Las Confesiones De Una Concubina

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Las Confesiones De Una Concubina
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Esta es una obra de fantasía.

Nombres, personajes, ubicaciones y sucesos son imaginarios o son usados de manera ficticia y cualquier referencia a personas, vivas o muertas, a hechos o lugares existentes es puramente casual.

Titulo original de la obra: Le confessioni di una concubina

Primera Edición

Agosto 2020

IL PORTO

© 2018 La Caravella Editrice

Segunda Edición Publicada por ©Tektime

diciembre 2020

338 páginas

www.traduzionelibri.it

Roberta Mezzabarba

Las confesiones de una concubina

Traductora: María Acosta Díaz


PRIMERA PARTE

Existe un sutil miedo a la libertad,

por el cual que todos quieren ser esclavos.

Todos, naturalmente, hablan de la libertad

pero nadie tiene el valor de ser realmente libre

porque cuando eres realmente libre, estás solo.

Y sólo si tienes el valor de estar solo puedes ser libre.

OSHO

Las confesiones de una concubina

Las confesiones de una concubina.

No soy nada más.

Nada más que la concubina con mis dolores, con mis insatisfacciones, con mis frustraciones, con mis necesidades puntualmente desatendidas, ignoradas, pisoteadas, vilipendiadas, despreciadas, quemadas en una hoguera.

Soy yo, despojada de toda dignidad, arrodillada sobre el altar de los deseos ajenos.

Obligada.

Forzada a formar parte de lugares angostos que mal se adaptan a mis ansias de libertad.

Al final de cada día sólo queda una penetrante sensación de vacío, dentro, como si me hubiesen robado las vísceras.

Y espero todavía tener ganas de escapar y no escuchar nada más, olvidar este tormento que nunca me abandona.

Por la noche sueño con los ojos abiertos que soy capaz de librarme de los lazos que he dejado que me encadenen y consigo prescindir de ellos. Conseguir prescindir de lo poco que, mendigando, logro obtener de manera vergonzosa.

La mía es una vida de sentido único, la dicotomía entre el dar y el recibir, entre el desgarrador deseo de vivir y la existencia que se consume a cada instante, en un vano intento por recuperar mi vida, como siempre quise.

Y no hay ninguna respuesta desde el vacío lleno de gente que me rodea.

De esta manera he aprendido a refugiarme en el universo solitario de jornadas desvaídas.

Siempre lo he comprendido demasiado tarde y, atrapada, tomaba conciencia del papel que debería personificar en aquel momento de mi vida, en esa situación, mientras de noche los pensamientos se mezclaban con los sueños y los sueños con los recuerdos.

Con el tiempo he aprendido a dejar colgado de una percha del armario el YO que hubiera querido ser y mi vida proseguía inexorable, en un esfuerzo, jamás consumado, por escapar de la incompetencia a la que nadie nunca había puesto remedio.

Recuerdos

Desde que era niña he tenido un temor casi reverencial por la opinión de mi familia, de mis padres.

Avanzaba con pasos inseguros en mi vida con un ojo siempre puesto en las reacciones que suscitaban mis acciones.

Nunca, ni siquiera una vez, fue necesario que me dijesen qué les hubiera gustado que hiciese, qué elección hacer, qué decisión tomar.

Una mirada.

Bastaba sólo esto para llevar a cabo, inconscientemente, lo que deseaban.

A lo mejor podría haber tomado una decisión distinta pero esta sensación nunca salió de la antesala de mis pensamientos, por lo tanto no existía en mi cabeza.

Sólo quería complacer, obedecer, además porque era lo único que sabía hacer.

Sin darme cuenta, en aquellos días, la pequeña concubina ha tomado forma y ha comenzado a dar sus primeros pasos.

Recuerdo que amaba con locura las lecciones de música que me daba un anciano director de orquesta que, después de jubilarse, se había establecido cerca de la casa de mis padres.

Esperaba con ansia el jueves por la tarde, el día en que iba a casa del maestro: él me recibía en el salón y me daba lecciones de música, haciéndome practicar con su piano.

Un día, cuando regresaba de la escuela, mientras estábamos todos alrededor de la mesa y mi hermana Silvia estaba haciendo un barullo impresionante en la trona con cucharones y tapaderas, mi madre me sonrió y me dijo:

«Misia, tu padre y yo hemos decidido que ya no irás a clases de música sino que, a partir de la próxima semana irás a lecciones de gimnasia artística en el gimnasio municipal. No es normal que todas tus coetáneas vayan a esas clases mientras que tú, con tu música, ¡cada día te encierras más! »

Fue como un rayo en un día sin nubes. Nada me había hecho presagiar aquel cambio repentino pero, si bien con pesar, acepté la decisión de mi familia sin decir palabra.

No estaba dotada para la actividad física, tanto era así que el profesor me dejaba siempre de última y, a veces, pasaba por alto que hiciera los ejercicios, que hacia ejecutar a todas las demás.

Nunca he tenido la sensación de verme obligada a comportarme de cierta manera, creo haber hecho todo con gran ligereza, guiada por la confiada mano de quien me había traído al mundo.

Si es justo seguir los dictámenes sociales y de comportamiento impuestos por la familia en la que uno crece, es también justo hacerse preguntas, interrogantes con todos los si y con todos los pero que pululan por nuestra cabeza.

Pero yo no tenía, tan ciega era la confianza en las manos que me guiaban.

Guía sabia que exige sin pedir, que obtiene sin solicitar, que acapara sin dar las gracias.

Esa vez, por ejemplo, habría podido decir a mi familia que hubiera querido continuar con las clases de música pero no estaba familiarizada a pensar por mi cuenta.

Todo me parecía tan normal, pensándolo bien, que si me encontraba con que tenía que tomar una decisión no teniendo consanguíneos cerca de mí, detenía el mundo y buscaba consejo.

Consejos, lo más estúpido y arrogante que se pueda pedir y pretender dar.

Mi abuela decía: Una cosa es morir y otra hablar de muerte.

Quizás sólo ella no había tenido nunca la pretensión de manejarme, de moldearme según sus deseos, de seccionarme en partes y luego quedarse con las gratas y desechar las no gratas.

Quizás sólo con ella, sin darme cuenta, el verdadero YO salía fuera y se movía libremente bailando con los ojos cerrados.

Recuerdo que reíamos a carcajadas por las cosas más estúpidas o que nos conmovíamos mirando, en la televisión, las películas de amor que a ella tanto le gustaban.

Me acariciaba los cabellos y me hacía sentir única en el mundo.

Única… una hermosa sensación.

Mi adolescencia nació y floreció a la sombra de severas reglas.

Nunca he salido por las noche ni he pedido poderlo hacer.

Me refugiaba en la música y en la lectura que me permitían evadirme de lo que yo no veía como una prisión, pero que lo era.

* * *

No tengo recuerdos desagradables que borrar, más bien una serie de jornadas desvaídas, pasadas soñando que vivía una vida de película.

Estudiaba por pasión y también para complacer a mi familia que, sin embargo, parecía que nunca estaba satisfecha, creyendo que quizás de aquella manera me incitarían a hacerlo mejor.

De esta manera me acostumbré a creer que no era nada especial.

En el espejo me miraba poco, creía que era incluso un poco fea, simplemente porque la vida me había enseñado a no confiar en mí misma, en mis capacidades.

Recorriendo mis días al revés, me doy cuenta de que, sólo ahora, se esperaba de mí lo mejor, que, sin embargo, una vez alcanzado el objetivo no valía ni siquiera una mención, una felicitación, para mover la meta siempre un poco más lejos.

Me diplomé con la máxima nota y también esto pareció algo evidente.

Los profesores incitaban a todos a que continuase estudiando pero mi familia no auspició esta iniciativa, de manera que para mí buscarme un trabajo se dio por descontado.

De esta manera, del prometedor futuro que imaginaba por la noche, leyendo mis libros, pasé a aceptar un puesto de almacenista en un supermercado de mi ciudad y a tener un novio que no sabía siquiera si me gustaba o no.

Filippo entró en mi vida en un momento en el que todas mis coetáneas estaban prometidas desde hacía tiempo y mi madre hacía continuamente preguntas sobre por qué no tenía un novio.

No lo había escogido, es más, en honor a la verdad, ni siquiera lo había considerado, y no podía hacer comparaciones.

Un día en el parque público, donde nos reuníamos por las tardes en verano, con las cigarras que interpretaban su canto, Filippo me lo había propuesto y yo había aceptado.

Volví a casa corriendo y jadeante, arrastré a mi abuela a su pequeño dormitorio: le conté lo que me había sucedido y sus blandas mejillas se ruborizaron regalándome una sonrisa cargada de dulzura.

«Misia, ten cuidado, el mundo no es bueno pero tu eres tan cariñosa que mereces todo el bien de este mundo, ¡que ojos tan brillantes tienes!»

Entonces le pregunté:

«¿Cómo se comprende quién es la persona justa? Y sobre todo ¿dónde se encuentra y cómo?»

Entonces ella, con paciencia, me contó cómo había conocido al abuelo que yo apenas recordaba.

 

«No nos conocíamos y debo decirte, mi pequeña, que he sido muy afortunada al encontrarlo. Pero también he sido lista a agachar la cabeza cuando la situación lo requería y a enseñarle también a hacerlo. No existe, Misia, la persona justa. Es necesario que dos personas se conviertan en adecuadas la una para la otra, juntas».

Después de algunos días, mi abuela tuvo un ictus que le quitó el uso de la palabra y de buena parte de su cuerpo. Algunos amigos de mi padre la trajeron a casa con las rodillas arañadas y las gafas rotas. Había perdido el conocimiento y había caído en la plaza delante de la iglesia.

Me miraba con los ojos muy abiertos, como si intentase decirme algo. Cuando estábamos solas, alargaba una mano entre las barras de su camita y ella me la estrechaba fuerte. Desde ese momento comencé a comprender lo que significaba sentirse impotente y solo.

Tenía miles de preguntas en la cabeza y ningún valor para planteárselas a nadie, así que jamás obtuve respuestas.

Mi abuela se fue una mañana de otoño, en silencio, y sus risas argentinas ya no resonaron más entre los muros de casa, dejando un vacío enorme dentro de mí.

La vida me había arrebatado una parte importante, la única persona que siempre había creído en mí, que me quería totalmente, así como era.

«Tú eres imperfecta y muy hermosa», me decía mi abuela.

Desde el día que ella murió sólo me sentí imperfecta.

Y sentirme transparente

Hay días en los que me siento hermosa, esplendorosa.

Me veo en el espejo y veo mi rostro reflejado, los ojos azul turquesa, los labios pequeños un poco carnosos, las pecas que ensuciaban un poco la piel alrededor de la nariz.

Paso la mano entre los cabellos rojos, sedosos, desanudando los pensamientos con los dedos.

En esos días, ver que mi marido me ignora, me hiere hasta morir: parece que no da importancia a lo que le pertenece por derecho, por contrato, y como un miope no percibe lo que tiene cerca.

Nunca me he puesto hermosa para los otros pero, ser ignorada de este modo, ser transparente, irrelevante, menos que una latosa mosca, es humillante, uno nunca se acostumbra.

Agarro con rabia la habitual pinza para los cabellos, descolorida, por todas las veces que la he usado, y aprisiono mis cabellos y con la mordida de aquellos dientes de plástico me hiero el corazón, el alma, el orgullo, el amor propio.

Y él no comprende tampoco este gesto mío de rabia.

Me observa de reojo, casi como si no consiguiese encajar bien toda la situación y, como siempre, me ahogo en esta incomprensión y sofoco las lágrimas que querrían liberarse, engullendo la amargura y el nudo en la garganta que no quiere bajar.

Mañana cambiará, o mejor, espero que mañana cambie yo.

* * *

«¡Te queda muy bien este corte de pelo, Misia!»

La voz de Pietro pronunció estas palabras, aceite ardiente para mis oídos.

Sentí que se me enrojecían las mejillas, el cuello e instintivamente bajé la mirada, al no saber realmente cómo contestar.

No estaba acostumbrada a recibir cumplidos, hacía tanto tiempo que… había deseado oír aquellas palabras de la boca de mi marido, en muchos sueños había anhelado que eso ocurriese y, en cambio, he aquí que aquel hombre que no me pertenecía me hacía encrespar la piel con un escalofrío, hacía aparecer el deseo de placer que está escondido dentro de cada ser humano.

Pietro era un colega que trabajaba en la administración del supermercado, siempre sonriente, con los cabellos oscuros ligeramente largos, sabiamente despeinados.

En honor a la verdad no le había hecho caso hasta que su mirada había comenzado a cruzarse con la mía, insistentemente. Empezó a saludarme y buscaba la oportunidad para entablar conversación conmigo. Y allí comenzaron a llegar los primeros signos de aprecio, los primeros y velados cumplidos.

Yo escuchaba, inconsciente, sedienta, lastimosamente necesitada de felicitaciones.

Extraño, digo, porque mi educación siempre me ha impedido gozar de la sensación, desconocida, de ser apreciada.

En mi familia los elogios eran una mercancía rara, luego, al casarme con Filippo, la situación no había cambiado: él era un hombre tan cerrado que a menudo tenía la sensación de que ni siquiera me notase.

Pero me había casado con él.

Y ahora no había nada que hacer, si no aceptar lo que el plato que tengo de frente contiene, sin soñar con otras pitanzas.

Hacer caso a las palabras de Pietro era un juego demencial, era consciente, pero escuchando sus palabras, desaparecen como un relámpago, dentro de mi corazón, todas las sombras.

Pero dura poco: de la misma manera que se apaga el eco de aquellas frases, de la misma manera a como Pietro desparece de mi vida, mi corazón se hiela.

La búsqueda de una vida

Trabajo, casa, casa, trabajo.

He aquí la existencia de una treintañera.

Mi existencia.

Cuando era una muchacha nunca me había podido permitir grandes diversiones porque no estaba bien salir sola, mucho menos en compañía de mi prometido.

Ahora, porque mi marido prefiere echar la siesta en una butaca en el salón en vez de vivir.

Realmente no siempre ha sido así.

Queríamos un hijo, ¡sabe Dios cuánto lo he deseado!

Antes de casarnos parecía casi que escapase de la idea de un compromiso tan grande, luego, con el pasar de los meses, entre nosotros se ha creado un espacio, un vacío me atrevería a decir, que pensaba que podría llenar con un hijo.

Filippo parece que no tenía mis mismas exigencias, a él le bastaba con su trabajo de guardia jurado.

Mi marido era un buen hombre, no me faltaba nada, pero su sensibilidad y su frialdad me dejaban asombrada.

Al final de cada mes llegaba inexorable el ciclo menstrual destruyendo mis suenos, alimentados en aquellos tres, cuatro días de retraso.

Dos, tres, cuatro vueltas.

Era demasiado.

Demasiadas esperanzas defraudadas…

Cada uno de nosotros pensaba que en el otro había probablemente algo que no iba bien, un mecanismo que no funcionaba como debía, una chispa que no saltaba en el momento justo.

Finalmente, de nuevo, el retraso llegó hasta los diez días: no hablaba de ello, como si esto pudiese convertir en irrompible mi sueño, que, sin embargo, no era más que una pompa de jabón, hermosa, de colores, transportada en las alas del viento, pero destinada a desvanecerse con un puf.

Silenciosamente, dejaba correr los minutos, y los días y las semanas se convirtieron en meses.

Durante casi dos meses acuné en mi pensamiento la idea de un niño, una pizca de vida que pudiese dar sentido a la mía, que iluminase la oscuridad de mi existencia.

Durante mucho tiempo, después de esa noche, ya no tuve más lágrimas para llorar.

Fui despertada del sueño por las contracciones del bajo vientre que parecía que me querían desgarrar las vísceras.

En silencio, arrastrándome, conseguí llegar al baño donde, en cuanto encendí la luz, me esperaba un descubrimiento horrendo.

El camisón estaba empapado en sangre a la altura de las ingles.

Sólo recuerdo haber lanzado un grito.

Luego, nada.

A continuación sólo un vago recuerdo de mi marido que intenta que recupere el conocimiento, que me traslada en el coche envuelta en una manta, luego los doctores, las enfermeras como abejas laboriosas a mi alrededor, las luces fuertes sobre la camilla, iluminando mi desnudez.

Mi niño.

Mi niño.

Devolvedme a mi niño.

Devolvédmelo.

¿Dónde lo habéis puesto?

¿Dónde?

¿Dónde?

¿Dónde lo habéis escondido?

¿A dónde lo habéis llevado?

Era demasiado hermoso.

Lo sé, era demasiado hermoso.

Parecía que había enloquecido.

Nada tenía sentido, nada parecía lo bastante importante para seguir viviendo.

Filippo casi siempre estaba sentado al lado de mi cama pero no me miraba, no me hablaba.

En aquellos días de dolor, su presencia no era ningún consuelo, un poco porque creía que sólo estuviese allí porque estaba obligado por la situación, un poco porque me parecía que estaba obligada a soportar su presencia.

Me parecía que, las pocas veces que me devolvía la mirada, con sus ojos negros fijos en mí, me culpase, sin posibilidad de responderle, por no haber sabido salvaguardar la vida de nuestro hijo.

Una mañana me desperté y Filippo ya estaba allí.

«¡Te das cuenta de que ni siquiera has sido capaz de conservar a mi hijo. Qué tipo de mujer eres, pero qué especie de desastre eres que ni siquiera consigues traer un niño al mundo!»

Sus ojos me fulminaron de tal modo que no conseguí mantener su mirada, bajando la mía.

«Ni siquiera tienes el valor de mirarme, ¿verdad?»

Salió, batiendo la puerta, con un ruido tan fuerte que me sobresaltó.

Lágrimas mudas comenzaron a regarme las mejillas y sentí la falta de mi abuela de manera dolorosa.

Cerré los ojos, empapados por las lágrimas e imaginé sus ancianas manos que me acariciaban la nuca y las mejillas. Me parecía sentir su olor y la blandura del pecho donde hubiera podido posar mi cabeza siquiera durante un instante.

En ese momento entró mi madre.

No había pensado llamarla pero quizás lo había hecho Filippo.

«Seguramente te has destrozado con ese trabajo que tienes, ¡mira cómo estás!»

La dulzura de mi abuela no había pasado, ni siquiera en parte, a su hija, mi madre. Era inexplicable como una mujer tan amable pudiese haber engendrado una mujer tan diferente a ella.

¿Quién sabe cómo hubiese sido mi hijo?

«¿Tienes todo lo que necesitas? ¿Te tratan bien aquí?»

Mi madre era práctica y responsable, una perfecta planificadora de existencias, impecable, pero por lo que se refería a sentimientos era completamente árida.

Le respondí con una sonrisa cansada, sin decir una palabra.

«¡Venga, querida, no eres ni la primera ni la última que ha abortado, alegra esa cara, que no sirve para nada ponerte de morros!»

Volví a abrir los ojos mientras la miraba, para ver si quizás estuviese soñando todo, en cambio ella estaba allí delante de mí, con las manos sobre las caderas.

¿Quién sabe si mi hijo se hubiera parecido a ella o a mí?

***

Los médicos siguieron diciendo que el feto nunca había existido, que el mío había sido un embarazo extrauterino, que no había perdido la vida de un hijo porque nunca había estado, que era muy joven y que todavía tenía muchos años para poder traer un hijo al mundo, que, que, que.

Un anciano doctor, al ver las condiciones en las que me encontraba, intentó explicarme lo que había ocurrido. Me habló con términos técnicos que me trajeron a la mente algunas lecciones de ciencias.

«Querida muchacha», concluyó el médico, apoyando su mano cálida sobre las mías «usted no podía hacer nada para que las cosas sucediesen de otra manera».

Haber escuchado las explicaciones médicas por lo que había sucedido no produjo ningún alivio en el dolor por la pérdida de mi hijo, ni me quitó de los oídos las acusaciones de Filippo de no ser capaz de engendrar un hijo, de ser sólo una mujer a medias.

Volví a casa todavía conmocionada.

Después de unos días quise volver al trabajo: el estar constantemente ocupada me ayudaba a dejar de atormentarme, si bien sólo durante unos segundos, con sentimientos de culpa que me sobrepasaban y hacía que me faltase el aliento.

En el trabajo todos me trataban con condescendencia y esto me hería porque me daba la impresión de que, efectivamente, en mí había algo que realmente no iba bien.

Aquel rincón que había preparado para mi hijo pareció petrificarse y entre Filippo y yo pareció surgir, desde la nada, un muro, una roca infranqueable que nos impedía incluso el más mínimo contacto.

* * *

Durante un par de años intentamos, sin muchas ganas, tener relaciones, ya sin la esperanza de conseguir procrear.

Filippo me miraba con el ceño fruncido y me devolvía la palabra sólo cuando estaba obligado, con monosílabos.

Por los exámenes que me habían hecho resultaba que ninguno de los dos era estéril sino sólo que juntos no conseguíamos engendrar una nueva vida.

Los kilómetros de distancia entre nosotros aumentaban.

 

Un día tuve la desafortunada idea de proponer a mi marido una solución que me rondaba por la cabeza desde hacía un tiempo:

«Filippo, he pensado que podríamos adoptar un niño, ya que, si no conseguimos traer uno al mundo… hay tantos niños que esperan una familia. Sabes, he hablado con un compañero de la oficina y me ha dicho que dentro de unos meses podríamos conseguir...»

«¿Podríamos qué?»

«Coger un niño en adopción...»

«¿Estás de broma? ¿Criar un hijo de noséquién, romperme la espalda por un mocoso que ni siquiera es de mi sangre? ¡Te has vuelto completamente loca!»

El vaso, que estaba resquebrajado, con esas palabras se rompió en mil pedazos.

Él dormita en la butaca del salón, en camiseta de tirantes.

Yo sueño con escapar.

¿Pero cómo puedo hacerlo?

Mis padres preferirían morir, me han enseñado que ciertas cosas no se hacen, no los aceptarían en la iglesia, no podrían ir ni siquiera al panadero a comprar el pan y la leche.

Un compromiso es un compromiso y es necesario mantenerlo aunque esto comporte un poco de infelicidad.

En mi caso sin duda habría podido decir: aunque comporte renunciar a vivir.

Y de esta manera continuo vegetando.

Los años pasan.

Y los inviernos se suceden a los otoños.

Todo regular.

Todo, menos mi existencia, que no se parece ni siquiera un poco a lo que ahora ya nunca sueño, tampoco por la noche.