Pináculo Rojo

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Mientras reparaba la radio, no pude dejar de vigilar a Iliana. Se mostraba distraída, meditabunda, probablemente reviviendo aquel terrible momento. No era justo lo que le había sucedido, y yo no podía dejar de sentirme culpable por ello.

Usualmente las víctimas de una violación terminaban con grandes problemas de depresión, nervios y les toma tiempo para recuperarse (a veces nunca lo hacían), pero Iliana había sufrido mucho más que eso. Ella había saboreado la verdadera maldad humana. Había mirado los ojos de un ser diabólico y despreciable. Había experimentado lo que era la humillación. Lo que era morir lentamente.

Al recordarlo, me maldije por no haber llegado a tiempo y me maldije aún más por haber dado una muerte tan rápida a ese maldito bastardo.

En un descuido por culpa de mi enfado, terminé por lastimarme el pulgar con el destornillador.

—¡Mierda! —exclamé.

—¿Estás bien? —preguntó Iliana, nerviosa.

—Sí, descuida. —Examiné la piel enrojecida—. Por suerte no me he cortado.

—Ten cuidado —dijo, y volvió a su tarea como si nada hubiese sucedido.

Después de algunos minutos de insistencia, de algún modo me las había apañado para lograr escuchar una de las emisoras locales. La señal era realmente mala, pero se podía escuchar la voz del locutor detrás de la molesta estática. Iliana saltó de alegría y corrió a mi lado.

—¡Lo has arreglado! —exclamó divertida—. ¡Eres un genio!

No podía entender por qué le traía tanta alegría, pero me llenó de regocijo verla así. Aún mayor fue mi regocijo cuando sentí su beso en mi mejilla.

La cabaña comenzaba a impregnarse de un delicioso aroma a salsa boloñesa que me despertó el apetito, y mientras ella culminaba con su tarea, yo continué intentando mejorar la señal de la radio hasta conseguir eliminar por completo la estática. Lo único que no conseguí reparar fue la pieza suelta que saltaba en su interior. De hecho, ni siquiera fui capaz de encontrar la pieza.

—…hace una agradable noche en Pináculo Rojo. Hoy el clima nos sonríe con una suave y fresca brisa noctívaga que seguramente muchos querremos salir a disfrutar fuera de nuestras casas. Quizás sea una buena oportunidad para visitar ese nuevo (y muy agradable) restaurante La Colina, con nuestro nuevo residente, y gran chef italiano, Luciano Magnani, a quien tuve el gusto de entrevistar hace una semana. Un saludo para ti si me estás escuchando.

»Para quienes todavía no han salido de sus trabajos o están ya de camino a casa, aquí les traigo un viejo tema de Sam Cooke, Somebody ease my troublin’ mind, un clásico que seguramente disfrutarán.

La canción comenzó a sonar en la vieja radio y, aunque Iliana prefería la música moderna y más animada, la vi balancearse ligeramente al ritmo de la melodía.

En la música, Iliana y yo pocas veces coincidíamos. Yo era amante de las músicas lentas, el rock clásico, el blues, el jazz y las baladas, mientras que Iliana disfrutaba de canciones modernas, electrónicas, rock pesado o típicas canciones de clubes nocturnos, cargadas de miles de efectos y ritmos repetitivos. Solo Dios sabrá por qué.

Cenamos en compañía Sam Cooke y varios de sus temas. Y parecía ser que su música había conseguido animar a Iliana. La miré fijamente mientras comía y cuando ella me devolvió la mirada, a ambos se nos escapó una tonta sonrisa como siempre sucedía en los viejos tiempos. No duró mucho el momento. Tuve la estúpida idea de intentar coger su mano y, aunque por un momento pareció tolerarlo, no tardó mucho en borrar su sonrisa y apartar su mano como si la mía estuviese llena de excremento.

Odiaba verla huir de mi tacto. No era fácil guardar paciencia, ni pretender que nada pasaba, pero esa noche me las arregle para no mostrar mi enfado. Después de todo, no era su culpa.

—Ve a descansar, preciosa —dije—. Yo me encargaré de limpiar esta noche.

Sin apenas mirarme, asintió y se encerró en la alcoba.

Después de limpiar los platos, salí al pórtico a disfrutar de un cigarrillo. Necesitaba despejar mi cabeza, relajarme un poco y aunque el tabaco había sido un viejo hábito olvidado tiempo atrás, luego de lo sucedido con Iliana me vi forzado a retomarlo… O esa fue mi excusa.

Iliana ya dormía cuando volví a la cabaña. Tomó el lado izquierdo de la cama como era de esperarse, dado que ella prefería dormir lejos de puertas y ventanas. Le atemorizaban. Un temor que nunca comprendí.

No tardé en unirme a ella. Debía reponer energías y madrugar, pues pretendía darle una sorpresa al día siguiente: para cuando ella despertase, la cabaña luciría mucho mejor.

5

Eran las 3:12 a.m. cuando me despertó aquel ruido.

Era el llanto de un niño. Un llanto lejano y lleno de angustia. «¿Quién podría estar llorando a esa hora?» me pregunté.

Salí de la cama, miré por la ventana y descubrí una silueta que no pasaría del metro cincuenta de estatura. Sin lugar a duda debía de tratarse de un niño y estaba solo.

Le seguí con la mirada hasta que le vi acercarse peligrosamente al lago, caminando por encima del desvaído muelle cuyas tablas bailaban a falta de soportes. Pero el niño no parecía percatarse del peligro que corría.

Pensé en abrir la ventana y gritarle, pero no quería importunar a Iliana. Últimamente estaba tan nerviosa, que temía matarla si la despertaba a gritos. Así que me coloqué mi calzado y me disponía a salir tras él para detenerlo, cuando escuché un golpe en el suelo y a mi espalda. Al darme vuelta, descubrí que de alguna forma mi teléfono se había caído de la cómoda.

Pero eso no fue lo más inquietante. Lo que me puso los pelos de punta cuando intente recogerlo fue el sonido que salió de él. Era el llanto del niño, ofuscado por una extraña estática y en un volumen tan bajo que creí que todo estaba en mi cabeza. Hoy día sé que el sonido no estuvo en mi imaginación, pero en el momento encontré tan absurda la idea, que me convencí al instante de que aquello no era más que producto del sueño.

Cogí mi teléfono, alcé la mirada para buscar de nuevo al niño, pero este ya había desaparecido…

El primer día


1

Tras el extraño incidente de la noche anterior desperté a las 5 a.m.

Iliana tenía un sueño pesado, de modo que no me sintió abandonar la cama, ni tampoco se percató cuando, accidentalmente, dejé caer la caja de herramientas que había hallado en el trastero. Mascullé una maldición y comencé a recoger el desastre. Mientras recogía, uno de los destornilladores había rodado bajo el mohoso estante. Encendí una linterna para disipar la oscuridad y junto al destornillador hallé un viejo cuaderno. Sus páginas eran amarillas y de textura áspera, desagradable. La cubierta tenía una textura similar, pero su color era marrón.

Carecía de título, y una tira de cuero con candado me impedía abrirlo. Intuí que podía tratarse de un diario cuando reparé en las siglas G.R. en la parte inferior derecha de la cubierta.

Sin darle mayor interés, dejé el libro sobre el estante repleto de trastos y salí de allí con la caja de herramientas bajo el brazo.

Desayuné un simple emparedado con queso, café marrón, y me dediqué a trabajar en el muelle hasta las 9:00 a.m., hora a la que hizo acto de presencia el jardinero que Fabiana había contratado.

—Buenos días —dijo el viejo hombre, cuyas arrugas se extendían desde el cuello hasta la frente—. Mi nombre es Joe Tunner, el viejo Joe suelen llamarme por acá.

—Gusto conocerlo, señor Tunner —repliqué, estrechando su mano. Pese a la edad, el viejo Joe tenía un fuerte apretón.

Iba vestido con una camisa roja de cuadros con tirantes, un overol azul marino y una curiosa gorra, también roja, en cuya frente escribía «Campeón de pesca de 1978». Junto a las letras se podía ver un alegre pez gordo y dorado, cuya aleta derecha sujetaba una espumosa jarra de cerveza. Era una imagen muy alegre, la cual desentonaba por completo con el malhumorado ceño del viejo Joe.

—Llámeme Joe —me espetó—. ¿Le molesta si empiezo ya? Quiero aprovechar el sol de la mañana. Hoy lloverá.

Me parecía extraña su afirmación, considerando que el cielo estaba completamente azul y despejado, con un inmisericorde sol que me había forzado a beberme dos jarras de limonada.

—¿Puedo ayudarle en algo? —inquirí.

—Solo no me moleste mientras trabajo —replicó—. ¿Su esposa ya ha despertado?

—No, ¿por qué lo pregunta?

—Para saber si puedo usar la podadora —aclaró de mala gana.

—Ah… Úsela si lo cree conveniente. No se preocupe. Mi esposa tiene un sueño más pesado que la pirámide de Guiza. —Pensé que un chiste conseguiría romper la tensión, pero me equivocaba. Lo único que conseguí fue crear un nuevo pliegue de arrugas en ese amargo y viejo ceño.

—Ya… —dijo—. Pues nada, le veré luego, señor Lantz.

—Puede llamarme Samuel —quise ofrecer la misma cortesía.

—Prefiero no hacerlo —dijo, a la vez que se dirigía rumbo a su vieja y oxidada camioneta de campo, la cual había aparcado junto a mi coche.

A sabiendas de que no conseguiría sacar demasiadas palabras al viejo Joe, y temeroso de que me fuese a dar un puñetazo si lo intentaba, decidí dejarlo trabajar a su antojo. Yo haría lo mismo.

Me tomó toda la mañana reestablecer el viejo muelle.

¿Por qué mi empeño en reparar y pintar? Porque, en antaño, Iliana se había enamorado de ese lugar. A diario se paraba allí, estiraba los brazos y respiraba hondo las fragancias del bosque mientras la brisa que acariciaba las aguas le refrescaba. Desde allí se podía apreciar casi la totalidad del lago y los centenares de pináceos rojos que circundaban las orillas de este, duplicándose en la lejanía hasta que era imposible distinguir unos de otros.

 

Y pensé que, quizá, si veía el muelle lucir como antes, ella volvería a ser la de antes.

Valía la pena el intento.

Estaba por finalizar de dar una segunda capa de pintura a las barandas del muelle, cuando a mi espalda escuche un par de pisadas, seguidas de una voz ronca.

—He culminado —anunció Joe. Tenía la podadora apoyada sobre su hombro derecho como si esta fuese un rifle de caza.

—Muchas gracias, señor Joe. ¿Fabiana le ha dado su paga?

—Sí —asintió, mirándome fijamente con sus ojos negros que parecían dos profundos abismos—. Le deseo mucha suerte, señor Lantz, porque va a necesitarla.

Sus buenos deseos me alertaron los sentidos, en especial cuando noté su negra mirada barriendo el entorno, como si buscase algo entre en los árboles.

«¿Qué insinuaba con eso?» estuve tentando a preguntarla, pero entonces recordé al niño de la noche anterior.

—Disculpe, señor Joe. Antes de que se marche. —Su mirada ahora se clavó en mí. Parecía molesto—. ¿Sabe si hay otras viviendas cerca de aquí? Tenía entendido que esta cabaña era la única de la zona.

—Y lo es —recalcó.

—Es extraño —confesé. Tunner me miró con recelo—. Anoche vi un niño corretear muy cerca del lago. Quise preguntarle si necesitaba ayuda, pero desapareció de un segundo a otro.

Tunner se levantó la gorra, dejando entrever las pronunciadas entradas de su blanca cabellera. Se rascó la cabeza, miró a los lados, y torció el gesto a la vez que volvía a colocarse la gorra.

—¿Sabe? Que yo sepa por aquí no hay más casas y, en general, el pueblo carece de niños. —Se encogió de hombros y gruñó—. No que me inquiete tampoco. Pero sí, sí que es extraño. Posiblemente sea el hijo de los Clayton. Es un mocoso curioso; tendrá unos diez años. Es raro que se aleje tanto de casa.

»Si llega a verlo de nuevo, pase por la finca de los Clayton y pregúnteles. La entrada está en la carretera, tomando el desvío a la derecha antes de llegar al poblado. El desvío lo encontrara a dos kilómetros de aquí. Es un camino de tierra y piedras. No hay pérdida si va atento, aunque de noche es difícil ver el desvío. De todas formas, no sugiero pasar por allí de noche. Es peligroso.

»En fin… Tengo algo de prisa. Adiós.

Le vi dejar las herramientas en la tolva de su vieja camioneta, ponerse frente al volante tras un ruidoso portazo, y encender el motor. A juzgar por el mal estado del vehículo, me sorprendió ver que resistiese a tal golpe sin desarmarse. El motor se ahogó tres veces antes de encender, y luego la caja de cambios gruñó adolorida cuando el viejo Joe comenzó a marchar de retroceso.

—¿Sam? —llamó Iliana.

La vi salir por la puerta trasera de la cabaña. Lucía agotada, pese a que acababa de despertarse. Al verme parado con una brocha en una mano y un bote de pintura en la otra, se le escapó una dulce sonrisa.

Avanzó por el camino empedrado hasta pararse a mi lado, besó mi mejilla con suavidad, y continuó su curso hasta pararse a orillas del muelle. Quise advertirle que no lo hiciera —la pintura estaba fresca todavía—, pero al verla tan feliz no pude hacer más que dejarla libre a su antojo. Ya me encargaría de volver a pintar sobre las huellas marcadas más tarde.

—No toques las barandas —le advertí—. Te mancharás las manos.

Ella me miró por encima de su hombro, aún sonriente, y asintió dos veces antes de volver su atención al frente, alzando ligeramente el mentón y los brazos como para dar la bienvenida a esa suave brisa del mediodía… Mediodía.

Al ver la hora alcé las cejas con sorpresa. El tiempo había transcurrido volando mientras trabajaba, y seguramente Iliana no tendría ánimos de preparar el almuerzo. Yo tampoco lo estaba.

—Preciosa, ¿no querrías ir a visitar ese nuevo restaurante que mencionaba la radio anoche? —sugerí.

—Sí, me gustaría. Suena bien —replicó con monotonía, sin darse vuelta.

Era extraño observarla tan silenciosa y distante. En antaño no habría parado de parlotear durante horas, repitiendo una y otra vez lo mucho que le agradaba el poblado, lo fresco que era el clima, y planificando un montón de actividades. Si tenía algún deseo, lo compartiría, y si tenía una frustración, yo sería el primero en recibir la reprimenda. Nunca se guardaba nada, nunca ocultaba sus pensamientos. Ella era así, expresiva, cándida y radiante. Iliana tenía el espíritu libre, vivo, y eso era lo que me había cautivado.

Pero aquella Iliana ya no existía… Ahora no era sino un cascarón hueco y vacío.

Con un peso invisible sobre mis hombros, la dejé a solas en el muelle y me fui rumbo a la cabaña, aspirando tomar una ducha caliente.

El restaurante que visitaríamos se llamaba La Colina, un curioso nombre que de por sí revelaba la clase de lugar que era: un sitio elevado, con buena vista y buena comida.

Tomé una ducha, me vestí con premura y me senté en la cama mientras amarraba las trenzas de mi calzado. Desde allí podía ver a Iliana a través de la ventana. No se había movido ni un centímetro de aquel lugar. Era como contemplar una estatua de carne y hueso. «Espero que ese restaurante consiga animarla un poco…» pensé.

Agotado, me vi en la necesidad de reprimir un bostezo. Estiré los brazos tratando de quitarme la pereza y salí de la cabaña para notificar a Iliana que era hora de partir.

2

De vuelta al poblado me alegré de ver que su aspecto lóbrego había desaparecido por completo. Las calles volvían a estar coloridas y llenas de vida. Tal parecía que su aspecto cambiaba drásticamente con la luz del día, lo cual consiguió animar a Iliana, y a mí también.

Como supuse, el restaurante había sido instalado en la cima de una colina a las afueras de Pináculo Rojo. Era un lugar bastante espacioso, con enormes terrazas techadas que protegían las mesas de madera. El entorno estaba adornado por coloridos jardines y un río zigzagueante que cruzaba bajo un puente hecho de rocas lisas, el cual desembocaba en una diminuta cascada, cuyo sonido resultaba muy satisfactorio.

Apenas aparcar, un hombre de traje elegante, cabello rubio, alto y de nariz protuberante se acercó a nosotros con una amena sonrisa.

—Benvenuti —dijo, abriendo ambos brazos como si fuese a darnos un fuerte abrazo.

Yo odiaba el italiano. Por algún motivo siempre me había resultado un lenguaje complejo, y aunque Iliana se había esforzado en enseñármelo, pocas fueron las palabras que conseguí aprender: Benvenuti era una de ellas.

—Muchas gracias —repliqué en medio de una sonrisa.

Con toda naturalidad, el hombre nos estrechó la mano a ambos. Sonreía ampliamente, mostrando una blanca y pulcra dentadura; me resultó desagradable el excesivo blanco de sus dientes. Su sonrisa podría haber reemplazado fácilmente el flash de una cámara.

—Mi nombre es Luciano Magnani y yo soy el dueño de La Colina. —Se esforzaba en ocultar su acento italiano, pero no se le daba nada bien—. ¿A quiénes tengo el gusto de conocer?

—Yo soy Samuel Lantz, y ella es mi esposa, Iliana Marin.

—Un placer conocerlos. —Agachó la cabeza con un dramático gesto—. Si son tan amables de acompañarme, los llevaré a una mesa cuya vista seguramente los dejará satisfechos. —Rumbo a la mesa, nos miró con repentino interés—. ¿Recién casados?

Iliana soltó una breve risa y negó con la cabeza. Me sorprendió al verla aferrarse a mi brazo.

—Llevamos diez años casados —respondió—. Diez maravillosos años —reafirmó con una dulce sonrisa que, pese al agrado que me causaba, no dejó de causarme intriga.

—¡Vaya, pues hacen una bonita pareja! —exclamó Luciano.

Su agasajo me hizo preguntar el por qué la gente se siente con el compromiso de hacer semejantes comentarios. Por lo general suele ser mentira, pero no conozco la primera pareja a la que hayan dicho «Eres muy guapa para para ese adefesio». Les aseguro que ese comentario se acerca mucho más a la realidad, aunque puede que para aquel entonces no haya sido así. Mi imagen, hoy día, no es la misma de aquel entonces.

—Por favor —continuó Luciano—. Tomen asiento y en breve les traeré la carta.

Como prometido, la mesa quedaba en un balcón externo cuya vista permitía divisar la totalidad del poblado. Imagine que las puestas y salidas del sol se verían magníficas desde allí. En especial porque en el lago reflejaba el cielo como si de un espejo se tratase. El millar de pinos rojos se elevaban majestuosos a lo largo del profundo bosque y llegaban tan lejos que no se podía ver el final; podría haber jurado que se extendían hasta el infinito. Sus acículas brillaban cobrizas bajo el sol dorado y a simple vista parecía que los árboles irradiaban una especie de aura mágica.

Era una visión agradable. Y me contentó ver que Iliana la disfrutaba.

—Este sitio es maravilloso —dijo—. ¿No te parece?

—No lo sé, me distraje viendo tu sonrisa. —Me gustaba adularla como si estuviese tomándole el pelo. Un movimiento arriesgado, considerando que nuestra relación no marchaba bien. Ella sonrió, ruborizada. Yo suspiré, aliviado.

—¡Baboso! —Sonrió ampliamente y, luego de acariciarme la mano con un suave apretón, se aproximó a mí y depositó un suave beso en mis labios. Tenía tanto tiempo sin besarla de esa manera, que cuando la sentí separarse casi me voy de bruces—. Te amo, Sam.

La vi levantarse de la silla, y sin de darme tiempo a protestar, colocó una mano en mi hombro, sonriendo nuevamente.

—Iré al tocador. Si llega la carta, ¿podrías esperar unos minutos por mí antes de decidir?

—Se lo preguntaré a mi estómago —repliqué, risueño. Ella entornó la mirada en fingido recelo y se encaminó al tocador.

Mientras aguardaba su regreso, Luciano trajo consigo dos copas, la carta del restaurante y una jarra de agua. Le di un silencioso agradecimiento y estudié el contenido de la carta.

Ocupado en mi silenciosa lectura, me percaté de tener la garganta reseca. Extendí el brazo hacia la copa para ingerir un sorbo de agua y, al llevarla a mis labios accidentalmente, mojé mi chaqueta de cuero (mi favorita, la que usaba casi todos los días, de cuero marrón y liviano; la había comprado en un viaje a Italia). Me limpié con la servilleta y volví mi atención a la carta, leyendo una y otra vez sin lograr decidirme.

De pronto, el sueño comenzó a atacarme con rudeza. Luché por mantenerme despierto, pero cometí el error de apoyar el codo en la mesa y mi mejilla sobre el puño. Mis parpados buscaron cerrarse. Y antes de darme cuenta de lo que pasaba, ya me hallaba profundamente dormido…

3

Desperté en el mismo lugar, aunque todo mi entorno parecía distinto. No había nadie a mi alrededor, y lo que antes era pulcro y lleno de lujos, ahora se mostraba abandonado y polvoriento. El río se había secado y las flores del jardín, así como los árboles que nos circundaban, estaban secas y marchitas.

Una fría brisa danzaba por los largos corredores del restaurante. Los candelabros del techo bailaban ante su gélido roce.

El cielo se había tornado gris, el rojo de los árboles casi parecía negro y la laguna había adoptado un reflejo argento, melancólico. Me fue difícil creer que se trataba del mismo lugar que había contemplado minutos atrás.

Al pensar en los minutos, miré mi reloj de muñeca. Mi extrañeza fue inmensa al descubrir cómo las agujas giraban rápidas y sin sentido; unas giraban a la derecha y otras a la izquierda, no había sincronización alguna, ni siquiera en su velocidad. Le di un par de golpecitos a la mica, pero las agujas no se detuvieron.

Todavía era de día, aunque la iluminación era similar a la del atardecer, cuando una luz lánguida se cola por las ventanas iluminando escasamente los rincones de la habitación.

Me levanté de la silla y caminé sin rumbo a lo largo del pasillo, preguntándome dónde estaba Iliana.

—¡¿Iliana?! —alcé la voz. Sentí la garganta áspera cuando salió el primer sonido de mi boca.

La escuché reír a la distancia.

Miré en dirección contraria a la que caminaba. La risa provenía de la cocina. La oscuridad de ese corredor me provocó desconfianza.

—¿Iliana? ¿Estás allí?

Una vez más volvió a reír…

—¡Ven, tonto! —demandó. Su voz era un eco ahogado—. ¡Tienes que recordar!

 

—¿Recordar? —Entorné la mirada en un gesto receloso. No había nadie en el lugar, pero me sentía observado—. ¿Dónde están todos? ¿Qué ha pasado?

—¡Apresúrate, se hace tarde! —instó.

Un repentino escalofrío se deslizó por mi médula, recorriendo mis brazos y el cuello.

—¿A qué juegas? —inquirí, sin obtener una respuesta.

Avancé entre las sombras de aquel pasillo. No podía ver nada dentro de él. El frío comenzaba a penetrar mi chaqueta y el silencio me generaba inquietud. Incluso pensé en devolverme. Había algo ominoso allí dentro, algo vil. Casi podía sentir criaturas invisibles respirando sobre mi cuello.

Dejé de avanzar, miré hacia atrás, y justo en esa fracción de segundo una luz blanca, similar a la de un relámpago, consiguió forzarme a cerrar los ojos.

Y ya no me encontraba en el mismo sitio.

4

Abrí los ojos al cabo de unos segundos, descubriéndome ahora en un lugar diferente. Estaba parado en medio de una galería de arte, rodeado de numerosas y horripilantes pinturas que Iliana tanto se había empeñado en conocer.

Ambos mirábamos un horrendo cuadro cuyo artista ni siquiera me molesté en reconocer. Iliana no paraba de darme una larga explicación del sentido de las formas, los colores utilizados y el significado que tenía la pintura en general. Intentaba convencerme de que no era un simple cuadro lleno de absurdos garabatos espantosos y que en realidad había un profundo sentimiento oculto entre cada pincelada.

Yo la escuché atento, forzando una sonrisa y asintiendo a sus palabras como si de verdad entendiese lo que decía, mientras que para mis adentros me preguntaba qué clase de sustancias psicotrópicas había consumido aquel lunático para idearse semejante mierda. Y, aún más importante, ¿qué clase de desquiciado pagaría doscientos mil dólares por esa basura?

Luego la vi tan emocionada, tan feliz de ver esa pintura, que no pude sino alegrarme por ella. Recordé en ese momento nuestras palabras con perfecta claridad, cuando tras perderme en su sonrisa me acerqué a ella por su espalda, la rodeé con mis brazos de la cintura y luego susurré en su oído:

—Aquí la única pieza de arte que puedo admirar es tu trasero.

—¡Sam, compórtate! —masculló, abriendo los ojos como platos. Sus uñas se clavaron sobre mis manos, las cuales reposaban entrelazadas sobre su ombligo. Me gustaba hacerla avergonzar. Era exquisito ver sus mejillas rojas como dos tomates.

—Lo lamento —dije, y besé su mejilla. Ella sonrió a mi tacto—. Pero mírale el lado bueno. Mi fijación hacia ti demuestra que puedo amarte pese a tus gustos horripilantes.

Ella soltó una breve risa a mi broma y me dio un manotazo en las manos.

—No seas necio —objetó—. Mis gustos están bien. El problema es que eres un troglodita incapaz de apreciar el arte. —Levantó ligeramente la barbilla, fingiendo indignación—. Incluso un ciego entendería de pintura más que tú.

—En mi defensa, yo casi quedo ciego mirando las emociones de este desquiciado. —Señalé el cuadro con mi mentón. Iliana se dejó reír.

—No seas odioso.

—¿Qué dices? Si soy un encanto. Tú me lo has dicho.

—Se te sube mucho el ego a veces. ¿Sabías eso?

—¿Me puedes culpar cuando tengo a una mujer como tú a mi lado? —resoplé—. Es fácil sentirse grande.

—¡Ya para! —Pellizcó mis manos—. Ven, veamos la siguiente pintu…

El tiempo pareció congelarse, el aire se tornó denso, y la iluminación volvió a ser gris y melancólica.

Iliana estaba rígida, como hecha de concreto. Tanto así que se me hizo difícil zafarme de sus manos apoyadas sobre las mías.

—Saaaaaaaam… —Una voz cantarina hizo eco en el recinto—. Aún debes recordar por qué estás aquí… ¿Vendrías conmigo?

Era la voz de Iliana, pero ¿cómo podría serlo? Si ella estaba frente a mí, petrificada, con la boca a medio abrir incapaz de culminar su frase. Pero no tuve control alguno en mi cuerpo. Me sentía como dentro de un sueño, impulsado por una fuerza invisible a caminar tras el risueño eco de Iliana, que se desplazaba entre pasillos. Era como caminar en medio en mis recuerdos, observando los rostros de aquellos desconocidos que debido a mi falta de memoria no eran más que siluetas borrosas carentes de facciones, como también lo eran aquellas partes del museo que no conseguía recordar con detalle. En ellas, las puertas y paredes se fundían como la cera, perdiendo sus colores y formas.

La risa se hizo más fuerte…

—¡Estás cerca! ¡Ven aquí, tortuga! —se mofó.

Las risas y provocaciones continuaron guiándome a través de puertas y salones. Descubrí que no era un museo, sino un hotel. No recordaba ningún hotel como ese. Posiblemente todo se trataba de mi sueño, pensé. Eso era. Estaba dormido y mi mente creaba extrañas situaciones.

—¡Esa puerta, mírala! —exclamó.

Me di vuelta y pude ver al otro extremo del pasillo la única puerta que no lucía borrosa. Era una simple puerta de madera con pomo dorado, a la cual me acerqué tras un largo recorrido, como si el pasillo se fuese alargando con cada una de mis pisadas. Pero finalmente llegué a ella. Estiré mi mano y giré la manilla.

Dentro, solo había luz.

Luz cegadora…

Reviviendo pesadillas


1

—No me lo puedo creer —dijo entre risas.

Desperté al escuchar la voz de Iliana. Fruncía los labios para no soltar una carcajada, a diferencia de los otros clientes, que reían disimuladamente en sus mesas. Froté mis ojos y sonreí completamente avergonzado. Sentía la boca seca todavía.

—Si estabas tan cansado, podríamos habernos quedado en casa, Sam. —Su risa se había esfumado y ahora me miraba preocupada—. ¿Estás bien?

—Sí, solo es cansancio. Desperté hoy muy temprano.

—Pobre. —Masajeó mi hombro antes de tomar asiento—. ¿Ya sabes qué ordenar?

—Pensé en pedir una hamburguesa. ¿Tú qué opinas?

—¿Vienes a un restaurante italiano a pedir hamburguesa? —Enarcó una ceja—. Que sean dos pizzas.

Me gustaba cuando tomaba la iniciativa, incluso si nuestros gustos discrepaban, tal como ocurrió la primera vez que la lleve a comer sushi. Tardó casi veinte minutos en decidirse, optando por pedir un plato variado y así probar varias combinaciones a la vez. Al final no toleró ninguno de los sabores y decidió dejarme ambos platos a mí, diciendo que el sushi era asqueroso. Intenté convencerla de que el sushi era muy parecido a la cerveza: había que cogerle el gusto. Pero ella no se quedaría callada:

—¿Tuviste que agarrarle el gusto a la pizza la primera vez que la probaste?

—Bueno… No. Pero…

—¿Lo ves? El sushi es asqueroso —sentenció con una sonrisa victoriosa dejando en claro que no aceptaría ninguna discusión al respecto—. Ahora llévame a por una pizza.

A diferencia de ella, yo no era fanático de la pasta. Lo suyo era una especie de adicción. Jamás me expliqué el cómo se las apañaba para comer tanto sin engordar. Su metabolismo era envidiable. Mientras que ella podía comer y saltarse el entrenamiento por un mes entero sin perder su figura, yo tenía que entrenar rigurosamente para mantenerme en forma; mi oficio como detective, junto a mis altos niveles de colesterol, me exigían una excelente condición física. Vaya injusticia.

Pero en esa oportunidad la elección de Iliana fue muy acertada. Aquellas fueron las mejores pizzas que habíamos probado en toda nuestra vida. Luciano Magnani estaba muy satisfecho al vernos disfrutar la pizza de esa manera y, como regalo de bienvenida, nos invitó una pizza familiar para que también pudiésemos disfrutarla en la noche. Iliana se mostró muy contenta con la atención. Prometimos un pronto regreso y nos marchamos de allí.

—Sam, ¿podemos ir a la iglesia?

—Desde luego, preciosa. —Sonreí y di marcha al motor—. Nada mejor que una visita a la iglesia para bajar la comida —ironicé.

—No seas grosero, Sam —me reprendió, dándome a su vez un manotazo en la pierna—. Cuando mueras y no te abran las puertas del cielo, quiero ver qué haces.

—Me saltaré la verja, desde luego —dije. Ella se dejó sonreír.