a un zulo que a una fábrica. Se encontraba en la parte antigua de la ciudad, debajo de un viejo puente por el que pasaba un pequeño río y rodeada de fábricas y casas derruidas, las cuales habían formado la zona industrial más importante de esta ciudad en el pasado, desaparecida en la actualidad. El camino para acceder a ella era realmente tétrico, sobre todo de noche. Se trataba de una nave pequeña, sucia y destartalada. Habría aproximadamente cuatro telares, una cortadora de sierra y una gran plancha de vapor. La fabricación de prendas de vestir que allí se realizaba era bastante baja de calidad, y por regla general, el tejido salía de los telares dos o tres centímetros más corto de lo que debiera, así que este se estiraría todo lo posible, por orden del jefe, hasta llegar a la talla correspondiente, acabando por encogerse de nuevo una vez terminadas las prendas en cuestión. Así que hacer malabarismos a la hora de cortar y confeccionar el tejido era la forma de trabajo más normal que allí se realizaba. Todavía puedo sentir el olor nauseabundo a gasóleo que desprendía la fábrica, sobre todo cuando me tocaba sacarlo con una bomba manual desde un gran bidón, para depositarlo después en un cubo y seguidamente verterlo en la caldera de la plancha. El cuarto donde nos cambiábamos era diminuto, prácticamente no podíamos movernos entre el banco donde nos sentábamos para cambiarnos y las taquillas donde guardábamos nuestros neceseres. De vez en cuando alguna rata de tamaño considerable venía a darnos los buenos días, por este motivo, los tejedores colgaban la bolsa del desayuno en los telares, para evitar que se lo comieran. En una ocasión una compañera olvidó un trozo de pan en el bolsillo del babi, así que al día siguiente, cuando entramos temprano por la mañana, el bolsillo había desaparecido y en su lugar había un tremendo agujero, por supuesto, el trozo de pan ya no estaba. El aseo estaba realmente sucio además de oler muy mal, había un pozo ciego dentro de él separado por una puerta oxidada que nadie se atrevía a tocar, así que yo intentaba entrar lo menos posible, aunque sería tarea difícil, pues mi horario laboral era de once horas diarias. Las condiciones de trabajo tampoco eran muy buenas, y en muchas ocasiones el jefe no nos trataba con demasiado respeto, pues nos gritaba e insultaba cuando así lo consideraba, llegando a lanzar algún objeto en alguna ocasión y también a utilizar la humillación. Pero ese comportamiento se aceptaba como algo natural, nadie decía nada, estaba claro que el miedo hablaba por los trabajadores. Al cabo de un año me pusieron a cargo de la sección de corte, el jefe había estipulado a cada trabajador la realización de una cantidad determinada de prendas a la hora, en mi caso debía preparar y cortar la cantidad de treinta por hora, lo que hacía un total de trescientas treinta al final de la jornada. Poco importaba si surgían problemas con el tejido o cualquier otra circunstancia, si no se llegaba a dicha cantidad se volvía loco gritando y amenazando. Como era una persona que no entraba en razón, decidí que el día que pudiera cortar más prendas de las estipuladas, las escondería en una caja situada debajo de mi mesa de trabajo para utilizarlas en aquellos días que pudieran surgir problemas y no pudiera llegar a la cantidad exigida. Este plan funcionó hasta que la encargada lo descubrió y se lo contó al jefe, por lo que este salió encendido de su despacho y me pidió explicaciones, entonces hizo cálculos con las prendas sobrantes y a partir de ese día me exigiría esta cantidad de más diariamente. Como esto era tarea imposible debido a la mala calidad de los tejidos, decidió entonces presionarme para lograr su propósito. Se le ocurrió la brillante idea de sentarme en una silla en medio de la fábrica durante una hora todos los días, con el único propósito de humillarme, porque según él no llegaba a la producción exigida intencionadamente. El primer día que me obligó a ello no sabía muy bien qué estaba pasando ni cómo reaccionar, aunque evidentemente sentía que nada de eso era correcto. Más tarde, cuando llegué a casa se lo conté a mi padre, el cual era un ferviente luchador de los derechos de los trabajadores, y me aconsejó lo que debía hacer en caso de que volviera a suceder. Efectivamente, al día siguiente, una hora antes de terminar la jornada laboral, se dirigió a mí y con tono prepotente me ordenó que me volviera a sentar en la silla, pero en esa ocasión me negué, no se lo esperaba y ante mi negación se quedó perplejo sin saber qué decir, luego le miré fijamente y le expliqué que si él consideraba que yo debía aumentar la producción del día, la solución sería traer un cronometrador oficial de un sindicato para poder determinar la cantidad exacta de prendas a la hora. De repente empezó a ponerse muy pálido, tenía el rostro desencajado y sin decir ni palabra agachó la cabeza y se marchó. Unos días más tarde mi padre le hizo una visita inesperada, lo cogió por sorpresa para advertirle sobre el trato vejatorio que había utilizado contra mí, recordándole que la fábrica no contaba con las condiciones necesarias para poder estar abierta y que en caso de una inspección el informe sería muy desfavorable. A partir de aquel día se dirigió a mí siempre con respeto. Por otra parte, nadie de los que allí trabajaban dijo ni una sola palabra en defensa de los derechos, el miedo era más poderoso que su dignidad.

 

Algo dentro de mí empezó a empujarme para que buscara otras posibilidades profesionales, pues no estaba dispuesta a pasar mi vida de esa forma, necesitaba formarme, estudiar para tener otras opciones. Hablé con mi padre para contarle cómo me sentía y qué era lo que yo quería; a pesar de que el dinero era necesario en casa me apoyó en mi decisión, así que me marché de esa empresa. Lo primero que hice fue apuntarme a una academia nocturna para estudiar secretariado, ¡como la mayor parte de las chicas que decidían estudiar! Luego, para poder pagarme los estudios busqué un trabajo en otra confección, en esta ocasión clandestina, como muchas otras de la ciudad. La jornada laboral era de once horas diarias también, aunque nos pagaban a destajo, lo que quería decir que aunque hiciésemos la jornada completa, si la producción había sido menor por circunstancias ajenas a nosotras, tampoco cobraríamos. Afortunadamente, un año después y tras haber obtenido mi título de secretariado, fui entrevistada en una asesoría para cubrir el puesto de auxiliar administrativa, y aunque finalmente no fui seleccionada para este empleo, me consiguieron uno similar en otra empresa afín a ellos. Este fue mi primer trabajo como secretaria, tenía veinte años y me sentía muy feliz por haberlo conseguido. Ahora trabajaría en una «oficina», tendría un buen «horario», ¡además de una buena imagen!

Esta parte de mi vida no ha sido ni mejor ni peor que cualquier otra, sencillamente forma parte del trayecto gracias al cual crezco cada día. Cada individuo evoluciona de manera distinta, la vida nos ofrecerá las armas para hacerlo y la elección final dependerá de cada uno de nosotros, solo hay que estar dispuesto a ello abriendo los brazos a lo que es.