Buch lesen: «La voluntad tarada»

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Recopilación, cronología y prólogo, Antonio Díaz Oliva.

LA VOLUNTAD TARADA

ROBERTO ARLT

© Roberto Arlt

© de la edición digital: Editorial Sonora

© de la edición impresa: Editorial Sonora

Sonora Ediciones es un sello editorial

del grupo ebooks Patagonia

@neonediciones

www.neonediciones.com

San Sebastián 2957, Las Condes

Santiago de Chile

ISBN impreso: 978-956-9967-12-2

ISBN digital: 978-956-9967-13-9

Primera edición, marzo 2021

Edición: María Paz Rodríguez y Victoria Valenzuela

Arte de portada: Camila Vásquez

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

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La reproducción total o parcial de este libro queda prohibida, salvo que se cuente con la autorización por escrito de los titulares de los derechos.

ÍNDICE

El atorrante de Arlt (prólogo)

Cronología

La voluntad tarada

¿Para qué sirve el progreso?

Yo no tengo la culpa

La inutilidad de los libros

Cómo se ofende a la mujer

El que desprecia su tierra

Carta al escritor brasileño Ricardo Güiraldes

Lo que pudrió la civilización

El jorobadito

El facineroso

Ester Primavera

Yo no sé si soy ella

Conversaciones de ladrones

Las fieras

El placer de vagabundear

Corrientes, por la noche

Días de neblina

El placer de vagabundear

Ventanas iluminadas

La vida contemplativa

La luna roja

Los tomadores de sol en el botánico

La tristeza del sábado inglés

Soledad

Soliloquio de un solterón

EL ATORRANTE DE ARLT

¿Qué tan joven murió Roberto Arlt?

El autor argentino Juan José Saer, hoy tan resucitado por los escritores latinoamericanos vanguardistas-wannabe, dice que: «En ciertos casos, una muerte bien colocada puede llegar a tener, como Arlt decía, la eficacia de un cross a la mandíbula».

Quien escribe esto concuerda con Saer: la muerte de Roberto Arlt fue eficaz. La lectura de sus cuentos y crónicas y novelas deja claro que Arlt era de espíritu joven y no un escritor con alma de viejo «a la Borges» que proyectaba una imagen de ratón de biblioteca.

A Roberto Arlt le interesaban los libros, pero también todo aquello que no cabía en los libros. A veces, por ejemplo, el argentino miraba por la ventana y escribía esto: «Cada ventana iluminada en la noche crecida, es una historia que aún no se ha escrito». Y puede que haya sido el espíritu joven, esa energía que lo consumía, lo que finalmente terminó por matarlo. Porque Roberto Emilio Gofredo Arlt, hijo de inmigrantes europeos y pobres y recién llegados a Argentina, nació en 1900 en Buenos Aires. Durante su vida publicó cuatro novelas y varios libros de cuentos y crónicas o aguafuertes. También algunas obras de teatro. Y viajó por España, partes de África, Brasil, Uruguay y Chile. Y tuvo dos esposas, un hijo y una hija.

Murió joven, de un paro cardiaco, a los 42 años.

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El presente libro contiene tres Roberto Arlt. O tres formas de leer a un autor que, según el director de un diario porteño del siglo pasado, habría que presentar así: «El atorrante de Arlt. Un gran escritor».

La voluntad tarada. El primer Arlt es el Arlt justamente tarado. O digamos que aquel que es un lector torpe. Uno que, leyendo, se refugia del mundo y que ilusamente cree que así se salvará de trabajar. Bajo ese espíritu, en esta sección hay dos textos. El primero, «Cuaderno de notas», es una mezcla de viñetas autobiográficas, seleccionadas por quien escribe, de manera totalmente arbitraria, con el objetivo de que sea Arlt quien se presente ante el lector. Le siguen una serie de pequeños ensayos y aguafuertes y hasta una carta de Arlt al escritor brasileño Ricardo Güiraldes que nos permite atisbar su vida personal sin demasiado maquillaje escritural. («Estoy harto... tan harto que hasta siento en mi cuerpo la hinchazón del alma»).

Lo que pudrió la civilización. El segundo Arlt es el Arlt que retrata los márgenes de la sociedad. Criminales; tuberculosos; marginales auténticos; marginales voluntarios; deformes; cafishios; prostitutas; anarcos; y todo aquello que la civilización pudrió. Esta sección contiene cuentos y crónicas policiales. Algunos ya son canónicos, como «El jorobadito». O el relato favorito de Juan Carlos Onetti, «Ester primavera», que sin duda antecede su novela Los adioses. Otros textos estaban hasta hace poco inéditos, como el cuento «Yo no sé si soy ella», en el cual Arlt explora su faceta pop (¿Puig antes de Puig?). También la crónica «El facineroso» es difícil de encontrar y muestra al Arlt más sangriento y crudo.

El placer de vagabundear. El tercer Arlt es el que divaga; aquel que escribió entre 400 y 500 columnas, o aguafuertes, casi un género en sí, y a partir de las cuales aprovechó de caminar por Buenos Aires. Era un flãneur. Y lo era en el sentido total de la palabra. Arlt caminaba para pensar y pensaba para caminar. Y al igual que James Joyce con los callejones y bares y barrios de Dublín, Arlt fue el gran urbanizador de la capital argentina y hasta de América Latina; y por eso todos los que escribimos sobre ciudades, y ciudadanos, le debemos algo. Muchas de estas aguafuertes son conversaciones (cuando no divagaciones) consigo mismo o con sus lectores, quienes le escribían al diario con frecuencia y le preguntaban todo tipo de cosas. Esta sección tiene ese tipo de textos principalmente, aunque también un cuento de una metrópoli distópica («La luna roja») y hacia el final una suerte de auto-ficción en que Arlt explora su vida interior a partir del dedo gordo de un pie («Soy dulcemente egoísta y no me parece mal»).

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Milan Kundera se quejaba que el problema de Franz Kafka es que los estudiosos de Kafka (los kafkólogos) estaban eclipsando la obra del checo y reemplazándola con lecturas forzadas, herméticas, las cuales finalmente confundían y alejaban a los lectores.

Algo similar ha sucedido con Roberto Arlt.

La generación de Ricardo Piglia y Beatriz Sarlo, y hordas de académicos tras de ellos, rescataron a Arlt y lo presentaron a nuevas generaciones. Pero también lo reciclaron hasta el cansancio. Pero no hay peor lugar para Arlt que los salones universitarios: su lugar era la calle. Por supuesto, Arlt quería ser argentino y no europeo. Porque Europa era la clase alta y los salones finos y Borges y las hermanas Ocampo y el dandy de Bioy. Su plan era convertirse en el Dostoyevski de Corrientes: «Me interesa más el trato de los canallas y los charlatanes que el de las personas decentes».

Así, por frases como esas, Arlt se ganó detractores. Especialmente aquellos que pensaban y escribían desde la alta cultura. El más famoso es el ya invocado Jorge Luis Borges.

«¿Has notado cómo se admira hoy a Arlt? Raro ¿no?», le pregunta Borges a Bioy Casares cuando en los años sesenta, Arlt era redescubierto por nuevos lectores. «La explicación es: cualquier cosa, menos pensar», sigue Borges. «Se puede aceptar o negar. Es preferible aceptar. Es claro que si todo el mundo empieza a decir que Arlt es una porquería dirán que es una porquería».

Años más tarde, en una conversación similar, Bioy defiende a Arlt frente a Borges: «Aun reconociendo la torpeza con que están escritos, esos textos tienen una frescura de la que carecen otras obras».

Frescura que ha permanecido con el tiempo y que se puede apreciar en esta antología. Una que asimismo deja ver a un Roberto Arlt crítico (hasta cierto punto) de su propia masculinidad, tal como se ve en «Las fieras», «Ester primavera» o el texto «Cómo se ofende a la mujer», donde anota: «He visitado muchas ciudades extranjeras (...) pero en ninguna parte del mundo se injuria de palabra e intención a la mujer como en nuestra sociedad con la indiferencia de las autoridades. Causa vergüenza».

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Gran parte de la obra de Arlt explora la ciudad. La promesa de las grandes urbes, parece decir, no es más que el espejismo que proyecta un sistema social-económico inhumano. Por eso el crimen brota con tanta facilidad en la Buenos Aires de Arlt. El crimen es tanto una forma de rebelión contra ese sistema como una forma de purgarse espiritualmente. Silvio Astier, el narrador de El juguete rabioso se siente bien al quemar libros. Sí: los mismos libros que alguna vez le dieron tanta alegría ahora los prende con gasolina una vez que se da cuenta de que nunca será parte de la aristocracia. De que la promesa del sistema (trabaja y tendrás una vida mejor) es una ficción a la cual muchas personas renuncian a través de pequeños o grandes actos criminales.

«Hay momentos en nuestra vida en que tenemos necesidad de ser canallas, de en-suciarnos hasta adentro, de hacer alguna infamia, yo qué sé...», dice Silvio. «De destrozar para siempre la vida de un hombre... y después de hecho eso podremos volver a caminar tranquilos».

La vida tarada es una selección para lectores y lectoras, todavía sin iniciarse en el mundo arltiano. Mezcla ficción y no-ficción y a veces no queda claro si el narrador es Arlt o una de sus máscaras ficticias. Por lo general da lo mismo. Ambas comparten el mismo espíritu rabioso y urbano.

Al igual que las traducciones y compilacio-nes de Virginia Woolf y Henry David Thoreau, publicados por esta misma editorial, La voluntad tarada es una introducción a la obra de Roberto Arlt. Este es un libro con violaciones masivas, golpizas, redes de prostitución. Es un libro descarnado, sí. Pero uno en el que por eso mismo se rastrean pistas de las escrituras urbanas que hoy exploran la violencia social. Leer a Arlt casi ocho décadas de su muerte es tanto observar una postal de la Buenos Aires del pasado como imaginar una ciudad latinoamericana futura. Una megalópolis latinoamericana siempre al borde del colapso social y llena de historias. Historias, como decía Arlt al mirar por la ventana, que permanecen sin escribir.

CRONOLOGÍA

ROBERTO ARLT

1900 - Nace un 26 de abril a las 23:00 horas, en la calle La Piedad, 677, de Buenos Aires, Roberto Godofredo Cristophersen Arlt, hijo de Kart Arlt, alemán de Posen, de oficio contable —dice el acta «tenedor de libros»— y de Ekatherine Iosbserbitser, austriaca de la zona italiana. Roberto es el tercer hijo del matrimonio, sólo vive su hermana mayor Luisa —Lila, familiarmente—, la segunda niña fallece.

1909 - Ya era expulsado de tres colegios y presume de haber vendido un cuento.

1914 - Se le acusa de haber emprendido correrías con un zapatero remendón de la calle Rivadavia.

1915 - Su padre trabaja para «Molinos harineros y elevadores de grano del Río de la Plata», y visita frecuentemente el estado de Misiones, frontera con el Paraguay. Roberto comienza a trabajar en la librería Perellano, en la calle Rivadavia, tan importante para la redacción de su ensayo «Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires».

1917 - Frecuenta, en compañía de su amigo para siempre, Conrado Nalé Roxlo, círculos literarios de poetas jóvenes; con mayor asiduidad el de Félix Visillac, que publica la revista La idea de Flores.

1920 - Publica «Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires» en Tribuna Libre.

1921 - Ingresa en el Regimiento 13 de Infantería de Alta Córdoba para hacer el servicio militar.

1922 - Se casa con Carmen Antinucci, tres años mayor que él, a quien conoce en Córdoba.

Roberto recibe 25. 000 pesos que invierte en una fábrica de ladrillos, pero sigue publicando cuentos. Nace su hija Electra Mirta en Cosquín.

1923 - Arlt regresa a Buenos Aires por una bronconeumonía.

1924 - Con el resto del dinero compra un terreno en la calle Lascano, donde intentará construir una casa con la ayuda de su padre.

Colabora en publicaciones políticas como Extrema Izquierda, Izquierda y Última hora.

1925 - Ricardo Güiraldes intenta publicarle en Proa El juguete rabioso (entonces titulada aún La vida puerca). Será este mismo novelista, entonces su protector, quien le sugiera cambiar el título.

1926 - Publica El juguete rabioso en la Editorial Latina.

En noviembre comienza a publicar en Don Goyo sus notas, algunas muy interesantes y autobiográficas.

Escribe y publica sus cuentos en Última Hora, Claridad, Mundo Argentino y El Hogar, en donde ya nunca dejará de hacerlo.

1927 - Trabaja como cronista policial de Crítica.

Se hace amigo de Cayetano Córdoba Iturburu y de Edmundo Guibourg.

1928 - Ingresa al matutino El Mundo, fundado el 14 de mayo. Allí publicará crónicas policiales, cuentos y, el 14 agosto, el primero de sus célebres Aguafuertes: «El hombre que ocupa la vidriera del café». En la revista Pulso publica un anticipo de su novela Los siete locos.

1929 - Vive en una pensión de la calle Pueyrredón, 486.

Publica Los siete locos, dedicada a Maruja Romero, en la revista Claridad.

A finales de año sufre una conjuntivitis que le impide trabajar en El Mundo y en la novela Los lanzallamas, que había sido anunciada como continuación de Los siete locos.

1930 - Gran producción de cuentos que aparecen en sus revistas habituales.

Viaja a Uruguay y Brasil como corresponsal del diario El Mundo.

1931 - Reedición de El juguete rabioso en Claridad, sin la dedicatoria a Ricardo Güiraldes, tachado por la revista de oligarca.

Publica Los lanzallamas, continuación de Los siete locos, en Claridad.

1932 - Estrena la obra de teatro 300 millones.

Publica la novela El amor brujo en la edito-rial Victoria. Viaja a Tucumán y a Santiago del Estero.

1933 - Publica El jorobadito (cuentos) con dedicatoria a su mujer Carmen Antinucci.

Viaja a España y a África.

1936 - Colabora en Revista de Madrid.

Notas sobre Santiago de Compostela, Madrid y Toledo.

En mayo regresa a Buenos Aires, con la impre-sión de que en España se vive un clima peligroso.

Estrena las obras Saverio, el Cruel y El fabricante de fantasmas.

Publica Aguafuertes españolas.

1937 - Estrena obra de teatro La isla desierta.

Muere su hermana Lila, en Cosquín, Córdoba. Viaja a Santiago del Estero.

1938 - Estrena África.

1939 - Conoce a Elizabeth Mary Shine, secretaria del director de El Hogar, León Bouché.

Sigue publicando cuentos en El Hogar y en la revista Mundo argentino.

1940 - Inicia los trámites para el divorcio

de Carmen.

Estrena La fiesta del hierro. Colabora en la nueva publicación, Argentina libre.

Muere Carmen Antinucci de tuberculosis.

1941 - Se casa el 25 de mayo con Mary Shine, en Uruguay. Viaja a Chile con Mary.

Publica en Chile los cuentos El criador

de gorilas.

Vive en Larrea y Córdoba.

Instala con Pascual Nacaratti un laboratorio en Lanús para gomificar medias de mujer.

1942 - Viaja a Córdoba para ver a su madre y a su hija.

De regreso a Buenos Aires, muere el 26 de julio de un infarto a los 42 años.

En octubre nace su hijo Roberto Patricio Arlt.

LA VOLUNTAD TARADA

Me llamo Roberto Godofredo Christophersen Arlt, y he nacido en la noche del 26 de abril de 1900, bajo la conjunción de los planetas Mercurio y Saturno. Esto de haber nacido bajo dicha conjunción es una tremenda suerte, según me dice mi astrólogo, porque ganaré mucho dinero. Mas yo creo que mi astrólogo es un solemne badulaque, dado que hasta la fecha no tan sólo no he ganado nada, sino que me he perdido la bonita suma de diez mil pesos.

Además, por la influencia de Saturno —aquí habla mi astrólogo— tengo que ser melancólico y huraño, y no sé cómo hacer para estar de acuerdo con dicho señor y mi planeta, ya que colaboro en una revista que es humorística y no melancólica.

He sido un enfant terrible.

A los nueve años me habían expulsado de tres escuelas, y ya tenía en mi haber estupendas aventuras que no ocultaré. Estas cuatro aventuras pintan mi personalidad política, criminal, donjuanesca y poética de los nueve años, de los preciosos nueve años que no volverán.

Yo soy el primer escritor argentino que a los ocho años de edad ha vendido los cuentos que escribió.

En aquella época visitaba la librería de los hermanos Pellerano. Allí conocí, entre otros, a don Joaquín Costa, distinguido vecino de Flores. El señor Costa, que conocía mis aficiones estrambóticas, me dijo cierto día:

—Si traes un cuento te lo pago.

Al siguiente domingo fui a verlo a don Joaquín, ¡y con un cuento!

Recuerdo que, en una parte de dicho esperpento, un protagonista, el alcalde de Berlín, le decía a un ladrón que, escondido debajo de un ropero, no podía moverse:

—¡Infame, levanta los brazos al aire o

te fusilo!

A don Joaquín lo impresionó de tal forma mi cuento que, emocionado, me lo arrebató de las manos, y prometiéndome leerlo después me regaló cinco pesos.

Y ese fue el primer dinero que gané con la literatura.

Creo que la vida es hermosa.

Solo hay que afrontarla con sinceridad, desentendiéndose en absoluto de todo lo que no nos hace mejores, pero no por amor a la virtud, sino por egoísmo, por orgullo y porque los mejores son los que mejores cosas dan.

Mis ideas políticas son sencillas. Creo que los hombres necesitan tiranos. Lo lamentable es que no existan tiranos geniales. Quizá se deba a que para ser tirano hay que ser político y para ser político, un solemne burro o un estupendo cínico.

En literatura leo solo a Flaubert y a Dostoyevski, y socialmente me interesa más el trato de los canallas y los charlatanes que el de las personas decentes.

Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuando se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce surmenage.

Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias.

Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero, por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad.

Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela que, como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas.

Variando, otras personas se escandalizan de la brutalidad con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello provenía del deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje de Ulises: un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes. Pero James Joyce es inglés. James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino media docena de iniciados.

En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan en todas las horas de sus días y sus noches.

De cualquier manera, como primera providencia he resuelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables:

«El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo de pésimo gusto, etc., etc.».

No, no y no.

Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un cross a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y «que los eunucos bufen».

El porvenir es triunfalmente nuestro. Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la Underwood, que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero... mientras escribo estas líneas, pienso en mi próxima novela. Se titulará El amor brujo y aparecerá en agosto del año 1932.

Y que el futuro diga.

¿PARA QUÉ SIRVE EL PROGRESO?

Me tienen ya seco con la cuestión del progreso. Cuánto papanata encuentro por ahí, en cuanto comienzo a rezongar de que la vida es imposible en esta ciudad me contesta:

—Es que usted no se da cuenta de que progresamos.

Y acto seguido me endilga un discurso sobre el Progreso y la Civilización, que hubiera estado muy bien en tiempos de Juan Jacobo Rousseau, pero hoy no convence a nadie. Y si no, ustedes verán.

Calidad de progreso

La gente se deja embaucar con una serie de términos que en realidad no tienen valor alguno. Estos términos hacen carrera, se convierten en monedas de uso popular y cualquier otario, ante un caso serio, se considera con derecho a aplicarlos a situaciones que no se resuelven con el uso de un vocablo.

Y es que llega un momento en que las palabras asumen el carácter de moda; no interpretan un sentir sino un estado colectivo, quiero decir, un estado de estupidez colectiva.

Veamos esta palabrita Progreso.

De veinte años a esta parte hemos progre-sado bestialmente. En todos los órdenes. Antes, para vivir, una familia no necesitaba de alto jornal. Una casita de tres o cuatro piezas se alquilaba en cuarenta pesos; una pieza en doce y quince pesos; pero la mayoría de los habitantes de esta bendita ciudad vivían en casas holgadas, con fondo, jardín y parra.

El progreso ha hecho que por esa misma pieza, que pagábamos quince pesos, paguemos hoy cuarenta o cincuenta pesos; que la casa sea sustituida por el departamento, y que el departamento sea un rincón oscuro, con una superficie inferior a la de un pañuelo y donde para decir una mala palabra sea necesario encender la luz eléctrica, porque si no, la palabra no se ve. Hemos progresado.

Antes, una mediana familia tenía quinta

con árboles, donde los chicos pudieran embarrarse a gusto, criarse sanos a más no poder. Hoy para los nuevos chicos tenemos un patiecito húmedo y oscuro, donde las ventoleras tienen tantas direcciones que lo menos que se pesca una criatura en un descuido es una «bronca» neumonía. Hemos progresado.

Artículos de consumo

El pan era sabroso y el vino puro. Llegaba fin de año y el último bolichero le mandaba un canastón cargado de aguinaldos. El panadero ídem. Cierto es que no teníamos ómnibus que despachurraban criaturas por las calles, ni subterráneos, ni automóviles brillantes como espejos. El tren de vapor era un medio de traslación formidable, y el coche un lujo. Los días eran tranquilos. Flores era un barrio de quintas, Palermo ídem, Belgrado igual, Caballito también, Vélez Sársfield idénticamente. Quin-tas, cercos, bardales, madreselvas, glicinas, el aire de los crepúsculos estaba tan embalsamado de flores de verano, que la ciudad parecía un pequeño injerto en la perfección de los campos subdivididos. No había prisa en el vivir. El fonógrafo era un mecanismo insuperable; la radio no se concebía, el teléfono era propiedad de pocos felices, y más que medio de progreso, un lujo. Usted ciego y sordo podía cruzar tranquilamente las calles, pero la tela de un traje era irrompible, los botines se hacían de cuero y no de cartón, el aceite de oliva no era de lino sino de olivas y el único que se gastaba, los carniceros no sabían dónde tirar el bofe y el hígado; la neurastenia era un mal desconocido, la tuberculosis, ¡hablar de la tuberculosis en aquellos tiempos daba más temor que hoy nombrar la lepra a la que nos hemos acostumbrado!, y ciertas enfermedades, que no se pueden nombrar, deshonraban a una familia como el hecho de tener un hijo ladrón o asesino.

Hemos progresado

Hoy no. Hemos progresado. No hay zanahoria que no esté dispuesto a demostrárselo. Hemos progresado.

Es maravilloso. Nos levantamos a la mañana, nos metemos en un coche que corre en un subterráneo; salimos después de viajar entre luz eléctrica; respiramos dos minutos el aire de la calle en la superficie; nos metemos en un subsuelo o en una oficina a trabajar con luz artificial. A mediodía salimos, prensados, entre luces eléctricas, comemos con menos tiempo que un soldado en época de maniobras, nos enfundamos nuevamente en un subterráneo, entramos a la oficina a trabajar con la luz artificial, salimos y es de noche, viajamos entre luz eléctrica, entramos a un departamento, o a la pieza de un departamentito a respirar aire cúbicamente calculado por un arquitecto, respiramos a medida, dormimos con metro, nos despertamos automáticamente; cada tres meses compramos un par de botines de cartón cuero; cada seis meses renovamos un traje; cada año nos deterioramos más el estómago, los nervios, el cerebro, y a esto, ¡a esto los cien mil zanahorias le llaman progreso! ¡Digan ustedes si no es cosa de poner una guillotina en cada esquina!

¿Para qué?

Puede usted decirme, querido señor, ¿para qué sirve este maldito progreso? Sea sincero. ¿Para qué sirve este progreso a usted, a su mujer y a sus hijos? ¿Para qué le sirve a la sociedad? ¿El teléfono lo hace más feliz, un aeroplano de quinientos caballos más moral, una locomotora eléctrica más perfecto, un subterráneo más humano? Si los objetos nombrados no le dan a usted salud, perfección interior, todo ese progreso no vale un pito, ¿me entiende? Los antiguos creían que la ciencia podía hacer feliz al hombre. ¡Qué curioso! Nosotros tenemos, con la ciencia en nuestras manos, que admitir lo siguiente: lo que hace feliz al hombre es la ignorancia. El resto, es música celestial…

YO NO TENGO LA CULPA

Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se me hacen algunos elogios. Pues bien, hoy he recibido una carta en la que no se me elogia. Su autora, que debe ser una respetable anciana, me dice:

«Usted era muy pibe cuando yo conocía a sus padres, y ya sé quién es usted a través de su Arlt».

Es decir, que supone que yo no soy Roberto Arlt. Cosa que me está alarmando, o haciendo pensar en la necesidad de buscar un pseudónimo, pues ya el otro día recibí una carta de un lector de Martínez, que me preguntaba:

«Dígame, ¿usted no es el señor Roberto Giusti, el concejal del Partido Socialista Independiente?».

Ahora bien, con el debido respeto por el concejal independiente, manifiesto que no; que yo no soy ni puedo ser Roberto Giusti, a lo más soy su tocayo, y más aún: si yo fuera concejal de un partido, de ningún modo escribiría notas, sino que me dedicaría a dormir truculentas siestas y a «acomodarme» con todos los que tuvieran necesidad de un voto para hacer aprobar una ordenanza que les diera millones.

Y otras personas también ya me han preguntado:

«¿Dígame, ese Arlt no es pseudónimo?».

Y ustedes comprenden que no es cosa agradable andar demostrándole a la gente que una vocal y tres consonantes pueden ser un apellido.

Yo no tengo la culpa que un señor ancestral, nacido vaya a saber en qué remota aldea de Germanía o Prusia, se llamara Arlt. No, yo no tengo la culpa.

Tampoco puedo argüir que soy pariente de William Hart, como me preguntaba una lectora que le daba por la fotogenia y sus astros; mas tampoco me agrada que le pongan sambenitos a mi apellido, y le anden buscando tres pies. ¿No es, acaso, un apellido elegante, sustancioso, digno de un conde o de un barón? ¿No es un apellido digno de figurar en chapita de bronce en una locomotora o en una de esas máquinas raras, que ostentan el agregado de «Máquina polifacética de Arlt»?

Bien: me agradaría a mí llamarme Ramón González o Justo Pérez. Nadie dudaría, entonces, de mi origen humano. Y no me preguntarían si soy Roberto Giusti, o ninguna lectora me escribiría, con mefistofélica sonrisa de máquina de escribir: «Ya sé quién es usted a través de su Arlt». Ya en la escuela, donde para dicha mía me expulsaban a cada momento, mi apellido comenzaba por darle dolor de cabeza a las directoras y maestras. Cuando mi madre me llevaba a inscribir a un grado, la directora, torciendo la nariz, levantaba la cabeza, y decía:

—¿Cómo se escribe «eso»?

Mi madre, sin indignarse, volvía a dictar mi apellido. Entonces la directora, humanizándose, pues se encontraba ante un enigma, exclamaba:

—¡Qué apellido más raro! ¿De qué país es?

—Alemán

—¡Ah! Muy bien, muy bien. Yo soy gran admiradora del káiser —agregaba la señorita.

(¿Por qué todas las directoras serán «seño-ritas»?). En el grado comenzaba nuevamente el vía crucis.

El maestro, examinándome, de mal talante, al llegar en la lista a mi nombre, decía:

€2,99

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0+
Umfang:
152 S. 4 Illustrationen
ISBN:
9789569967139
Herausgeber:
Rechteinhaber:
Bookwire
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