Buch lesen: «La caña cascada»

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Publicaciones Faro de Gracia

P.O. Box 1043

Graham, NC 27253

www.farodegracia.org ISBN 978-1-629462-94-3

© Traducción al español por Publicaciones Faro de Gracia, Copyright 2021. Todos los Derechos Reservados.

©2021 Publicaciones Faro de Gracia. Traducción al español realizada por Julio Caro; edición de texto, diseño de la portada y las páginas por Francisco Adolfo Hernández Aceves. Todos los Derechos Reservados.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación de datos o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio —electrónico, mecánico, fotocopiado, grabación o cualquier otro— excepto por breves citas en revistas impresas, sin permiso previo del editor

©Las citas bíblicas son tomadas de la Versión Reina–Valera ©1960, Sociedades Bíblicas en América Latina. © renovada 1988, Sociedades Bíblicas Unidas, a menos que sea notado como otra versión. Utilizado con permiso.



Contenido

1. La caña y la cascadura

2. Cristo no quebrará la caña cascada

3. El pábilo que humea

4. Cristo no apagará el pábilo que humeare

5. Debe movernos el espíritu de misericordia

6. Características del pábilo que humea

7. Ayuda para el débil

8. Deberes y desánimos

9. Créanle a Cristo, no a Satanás

10. No apaguéis al Espíritu

11. El juicio y la victoria de Cristo

12. El sabio gobierno de Cristo

13. La gracia reinará

14. Medios para que la gracia sea victoriosa

15. El triunfo público de Cristo

16. Del conflicto a la victoria

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El profeta Isaías, alzado y transportado en las alas de un espíritu profético, atraviesa todo el tiempo entre él y la venida de Jesucristo en carne. Viendo a Cristo presente con el ojo de la profecía y el ojo de la fe, lo presenta ante la mirada espiritual de los demás en el nombre de Dios con las siguientes palabras: «He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento; he puesto sobre él mi Espíritu; él traerá justicia a las naciones. No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles. No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare; por medio de la verdad traerá justicia» (Isaías 42:1–3). Mateo afirma que estas palabras ahora están cumplidas en Cristo (Mateo 12:18–20). En ellas se exhibe, en primer lugar, la vocación de Cristo a desempeñar Su oficio y, en segundo lugar, la manera en que lo desempeña.

La vocación de Cristo

Aquí Dios lo llama Su siervo. Cristo fue siervo de Dios, pues rindió el servicio más formidable que ha habido, un siervo escogido y selecto que hizo y sufrió todo por comisión del Padre. En esto podemos ver el dulce amor de Dios por nosotros: en que considera la obra de nuestra salvación efectuada por Cristo como Su mayor servicio y en que quiso colocar a Su amado Hijo Unigénito en ese servicio. Bien puede anteponer las palabras «He aquí» para elevar nuestros pensamientos a la cúspide de la atención y la admiración. En los tiempos de tentación, las conciencias aprensivas fijan tanto la mirada en la dificultad presente en que se hallan que necesitan que se las despierte para contemplar a Aquel en Quien pueden encontrar descanso para sus almas angustiadas. En las tentaciones, lo más seguro es no mirar nada más que Cristo, la verdadera serpiente de bronce, el verdadero «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). Este objeto salvador ejerce una influencia consoladora especial en el alma, sobre todo si no solo miramos a Cristo, sino también a la autoridad y el amor del Padre en Él. En todo lo que Cristo hizo y sufrió como Mediador, debemos contemplar a Dios reconciliando al mundo en Él (2 Corintios 5:19).

¡Qué gran sostén es para nuestra fe el saber que Dios el Padre (a Quien ofendimos con nuestros pecados) esté tan complacido con la obra de redención! ¡Y qué consuelo es el saber que el amor y complacencia de Dios están en Cristo, y por lo tanto en nosotros que estamos en Cristo! Su amor está en un Cristo completo, tanto místico como natural pues Dios lo ama a Él y a nosotros con el mismo amor. Por lo tanto, abracemos a Cristo y al amor de Dios en Él, y cimentemos nuestra fe sobre la base segura de un Salvador tan grande, que tiene una comisión tan noble.

Veamos aquí, para nuestro consuelo, el dulce consenso de las tres personas: el Padre Le da una comisión a Cristo, el Espíritu Lo equipa y Lo santifica para cumplirla y Cristo mismo ejerce el oficio de Mediador. Nuestra redención se basa en el consenso de cada una de las tres personas de la Trinidad.

¿Cómo Cristo desempeña Su vocación?

Nuestro texto dice que lo hace modestamente, sin hacer ruido ni levantar polvo con una venida aparatosa como suelen hacerlo los príncipes. «No hará oír Su voz». En verdad, sí hizo oír Su voz, pero ¿qué voz? «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados» (Mateo 11:28). Es cierto que gritó, ¿pero qué gritó? «A todos los sedientos: Venid a las aguas» (Isaías 55:1). Y así como Su venida fue modesta, también fue apacible, lo que se expresa en las siguientes palabras: «No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare».

Por lo tanto, vemos que la condición de aquellos con los debía tratar era la de cañas cascadas y pábilos que humeaban; no de árboles, sino de cañas, y no de cañas enteras, sino de cañas cascadas. La Iglesia es comparada con cosas débiles: con una paloma entre las aves, con una viña entre las plantas, con ovejas entre las bestias, con una mujer, que es el vaso más frágil.

Los hijos de Dios son cañas cascadas antes de su conversión y muchas veces después de ella. Antes de la conversión, todos (excepto los que crecen en la Iglesia y a Dios le place mostrarles gracia desde la niñez) somos cañas cascadas, aunque en diferente medida, según Dios estima conveniente. Y así como hay diferencias en cuanto a temperamentos, dones y estilos de vida, también hay diferencias en la intención divina de usar a las personas en el futuro, pues por lo general Él las vacía de sí mismas y las vuelve nada antes de usarlas en grandes servicios.

¿Qué es estar cascado?

La caña cascada es una persona que, por lo general, se halla en alguna miseria (como los que acudieron a Cristo buscando ayuda) y que, movida por esa misma miseria, llega a ver que es causada por el pecado. Es que por muchos que sean los pretextos del pecado, estos se acaban cuando estamos cascados y quebrantados. Dicha persona es sensible a su pecado y miseria, incluso al punto de llegar a cascarse, y, como no ve ningún socorro en sí misma, está dominada por el deseo incansable de ser abastecida por otro y tiene algo de esperanza ―esperanza que la eleva ligeramente de sí misma a Cristo―, aunque no se atreve a afirmar que ya ha recibido misericordia. Esta chispa de esperanza es combatida por las dudas y los temores que surgen de la corrupción, lo que convierte a la persona en un pábilo que humea, de modo que estas dos imágenes en conjunto ―la caña cascada y el pábilo que humea― conforman el estado de una sola persona angustiada. A esta gente nuestro Salvador Jesucristo llama «pobres en espíritu» (Mateo 5:3), a los que ven sus carencias y también se consideran deudores a la justicia divina. No tienen en sí mismos ni en la criatura ningún medio de subsistencia, y lloran por ello. Además, movidos por una esperanza de recibir misericordia que surge de la promesa y de los ejemplos de los que ya la han recibido, son incitados a sentir hambre y sed de ella.

Las consecuencias positivas de ser cascados

Es necesario que seamos cascados antes de la conversión para que el Espíritu pueda preparar el camino para ingresar al corazón allanando todos los pensamientos soberbios y altivos, y para que podamos entender realmente lo que somos por naturaleza. Todos nosotros amamos el andar errantes y fuera de nuestro verdadero hogar, hasta que Dios nos casca mediante alguna cruz. Solo entonces es que podemos reconsiderar y volver a casa como el hijo pródigo (Lucas 15:17). Es muy difícil hacer que un corazón adormecido y evasivo clame con sinceridad pidiendo misericordia. Nuestros corazones, son como los criminales que solo claman por la misericordia del Juez, hasta que están recibiendo su castigo.

Además, ser cascados nos hace atribuirle un gran valor a Cristo. Entonces el evangelio se transforma de verdad en el evangelio; entonces las hojas de higuera de la moralidad no nos sirven de nada. También nos hace más agradecidos y, como consecuencia de la gratitud, más fructíferos en la vida, pues ¿qué es lo que hace que tanto sean fríos y estériles, sino que nunca han podido apreciar la gracia de Dios, ya que nunca han sido cascados por su pecado? De la misma manera, esta forma de actuar por parte de Dios nos asienta más en Sus caminos, ya que recibimos golpes y moretones en nuestros propios senderos. Muchas veces la causa de las recaídas y la apostasía es que las personas nunca fueron castigadas por el pecado en un comienzo; no estuvieron el tiempo suficiente bajo el látigo de la ley. Por eso, esta obra menor del Espíritu ―la de derribar pensamientos altivos (2 Corintios 10:5)― es necesaria antes de la conversión. Y la mayoría de las veces, para promover la obra de la convicción, el Espíritu Santo la une a una aflicción, que, cuando es santificada, tiene un poder curativo y purificador.

Después de la conversión, necesitamos ser cascados para que las cañas sepan que son cañas, no robles. Incluso las cañas necesitamos ser cascadas debido a los remanentes del orgullo que hay en nuestra naturaleza y para hacernos ver que vivimos por misericordia. Esa cascadura puede ayudar a los cristianos más débiles a no desanimarse en demasía al ver a los que son más fuertes agitados y cascados. Pedro fue cascado de esta manera cuando llegó a llorar amargamente (Mateo 26:75). Antes de ser cascada, esa caña tenía más aire que sustancia en su interior cuando dijo: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré» (Mateo 26:33). El pueblo de Dios no puede estar sin estos ejemplos. Los actos heroicos de aquellos grandes valientes no confortan a la Iglesia tanto como sus caídas y cascaduras. Así también fue cascado David hasta que confesó libremente, con un espíritu sin engaño (Salmo 32:3–5). Es más, sus dolores aumentaron en su propio sentir hasta llegar al dolor supremo del abatimiento de huesos (Salmo 51:8). De igual manera, Ezequías alegó que Dios había «molido sus huesos» como un león (Isaías 38:13). Asimismo, Pablo, el instrumento escogido, requirió que un mensajero de Satanás lo abofeteara para que no se exaltara desmedidamente (2 Corintios 12:7).

Todo esto nos enseña que no debemos juzgarnos a nosotros mismos ni juzgar a los otros con demasiada dureza cuando Dios nos ejercita cascándonos una y otra vez. Debemos ser conformados a nuestra Cabeza Cristo, Quien fue «molido por nuestros pecados» (Isaías 53:5), para que sepamos cuán ligados estamos a Él. Las almas impías, que ignoran los caminos por los que Dios lleva a Sus hijos al cielo, condenan a los cristianos de corazón quebrantado tildándolos de personas miserables, pero Dios está haciendo una obra clemente y buena en ellos. No es sencillo llevar a un hombre de la naturaleza a la gracia y de la gracia a la gloria, pues nuestros corazones son muy rígidos y obstinados.

Al desempeñar Su vocación, Cristo no quebrará la caña cascada ni apagará el pábilo que humeare. Estas palabras implican más de lo que dicen, pues Él no solo no quebrará ni apagará a los que trata de esa manera, sino que también los tratará con ternura y afecto.

¿Cómo trata Cristo a la caña cascada?

Aunque los doctores les causan mucho dolor a sus pacientes, no destruyen sus cuerpos, sino que los restauran gradualmente. Los cirujanos cortan y abren heridas, pero no desmiembran. La madre que tiene un hijo enfermo y obstinado no lo abandona por esa razón. ¿Y habrá más misericordia en el arroyo que en la fuente? ¿Pensaremos que hay más misericordia en nosotros mismos que en Dios, que planta el sentimiento de misericordia en nosotros?

A fin de que podamos contemplar más la misericordia de Cristo para todas las cañas cascadas, hemos de considerar las relaciones consoladoras que Él ha asumido gloriosamente, al constituirse esposo, pastor y hermano. ¿Cumplirán otros por Su gracia las vocaciones que Él les ha dado y no lo hará Aquel que por amor asumió estas relaciones basadas completamente en la designación de Su Padre y en Su propia iniciativa voluntaria? Consideren los nombres que tomó prestados de las criaturas más dóciles como el cordero y la gallina para mostrar su cuidado tierno. Consideren incluso el nombre Jesús ―Salvador―, que Le dio Dios mismo. Consideren el oficio acorde con Su nombre que Él desempeña, que es el de «vendar a los quebrantados de corazón» (Isaías 61:1). En Su bautismo, el Espíritu Santo reposó sobre Él en forma de paloma para mostrar que sería un Mediador apacible como paloma.

¡Miren con cuánta gracia ejerce Sus oficios! El vino como profeta con bendición en Sus labios: «Bienaventurados los pobres en espíritu» (Mateo 5:3), invitando a venir a Él a aquellos quienes más se ponen trabas para acudir: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados» (Mateo 11:28). ¡Cómo le dolió el corazón al ver a las personas «como ovejas que no tienen pastor»! (Mateo 9:36). Nunca hizo volver a nadie que viniera a Él, aunque algunos se apartaron por sí solos. Vino para morir por Sus enemigos como sacerdote. En los días de Su carne, les dictó a Sus discípulos un modelo de oración, puso en sus bocas peticiones para Dios y colocó Su Espíritu para que intercediera en sus corazones. Derramó lágrimas por los que derramaron Su sangre y ahora hace intercesión en el cielo por los cristianos débiles, interponiéndose entre ellos y la ira de Dios. Es un Rey manso que admite a los enlutados en Su presencia, un Rey de personas pobres y afligidas. Tiene una majestad resplandeciente y también un corazón de misericordia y compasión. Es el Príncipe de paz (Isaías 9:6). ¿Para qué fue tentado sino para «socorrer a los que son tentados» (Hebreos 2:18)? ¿Hay alguna misericordia que no podamos esperar de un Mediador tan clemente (1 Timoteo 2:5) que asumió nuestra naturaleza para poder mostrarnos gracia? Es un buen médico para tratar todas las enfermedades, en especial para vendar el corazón quebrantado. Murió para sanar nuestras almas con el bálsamo de Su propia sangre y para salvarnos mediante esa muerte que nosotros mismos causamos por nuestros propios pecados. ¿Y no tiene el mismo corazón en el cielo? «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?», gritó la Cabeza en el cielo cuando pisaron al pie en la tierra (Hechos 9:4). Su exaltación no lo ha hecho olvidar a Su propia carne. Aunque lo ha librado de la pasión, no lo ha librado de la compasión hacia nosotros. El León de la tribu de Judá solo despedazará a los que dicen «No queremos que éste reine sobre nosotros» (Lucas 19:14). No exhibirá Su poder contra los que se postran ante Él.

Aplicaciones para nosotros

1. ¿Qué debemos aprender de esto sino a «acercarnos confiadamente al trono de la gracia» (Hebreos 4:16) en todas nuestras tristezas? ¿Nos desanimarán nuestros pecados, sabiendo que Él está allí para los pecadores?» ¿Estás cascado? Ten confianza, te llama. No escondas tus heridas, ábrelas todas ante Él y no sigas el consejo de Satanás. Acude a Cristo, aunque sea temblando como la pobre mujer que dijo: «Si tocare solamente su manto» (Mateo 9:21). Seremos sanados y recibiremos una respuesta clemente. Acudamos confiadamente a Dios en nuestra carne; Él es carne de nuestra carne y hueso de nuestro hueso para que podamos ir confiadamente a Él. Nunca tengan miedo de acudir a Dios, pues tenemos ante Él un Mediador que no solo es nuestro amigo, sino también nuestro hermano y nuestro esposo. Bien puede el ángel proclamar del cielo: «He aquí os doy nuevas de gran gozo» (Lucas 2:10). Bien puede el apóstol animarnos: «Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!» (Filipenses 4:4). Pablo conocía bien las razones por las que daba esa orden. La paz y el gozo son dos frutos principales del Reino de Cristo. Sea como sea el mundo, aunque no podamos regocijarnos en él, podemos regocijarnos en el Señor. Su presencia ameniza cualquier condición. «No temáis», les dice a Sus discípulos cuando estaban asustados pensando que veían un fantasma, «Yo soy» (Mateo 14:27), como si no hubiera ninguna razón para temer cuando Él está presente.

2. Que esto nos sirva de apoyo cuando nos sintamos cascados. El método de Cristo es herir primero para sanar después. Al cielo nunca entrará un alma sana y sin rasguños. En la tentación, piensen: «Cristo fue tentado por mí; mis gracias y mis consuelos serán acordes a mis pruebas. Si Cristo ha sido tan misericordioso como para no quebrarme, no me quebraré a mí mismo con la desesperación ni me entregaré al león rugiente, Satanás, para que me despedace».

3. Observen la disposición opuesta de Cristo por un lado y de Satanás y sus instrumentos por el otro. Satanás se abalanza sobre nosotros cuando estamos más débiles, como Simeón y Leví, que atacaron a los siquemitas «cuando sentían ellos el mayor dolor» (Génesis 34:25), pero Cristo repara en nosotros todas las grietas causadas por el pecado y por Satanás. Él venda «a los quebrantados de corazón» (Isaías 61:1). Así como la madre es más tierna con su hijo más enfermo y débil, Cristo Se inclina con más misericordia hacia el más débil. De igual forma, dota a las cosas más débiles del instinto de apoyarse en algo más fuerte como sostén. La viña se apoya en el olmo y, con frecuencia, las criaturas más débiles son las que tienen los refugios más fuertes. El hecho de que la Iglesia esté consciente de su propia debilidad la dispone a reposar sobre su Amado y a esconderse bajo Sus alas.

¿Quiénes son las cañas cascadas?

¿Pero cómo podemos saber que somos la clase de personas que pueden esperar recibir misericordia?

Respuesta: (1) Cuando el texto se refiere a los cascados, no alude a los que son humillados mediante cruces, sino a quienes por esas dificultades llegan a ver su pecado, el cual se convierte en la razón principal de su quebranto. Cuando la conciencia está bajo la culpa del pecado, cada juicio le recuerda al alma de la ira de Dios, y todas las inquietudes menores desembocan en esa gran inquietud de conciencia causada por el pecado. Todos los humores corruptos llegan a la parte enferma y amoratada del cuerpo1 y todos los acreedores se arrojan sobre el deudor cuando ha sido arrestado; de igual manera, cuando la conciencia ha sido despertada, todos los pecados pasados y las cruces presentes obran en conjunto para incrementar el dolor de la cascadura. Ahora, quien ha sido cascado no se conformará con nada más que la misericordia de Aquel que lo cascó. Él ha herido, y Él debe sanar (Oseas 6:1). El Señor que me ha cascado por mis pecados como yo lo merezco debe volver a vendar mi corazón. (2) Además, quien ha sido verdaderamente cascado considera el pecado como el mal más grande y el favor de Dios como el bien más grande. (3) Preferiría oír de misericordia que oír de un reino. (4) Tiene una baja opinión de sí mismo y piensa que no es digno ni siquiera de la tierra que está pisando. (5) No es crítico con los demás ―por ejemplo, no es obsesivo en el hogar―, sino que está lleno de simpatía y compasión hacia los que se encuentran bajo la mano de Dios. (6) Piensa que los que andan en los consuelos del Espíritu de Dios son las personas más felices del mundo. (7) Tiembla a la Palabra de Dios (Isaías 66:2) y honra incluso los pies de los instrumentos benditos que le llevan la paz (Romanos 10:15). (8) Está más absorto en los ejercicios internos del corazón quebrantado que en la formalidad, pero aun así es cuidadoso de usar todos los medios santificados para impartir consuelo.

Pero ¿cómo podemos llegar a ese estado mental?

Respuesta: primero, debemos concebir la cascadura como un estado al que Dios nos lleva y también como un deber que nosotros debemos cumplir. Aquí se entienden ambas ideas. Debemos unirnos a Dios para cascarnos a nosotros mismos. Cuando nos humille, humillémonos y no Lo resistamos, pues si lo hacemos, redoblará Sus golpes. Confesemos la justicia de Cristo en todos Sus castigos, sabiendo que todo lo que hace con nosotros es para hacernos volver a nuestros propios corazones. Su obra al cascarnos promueve que nos casquemos a nosotros mismos. Lamentemos nuestra propia perversión y digamos: «Señor, ¡qué corazón tan malo tengo que necesita todo esto, que nada de esto se haya podido escatimar!». Debemos asediar la dureza de nuestros propios corazones y acentuar tanto como podamos lo malo que es el pecado. Debemos mirar a Cristo, que fue molido por nosotros, mirar al que hemos traspasado con nuestros pecados. Pero ninguna instrucción bastará a menos que Dios nos convenza profundamente mediante Su Espíritu, poniendo nuestros pecados ante nosotros y haciendo que nos detengamos. Entonces clamaremos pidiendo misericordia. La convicción creará contrición, y la contrición nos llevará a la humillación. Por lo tanto, deseemos que Dios haga brillar una luz clara y fuerte en todos los rincones de nuestras almas y que la acompañe de un espíritu de poder para humillar nuestros corazones.

No podemos prescribir hasta qué punto debemos cascarnos a nosotros mismos, pero al menos debe ser (1) hasta que apreciemos a Cristo por sobre todo y veamos que debemos tener un Salvador, y (2) hasta que reformemos lo que está mal, aunque eso implique cortarnos la mano derecha o sacarnos el ojo derecho. Existe un menosprecio peligroso de la obra de la humillación, y algunos esgrimen como excusa para su trato casual con sus propios corazones el hecho de que Cristo no quebrará la caña cascada. Sin embargo, esas personas deben saber que no cualquier terror repentino ni cualquier dolor efímero nos convierte en cañas cascadas. Lo que nos hace cañas cascadas no es inclinar por un tiempo la «cabeza como junco» (Isaías 58:5), sino una obra en nuestros corazones que genera un dolor que hace que el pecado nos sea más odioso que el castigo y nos lleva a ejercer «violencia santa» contra él. Por el contrario, si nos favorecemos a nosotros mismos, estamos pavimentando el camino para que Dios nos casque y después tengamos que arrepentirnos amargamente. Admito que, en algunos casos, con algunas almas, es peligroso enfatizar esta cascadura con demasiada intensidad o por demasiado tiempo, pues pueden morir bajo la herida y la carga antes de volver a levantarse. Por eso es bueno alternarla con consuelo cuando nos estamos dirigiendo a congregaciones mixtas, de modo que cada alma reciba su porción debida. Pero si consideramos como verdad fundamental que hay más misericordia en Cristo que pecado en nosotros, no puede haber peligro alguno en el trato riguroso. Es mejor ir al cielo cascado que al infierno entero. Por lo tanto, no aflojemos la presión sobre nosotros demasiado pronto ni quitemos el bálsamo antes de que llegue la cura, sino que sigamos realizando esta obra hasta que el pecado sea lo más amargo y Cristo lo más dulce de todo cuanto existe. Además, cuando la mano de Dios de alguna manera está sobre nosotros, es bueno trasvasar nuestro dolor causado por otras cosas a la raíz de toda pena, que es el pecado. Que nuestro dolor fluya principalmente por ese canal, para que así como el pecado produjo dolor, el dolor consuma al pecado.

Pero ¿es cierto que no estamos cascados a menos que el pecado nos duela más que su castigo?

Respuesta: a veces, el dolor por los agravios externos oprime más nuestra alma que el dolor por la desaprobación de Dios porque, en esos casos, el dolor opera sobre todo el hombre, tanto sobre su exterior como sobre su interior, y este solo tiene una chispita de fe para sostenerlo. El ejercicio de esa fe se ve suspendido a causa de la impresión violenta del agravio. Eso se siente con mayor intensidad en las aflicciones repentinas que acometen el alma como un torrente o una inundación y especialmente en las enfermedades corporales que, debido a la simpatía entre el alma y el cuerpo, operan sobre el alma al punto de obstaculizar no solo las acciones espirituales, sino muchas veces también las naturales. Por esa razón, Santiago desea que en la aflicción oremos nosotros mismos, pero que cuando estemos enfermos «llamemos a los ancianos de la Iglesia» (Santiago 5:14). Ellos pueden hacer lo mismo que hicieron algunas personas en los evangelios: presentar a Dios en oración al enfermo que no puede presentar su propio caso. Además, Dios recibe las súplicas basadas en la agudeza y la amargura del agravio, como lo hizo en el caso de David (Salmo 6). El Señor conoce nuestra condición; Se acuerda de que somos polvo (Salmo 103:14), de que nuestra fortaleza no es la fortaleza del acero.

Esa es parte de Su fidelidad con nosotros como criaturas, y por eso es llamado «fiel Creador» (1 Pedro 4:19). «Fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir» (1 Corintios 10:13). Los judíos decían que ciertos mandamientos eran los cercos de la ley. Así, por ejemplo, para cercar al hombre y apartarlo de la crueldad, Dios le mandó que no tomara la madre con los pollos ni «guisara el cabrito en la leche de su madre» (Éxodo 23:19) ni le «pusiera bozal al buey» (1 Corintios 9:9). ¿Acaso tiene Dios cuidado de las bestias, pero no de Su criatura más noble? Por lo tanto, debemos juzgar con caridad las quejas que se exprimen del pueblo de Dios en tales casos. Dios estimó a Job como un hombre paciente a pesar de sus quejas apasionadas. La fe que de momento está sobrepasada volverá a ganar terreno, y el dolor por el pecado, aunque es menos violento que el dolor por la miseria, supera a este último en constancia, así como el arroyo alimentado por una fuente perdura mientras el torrente repentino se disipa.

Para concluir este punto y fomentar que nos casquemos cabalmente y tengamos paciencia cuando Dios nos casque, todos debemos saber que nadie es más adecuado para recibir el consuelo que los que piensan que están más alejados de él. Por lo general, las personas no se sienten lo suficientemente perdidas cuando piensan en un Salvador. La santa desesperanza de nosotros mismos es el fundamento de la esperanza verdadera. En Dios el huérfano alcanza misericordia (Oseas 14:3); si los hombres fueran más huérfanos, sentirían más del amor paternal celestial de Dios, pues el Dios que habita en las alturas de los cielos también habita en el alma más humilde (Isaías 57:15). Las ovejas de Cristo son ovejas débiles y carecen de una u otra cosa; por lo tanto, Él se ocupa de las necesidades de cada oveja. Busca a la que estaba perdida, vuelve a traer a la que se había descarriado del camino, venda a la que se quebró y fortalece a la débil (Ezequiel 34:16). Su cuidado más tierno es para la más débil. A los corderos los lleva en Su seno (Isaías 40:11). Le dice a Pedro: «Apacienta mis corderos» (Juan 21:15). Fue sumamente afable y abierto con las almas perturbadas. ¡Qué cuidadoso fue para garantizar que Pedro y el resto de los apóstoles no estuvieran demasiado abatidos luego de Su resurrección! «Pero id, decid a sus discípulos, y a Pedro» (Marcos 16:7). Cristo sabía que la culpa por la mala actitud que mostraron al abandonarlo había abatido sus espíritus. ¡Con cuánta ternura toleró la incredulidad de Tomás y se rebajó a su debilidad al punto de permitirle poner la mano en Su costado!

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