Las violentas vetas del volcán

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Las violentas vetas del volcán
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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

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© Roosevelt J. Altez

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-184-0

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

Prólogo del Editor

La obra que tienes en tus manos no es un logro fácil para un escritor. ¡No quiero adelantarte demasiado!

Las violentas vetas del volcán es un thriller, o una obra de suspense, una novela policial que se desarrolla en un ambiente pueblerino, con los colores sombríos, pinceladas locales de la baja y media sociedad de Iquique y Alto Hospicio, Chile…

Unos personajes antiheroicos, con tipologías personales pintorescas, fracasos, sueños y sentimientos propios, debilidades, virtudes y miserias, caminan por sus páginas. La historia, que arranca de pequeñas escenas, de esfuerzos y mezquindades cotidianas, también se entrelaza, con naturalidad, con los bajos fondos y la corrupción institucional y civil; y además, se entrecruza con las comunidades originarias, la riqueza de sus tradiciones, su cosmovisión y su comunión con el planeta. Acertadamente retratados, los corruptos y los delincuentes forman parte de la sociedad, y los pueblos originarios son exiliados culturales.

Roosevelt J. Altez va combinando con destreza cada una de las pequeñas fotos personales de una historia que se va desarrollando en lo oculto y agravando en intensidad, con detalles de humor necesarios y amenos, hasta conducirnos a un intenso desenlace in crescendo, en donde repentinamente se completa el cuadro de un rompecabezas de connotaciones que superan por mucho el marco original. Una narración que no decae, y un final de cine.

El Editor

Algunos lectores dijeron:

Khaled Hourie.

5 estrellas.

Soy ávido lector de los géneros de aventura, misterio y de novelas con toques sobrenaturales, pero sin exagerar. En verdad me sorprendió gratamente la trama del libro. Ambientado en un lugar poco conocido en el mundo de las letras: Iquique, en el norte de Chile, el drama crece lentamente hasta llegar al final inesperado, donde casi todo se aclara. Los recursos usados por el autor, así como la prosa ágil y refinada, atrapan al lector, quien se identifica con las situaciones y los personajes, olvidando que es una obra de ficción. Recomiendo que lo leas, te va a gustar.

El Adler

5 estrellas.

Conozca el norte de Chile.

No son muchos los escritores que son capaces de desarrollar tramas sin extralimitarse en violencia, sexo o palabras obscenas, y lograr una historia creíble, bien ambientada, que lleve al lector a conocer ignotos rincones, dentro del misterio atrayente de una acción desusada en el mundo de la ficción. Le gustará, sin duda.

Primera Parte

Unos resucitan, otros no

Capítulo Uno

Jugando al detective

El disparo astilló la noche en pedazos. Estrías se expandieron en la piel del silencio, interrumpiendo el frívolo coloquio de los grillos.

Un ratón, sorprendido por el estruendo, se estremeció, pero mantuvo el bocado entre sus dientes. Unos ojos enormes, flotando en la penumbra, se clavaron en el imperceptible movimiento. Extendiendo las alas, el ave se lanzó al espacio en completo sigilo. El roedor se proyectó hacia su agujero como una flecha, la garra se cerró en el aire, apenas rozándole la cola. El frustrado cazador se elevó, disolviéndose en el lóbrego escenario.

No hubo quejidos ni pasos alejándose, no se escuchó ninguna rama al quebrarse, ni puertas que se cerraban.

Silencio.

La bala le entró por la boca, haciendo estallar la parte posterior del cráneo. Los ojos abiertos, el registro del asesino en la mente, la palabra en la punta de la lengua, todo cesó. El cuerpo cayó hacia atrás. La sangre hizo un charco debajo del boquete donde asomaban los sesos destrozados. La tierra seca reclamó lo suyo, tragándose el vital líquido, del mismo color de la arcilla resquebrajada.

El asesino guardó la punto-cuarenta-y-cinco en la sobaquera del lado izquierdo y la cubrió con el liviano abrigo. Inexpresivo, acercó sus dedos a la yugular para cerciorarse de lo que ya sabía. Pasó por encima del cadáver cuidando de no pisar la sangre y se sumergió en la densa oscuridad con la confianza de quien lo tiene todo planeado.

Iquique dormía.

El sol apenas apuntaba cuando doña Nefer comenzó el ritual de sus libaciones diarias —saltándose la rotura de utensilios, ya que su bajo presupuesto no se lo permitía—, y habida cuenta de que el dios del té le concediera esa gracia por su fidelidad a la manzanilla. Dejó salir a su gato Sultán al estrecho patio trasero sin cerrar del todo la puerta: el felino volvería en quince minutos a pedir el desayuno. Fue al baño a arreglarse el cabello y ponerse el salto de cama. Aunque nadie se levantaba tan temprano, no le gustaba que la vieran ni sus propios ojos toda despeinada y en camisón.

Volvió a la cocina, introdujo la bolsita en la taza y lentamente vertió el agua caliente sobre la misma. Disfrutó el aroma subiendo hacia sus fosas nasales, le puso media cucharadita de azúcar, apenas para atenuar el gusto verde original, y salió al patio trasero con dos almohadones para ablandar la silla de metal del juego de patio. Levantaría el cáliz hacia la luz y poniendo la mente en blanco dejaría pasar la claridad a través de sus párpados, recibiendo los cálidos ósculos del astro. Por nada se perdería el sacro lapso del amanecer con manzanilla. Ni los ruidos lejanos del tránsito le afectaban, ni su incipiente sordera la movía a elevar la voz interior.

El fondo de las casas estaba protegido por un muro de bloques de dos metros de altura, pero el límite del terreno con los vecinos solo con una reja, lo que le permitía ver salir el sol por encima de las viviendas aledañas y sentir el fresco de la mañana en su rostro. No había escuchado al vecino del lado derecho; raro, porque también se levantaba temprano a dejar salir a su cachorro al fondo. Caminó hasta la reja y le pareció ver un bulto en la tierra, a la salida de la cocina. Se puso los lentes. Su vecino estaba en el piso, algo manaba por debajo de su cabeza. ¿Sangre?

Su actividad mental se congeló y los vasos sanguíneos del rostro se vaciaron, se le aflojaron las piernas, las hormigas del miedo ascendieron desde la planta de los pies hasta estremecer las puntas de los dedos de las rugosas manos, para continuar subiendo a los cabellos resecos, tesándolos en todas las direcciones, mientras sus glándulas excretaban terror en todas las formas posibles. Lívida, llamó a Sultán, entró y trancó la puerta. Temblando, sostuvo el celular y marcó el ciento treinta y tres de la policía varias veces, hasta que una voz femenina, demasiado impersonal, contestó. Casi a la hora, llegaron dos autos y una ambulancia, forzaron la puerta de entrada de la casa e ingresaron. Vio por la ventana cómo el joven oficial que mandaba hacía salir a todos y ponía un guardia en el frente. Parecía nervioso, y caminaba sin detenerse mientras hablaba por teléfono.

Unos minutos más tarde, una mujer policía tocó a su puerta. Le preguntó si era ella quien había hecho la llamada —lo que era obvio por la lividez de su rostro—, y le pidió amablemente para ingresar, aunque ya tenía medio cuerpo en el interior. La todavía aterrorizada testigo le indicó uno de los sillones de la reducida salita con ventana a la calle; se ubicaron casi al borde de las butacas, y la agente comenzó a hacerle preguntas.

Cuando Patti decidió pasarse a su propia barca con el hijo de ambos y darle impulso con los remos de la desesperación para alejarse lo antes posible del zozobrante matrimonio, aquel que amara locamente un día quedó a la deriva en aguas que no eran exactamente un mar de aceite. La decisión de ella produjo la tormenta perfecta que forzó al Robinson Crusoe de Alto Hospicio a pasar un curso acelerado de supervivencia en naufragios. Que se demorara en aparecer cuando le tocaba cuidar a Beni era una de las tantas consecuencias de aquel hundimiento. La paciencia no es virtud que anida en el corazón de los que se separan, y en el caso de ella se agravaba por su obsesión de apurar al tiempo; siempre terminaba irritada por la demora ajena, y empeoraba si el involucrado era Cusai. Como si el aparato fuera un ciber-hacedor de milagros, repitió la operación de llamar cada pocos segundos, con lo que obviamente no obtuvo resultados. Al borde de un ataque de histeria silencioso, hubiera dado contra las baldosas el celular y quebrado su inútil pantalla, pero le había costado muy caro. Optó por levantarlo delante de sus ojos y presionar el número de contacto del náufrago. Sonó siete veces y se oyó la voz grabada: «Deje el mensaje». Cortó. Pensó que no valía la pena esperar a que le dijese que la casilla estaba llena: nunca escuchaba las grabaciones ni los consejos. Como siempre, aplazaría el momento de pararse para salir a buscar al hijo, esperando que algo ocurriera y le proporcionara la excusa para no hacerlo.

 

Decidió ir hasta la casa, dejar a Beni y seguir para el trabajo.

Vivir en Alto Hospicio y trabajar en Iquique era su cuota diaria de un castigo que ya llevaba ocho años, la edad del cabro1.

Caminó como todos los días rumbo a la parada del micro; el niño, un poco subido de peso, la seguía a pocos pasos, inclinando levemente el torso para ayudarse con la gruesa mochila. Llevaba lo necesario para quedarse el fin de semana con su progenitor, incluyendo por supuesto los juegos de video.

Tomaron el transporte sin preocuparse por ocupar un asiento: a las pocas cuadras debían bajar para llegar a la casa, medio perdida en el suburbio. Ella volvería a la parada del autobús, donde seguiría para su trabajo.

«La vida es el sistema de justicia más inflexible, no has terminado de cometer el delito y ya te lo está cobrando —pensó—. Ahora entiendo lo del purgatorio, puedo asegurarte que no hay que morirse para llegar. Basta que subas a este transporte y el conductor no te quiera dar cambio, o te sientes del lado del pasillo y un sucio desharrapado te frote la ingle en el hombro; o que cuando toques el timbre del apartamento de la clienta te espete un “¿Quién eres? ” y un “¡Que no quiero comprar nada!”, o cuando unos humanoides graciosos te ladran obscenidades, mezcladas con la incontrolable lascivia de un chimpancé en celo, para que reacciones odiando al mundo y odiándote a ti misma en un mar de culpa demasiado vasto para drenar e imposible de beber por su amarga crudeza. Ni los ángeles saben de las querellas internas que pretenden desestabilizar el frágil gobierno de tu cordura; a los demonios solo les interesa regar tu insomnio con las cuentas que tienes que pagar, desde el día siguiente hasta fin de mes, tortura que se autogenera y nunca acaba. No conozco el nivel de discernimiento de las cucarachas, pero cuando te sientes como una de ellas, sabes inequívocamente que estás pagando tus culpas. Te ahogas presionada entre mamposterías medio podridas de tus viles y deleznables momentos, con miles de asquerosos congéneres caminándote por encima, preguntándote por qué no te contuviste y fuiste a abrir las piernas justo doce días después que tu cuerpo te advirtió de que eras fértil».

Sacudió la cabeza como si le hubiera entrado agua en los oídos en un vano intento de librarse de la autoinfligida agresión. Imperativamente se dio la orden:

—Cállate, Patti.

La vivienda del coautor de sus desgracias quedaba atrás de la iglesia bautista Casa Fuerte; desde allí, después de dejar a Beni, tenía que caminar sus buenas doce cuadras para llegar a la parada del micro en Avenida de las Américas; esperar una media hora o más, y luego trataría de aprovechar el viaje para relajarse mirando por la ventanilla, o dormitando unos minutos...

—Quejarse no arregla nada, muchos lo han intentado, pero como las arenas movedizas, la autocompasión te succiona hasta ahogarte —dijo en un susurro. Se paró, avanzó hacia la puerta delantera con su hijo detrás y le dijo al conductor:

—La siguiente.

Bajaron.

El jefe regional de los carabineros llamó al Inspector Rey Orellana cuando faltaban cinco minutos para las siete. Este todavía estaba sentado en el toilet, y no le gustaba recibir llamadas en ese sagrado quehacer matinal. Era por naturaleza estreñido y cualquier distracción le interrumpía el flujo intestinal, así que atendió de mal humor:

—¿Quién rechucha e su mare es a esta hora?

—Soy el Coronel Martínez, de Carabineros.

—Coronel, disculpe, pensé que era otra persona. —«Mierda, justo a este weón2 le vengo a contestar mal…»—. ¿En qué le puedo servir, coronel?

—Ha habido un asesinato trágicamente sangriento en su jurisdicción, es por herida de bala en la cabeza. Hágase cargo de la investigación. El oficial en control de la operación no dejó que nadie toque nada. Un uniformado está en la puerta esperando a que usted lo releve. Supongo que sabe cómo contactarlo. Manténgame informado.

—Sí, señor coronel.

El jerarca colgó, y Orellana se levantó con retorcijones en el bajo vientre y sin poder terminar su tarea. Hizo dos llamadas: una al oficial de guardia, para que le pasara la ubicación del homicidio, y la otra al conductor, al que le dijo que lo viniera a buscar de inmediato (lo que significaba media hora en el reloj mental del subordinado). De pantalón y camiseta de algodón blanco sin mangas, se paró frente a la pileta y abrió la llave del agua caliente. Se enjabonó el rostro, ocultando la tez porosa y los pliegues ásperos; la nuez demasiado grande para el tosco cuello, y la cicatriz profunda en el rebanado lóbulo de la oreja derecha, que, como firma indeleble de su currículo, prolongaba la rúbrica hacia el mentón dividido por una depresión de mal gusto, herencia de su padre. La espuma cubría piadosamente y por escasos minutos el pergamino de piel donde la vida contaba su historia. Los ojos, pequeños y negros, le devolvieron la imagen del espejo, recordándole que era en vano pretender mejorar lo que natura se empeñó en tallar tan descuidadamente. Se afeitaba a diario y hasta dos veces; a su juicio, la barba le empeoraba el aspecto. Tentó, como cada mañana, alisarse el cabello negro, crespo y rebelde, siempre cortado al ras hasta las sienes. Se cepilló los dientes opacos y disparejos. Impotente ante la imagen que le devolvía el espejo, ensayó una mueca con pretensiones de sonrisa y le confesó a su odiosa reproducción: «El día que los feos se pongan de moda, seguro amanezco bonito». Cerró la puerta del botiquín y tomó la parka de cuero de piloto colgada de la silla; el auto debería estar estacionando en el frente en ese mismo instante.

Dijo entre dientes:

—Así que muerto.

Y agregó para sí:

—Voy a tener que caer por la madriguera del ‘Bala’ Perdigón, este malandra no está cumpliendo con lo que acordamos, no me informa de nada. Unos días a la sombra seguro le refrescarán la memoria.

La mujer y el niño caminaron hasta la casa del campeón de los ex: exmarido, exsargento, exganador.

Cuando se acercaban, vio la puerta del frente entreabierta, algo inusual porque su ex nunca la usaba, apenas la abría para decirle que no a los desconocidos que golpeaban el metal entre los vidrios opacos de la oxidada superficie que una vez fuera verde.

Algo andaba mal, o no andaba.

—¡Quédate aquí! —ordenó a Beni, señalando con el índice de su mano derecha al piso, justo delante del único escalón de entrada.

Avanzó lentamente.

Iba a pisar dentro de la casa, cuando un olor nauseabundo la envolvió como una sábana volando. Hizo un gesto de asco; una peste pegajosa de cosa podrida invadió sus narinas, rodeó la actividad de la consciencia, ingresando directo al baúl lacrado de los malos recuerdos. Al instante, su vida pasada tiró abajo la formidable valla erigida en los umbrales de la memoria, y las imágenes se sucedieron desordenadas delante de sus ojos. Fue trasladada al centro de una de aquellas pasadas reuniones con las viejas amistades, donde todos competían a ver quién fumaba más y bebían como muertos de sed. Los ceniceros rebosando, el piso salpicado de ron, whisky o cerveza. Los cabellos desordenados y las risas histéricas de las amigas borrachas, desvestidas de todo pudor. Alguna que otra lloraba tristezas en la tercera etapa de la embriaguez, derritiendo el rímel negro de los ojos, que chorreaba desencanto en las mejillas trasnochadas. Las fiestas terminaban al amanecer, y algunos quedaban tirados en el piso o en la hamaca del patio interior, hasta que se les pasaba la borrachera y avergonzados se retiraban en silencio.

Había dejado de fumar hacía ya un par de años, y la cerveza le producía náuseas. No podía soportar los hedores que una vez formaran parte de sus disipadas costumbres.

«¡Cómo nos cambia la vida!», pensó.

La única forma de enterarse de lo sucedido —y de paso verificar si su exmarido se contaba todavía en el mundo de los vivos— era entrar. Pocos mueren en una orgía. Pero esta, a juzgar por la pestilencia, había sido a todo dar. Mejor verificaba antes de dejar que entrara el menor. A fuer de sincera, se lo imaginó muerto muchas veces y, la verdad, no le importaba.

Sacudiéndose el hedor de la mente y tapándose la boca para no tragarse lo que flotaba hacia ella, siguió avanzando. Esquivó las botellas de cerveza desparramadas por el piso...

Un charco oscuro en la alfombra, que parecía ser orina, saturaba el rincón, subiendo a la pared donde seguramente el autor pretendió escribir sus iniciales mientras aliviaba su vejiga, sin noción de tiempo ni lugar.

«La fiesta que se ha echado el muy huevón», pensó.

Lamentable que Beni tuviera que quedarse en aquella inmundicia, pero no tenía otro remedio; el hijo era de los dos, y no lo podía dejar solo en el pequeño departamento que rentaba; además, él era el padre, y su presencia le debería recordar sus deberes filiales, siempre y cuando la última amiga no le hubiera vaciado la billetera antes de la visita quincenal del niño.

—¿Fue una orgía normal, o los excesos rebasaron la práctica romana de vomitar y comenzar de nuevo? —preguntó ella a la hediondez del aire.

Tiempo atrás, la comisaría del sector norte de Iquique había sufrido varias bajas por los reducidos salarios de su personal; eso llevó a que se apilaran las carpetas de los casos sin resolver, lo que puso nerviosa a la élite política de la ciudad, y entre ellos, al Jefe de Policía.

En aquella época, Cusai era sargento de investigaciones, completamente dedicado a su trabajo y felizmente casado.

Un episodio tragicómico lo había hecho famoso, cosa que según él no merecía, pero, como decía su suegra, «en el país de los ciegos, el tuerto es rey». Además, la intrascendencia del hecho no le quitaba relevancia, como se vería después.

Lo recordaba como si fuera hoy. En la comisaría estaba todo el personal reunido en la sala de uso general.

—¡Seis meses sin resolver el caso! ¡Seis culiaos3 meses! —vociferó el inspector de policía Orellana, golpeando violentamente el escritorio con el puño. El café saltó de la taza, aterrizando encima de la carpeta llena de fotos de la muerta, salpicando el ojo amoratado y derramándose sobre la herida de cuchillo que iba de la oreja a la yugular, cubriendo piadosamente la azulada piel con su aroma colombiano—. ¡No llegamos ni a doscientos mil! —Se refería a la población de Iquique—. ¡Los japoneses son ciento veintiocho millones, y el año pasado resolvieron todos los homicidios de la weona isla!

En realidad, los nipones resolvieron el noventa y siete por ciento, pero no se le podía culpar por su exageración.

En eso entró Cusai a la sala de conferencias, cafetería, oficina y procesamiento de indiciados. Saludó amablemente, con la tímida mueca de un recién llegado.

Allí nomás, sin comerla ni beberla, el airado inspector vomitó la pregunta:

—¿Y este quién carajos es?

El subcomisario Pereira se acercó cautamente al escritorio, tomó la carpeta, la secó con el revés de su mano y se la entregó a Cusai, explicándole al inspector que el referido «quién es» era sargento de investigaciones en el área donde se encontró el cadáver y que, por error, el caso había sido manejado por esta jurisdicción.

El sargento se apartó hasta una mesa vacía, donde distribuyó las fotos y se puso a leer el reporte, revisando las pruebas gráficas al mismo tiempo, mientras el inspector continuaba despotricando contra la ineptitud de sus subordinados.

Al cabo de cinco minutos, le dijo al subcomisario:

—Yo les sugiero que averigüen dónde está el cadáver.

—Fue entregado a los familiares. —Fue la respuesta.

—¿Le hicieron la autopsia?

—Supongo que sí.

—Nunca van a encontrar al asesino.

—¿Por qué no?

—Porque la señora no está muerta.

—¿Cómo?

—La primera vez que la mataron, nosotros tomamos el caso; cuando fuimos a buscar el cuerpo, ya lo habían puesto en un féretro casero, hecho por la familia. Nos avisaron a la una de la mañana, el policía que corroboró la muerte, aparentemente violenta, sacó unas fotos con su celular, pero cuando llegó el forense, la familia, argumentando creencias religiosas, no la dejó tocar. La señora sufría de baja presión, y era docta en hierbas medicinales. No se supo más de ella, hasta ahora, que la asesinaron de nuevo.

 

»Nosotros hicimos una colecta y el municipio ayudó con dinero para el entierro. La familia se mudó a Alto Hospicio, seguramente con lo obtenido de esta ayuda.

»Es por eso que les refirieron el caso a ustedes, se aseguraron de que no nos avisaran a los que ya la habíamos declarado muerta. Menuda metida de mula que se comieron. ¿Hicieron una colecta para el entierro?

Los presentes bajaron la cabeza, incluyendo al inspector, que había puesto mil pesos en la canasta.

Cusai caminó hacia la puerta con cara de triunfador, no sin antes agregar:

—No se puede confiar ni en los muertos.

Fue allí que ganó su fama con sus detectivescas deducciones, y al mismo tiempo la enemistad del Inspector Orellana; este tanto lo hostigó por aquella humillación, que terminó yéndose de la fuerza, cansado de tanta estupidez. Se enojó y decidió sobre caliente, y ahora pagaba las consecuencias.

La celosa madre siguió recorriendo la casa, buscando al irresponsable. Entonces, algo opresivo, invisible a los ojos, se cruzó por delante de ella. No movía el aire, le erizaba el cabello cada vez que pasaba y cada vez se desvanecía con rapidez, oscuro y etéreo. Retazos de humo espeso invisible a los ojos se desplazaban a gran velocidad deshilachándose, tocándola con sus bífidas lenguas de sombra, trazando heridas en su conciencia, en cada horripilante pasaje. La cosa entró en el laberinto de los recuerdos y extrajo un episodio similar de sus primeros años de vida...

Se le presentó la humilde casa que sus padres alquilaban a los fondos de una propiedad en Alto Hospicio; allí estaba, como el primer día. El pequeño apartamento consistía en dos cuartos: el del frente, por donde se ingresaba pasando por una puerta angosta, de metal, que una vez fuera verde. Tenía un balancín: una ventana de tres hojas horizontales, de metal y vidrio, que pivoteaban sobre sus ejes; al abrirla, permitía que los vapores generados al cocinar salieran parcialmente al exterior.

El otro cuarto, con apenas una cortina de separación colgada del vano de la puerta, era el dormitorio colectivo, donde dormían con sus padres, ella y su hermano menor. El baño estaba afuera y era colectivo. Para las urgencias, sobre todo nocturnas, se usaba una bacinica, que permanecía debajo de la cama matrimonial.

Una noche, su padre, que soñaba con ser músico compositor, estaba con dos amigos aporreando una guitarra como si fuera ajena, todos embriagados y sordos. Eso de sordos lo supuso ella a medida que recordaba, porque no se daban cuenta de lo terrible que cantaban y lo desafinado de sus melodías. Ella jugaba con sus muñecas a los pies de la cama matrimonial sobre una frazada de trapos cosidos que su madre tendía en el piso como tapete. La noche había cubierto el vecindario, la tenue luz de la lámpara sobre la puerta apenas disipaba las tinieblas. A la altura de sus ojos, las piernas de su madre pasaban de vez en cuando para llevar cerveza a los cantores, proyectando su sombra hacia ella.

Todo sucedió en segundos, pero jamás se borró de su mente. Una silueta oscura, semitransparente y antropomorfa se materializó delante de sus ojos. Sin conocer el terror, las pesadillas, ni los monstruos, sin previas vivencias en lo sobrenatural, aquello hizo que sus funciones se paralizaran; el suave vello de sus menudos brazos, el cabello, todo en ella se erizó. La sombra creció, ocupó los dos recintos, se movió como tenebrosa centella, la tocó al pasar, y salió.

Nadie se dio por enterado; debió gritar, porque su madre corrió a su lado, la vio empapada en sudor y temiendo un ataque de epilepsia la abrazó, la envolvió en una toalla, la acostó en la cama grande y le trajo agua. Patti no se animó, ni siquiera hubiera sabido contar su experiencia. En su limitado vocabulario no había palabras para explicar aquella terrible aparición. Hoy, treinta años después, el vívido recuerdo se presentó, detalle por detalle, de la mano de los jirones de sombra.

Cruzó la cocina y salió al patio; allí estaba tirado, dormido, desmayado o muerto, ¿qué más daba? Sin preocuparse de su estado dio la vuelta, se volvió hacia afuera por el mismo lugar que usara para ingresar. Le dijo a Beni:

—Entra, metete en tu cuarto, que cuando llegue a Iquique te llamo, y guarda ese maldito juego que te va a dejar tarado. Haz los deberes y si no sabes, le preguntas a tu padre, que tampoco sabe, pero al menos así se entera de lo que te mandan aprender. –Y agregó—: Eso, claro, cuando se despierte, si es que puede.

Lamentando dejarlo con el insensato, se alejó sin mirar atrás.

Ser policía tenía sus ventajas; lo supo cuando perdió el seguro de salud, el café gratis, el respeto de los conocidos, además del de su esposa y la familia de ella. Después de dos meses sin trabajar, ella lo dejó, se mudó con la madre y se llevó a Beni. «Solo están contigo cuando las cosas andan bien», era su fatídico dictamen.

Un amigo suyo, Rogelio, de esos que lo siguen siendo, aunque hayas caído en desgracia, le conseguía trabajos como guardia en centros nocturnos, clubes de striptease, y toda esa basura.

—Cuando te quedás sin opciones —le dijo él—, cualquier trabajo es bueno. Además, es temporal.

Buen filósofo, claro: él seguía empleado en la policía, pero no lo podía culpar, habría sido un ingrato. Por lo demás, no todo fueron pérdidas: al darse cuenta de que necesitaba profesionalizarse para conseguir mejores empleos, hizo un curso de detective privado; eso le permitiría trabajar por su cuenta y no depender de pololos4 mal remunerados. Para pagarlo tuvo que vender una moto que tenía desde cuando era soltero; Patti no lo dejaba usarla, y dijo que con el niño no era posible. Se acordaba de su padre, que llevaba tres personas más en la de él, allá por los ochenta. El viejo, su madre y su hermano iban a la playa de Iquique, ¡y lo bien que lo pasaban…! Pero ¿para qué acordarse? El hecho es que terminó el entrenamiento, y con la experiencia que tenía, salió primero en todas las pruebas, lo que le valió que lo recomendaran a los clientes que llamaban a la agencia en busca de un buen investigador.

Aún no sabía, pero lo que aprendió le iba a servir de mucho. Durante la capacitación se volvió metódico, decenas de veces le hicieron repetir los pasos: hablar con los oficiales que llegaron primero, preguntar si se modificó algo o se levantaron evidencias, encender luces, abrir ventanas, trabajar examinando el cuerpo hacia afuera en círculos, buscar huellas, manchas; y la más importante: «La escena del crimen es tridimensional», le repitieron hasta el cansancio. En fin, se volvió todo un experto, al menos en teoría.

Su amigo pagaba los tragos, era buen confidente; y como divorciado, entendía las que estaba pasando. Así, poco a poco, se recuperó su economía; él lo animaba: «No hay mal que dure cien años». Lo bueno no tardaría en llegar.

Mi padre se mudó de Santiago para Iquique porque, según él, era un lugar de ensueño; supongo que se refería al nombre Iki, Iki en aymara, porque, la verdad, esto se parece más bien a una pesadilla. Desde mi niñez, son pocos los momentos que recuerdo haber vivido algo ni siquiera semejante a un paraíso. Mi corto noviazgo y luna de miel con Cusai fueron de esas raras excepciones. En este mal sueño, que ya tiene mi edad, no hay descansos, esparcimientos o lugares de refugio donde pueda esconderme. Los efímeros momentos de reposo, como el del viaje en micro, son a la vez un reproche por haber renunciado a la comodidad del auto, y a lo que ahorraba en horas. Los primeros días en la nueva rutina de transporte comenzaba a reprocharme mi intolerancia cuando pagaba al conductor, y dejaba de hacerlo cuando tocaba el timbre para bajarme; luego de un par de semanas de bregar inútilmente con mi propio yo, traté de aprovechar el lapso del trayecto creando juegos mentales, analizando intenciones y desanudando fracasos, lo que me acorta el trayecto y puede, eventualmente, despertar mi genio dormido —me río de mi propia ironía—, y alejándome de tanta loca elucubración miro por la ventanilla. Invento historias que surgen de las casas enrejadas, con sus papeles y bolsas de plástico volando por todos lados. La basura acumulada alrededor de las casas construidas con escombros da marco a mi fábula y la nutre de personajes sombríos. De vez en cuando fantaseo con un héroe, al que imagino luchando con bandas de criminales sicarios de ojos oscuros, despeinados y vestidos con camisetas agujereadas y sucias, armados de cuchillos y revólveres, tirados en sillones malolientes, dispuestos a dormir justo a la hora en que yo me voy a trabajar. Pero la verdad es que pocas almas se atreven a perder el tiempo en la calle; apenas se ve un árbol que otro, todos casi secos, palmeras en el cantero central, puertas sin pintar y más rejas. Agotada la imaginación, me concentro en revisar mi bolso de trabajo en lo que falta para llegar. La micro5 cruza el puente de la avenida Rutas del Desierto por encima, dobla a la izquierda en la calle Dieciséis, y luego toma la ruta hacia Iquique. El terraplén a la derecha, siempre sucio, siempre del mismo color, y las casas fabricadas sin planes urbanos me vuelven a recordar quién soy y lo que hago. No hay superhéroes. Me fabriqué uno y me casé con él, me llevó siete años darme cuenta de que no soy princesa, y que él no era adalid en traje de sapo, y deben creerme cuando les digo que, antes de devolverlo a la charca, lo besé hasta el cansancio, pero no cambió.