El padre

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Letrame Editorial.

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© Reyes Ramírez

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-092-3

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

PRÓLOGO

Él ha vuelto. Mi corazón comienza a bombear con fuerza rogándole a Dios que no esté borracho o, por lo menos, no tan borracho como para volver a pegar a mi madre hasta hacerle perder el sentido.

Su voz áspera y farfallosa me hace temer lo peor.

—¿Dónde está mi comida, puta gandula? —sus gritos hacen retumbar la puerta de mi habitación.

Trago saliva y dejo los apuntes de mi trabajo de Contabilidad de Gestión. Estoy en el último curso de ADE y estoy deseando terminar la carrera para poder trabajar y, de paso, intentar hacer un poco más fácil la vida de mi madre. Ya tengo casi veintitrés años y estoy harto de depender del alcohólico de mi padre.

—¡No me vengas con excusas, pedazo de vaga! ¡El mercado abre a las ocho, has tenido tiempo de sobra de hacer el puto cocido! ¡Llega uno de trabajar y no tiene la comida en la puta mesa!

Un nuevo grito me sobresalta. Abro la puerta de mi habitación y oigo a mi madre sollozando.

—De verdad que había mucha gente, perdóname. Me he entretenido en la carnicería.

—Eres una vaga y una guarra… No tienes remedio.

Me asomo al umbral de la cocina justo a tiempo de ver el primer puñetazo. Mi madre cae al suelo y se acurruca. «No, por favor», dice mientras se protege la cabeza con las manos.

A la primera patada, mi madre emite un único grito. Yo entro en la cocina mientras lo veo todo como a cámara lenta. Otra patada, y otra…

Cojo uno de los taburetes de la barra de desayuno y, con todas las fuerzas que la rabia me da, golpeo a mi padre en la espalda.

Y todo sucede en una milésima de segundo. Veo a mi padre caer por el golpe y darse en la cabeza con el mármol de la encimera.

Me acerco despacio hasta él, me agacho y veo cómo sangra por ambos oídos. Apoyo la cabeza en su pecho para comprobar si respira. Entonces ese olor tan conocido y que tanto me repugna llena mis fosas nasales. Huele a tabaco y alcohol, pero no respira, ni respira ni oigo su malvado corazón latir.

—Hijo… ¿Qué has hecho? —la voz de mi madre me saca de mi ensoñación—. Hijo mío… ¡Dios bendito!

Un gemido escalofriante me despierta. ¡Dios! Me froto la frente intentando despertarme del todo. Estoy empapado en sudor y mi corazón late desaforadamente. Me siento en la cama intentando calmarme. Dios… Otra vez la misma pesadilla. Respiro profundamente, intentando olvidar ese maldito olor a vino barato y Camel.

CAPÍTULO 1

BRUNO

Oigo cómo monseñor Ochoa recita con fervor un pasaje de la Biblia y escucho con atención. Miro a mis compañeros de seminario tan atentos y emocionados como yo. Desde hoy soy oficialmente un siervo de Dios. Él fue el que me ayudó a salir del mundo de oscuridad y destrucción en el que me había sumergido, y a Él se lo debo todo.

—Estoy tan orgullosa de ti, hijo mío —me felicita mi madre mientras me estrecha en sus brazos.

—Lo sé, mamá.

—¿Ya sabes a qué parroquia te destinan? —pregunta.

—Sí, el miércoles empiezo en San José de la Montaña, en el barrio de Chamberí.

—Ni que decir tiene que iré casi todos los días a verte.

—No lo he dudado ni por un segundo… Que no te coja de monaguilla —bromeo.

El acto termina y el resto de día lo paso con mi madre. A partir de mañana viviré junto al padre Anselmo, en una casa colindante a la parroquia.

—Hijo mío… Ya sabes que estoy muy orgullosa de ver en la persona que te has convertido. Eres muy buena persona y te mereces ser feliz.

Una punzada de dolor me sacude al recordar mi pasado.

—De momento me conformo con verte feliz a ti. Eso es todo lo que necesito —digo en voz baja.

—Pero, cariño… Lo que pasó, lo que hiciste…

—No quiero hablar de eso, mamá. Todo terminó. Hoy es el primer día de mi nueva vida.

Me mira y veo la tristeza reflejada en su rostro. Ha soportado mucho dolor. Por él, por mí…

—¿Me haces una de tus tortillas de patatas con cebolla? —pregunto para cambiar de tema.

—Claro que sí, una tortilla de seis huevos marchando.

La veo salir del pequeño salón. Abro la puerta del balcón y salgo a tomar el aire. Estamos a principios de mayo y el calor comienza a sentirse en Madrid.

Miro los edificios de enfrente, me empapo del que ha sido mi barrio durante veintiséis años. Mis primeros años de vida, inocente sin ver el monstruo que vivía con nosotros, mi niñez marcada por el miedo, tomando ya conciencia de ello, mi juventud en la que la rabia y la frustración hicieron acto de presencia…

Todo ello debe quedar atrás, en mi nueva vida como sacerdote no hay sitio para ese Bruno. Ahora soy un hombre, un hombre con fe y principios, un hombre que va a empezar a ser feliz.

El martes hago el traslado a mi nueva casa. El padre Anselmo lleva toda la vida como sacerdote en la iglesia de San José. Pronto se jubilará y yo seré el párroco oficial.

—Deberías ir al supermercado a por provisiones —me dice—. Mi alimentación de octogenario no es la que necesita un chicarrón joven y fuerte como tú. Yo sobrevivo a base de acelgas, hijo.

—No hay problema, padre —cojo un par de bolsas para la compra—. ¿Necesita algo?

—No, la hermana Herminia me ha dejado hecho puré de verduras para un par de días.

—De acuerdo, vuelvo enseguida.

Llego al Carrefour Express que hay al girar la esquina y voy estantería por estantería llenando el carro de compra. Una vez en la cola de la caja, un par de chicas que hay detrás de mí cuchichean.

—Madre mía, ¿en serio ese tío es cura? —dice una de ellas—. Vaya desperdicio de hombre, con lo bueno que está.

Sin poder evitarlo, niego con la cabeza divertido.

—Ya te digo —añade la otra—. Como si no fuera bastante la cantidad de tíos buenos gais que hay, ahora solo falta que también se hagan curas… Madre mía, está para ir a confesarse todos los días.

La cajera parpadea confundida al ver mi alzacuellos también…

—Son cuarenta con doce, padre —dice mientras se pone roja como un tomate en cuando le dedico una sonrisa.

Salgo del supermercado y pienso en lo que hubiera hecho el antiguo Bruno: follarse a las tres a la vez.

Niego contrariado al recordar esa oscura etapa de mi vida. Esa etapa de sexo y alcohol sin límite. Esa etapa en la que estuve a punto de perder lo único que me importaba realmente en la vida…

Quizá mi belleza vaya a ser un hándicap para que la gente me tome en serio, para que la gente vea que soy un sacerdote como cualquier otro. Un siervo de Dios. Decido no pensar más en eso.

Llego a mi nuevo hogar y sonrío feliz cuando guardo la compra: esta es mi nueva vida. Aquí voy a empezar una nueva vida siendo quien he decidido ser.

CAPÍTULO 2

MARA

Qué pesadito está mi padre.

Sinceramente, no sé si ha sido buena idea ponerme a trabajar en el bufete familiar. Mi padre me controla cada paso que doy, y mi abuelo se comporta más como el típico abuelete entrañable y orgulloso que como el dueño de uno de los bufetes de abogados más importantes de Madrid.

—Mara, a mi despacho —me llama por tercera vez en lo que va de mañana.

Pongo los ojos en blanco consciente de que lo hago porque no lo tengo delante. Me levanto de mi silla y me arreglo el traje chaqueta negro antes de dirigirme al final del pasillo, donde se encuentra el despacho de mi jefe, vamos, de mi abuelo.

Llamo con los nudillos un par de veces a la robusta puerta de madera maciza.

—¿Se puede? —pregunto.

—Pasa, Mara —dice levantando la vista de los informes que tiene en la mano—. Siéntate.

Tomo asiento en uno de los sillones de cuero blanco que hay delante de su majestuosa mesa de roble.

—Tú dirás…

—Estoy realmente impresionado por el trabajo que has hecho estás últimas semanas —dice, y puedo ver el orgullo en sus ojos.

—Gracias, abuelo.

—El consejo de administración está de acuerdo conmigo en que ha llegado el momento de empezar a darte casos en solitario.

Temo que el pecho va a explotarme de la emoción que siento. Después de tantos años de carrera y de algún que otro máster ha llegado el momento que tanto he soñado.

 

—¿De verdad? ¿Lo dices en serio, abuelo? —pregunto rodeando la mesa para darle un abrazo.

—Pues claro que hablo en serio… Vas a ser una gran abogada, lo llevas en la sangre —dice lleno de orgullo.

—No sé qué decirte… Estoy tan contenta.

—Solo dime que no me vas a defraudar… Con eso es suficiente.

Lo miro y veo como sus ojos brillan llenos de emoción.

—Eso no pasará jamás, te lo prometo.

Cuando acaba la jornada laboral decido llamar a Cayetana, ella es mi mejor amiga y quiero darle la noticia. Ya no voy a ser ayudante, ahora voy a llevar los casos yo sola.

Quedamos en El Temple, una cervecería cercana al barrio Salamanca, donde ambas vivimos con nuestros padres.

—¡Qué orgullosa estoy de ti! —me abraza—. ¡Vas a ser la mejor del bufete!

—¡Eso es mucho decir estando mi padre y mi abuelo! —río divertida.

Después de beber un par de cervezas, nos despedimos con la promesa de vernos el fin de semana para poder celebrarlo como toca. Caye está en el último curso de Ingeniería de caminos y también está deseando de trabajar en la empresa de su padre.

Cuando llego a casa, veo a mis padres viendo la televisión en el salón.

—Cariño… —dice mi madre mientras se levanta para darme un beso—. Me lo acaba de contar tu padre, enhorabuena.

—Gracias, mamá.

—Ya verás como vas a hacerlo genial.

Le dedico una amplia sonrisa mientras asiento con la cabeza.

—Voy a ducharme —digo.

—Andrea ha dejado la cena preparada antes de irse, no tardes —dice sentándose de nuevo al lado de mi padre, que no ha quitado el ojo de la película policíaca que están viendo.

Me dirijo a mi habitación y preparo mi pijama de Minnie Mouse limpio. Voy a la ducha y dejo que el agua caliente y el atrayente olor a vainilla del gel de baño me relaje.

Una vez duchada y con el pijama puesto, salgo de nuevo al salón.

En la cena sigo siendo el centro de atención. Los tres estamos emocionados y expectantes por el que vaya a ser mi primer caso.

Mentiría si dijera que no estoy nerviosa ante el reto… Solo tengo veinticinco años, pero soy consciente de mi potencial.

Mi madre recuerda con nostalgia su primer caso. Ella también es abogada, sin embargo, lo dejó todo en cuanto me tuvo a mí.

Muerta de sueño y de cansancio, decido ir a leer un rato a la cama. Apenas comienzo el tercer capítulo del libro que he comenzado a leer caigo en los brazos de Morfeo.

CAPÍTULO 3

BRUNO

Los primeros días en la parroquia son de toma de contacto con los feligreses, el padre Anselmo hace bromas con el hecho de que tanta mujer joven sea de pronto devota.

Le ayudo a dar misa, a confesar, a preparar la eucaristía…

Mi madre viene todas las tardes a la misa de las siete. Su felicidad al verme no tiene precio después de todo por lo que ha tenido que pasar… Primero con él, y luego conmigo.

De nuevo tengo que escuchar comentarios admirativos de mi belleza y porte… Algunos son comentarios inocentes, y otros son más bien proposiciones indecentes.

Pero yo tengo muy claro mi nuevo estatus: soy un sacerdote, y por mucho que me hayan gustado las mujeres, no voy a ser un cura con doble vida, que haberlos haylos, que dicen los gallegos.

Sé que voy a tener tentaciones, sé que soy joven y sentiré más de una vez la llamada de la carne, pero no voy a defraudar a Dios ni a mí mismo.

Los días van pasando primero, y luego se convierten en semanas. El padre Anselmo me cuenta mil batallas de su juventud y de cuanto ha cambiado todo… Según él, para peor.

El martes, al acabar la última misa del día, decido ir a comprar. El padre Anselmo se queda en la sacristía recogiendo mientras voy a comprar para preparar la cena de los dos. Desde que vivo con él se alimenta mejor… No solo de verdura vive el hombre, bromeo a menudo con él.

Al volver a casa del supermercado, me extraña no verlo allí. Guardo la compra y decido bajar para ver si necesita ayuda. Abro una de las puertas del lateral y me extraña que no estén cerradas con llave.

Dentro de la iglesia, el silencio es sepulcral.

Me encamino a la sacristía y, al abrir la puerta, lo que presencio hace que mi corazón deje de latir y el mundo de girar: el padre Anselmo yace en el suelo rodeado de un charco de sangre y con un cuchillo de grandes dimensiones clavado en su pecho.

—¡Padre! —corro en su ayuda—. ¡Padre!

No se mueve, no respira… No lo quiero ver, pero algo en mi interior me dice que está muerto.

Sin saber lo que hacer, el instinto manda y corro hacia él, me agacho y agarro la empuñadura del cuchillo sacándolo de su pecho sin vida.

—No sé dónde tengo la cabeza, me he dej… —la voz de Marcial, el capellán, me sobresalta.

Se asoma por el umbral de la puerta y, sin que me dé tiempo a explicarle, huye despavorido chillando.

Bajo la vista a mi mano, manchada de sangre por el cuchillo que sostiene. Solo entonces soy consciente de lo que parece. De lo que Marcial ha podido llegar a pensar. Del problema que voy a tener dados mis antecedentes. De que mi vida ya no volverá a ser igual. De que todo el mundo pensará que yo soy el asesino.

Solo entonces puedo blasfemar y maldecir mi puta suerte sin temor a que mi Dios me vaya a juzgar por las palabrotas.

En estos momentos solo soy capaz de pensar por qué, ese Dios al que había encomendado mi vida, no me deja empezar a vivir de una puta y maldita vez.

CAPÍTULO 4

MARA

Es jueves y la semana ha estado muy tranquila, apenas he tenido trabajo. Estoy deseando que llegue el viernes para ir de fiesta con Caye y Victoria al nuevo garito de música tecno que han montado en Malasaña.

Sigo sin tener ningún caso relevante, últimamente todo es pura burocracia aburrida.

Abro el armario sin saber qué ponerme. Me decido a estrenar unos stilleto de Armani de más de doce centímetros. Con ellos puestos soy alta, casi llego al metro ochenta. Los combino con una falda negra de tubo y una camisa blanca. Me miro en el espejo y, dándome el visto bueno, cojo mi maletín de cuero negro y salgo deprisa.

Tanto pensar en el dichoso modelito se me ha hecho tardísimo.

Mi reloj marca las nueve en punto cuando cruzo el umbral de la puerta del bufete.

—¡Por fin! —mi padre sale a mi encuentro—. Tú la norma de llegar diez minutos antes a tu puesto de trabajo no la llevas bien, ¿verdad?

Frunzo los labios y me muerdo la lengua deseosa de decirle que es el primer día en todo el tiempo que llevo aquí que he llegado tan justa.

—Lo siento… —es todo lo que sale de mi avergonzada boca.

—Vamos… tu abuelo te espera en su despacho —coge mi brazo, bueno, más bien tira de él para que lo acompañe.

Abrimos sin llamar. Mi abuelo parece muy concentrado con unos informes que tiene en su mesa.

—Ya era hora… —dice.

«Otro» pienso mientras noto cómo me empieza a hervir la sangre con mis dos jefes.

—¿Has oído hablar del caso del padre Eguia? —pregunta mientras me pasa un montón de informes.

—¿El cura que ha sido acusado del asesinato de otro párroco? Claro… Está en todas las noticias.

—Muy bien… Pues en estos momentos estoy hablando con su futura letrada.

Con mi corazón dando brincos y totalmente fuera de mí, me levanto y rodeo la mesa de mi ahora muy amado y ya no tan cascarrabias abuelo y lo estrujo entre mis brazos.

—¿En serio? ¿Me vas a dar ese caso a mí? ¡Dios mío, dime que no es una broma!

Mi abuelo sonríe divertido por la situación.

—¿Una broma? ¿Cuándo bromeo yo con el trabajo? En serio, Mara… Este es el caso más importante para el que nos han contratado desde hace mucho tiempo. Confío en que sepas estar a la altura.

—¡Sí, sí, sí y mil veces sí! —ahora me abrazo a mi padre, que niega divertido con la cabeza—. No os voy a defraudar… Lo prometo.

Mi abuelo me pone al día mientras me va pasando carpetas con los informes… Madre mía, cuánta documentación tengo para estudiar.

—Vamos… el señor Bruno Eguia te está esperando en tu despacho.

Salimos los tres juntos del despacho, pero justo en ese momento, Manuel, uno de los socios, viene a nuestro encuentro y reclama la atención de ambos.

—Ve tú, ahora iremos nosotros. Preséntate como su letrada y da muestras de autoridad —me recomienda mi padre.

Cargada con mil carpetas, con mi maletín de ejecutivo y subida en unos tacones de infarto, me dirijo al final del pasillo donde se encuentra mi despacho.

Sin poder usar mis manos de lo cargada que voy, empujo la puerta con un codo, justo en ese momento, todos los informes salen volando y aterrizan en el suelo.

Mierda… No me lo puedo creer.

Me agacho a recogerlo y unas manos fuertes y masculinas aparecen en mi campo de visión.

—Deje que la ayude —dice la voz más sensual que he oído en mi vida—. ¿Se encuentra bien?

Levanto la vista y, cuando veo al hombre que tengo delante, tengo un microinfarto.

Es realmente impresionante. Joven. Y atractivo, muy atractivo. Alto y con un cuerpo digno de admirar. Vestido con una camisa blanca y un pantalón vaquero negro, parece más un modelo que un sacerdote de barrio. Necesito un momento para poder articular palabra, mientras sus brillantes ojos verdes me observan atentamente.

—Lamento la torpeza… —es todo lo que puedo decir.

—Va muy cargada, no se preocupe —su voz hace que me tiemblen hasta las pestañas.

—Tome asiento, por favor —digo intentando recobrar la compostura—. Tenemos mucho de lo que hablar, señor Eguia.

Una vez sentados y cuando consigo que mi corazón vuelva a latir con normalidad, empiezo la ronda de preguntas. Él las contesta una a una con calma, con serenidad, parece tranquilo y confiado en su inocencia… Sin embargo, los informes no dicen lo mismo.

—¿Entonces se encontró al padre Anselmo Torres ya muerto? —pregunto.

—Sí, así es —se limita a responderme.

—¿Por qué tocó el arma del crimen?

Frunce los labios contrariado.

—Supongo que fue el instinto —se encoge de hombros.

—Comprendo… Pero eso va a dificultar mucho el caso, señor Eguia. Fue una inconsciencia por su parte, si me permite que se lo diga.

—Soy muy consciente de ello, puede estar segura… Pero ya no hay nada que pueda hacer para volver atrás —su voz suena fría como el hielo.

—No se preocupe, vamos a hacer todo lo que esté en nuestras manos para demostrar su inocencia.

—Eso espero —dice en voz baja—. Soy inocente, esa es la única verdad.

Vuelve a clavar sus ojos en mí y yo siento que me falta el aire. ¿Por qué tiene este desconcertante efecto sobre mí? ¿Quizá porque es increíblemente guapo? ¿Porque es cura y eso lo hace inalcanzable? ¿Por cómo me mira fijamente? Ojalá dejara de mirarme así…

Durante más de una hora seguimos hablando de todo lo referente al caso. Cuando más lo miro y lo oigo, más atraída me siento. No entiendo qué me sucede.

—Hay algo que debo decirle, señorita Quiroga —dice, y puedo ver el dolor en su perfecto rostro.

—Cualquier cosa que crea necesaria contarme, debe decirla —intento parecer todo lo profesional que puedo.

—Hay otro motivo por el cual la policía pone en duda mi inocencia —dice en tono seco—. Yo maté a mi padre. Fue en defensa propia, pero lo hice.

Siento que el aire sale de mi cuerpo para no regresar.

—¿Cómo dice? —pregunto en voz casi inaudible.

Respira hondo y parpadea nervioso.

—Fue un accidente, yo solo quería protegerla, fue en defensa propia, era un alcohólico violento, una mala persona que molía a palizas a mi madre. Un día ya no pude más y salí en su ayuda. Juro que solo quería apartarlo de ella, pero al pegarle un golpe con el taburete, y dado el estado de embriaguez en el que iba, perdió el equilibrio, se cayó dándose un golpe en la cabeza que le provocó un derrame cerebral fulminante. Murió en el acto.

Su confesión me ha dejado sin palabras.

—¿Por eso decidió hacerse sacerdote? —pregunto intentando asimilar lo que me ha contado.

Su mirada se vuelve intensa. Puedo ver el fuego en sus ojos.

—Entre otros motivos… Dado el historial de mi padre, y la declaración jurada de mi madre explicando lo que había sucedido, se alegó defensa propia y no hubo ni juicio, pero ese hecho marcó mi vida. Comencé a salir, a beber mucho, iba cada día con una chica diferente para acabar borrachos acostándonos en cualquier parte. Estaba totalmente descontrolado. Una noche llegué al portal y, como iba tan borracho, me quedé dormido en el entresuelo, algún vecino avisó a mi madre que, preocupada, intentó bajar las escaleras corriendo, tropezó y comenzó a rodar escaleras abajo. Se rompió un brazo y tuvo un fuerte traumatismo craneoencefálico que a punto estuvo de costarle la vida. Ahí supe que no podía continuar así. Comencé a ir a unas reuniones que hacían en la iglesia para jóvenes conflictivos, y sentí la llamada de Dios. Ahí empezó mi vocación.

 

Escucho su historia sin poder cerrar la boca. Es cura desde hace relativamente poco tiempo, y no solo eso, dice que se acostaba con chicas. Saber que ha follado, y que ha renunciado a hacerlo, todavía hace que me ponga mucho más. El morbo que me provoca no lo había sentido nunca con nadie más.

—Lamento mucho lo de su padre, pero si no hubo cargos, no debería interferir en el caso.

—Sea sincera… ¿Tengo alguna posibilidad de ser declarado inocente? ¿Podrán encontrar al verdadero asesino?

—Siendo totalmente sincera, le diré que el caso es muy complejo y complicado, pero vamos a hacer todo lo posible por demostrar su inocencia.

Me dedica una sonrisa, pero no le ilumina la cara, es una sonrisa triste, muy triste.

—Está en libertad provisional, ¿verdad?

—Sí, el obispado pagó la fianza.

—¿Dónde lo puedo localizar? —pregunto con curiosidad, queriendo verlo fuera del bufete.

—Hay una casa en la sierra que pertenece a la diócesis, allí estaré tranquilo y alejado de la prensa y los comentarios de la gente, me voy a instalar allí.

Nos damos los teléfonos, él me da la dirección de la casa, comentamos algún detalle más. Y quedamos para volver a vernos en unos días.

Me levanto, se levanta él también.

—Espero que pueda ayudarme, letrada —dice, tendiendo su mano.

—Estoy convencida de que lo haré —se la estrecho y puedo sentir una corriente eléctrica atravesando mi cuerpo.

Lo acompaño hasta la puerta de mi despacho. La abre y vuelve su mirada a mí.

—Hasta pronto, señorita Quiroga —dice a modo de despedida.

—Adiós, señor Eguia.

Afortunadamente sale y la puerta se cierra. Dejándome sola y totalmente desconcertada.

El corazón se niega a volver a latir con normalidad cuando me siento de nuevo en mi sillón. Cierro los ojos y respiro profundamente intentando recobrar la serenidad.

¿Por qué me produce este efecto? ¿Cómo voy a poder actuar con normalidad ante eso?

Suspiro profundamente y vuelvo a leer el informe intentando sacar sus preciosos y fascinantes ojos verdes de mi cabeza.

CAPÍTULO 5

BRUNO

Salgo del despacho de mi nueva abogada y me encamino a la salida.

—Lamento no haber podido estar en la reunión, pero estoy seguro de que Mara será una abogada magnifica —dice el señor Quiroga, en cuanto me ve pasar por delante de su despacho—. Mara es mi hija y, sin dudarlo ni un momento, ella sería la abogada que elegiría para mi defensa. Tiene mucha hambre de victoria, créame.

—Estoy convencido de que tendré una buena defensa con ella, señor Quiroga.

—Supongo que ya han concretado próximas citas, no se preocupe, se va a aclarar todo. Se va a demostrar su inocencia.

Durante varios minutos hablamos ante la atenta mirada de los empleados del bufete, me siento observado… Y juzgado también.

Salgo del edificio y cojo el coche, tengo que preparar mi maleta para irme una temporada a la sierra, me niego a seguir siendo un mono de feria en la capital.

Con el maletero lleno de provisiones y de algo de ropa me dirijo a Rascafría, allí se encuentra una antigua ermita convertida ahora en casa de recogimiento.

Al llegar allí respiro el aire frío y puro de la montaña, dejando que mis pulmones se llenen de oxígeno, y mi cuerpo de paz y tranquilidad. Sí, aquí voy a estar tranquilo sin vecinos y sin prensa persiguiéndome día y noche.

Una vez instalado y tras ducharme y cenar, me meto en la cama dispuesto a dormir… Apenas puedo dormir más de cuatro horas desde que sucedió todo y empiezo a estar agotado física y mentalmente.

Sin que me dé tiempo a pensar, me rindo al sueño.

Yo haré que todo el mundo sepa que eres inocente. Y tú me harás tuya…

La voz de mi abogada se abre paso en mi mente mientras me veo a mí mismo en una cama junto a ella…

—Hazme tuya… —repite.

La miro lleno de deseo mientras ella se abre para mí.

Me tumbo sobre ella y la penetro con fuerza mientras ella exige más y más.

—Más… dame más.

Y se lo doy. Le doy todo de mí, a la vez que el fuego, la lujuria y la pasión se apoderan de mi cordura.

Mara sonríe y enreda las piernas en mi cintura.

Sus ojos me buscan, su boca me seduce y hace que tenga un orgasmo justo cuando me despierto sobresaltado.

No me lo puedo creer… ¿Qué tengo, quince años? ¿Cuánto hacía que no tenía un sueño erótico?

Me levanto para lavarme y cambiarme el pijama enfadado conmigo mismo por este sueño totalmente fuera de lugar… «Como si no tuvieras bastantes problemas», me riñe la voz de mi conciencia, y yo solo puedo darle la razón.

Con mi pijama limpio y sus ojos y gemidos grabados en mi cerebro, intento volver a dormirme.

Cuando me despierto, dos horas después, el remordimiento hace acto de presencia.

Hacía mucho tiempo que no tenía deseos carnales, que no deseaba a ninguna mujer… Y ahora me siento atraído por la mujer que debe defenderme en un juicio de asesinato. No entiendo mi comportamiento…

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