Pináculo Rojo

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—Sam, lo de esta noche… —Se mordió los labios—. Lo lamento. No sé en qué estaba pensando.

—Lo importante es que estás bien. —Cogí sus manos y busqué su mirada—. Pero ¿por qué estabas allí?

—No lo sé, Sam. —Se acomodó el flequillo y apartó la mirada—. Voy a dormir. ¿De acuerdo?

—Eso es una buena idea. —Asentí. Besé su frente y la ayudé a arroparse.

A sabiendas de que esa noche se me haría difícil conciliar el sueño, decidí prepararme otro chocolate caliente.

El sonido de los truenos distantes, así como el traqueteo de las tejas ante la lluvia, me llevaron a hacer uso de la vieja radio. Al levantarla, escuché la pieza suelta rebotar en su interior. La llevé conmigo hacia el pórtico, encendí un cigarrillo y tomé asiento en una antigua mecedora. La radio me deleitó con Peppino Gladiardi y su viejo tema “Ragazzina”. Adoraba esa canción, siempre me transportaba a lugares placenteros cuando la escuchaba.

Por ese breve momento nada me importó. De seguro Iliana me habría dado una fuerte reprimenda al verme fumar de nuevo (se suponía que había dejado ese vicio cinco años atrás), pero, después de los últimos días, me era imposible resistirme a la tentación de reincidir.

Me disponía a dar una última calada a mi cigarrillo cuando divisé la silueta de un hombre. Estaba a unos veinte metros del pórtico, parado en medio de la lluvia. Por algunos segundos la silueta permaneció inmóvil, ni el diluvio, ni la ventisca conseguían moverle, pero luego podría jurar haberle visto crecer. Su tamaño, que antes habría rondado el metro ochenta, de pronto alcanzaba casi los tres metros. Sus brazos, largos y raquíticos, comenzaron a alargarse hacia los lados y por encima de su cabeza, y lo que antes era una silueta humana, paulatinamente se fue convirtiendo en la de una criatura vil y deforme. Entorné la mirada intentando discernir su apariencia y justo en ese preciso instante un relámpago difuminó la oscuridad. Ante la claridad de la noche, sentí un profundo sentimiento de alivio y extrañeza. Aquel individuo, o criatura, no había sido sino un viejo árbol moribundo cuyas ramas le daban la apariencia de un espantapájaros… Empecé a reír como un desquiciado, pero mi corazón no dejó de latir envuelto en pánico.

Secuelas.


1

La mañana pintaba bien: el sol brillaba radiante y la brisa matinal estaba impregnada con un dulce aroma a pinos. Costaba creer que la noche anterior había sido tan terrorífica, salvo por algunas ramas rotas que se podían apreciar a la distancia.

Visité el muelle, cuyo estado era deplorable después de la sacudida que le había dado el lago, y observé el agua, recordando cada detalle de la noche anterior. En especial aquella demoníaca mano hecha de agua.

«Es una idea absurda. Fue un truco de tu imaginación; el miedo hace esa clase de cosas» pensé. Di un sorbo a la taza de café y después me dediqué a reparar los tablones flojos del muelle. No que tuviese muchos ánimos, pero la tarea me ayudó a mantener la mente ocupada.

Acababa de ajustar las tablas flojas cuando Iliana abrió la ventana de nuestra habitación. Desde allí lanzo un fuerte silbido para llamar mi atención (silbar así de fuerte era una habilidad de la cual solía sentirse orgullosa), y alzó la mano para saludarme.

Su sonrisa era esplendida esa mañana.

—¡Buenos días, campeón!

—¡Vaya! Ha despertado la bella durmiente —dije, y ella entrecerró los ojos con fingido recelo. Yo me carcajeé.

Salió de la cabaña para besarme en los labios y luego se dejó reír al verme nuevamente sudado y lleno de pintura.

—¿Cuántas veces piensas reparar el muelle? —Colocó los brazos en jarra—. Si el mundo lo quiere dañado, no podrás hacer nada para evitarlo.

—El mundo se puede ir a joder otro muelle si le da la gana. El mío tendrá que dejarlo en paz, eventualmente. —Sonreí y me sequé la frente con el dorso de la mano.

Entre risas y charlas triviales preparamos el desayuno y luego me invitó a sentarnos en los bancos del jardín, donde conversamos durante horas.

Esa mañana me prometió que ya estaba lista para regresar a su trabajo. Ella tenía su propia empresa de diseños de ropa, pero, tras lo sucedido, había relegado todas sus responsabilidades a su mano derecha. También mencionó la posibilidad de adoptar un perro. Yo sugerí comprarlo, pero Iliana se oponía a la compra de animales. Insistía en que dicho negocio incentivaba a la explotación animal, sometiéndolos a situaciones precarias en las cuales sufrían constantemente (o algo así). Y aunque en cierto grado tenía razón, desde mi perspectiva aquella idea era como pensar que la iglesia debía cerrar porque algunos sacerdotes eran pedófilos; o cerrar los clubes nocturnos porque algunos eran narcotraficantes; o cerrar las grandes empresas porque algunas eran corruptas y condenar a todos los políticos porque tenerlos permitía la posibilidad de delitos de cuello blanco. Pero siendo un tema complicado y yo un hombre que detesta discutir, decidí encogerme de hombros y pasar del tema. Adoptaríamos un perro al volver a casa. Lo que pida su majestad.

—Sin duda será un bichejo horroroso —dije.

—¿Por qué tan seguro? —inquirió ella, ceñuda.

—Porque de lo contrario no estaría en adopción. —Años más tarde descubriría que eso no era del todo cierto, pese a que la mayoría de ellos parecían haber sido víctimas de un holocausto nuclear.

—Todos los perros son hermosos. No seas superficial.

—¿Que no sea superficial? Llevo diez maravillosos años casado con la mujer más bella del mundo.

—¿Eso quiere decir que solo estás conmigo por mi atractivo? —Se cruzó de brazos y esbozó una sonrisa ofendida.

—No. También por tu dinero. —Empecé a reírme a la par que ella abría la boca, indignada.

Iliana estuvo a punto de protestar, pero en lugar de ello optó por darme una sucesión de ligeros golpes en el hombro.

—¡Eres un imbécil! —exclamó, y terminó por dejarse reír.

Nos reímos gran parte del día, casi podía haber jurado que todo había vuelto a la normalidad de no ser por lo abrupto que había sido su cambio de un día para otro. Se me ocurrió pensar que quizá había vuelto en sí después de una cercana experiencia de muerte, y me habría conformado con ello, de no ser porque mi instinto me advertía de no bajar la guardia; siempre tuve ese extraño sentido agudizado para presentir el peligro.

—Voy a la ducha —anunció—. No vayas a espiarme, ¿eh? —advirtió, alzando el dedo de forma divertida.

—No hago promesas. —Me encogí de hombros, y la vi desaparecer risueña a través del pasillo.

Tenía ansiedad por preguntarle acerca de su descabellada idea la noche anterior. ¿Había intentado quitarse la vida? Necesitaba respuestas y no me atrevía a preguntárselo a ella.

Extraje el móvil de mi bolsillo y busqué inmediatamente al único hombre que podía darme un consejo útil en ese momento.

—¿Señor Lantz? —dijo el psiquiatra. Su voz era tan apacible como siempre.

—Buenas tardes, doctor Kadhim. ¿Cómo se encuentra?

—Bien, bien. —Su manera de responder me hizo entender que o no esperaba mi llamada o estaba distraído en otra actividad—. ¿Está todo bien? ¿Se encuentra Iliana bien?

—Bueno, en realidad… Ha ocurrido un incidente.

—Cuénteme.

Le expliqué todo lo sucedido con lujos y detalles (salvo por la presencia de una mano demoníaca). Él escuchó sin interrumpir, realizando sonidos guturales de afirmación o reflexión para hacerme saber que me prestaba atención.

El Dr. Kadhim se tomó casi un minuto entero en darme una respuesta. Podía escuchar el lento golpeteo de algo que intuí sería su pluma sobre la superficie de la mesa… Toc-toc-toc-toc.

—¿Qué opina? —pregunté, impacientado. Iliana saldría pronto de la ducha y no quería que me pillase hablando con el doctor.

—Hizo bien en llamarme —el psiquiatra carraspeó—. Su comportamiento es, sin duda, inusual.

Inusual… Algunos profesionales usan la palabra inusual como un eufemismo para no utilizar palabras fuertes, como desquiciado o anormal.

—Cabe la posibilidad de que solo quiera fingir que todo está bien para evitar hablar de lo sucedido —continuó explicando el psiquiatra—. Quizá es su manera de escapar de la responsabilidad.

»No la presione. Dele todo su apoyo emocional. Y vigílela. Lo ideal sería llevarle a un hospital para evaluación, pero no sugiero tomar ese paso si no ve comportamientos depresivos o autodestructivos. —Hizo una pausa y suspiró—. Vuelva a llamarme si ve algún cambio, sea bueno o malo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, doctor, muchas gracias.

Dichas mis palabras, Kadhim colgó sin despedirse. Me resultó un acto descortés, incluso si tenía prisas, pero no le di mucha importancia cuando vi a Iliana salir de la recámara.

Llevaba unos vaqueros blancos que se ceñían muy bien a sus piernas, unos botines a juego que la hacían ligeramente más alta que yo, una blusa negra, y llevaba el cabello recogido en una coleta. Su boca, pintada de rojo, dibujaba una sonrisa reticente. Ella amplió su sonrisa al ver mi gesto, soltó una risilla y se acercó para besarme en los labios.

—Tienes cara de tonto —murmuró en medio de una picaresca sonrisa, apartándose a pocos centímetros con su frente apoyada en la mía.

—Luces hermosa —dije, sin lograr de mirar sus dos ojos azules que tanto me fascinaban—. ¿Por qué el arreglo?

—¿Ya has olvidado nuestros planes? —Con su dedo pulgar me limpiaba los residuos de labial que dejó en mis labios—. Íbamos a montar a caballo, y luego a comprar el cableado para las cámaras.

 

Con mi cabeza viajando por allá, cerca de Plutón, ya había olvidado todo lo relacionado con los caballos y las cámaras de seguridad. Sin embargo, ahora que me lo recordaba, algo no coincidía:

—Creo recordar que primero iríamos por el cableado y luego a los caballos —le corregí.

—¡Pero luego se nos hará demasiado tarde! —protestó.

Ya volvía a mostrar aquel puchero, acompañado de esa fingida mirada triste, y ese tono de voz persuasivo al que nunca pude resistirme.

—De acuerdo. Como prefieras —suspiré.

Ella sonrió triunfante. Odiaba esa sonrisa. Era un gesto facial que decía: «¡Te he vencido!».

—Bien, entonces vístete. No quiero que me vean así de guapa caminando al lado de semejante mamarracho. —Sonrió maliciosa.

La miré ceñudo y ella volvió a besarme. Yo obedecí como un buen chico, me apresuré, y salí de allí con una simple franela, pantalón y calzado deportivo. Iliana aplaudió mi premura y luego nos dirigimos al coche.

Estando fuera insistió en que querer manejar. Desde luego que me mostré receloso, ¿Qué hombre no recela ante la idea de prestar las llaves de su más preciado tesoro? En mi familia todo hombre suele tener dos cosas que ama con locura y no acepta que nadie las toque: el coche y su mujer; en ese orden.

Entregué las llaves de mala gana en medio de un bufido.

Se echó a reír cuando me vio abrocharme el cinturón. Le pedí que tuviese cuidado.

—No seas abuelo. Deja que una dama te enseñe cómo se hace.

Mi temor fue completamente justificado. Pese a que ella era mejor conductora que yo, y nunca había chocado en su vida, jamás le habían multado, ni tampoco llegó a golpear o rallar el coche, siempre pisaba el acelerador como si no hubiese un mañana.

La aguja del velocímetro se desplazaba con rapidez hacia a la derecha, y cuando pasó el límite de velocidad y empezaron las curvas, me vi aferrado al asidero de la puerta. Solo redujo la velocidad cuando los edificios empezaron a divisarse a través de los pinos. Entonces me echó un vistazo de soslayo y soltó una carcajada.

—¿Por qué esa cara? ¿Has visto un espanto? —Amplió su sonrisa, pero de inmediato agregó—: Huele muy bien, ¿no te parece? Adoro los pinos.

—Huele a pinos… Y flores. La lluvia debe de haber acentuado los olores.

—¿Crees que vuelva a llover?

En ese momento recordé la noche anterior, el lago enfurecido y lo cerca que estuve de perder a mi amada esposa. Creo haber palidecido y si ella lo notó, no dijo nada.

—Espero que no —respondí—. Aunque podríamos preguntarle al viejo Joe.

Ella soltó una animada risa.

—¿Para que nos vuelva a contar una historia llena de incendios y maldiciones? —Negó con la cabeza—. No, gracias. Ya he tenido suficiente.

Yo sonreí a la idea. De seguro que él tendría otras historias igual de interesantes. Por desgracia, Iliana no compartía ese sentimiento.

2

Iliana eligió el caballo más hermoso que habré visto en mi vida. Parecía bruñido en oro, con una melena larga y lacia que más de una dama habría sentido envidia del animal.

Nunca fui fanático de los animales, y desde luego, montar a caballo me resultaba una de las tareas más tortuosas que podía realizar; es como pedir una castración gratis, con un bono de riesgo de fractura si te descuidas.

Pero pese a mis temores, el paseo a caballo fue bastante tranquilo, al menos para ella, cuyo caballo fue dócil y obediente. El mío era un completo cretino y no paró de mostrarse encolerizado. Faltó poco para que me arrojase al suelo cuando descendíamos de la colina. Alzó las patas frontales en alto, y relinchó, como diciéndome: «¡Bájate de mi espalda, puto cabrón!».

Iliana solía decir que los animales me odiaban. Creo que tenía razón.

Una vez tuvimos un perro, que dimos en adopción porque no paraba de comerse mis zapatos, orinaba en mi lado de la cama, me mordía y gruñía. Hice mi mayor esfuerzo por ser su amigo, pero el pequeño bastardo me odiaba por gusto.

El perro no hizo sino empeorar. Iliana hizo el intento de bajarle de la cama y él la mordió. Le abrió una fisura de cinco centímetros en la mano, la cual dejó cicatriz. Jamás entendimos sus rabietas, sobre todo porque Iliana era muy cariñosa con él, y yo nunca llegué a agredirlo (no que me faltaran ganas). El veterinario nos dijo que podía tratarse de un problema hormonal. Yo, por mi parte, insisto en que los pomeranios carecen de alma.

Tras morder a Iliana, regalé el maldito perro a Nelson, quien tampoco lo soportó, y una semana más tarde lo llevó a una finca. Lo último que supimos es que era bastante feliz allá. Seguramente estaría aterrorizando a las gallinas o golpeando a los toros.

El día se nos fue en un abrir y cerrar de ojos. Las tiendas ya habían cerrado para cuando salimos de los establos y no había un solo lugar donde comprar el cableado. Eran apenas pasadas las seis de la tarde, pero tal parecía que los pueblerinos cerraban sus puertas temprano. A esa hora las avenidas estaban desoladas.

Sin otra opción, regresamos a la cabaña. Ella preparó la cena y yo la acompañé, sentado en la cocina. Habíamos encendido la radio y se escuchaba la voz de un agradable locutor:

—Muy buenas noches, Pináculo Rojo. Aquí su locutor favorito, Henry Vásquez. Me alegra anunciar que hoy tenemos una noche agradable, tranquila, con el cielo despejado y plagado de estrellas. Es la paz después de la terrible tormenta que sufrimos anoche.

Iliana dejó de cortar el tomate, suspiró pesadamente y dejó el cuchillo sobre la tabla de picar.

—Sam. —Su voz era un hilo—. ¿Cómo estás de la cabeza?

Dejé de prestar atención a la radio y me centré en Iliana, notándola repentinamente tensa.

—Aún cuerdo —respondí—. Dicen que el matrimonio conduce a la locura, pero de momento me conservo bien.

Yo me limité a sonreír y, aunque Iliana soltó una leve risa, no tardó en reprimirla para recuperar su seriedad.

—Hablo en serio —comenzó a cortar el tomate de nuevo—. Me refiero al golpe de tu cabeza. ¿Estás mejor?

Ni siquiera me acordaba ello. Ya no dolía. La única vez que le di atención fue al salir de la ducha en la tarde, cuando cambié la venda adhesiva.

—Sí, ya no duele.

—Lamento lo de anoche —musitó.

Pude notar que estaba al borde del llanto, así que me levanté, la abracé de la cintura y besé su cuello.

—Ya ha pasado, no te preocupes. No hay necesidad de dar vueltas a ello.

—Me es muy difícil, Sam. —Su voz sonó ahogada, se dio vuelta y me abrazó para llorar sobre mi pecho—. Todas las noches sueño con ello. Vuelve a golpearme, a humillarme, a romperme los dedos. Sam… Es como repetir ese día una y otra vez.

»Anoche no resistí la ansiedad porque Fabiana me asustó con lo del ratero y tuve una horrible pesadilla donde ese infeliz entraba, te asesinaba, y luego volvía a hacerme todas esas cosas horribles…

So voz se había quebrado. Era difícil entender algunas de sus palabras.

—Sam… No quiero seguir así, ya no sé qué hacer. Tengo miedo a todo. Intento fingirlo, ocultarlo, pero no puedo. Estoy aterrada.

—Chist… Ya, ya ha pasado, Iliana. Estás a salvo aquí, conmigo. Nadie me asesinará. Nadie volverá a hacerte daño. —¿De verdad podía prometerle eso? Me cuestioné. Algo dentro de mí seguía advirtiendo de un peligro inminente—. Lamento mucho que estés pasando por todo esto. Pero con el tiempo sanarás y yo estaré a tu lado para asegurarme de ello.

Mis palabras no consiguieron aminorar su llanto. Ni su preocupación. Esa noche durmió abrazada a mí.

Yo también tenía miedo. Habían pasado ocho meses desde entonces y la herida aún estaba fresca. Su daño no era sólo por haber sido profanada por aquel maldito desquiciado, sino por la tortura a la cual milagrosamente había sobrevivido.

Las otras víctimas habían sufrido mucho más que ella. Pero, pese a que logré salvarla de ese destino, ya era muy tarde. El desquiciado tenía los pantalones abajo, la ropa de Iliana estaba rasgada y ella mantenía su mirada azul abierta como dos enormes platos, enfocada en un filoso cuchillo que se deslizaba peligrosamente sobre su mejilla, sin cortar, pero con la clara intención de que pronto lo haría.

Al verme entrar a la recamara, el hombre intentó amenazarme, pero yo disparé antes de dejarle articular palabra alguna. No quedó una sola bala en la recámara. No hice preguntas, no amenacé, no hice otra cosa sino dispararle hasta verlo caer pesadamente contra la pared, y luego deslizarse hacia el suelo, donde murió sentado. Dos de las balas habían impactado en su rostro.

Ese había sido el final del asesino serial Miguel Ángel Castellanos, o eso creímos…

2

Los días siguientes resultaron mejorar el estado anímico de Iliana. En ocasiones sufría recaídas, pero tal parecía que el ambiente del poblado estaba surgiendo un efecto positivo en ella.

Al final de un largo día de paseo en bote, caminar por el pueblo para conocer las tiendas y asegurarme por enésima vez de que las cámaras estuviesen funcionando adecuadamente antes de salir de casa, Iliana sugirió volver a visitar al restaurante de Luciano Magnani. En esa ocasión decidimos comer lasaña; una excelente decisión. Brindamos con champagne y luego nos quedamos contemplado la noche.

Pináculo Rojo caracterizaba por ser un pueblo que durante el día resplandecía como un cuento de hadas. El sol brillaba intenso en su cielo, el olor a pino impregnaba cada rincón y se podía disfrutar de un clima fresco y agradable. Las fachadas de las casas eran antiguas y encantadoras, y la parte céntrica del poblado cautivaba con su red de edificaciones laberínticas que se extendían a través de avenidas estrechas. Pero todo eso cambiaba al caer la noche; el frío se tornaba casi insoportable, la oscuridad y las sombras parecían jugar con la imaginación, y las viviendas adquirían un aspecto austero.

También Iliana había notado el extraño fenómeno.

—¿No notas algo distinto? —inquirió. Tenía la barbilla apoyada sobre la palma de su mano y con la otra acariciaba la mía. Sus párpados ya estaban pesados a causa del champagne, y miraba la noche sin perder una placentera sonrisa—. Usualmente se torna maravilloso de día y tenebroso de noche, pero hoy…

—…hoy luce muy agradable —adiviné sus palabras, y ella asintió con una sonrisa—. También lo he notado.

Desde el restaurante, el poblado no lucía tenebroso. En realidad, cientos de luces se esparcían por todo lo bajo, como si de un ejército de luciérnagas se tratase. Desde allí pudimos reconocer algunos lugares como Dulce Amanecer, al igual que el viejo y malogrado motel de Duerma con Larry, cuyo cartel de luces de neón era inconfundible incluso a esa distancia. Las letras del cartel eran rojas y estaban escritas bajo el dibujo iluminado de un horroroso muñeco que parecía un rubio obeso con cara amigable.

—Y mira la laguna, se ve fantástica. —Sentí sus dedos apretar los míos.

La luna estaba llena, radiante, completamente plateada y firme en medio de un firmamento ausente de nubes. Se reflejaba sobre las aguas laguna, la cual permanecía inusualmente estática, como si se tratase de un espejo de verdad.

El silencio nos acompañó por largos minutos. Iliana estaba meditabunda y yo estaba curioso por saber en qué pensaba. No tuve que preguntarle.

—Sam… —dijo—. ¿No te gustaría vivir aquí? Es solitario, pero creo que este no es un mal lugar para sentar cabeza. ¿No lo crees?

Sonriente, tomé su mano y di suave beso en ella.

—A tu lado viviría en cualquier sitio.

Sus mejillas se ruborizaron y se mordió el labio inferior a la par que esbozaba una coqueta sonrisa. Conocía esa mirada, así que pedí la cuenta.

Entramos a la cabaña tropezando, devorando nuestros labios como si la vida se nos fuera en ello. Sus tacones, mi chaqueta y demás prendas fueron cayendo al suelo a través del estrecho pasillo. Pude sentir su respiración agitarse con cada beso y caricia, sus uñas barriéndome la espalda. Intenté desabrochar su vestido, pero, al verlo demasiado complicado, opté por subirle la falda. Ella se paralizó, repentinamente asustada.

Sus recuerdos habían regresado. «La has cagado, Sam…» dije para mis adentros. Pero no fue así. Su temor fue solo pasajero.

La llevé hasta la cama y, tras quitarle su ropa íntima, la volví a mirar a los ojos pidiendo su consentimiento. Ella sonrió, metió la mano bajo mi pantalón y luego hicimos el amor como si fuese la última y primera vez…

 

3

Me desperté al sentir los rayos del sol entrar por la ventana.

Iliana no se había separado de mí en toda la noche. Yacía acostada sobre mi brazo, con su cabeza reposando en mi pecho. Tenía mi brazo entumecido a razón de su peso, que, aunque liviano, el no moverlo durante horas dejó sus consecuencias. Aguanté solo porque no quería separarme de ella. Su aroma me embelesaba y esa leve y dulce sonrisa había vuelto a sus labios.

Cerré los ojos y me dejé descansar por algunos minutos hasta que escuché el móvil vibrar sobre la mesa de noche. Extendí mi brazo izquierdo, alcancé el móvil que residía en la mesa y, tras leer el mensaje, tuve que hacer un esfuerzo por no soltar una carcajada:

Theresa me tiene hasta los huevos preguntando por ustedes. ¿Podrían dar señales de vida y librarme de este martirio? Gracias. Atte. Tu jefe y amigo, Nelson.

Nelson no tenía tacto alguno y Theresa, su prometida (que además era la mejor amiga de Iliana), seguramente estaba preocupada por nosotros. Se nos había pasado por alto dar noticias de nuestro paradero.

Repliqué con un simple: Sí, todo en orden. Y pretendía seguir descansando, pero entonces sonó la campana de la cabaña.

Iliana se removió sobre mi pecho, besó mi cuello y esbozó una amplia sonrisa a la par que se estiraba como un gato somnoliento.

—Buenos días, cielo. —Me miró a la cara, acarició mi mejilla. Luego desvió su atención hacia la pantalla del móvil—. ¿Con quién hablas? ¿Tu amante? Dile que hoy eres mío.

—Lo haría, pero no quiero herir los sentimientos de Nelson.

Iliana sonrió a mi broma y se volvió a acomodar para descansar. La campana volvió a sonar. Iliana soltó un apesadumbrado suspiro. Su entrecejo se arrugó en un gesto que manifestaba pesar, y reprimió un bostezo con su mano.

—¿Quién rayos toca la campana a esta hora? —Se giró al lado opuesto de la cama, cogió su propio móvil y, tras ver la hora, dio un respingo quedando sentada en la cama—. ¡¿Has visto la hora?!

Al notar que era las 2:45 p.m., no pude sino echarme a reír. No me extrañó en lo absoluto después de lo sucedido la noche anterior.

—¡Anda! Date prisa —me ordenó, a la par que arrastraba la sábana para cubrirse la desnudez—. Ve a ver quién toca la puerta que yo tomaré una ducha rápida.

—Voy, voy… —gruñí en medio de un bostezo.

Salí de la cama y me estremecí al sentir le helada madera del suelo. Me vestí y caminé hasta la sala maldiciendo a la visita.

A través de los cristales de la puerta reconocí a Fabiana. Abrí la puerta, forcé mi mejor sonrisa y ella me sonrió de vuelta: era una sonrisa exagerada, como si acabase de ganarse la lotería.

—¡Samuel! —exclamó—. ¿Estaban dormidos? Perdona, no quería importunarlos.

—No te preocupes, no hay ningún problema. ¿Puedo ayudarte en algo? —En ocasiones odiaba las normas de cortesía. A veces tan solo quería lanzarles la puerta en la cara y seguir con mi vida. Lamentablemente, Iliana me lo reprocharía por el resto de mis días.

—Sí, en realidad necesito que hagas un favor por mí —explicó—. ¿Sabes si Iliana estaría dispuesta a ayudarme con unos diseños? Pronto tendremos una fiesta y quiero un vestido completamente original.

Le miré detalladamente, notando que, como siempre, vestía de forma exageradamente elegante, incluso para hacer una estúpida visita como esa.

—¿Quieres pasar y esperarla? Está en la ducha.

—¡Perfecto! —replicó encantada—. ¿Tienes café?

No había café hecho, ni tenía ganas de prepararlo, pero igual sonreí, fui a la cocina, le preparé el café y me senté junto a ella a escucharle parlotear cual urraca.

Su molesta conversación se centró en tontos chismes sin importancia: de cómo el viejo Joe cada día estaba más huraño, que una tal Melanie era una golfa y que ya habían capturado al maleante que estaba allanando casas. Era impresionante lo rápido que Fabiana hablaba sin ahogarse y lo muy fácil que cambiaba de un tema a otro en cuestión de segundos. Las mejillas ya me dolían de mantener la fingida sonrisa y la desesperación que me causaba fingir interés me hizo suspirar con más frecuencia que una quinceañera enamorada. Casi doy un salto de alegría cuando Iliana salió de su ducha rápida (la cual tomó más de veinte minutos), permitiéndome librarme de esa fatídica conversación, y dejándolas a ellas cotillear a solas.

Yo aproveché el cambio de turno y me largué a la ducha, donde di gracias al cielo por el silencio, al menos hasta escuchar la escandalosa risa de Fabiana que taladraba paredes, abría los mares y conseguía explotar estrellas más allá del firmamento.

Al salir de la ducha escuché la cabaña en un silencio inusual. Asomé mi cabeza fuera del pasillo y reparé en que la luz del trastero estaba encendida. Mi sorpresa no fue poca al ver el gordo culo de Fabiana apuntando hacia el techo. Estaba de rodillas, hurgando bajo el estante de herramientas.

Se dio vuelta al verme llegar y su rostro palideció.

—¡Sam… Samuel! —Forzó una sonrisa a la par que se sacudía el polvo de las rodillas.

—¿Se te ha perdido algo? —Enarqué una ceja.

Agarró una enorme bocanada de aire y amplió aún más su sonrisa antes de responder.

«Aquí viene la mentira». Pensé.

—Es que se me ha caído un anillo y rodó hasta aquí… —Se frotó un único anillo en su dedo anular—. ¡Pero ya lo encontré!

Mentía, era más que obvio, pero a mi cabeza solo llegó una única preocupación:

—¿Dónde está Iliana?

—Fue al coche a buscar unas revistas de moda.

—Ya… —asentí. Me hice a un lado y con un ademán le invité a salir.

Antes de apagar la luz y cerrar la puerta, miré con detalle el entorno, intentando adivinar qué podía haber estado buscando Fabiana en ese basurero.

Falto de respuestas, regresé al vestíbulo justo cuando Iliana volvía del coche. En sus manos traía un montón de revistas. Y en su cara una amplia sonrisa.

Fabiana arruinó sus ilusiones:

—Lo lamento, Iliana, pero me tengo que marchar —dijo, con voz apresurada—. No he visto la hora y se me hace tarde. Te prometo volver más tarde o quizá mañana. Adiós.

La pequeña pitufa huyó en su fortaleza rodante hacia la espesura del bosque como si un demonio la estuviese persiguiendo. Iliana le observó marchar, estupefacta, y luego me lanzó una mirada inquisitiva.

—¿Qué le has hecho? —inquirió.

—¿Yo? —Alcé las cejas—. ¡No hice nada! Su locura viene de fábrica.

—No seas malvado. —Trató de fingir seriedad, pero al final terminó por reír—. Oye, ¿quieres almorzar fuera? —sugirió—. Aún no hemos visitado Dulce Amanecer. Seguramente Manson ya sepa de nuestra llegada y piense que no queremos visitarlo.

Me había olvidado por completo de James Manson, el dueño de Dulce Amanecer, y uno de los pocos rostros verdaderamente amigables de Pináculo Rojo. Era un hombre risueño y de aspecto agradable, pese a que su enorme estatura podía resultar intimidante. Había sido nuestro ángel guardián en nuestra primera visita, de modo que habría sido muy descortés si no le hacíamos una visita.

—Me parece bien —dije—. ¿Nos vamos ya?

Iliana asintió y nos subimos al coche.

4

El sol era tan intenso que lastimaba la piel y los ojos y debido al calor decidimos mantener el aire acondicionado del coche encendido.

Los árboles resplandecían intensos ese día, con el sol penetrando sus hojas y haciendo brillar las acículas como si estas poseyeran luz propia. Las sombras se movían sutilmente cuando la leve brisa agitaba los árboles y, debido a la enorme cantidad de pinos, la carretera parecía ser un túnel natural cuyo techo rojo resplandecía, como cargado de energía.

Todo marchaba de maravilla, hasta que nuestro rumbo se vio obstaculizado por la presencia de dos luces intermitentes: una roja, y otra azul.

—¿Policías? —inquirió Iliana al reconocer la patrulla—. ¿Qué hacen aquí?

Desconocía los motivos, pero al ver a un hombre uniformado ordenándonos aparcar a la derecha, supuse que no tardaríamos en descubrirlo…