Tombuctú. De Djenné a Tombuctú

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Tombuctú. De Djenné a Tombuctú
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René caillié

Tombuctú

de djenné a tombuctú

Traducción de talento unido


Título original: Journal d’un voyage à Temboctou et à Jenné, dans l’Afrique centrale, précédé d’observations faites chez les Maures Braknas, les Nalous et autres peuples; pendant les années 1824, 1825, 1826, 1827, 1828, de René Caillié

© de la traducción, Talento Unido

© de esta edición, 2015 by Alhena Media

ISBN: 978-84-16395-75-0

Publicado por:

alhena media

Rabassa, 54, local 1

08024 Barcelona

Tel.: 934 518 437

alhenamedia@alhenamedia.info

www.alhenamedia.info

Reservados todos los derechos. Ningún contenido de este libro podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright.

CONTENIDO

Nota del editor

Al Rey

Prólogo

Introducción

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Notas

Nota del editor

René Caillié fue el primer europeo en visitar la ciudad mágica de Tombuctú y vivió para contarlo. Este libro es un extracto que reúne los pasajes más importantes de su relato Journal d’un voyage à Temboctou et à Jenné, dans l’Afrique centrale, précédé d’observations faites chez les Maures Braknas, les Nalous et autres peuples; pendant les années 1824, 1825, 1826, 1827, 1828, que consta de tres volúmenes.

El viaje de Caillié, como lo define Pierre Viguier en Sur les traces de René Caillié, «representa una extraordinaria aventura humana», un diario lleno de vida y humanidad propio de un espíritu aventurero.

Este diario muestra, además, el valor de la cultura y la riqueza de los pueblos, siempre factibles si se evitan los fanatismos de las religiones y la brutalidad humana.

Pese a haber pasado más de dos siglos desde su viaje, el libro tiene aspectos actuales y de un gran valor aún hoy en día.

Para nuestra editorial es un valor importante y creo que con esta edición pagamos una deuda al conseguir que, por fin, este relato vea la luz en lengua española.

Al Rey

Señor,

Me atrevo a ofrecerle a su Majestad el frágil relato de mis viajes por África; es menos un libro digno de su atención que una promesa de dedicación al servicio de su Majestad y al bien de mi país. Este sentimiento fue mi único apoyo durante las adversidades. Yo pretendía, como la más bella de todas las recompensas, el honor de ofrecer a mi rey, un día, el fruto de algunos descubrimientos en países que fueron tumba desconocida de ilustres viajeros. La bondad que tiene su Majestad al aceptar este homenaje es el broche de oro de mis deseos, y se suma a mi aprecio y a mi devoción por el honorable monarca al que Francia debe su fama y prosperidad.

Yo soy, con el más profundo respeto, de vuestra Majestad, Señor,

El humilde y muy fiel,

R. CAILLIÉ.

Prólogo

Finalmente, revelo al público la narración de mi viaje hacia el interior de África, la cual debía publicar hace mucho tiempo. Varias causas han retrasado su publicación hasta hoy, más de quince meses desde que pisara mi tierra natal. He hecho referencia a regiones que he recorrido a través de notas fugaces, muy escuetas, escritas temblando y, por decirlo de una manera, corriendo. Ellas, como una pieza de certeza inexorable, se hubiesen puesto en mi contra si me hubieran sorprendido trazando caracteres extranjeros y revelando a los blancos los misterios de estos territorios. En África, y en particular en los países ocupados por los moros y los fulani, la hipocresía religiosa representa para algunos extranjeros el más cruel ultraje, y es cien veces mejor, tal vez, pasar por cristiano que por falso musulmán; así que mi sistema de viaje tenía sus ventajas, muy justificadas también por el éxito, así como terribles inconvenientes. Yo llevaba en mi bolsa siempre una sentencia de muerte y con mucha frecuencia esta bolsa debió ser confiada a manos del enemigo. Cuando llegué a París, las notas, con frecuencia escritas a lápiz, se encontraban tan desgastadas, tan borradas por el tiempo, mis viajes y mi mala fortuna, que fue necesaria toda mi tenacidad y la escrupulosa fidelidad de mi memoria para restaurarlas y reproducirlas como base de mis observaciones y material para mi historia.

Pero esta misma fidelidad escrupulosa que debe prevalecer en la redacción de los viajes y que yo considero el mayor mérito de la mía, exigía de mi parte consagrar el tiempo necesario para no omitir nada esencial y así presentar los hechos en el orden en el que yo los había observado y escrito. Otra razón, no menos legítima de esta demora, es una enfermedad larga y peligrosa que me abrumó algunos meses después de mi llegada a Francia y la pérdida de mis fuerzas, que se habían agotado debido al gran cansancio y privaciones, resultado de diez meses de recorrido en un suelo caliente y tan a menudo nefasto para la osadía de nuestros viajeros europeos. Hay que agregar igualmente la amplitud de estos documentos, que ascienden a casi tres volúmenes, mi poca experiencia en el arte de la escritura y la decisión de no recurrir a una pluma extranjera, a excepción de algunos errores de estilo que escaparían de forma natural en la más difícil y la más delicada de las lenguas, porque quería ofrecer al público una redacción que me perteneciera, no menos que la sustancia de mis observaciones, una composición que fuera, no elegante ni rebuscada, sino sencilla, clara y directa, y que reprodujera con sinceridad todo mi viaje y las características propias del explorador. Allí no se encontrarán, lamentablemente, consideraciones de gran magnitud acerca de las instituciones políticas y religiosas, ni sobre las costumbres de las personas con quienes me crucé.Aunque mis estudios anteriores habían centrado mi mente en este tipo de pensamiento, los limitados recursos a mi disposición y la necesidad de un paso rápido, no permitieron que me quedara el tiempo suficiente para dar a mis investigaciones una base sólida en este sentido. Mi principal objetivo era reunir con cuidado, con precisión, todos los hechos evidentes, cualquiera que fuera su naturaleza, y dedicarme en especial a todo lo relacionado con el progreso de la geografía y de nuestro comercio en África.

Una estancia prolongada en nuestros enclaves y en las colonias de Senegal, y tal vez mi propia experiencia, me habían enseñado que este comercio, durante tanto tiempo extenuado, necesitaba nuevas oportunidades y nuevas relaciones en el interior del continente; pero para establecer estas nuevas relaciones, para imponer a poblaciones distantes la contribución de nuestra industria, eran necesarios nuevos descubrimientos, nuevos conocimientos geográficos absolutamente esenciales para los esfuerzos del Gobierno hacia nuestros mercados más allá de la costa. Este auténtico requisito, esta urgente necesidad de presionar nuestro negocio en África, se convirtió en el alma de mi información y de las decisiones que tomaba, sobre todo, en una cierta parte de mi viaje en la cual yo estaba convencido de la influencia poderosa que ejercerían, tarde o temprano, nuestras colonias y nuestras relaciones comerciales, información clara y optimista, procedente de las mismas fuentes y depositada en poder del Gobierno del Rey, patrón celoso y preocupado por intereses tan importantes, y que sobre todo hoy en día, afectan la prosperidad del reino, y tal vez su reposo interior.

¿Fui lo bastante audaz para alcanzar mis deseos, la esperanza que me atreví a concebir, con mis antiguos compatriotas de Senegal, para completar esta parte de la tarea que me había impuesto, y por lo tanto, pagar mi tributo al Gobierno de mi país? Corresponde a mis jueces naturales, hoy custodios del fruto de mi investigación, y al éxito de las empresas que esta causó, responder a esta pregunta. Acerca de los avances que las ciencias geográficas y naturales puedan deber a mi viaje, no me corresponde más que apreciarlas; debo dejar el juicio a quienes las representan tan dignamente en la capital del mundo civilizado; juicio que me hubiese sido muy eficaz y tan útil; en especial, tener conocimientos y talentos cuando, solo y entregado a mis débiles medios, todos los días estuve en el teatro de un mundo desconocido y virgen todavía para la mirada curiosa y científica de Europa. Armado de estos conocimientos y de los instrumentos que les debemos, yo hubiera esperado responder más satisfactoriamente a los deseos de la Sociedad Geográfica, hacerme más digno de la bienvenida halagadora y amable que me dieron, de las distinciones y premios que su patriotismo sabe adjudicar a quienes les ayudan en sus esfuerzos; esta sociedad que persigue con tanto celo el éxito del desarrollo de la ciencia, y cuyos programas, arrojados en las playas africanas y caídos en mis manos, confirmaron la importancia que yo atribuía a mi viaje al África Central, y me animaron a la realización del proyecto que yo albergué desde ese momento, intentar, un día, el descubrimiento de Tombuctú.

 

Al hacer estos homenajes a la Sociedad Geográfica, no debo olvidar a uno de sus más distinguidos miembros, Mr. Jomard, presidente del Comité Central y miembro del Instituto, que desde mi llegada a Francia no cesó de honrarme constantemente con su consejo y su bondad especial, que no despreció asociar su nombre al mío, y que tuvo la amabilidad de contribuir al éxito que pueda tener este relato, enriqueciéndolo con un mapa dibujado en mis notas, y la investigación geográfica en un continente cuyo estudio le es desde hace mucho tiempo familiar, tanto como viajero como escritor. ¡Reciba aquí el testimonio público de mi gratitud!

Introducción

Sintiendo desde mi más tierna infancia una gran inclinación por los viajes, siempre aproveché con entusiasmo las oportunidades que pudieran facilitarme los medios de adquirir formación, pero, a pesar de todos mis esfuerzos para complementar la falta de una buena educación, sólo pude obtener conocimientos imperfectos. Mi total convicción acerca de la insuficiencia de mis recursos me afligía a menudo, cuando pensaba en todo aquello que me hacía falta para completar la tarea que me había impuesto; sin embargo, pensando en los peligros y en las dificultades de tal empresa, esperaba que las notas y la información que yo aportaría como consecuencia de mis viajes serían recibidas por el público con interés: ni por un instante renuncié a la esperanza de explorar algún país desconocido de África y, por consiguiente, la ciudad de Tombuctú se convirtió en el objeto permanente de todos mis pensamientos, el fin de todos mis esfuerzos; mi decisión fue tomada para alcanzar el éxito o perecer. Hoy, que estoy bastante feliz por haber logrado este propósito, el público podrá concederle alguna indulgencia a la historia de un viajero sin pretensiones que simplemente relata lo que vio, los sucesos que le ocurrieron y los hechos de los cuales fue testigo.

Nací en 1800 en Mauzé, departamento de Deux-Sèvres, de padres pobres; tuve la desgracia de perderlos en mi infancia. No recibí otra educación que la que se impartía en la escuela gratuita de mi pueblo; tan pronto como aprendí a leer y escribir, me hicieron aprender un oficio que me disgustaría muy rápido debido a la lectura sobre viajes, que ocupaba todos mis momentos de ocio. La historia de Robinson, sobre todo, despertaba mi joven imaginación. Yo ardía en deseos de tener aventuras como él; ya sentía incluso en ese momento nacer en mi corazón la ambición de ser reconocido por algún descubrimiento importante.

Me prestaron libros de geografía y mapas: el de África, donde sólo podía ver países desiertos o marcados como desconocidos, llamaba más que cualquier otro mi atención. Finalmente, esa afición se convirtió en una pasión por la cual yo renunciaba a todo. Dejé de participar en los juegos y diversiones de mis compañeros; me encerraba los domingos para leer los relatos y todos los libros de viajes que podía conseguir. Hablé con mi tío, que era mi tutor, sobre mi deseo de viajar. Él lo desaprobó, enfatizando con fuerza los peligros que correría en el mar, el pesar que sentiría lejos de mi país y de mi familia, y finalmente, hizo todo lo posible por alejarme de mi plan. Pero este propósito era irrevocable; insistí de nuevo en partir y no se opuso más.

Yo sólo tenía sesenta francos, y con esta pequeña suma me dirigí a Rochefort en 1816. Me embarqué en la barcaza La Loire, que iba a Senegal.

Se sabe que esta embarcación navegaba en compañía de La Meduse, en la que se encontraba Mr. Mollien, al cual aún no conocía y quien debía realizar descubrimientos interesantes en el interior de África. Nuestra barcaza, que se había alejado afortunadamente de la ruta que seguía La Meduse, llegó sin incidentes a la rada de Saint-Louis. De allí me dirigí a Dakar, pueblo de la península de Cabo Verde, a donde fueron conducidos los desafortunados náufragos de La Meduse por la gabarra de La Loira. Después de una estancia de algunos meses en estos tristes lugares, cuando los ingleses entregaron la colonia a los franceses partí hacia Saint-Louis.

Cuando llegué, el gobierno inglés preparaba una expedición para explorar el interior de África bajo la dirección del mayor Peddie. Cuando estuvo lista, se dirigió a Kakondy, pueblo situado en la orilla del río Nunez. El mayor murió al llegar. El capitán Campbell tomó el mando de la expedición y partió con su gran caravana para cruzar las altas montañas de Fouta Djallon; en pocos días perdió algunos animales de carga y varios hombres; sin embargo, decidió proseguir su camino. Pero, apenas llegó a la tierra del almamy1 de Fouta Djallon, la expedición fue retenida por orden de este soberano. Fue necesario pagar una gran contribución al almamy para obtener el permiso de retirarse, volver sobre sus pasos, cruzar de nuevo los ríos, cuyo pasaje había sido muy penoso, y soportar tales persecuciones que, para detenerlas y hacer la marcha menos embarazosa, el comandante mandó quemar los productos secos, romper las armas y lanzar la pólvora al río. Durante este desastroso regreso el capitán Campbell y varios de sus oficiales perdieron la vida donde había muerto el mayor Peddie; fueron enterrados en el mismo lugar que él, al pie de un naranjo en la fábrica de Mr. Betmann, comerciante inglés.

El resto de las tropas de la expedición del capitán Campbell zarpó hacia Sierra Leona.

Tiempo después se formó una nueva expedición que fue confiada al mayor Gray. Los ingleses no escatimaron ni esfuerzos ni dinero para hacerla aún más numerosa y más imponente que la primera. Para evitar al terrible almamy de Timbo, se dirigió por mar a Gambia y remontó el río. Una vez que la expedición hubo desembarcado, cruzó Oulli y Gabou, y llegó finalmente a Bondou. Pero Bondou estaba habitada por un pueblo similar al de Fouta Djallon, igual de fanático y malvado, y cuyo rey no mostró menos hostilidad hacia los ingleses; sus pretensiones eran aún más irracionales que las del almamy de Timbo. Bajo el pretexto de no se sabe qué antigua deuda contraída hacia él por el gobierno inglés, exigió tantos bienes que el mayor Gray agotó rápidamente sus recursos y se vio obligado, como veremos más adelante, a enviar a un oficial a Senegal para obtenerlos, esperando por este medio obtener el pasaje.

Yo ignoraba estas malas noticias cuando me hablaron de la expedición inglesa; y sabiendo que el mayor Gray, quien necesitaba gente, no aceptó la oferta de mis servicios, si bien es cierto que yo era un extraño para él, decidí dirigirme a Gambia por tierra. Salí de Saint-Louis acompañado de dos negros que regresaban a Dakar y tomé el camino que conduce de Gandiolle a la península de Cabo Verde. Viajamos a pie; yo todavía era muy joven y tenía como acompañante a dos vigorosos caminantes, lo que me obligaba a correr para seguirlos. No puedo expresar el cansancio que sentía por el peso de un calor sofocante, caminando sobre arena caliente y casi en movimiento. ¡Si al menos hubiera tenido un poco de agua fresca para calmar la sed que me consumía! Pero sólo se encuentra a cierta distancia del mar, y para caminar sobre terreno más firme, nos vimos obligados a no dejar la playa. Mis piernas estaban cubiertas de ampollas y pensé que sucumbiría antes de alcanzar Dakar; sin embargo, llegamos finalmente a la aldea. No me detuve y me embarqué hacia Gorea.

Los tormentos que acababa de soportar me hicieron reflexionar sobre los sufrimientos aún más intensos a los que me iba a exponer. Las personas que se preocupaban por mí, especialmente Mr. Gavot, no intentaron desviarme de mi proyecto y para satisfacer de alguna manera mi deseo de viajar, este digno oficial me dio un pasaje gratuito en un barco mercante que navegaba hacia Guadalupe.

Llegué a esta colonia con algunas cartas de recomendación y obtuve un pequeño empleo, que sólo mantuve durante seis meses. Mi pasión por los viajes comenzaba a despertar; la lectura de Mungo-Park añadió una nueva fuerza a mis proyectos; por último, mi constitución, que acababa de soportar una larga estancia tanto en Senegal como en Guadalupe, me dio esperanzas de lograrlo esta vez con éxito.

Salí de Pointe-à-Pitre y me trasladé a Burdeos, y desde allí volví a Senegal. Llegué a Saint-Louis a finales de 1818 con pocos recursos (que había reducido con compras innecesarias); nada me desanimó. Todo parecía posible para mi espíritu aventurero y el azar parecía servir a mi propósito.

Mr. Adrien Partarrieu, enviado por el mayor Gray para comprar en Saint-Louis los bienes requeridos por el rey de Bondou, se preparaba para reunirse a la expedición.

Me dirigí a Mr. Partarrieu y le propuse acompañarlo sin beneficio y sin compromiso de ningún tipo por el momento. Me respondió que no podía prometerme nada pero que era libre de unirme a él si quería. Me decidí pronto, ¡feliz de aprovechar una oportunidad tan favorable para recorrer regiones desconocidas y participar en una expedición de descubrimiento!

La caravana de Mr. Partarrieu se componía de sesenta a setenta hombres, tanto blancos como negros, y de treinta y dos camellos muy cargados.

Partimos el 5 de febrero de 1819 de Gandiolle, pueblo del reino de Cayor, situado no lejos de Senegal. Los regalos nos habían convertido en personas gratas para el damel (o rey), quien dio órdenes de que fuésemos bien tratados. Fuimos recibidos con gran hospitalidad y en muchos lugares fueron generosos con nosotros, alimentándonos a todos sin querer aceptar ninguna remuneración. Llegamos a las fronteras de Cayor, donde encontramos un desierto que lo separa de Ghiolof. Se sabe que antiguamente estos dos países pertenecían al mismo soberano, que los gobernaba con el título de bour (o emperador), y que el damel no es más que un vasallo independiente. Nosotros recibimos la misma acogida de los pueblos sometidos al bour de Ghiolof.

No había pasado mucho tiempo antes de que echáramos en falta la generosa hospitalidad de Ghiolof. Al dejar su país entramos en un desierto donde, durante cinco días de caminata, nos expusimos a miles de males. Me perdonarán que entre en estos detalles, los únicos que pudieron grabarse en la memoria de un joven que viajaba no tanto para observar como para buscar aventuras.

Nuestros camellos iban tan cargados de mercancía que no habíamos podido llevar sino una pequeña cantidad de agua. Pronto nos vimos obligados a distribuir a cada uno una pequeña porción de la misma; la mía no era muy abundante. ¿Acaso podía quejarme yo, una boca inútil que se unió a la expedición sólo por la condescendencia del jefe? Yo no tenía derecho a reclamar pero sufría demasiado a causa de la sed; a veces hasta la extenuación porque, al no tener una montura, estaba obligado a seguir a pie. Me dijeron que tenía los ojos desorbitados, que estaba jadeando, que mi lengua pendía fuera de mi boca. Recuerdo que en cada parada me caía al suelo, sin fuerzas y sin tan siquiera ganas de comer. Al final, mi sufrimiento hizo despertar la piedad de todos; Mr. Partarrieu tuvo la amabilidad de compartir conmigo su porción de agua y una fruta que había encontrado. Esta fruta se asemeja a la papa; su pulpa es de color blanco y de sabor agradable. Luego nos encontramos muchas de ellas, que fueron de gran ayuda para nosotros.

Un marinero, luego de haber intentado inútilmente todos los recursos para aplacar su sed, se puso a buscar frutas y se equivocó con el parecido con la que me había dado Mr. Partarrieu; comió una que le puso la boca en llamas como si hubiera ingerido pimienta: por sus intentos de vomitar y los cólicos que sintió, se creyó envenenado; todos se apresuraron a darle de su porción de agua para que bebiera, pero él pareció aliviado tan rápidamente, que luego pensé que esta enfermedad no era más que una farsa para atraer la atención y conseguir un poco más de agua. Sin embargo, yo no era el más desafortunado, ya que vi a varios beber su orina.

Finalmente llegamos a Boulibaba, aldea habitada por pastores fulani que pasan parte del año en el bosque y se alimentan sólo de leche con sabor a fruta del baobab. Boulibaba fue un paraíso para nosotros; allí encontramos manantiales límpidos y en abundancia; el agua, que bebimos con avidez, nos pareció excelente, aunque la pagamos bastante cara puesto que los pozos pertenecían a los fulani, y estos eran pobres y muy interesados. Acampamos cerca de la aldea, cuyas casas, hechas de paja, tienen forma de pan de azúcar truncado por la parte superior; la puerta estaba tan baja que sólo entrábamos arrastrándonos.

Tan pronto como se supo de nuestra llegada, todo el pueblo salió a vernos. Un fulani vino a los pies del árbol donde estaba descansando y me pidió en ouolof —que yo entendía–, que escribiera un grigri2 para obtener riquezas; yo lo hice y, en agradecimiento, me dio un cuenco de leche. Pero yo no fui más que su víctima porque, en cuanto se fue, me percaté de que me había robado una corbata de seda negra.

 

Para salir de Boulibaba teníamos que cruzar otro desierto sin agua. Antes de adentrarnos en él pensamos en no repetir las fatigas que habíamos sufrido y en permanecer unos días con los pastores fulani. Nos reabastecimos de agua, detuvimos a los guías y partimos.

Después de caminar durante medio día llegamos a Paillar, donde nos aprovisionamos nuevamente de agua. No hubiera sido prudente cruzar Fouta-Toro, cuyos habitantes son fanáticos y ladrones. Los evitamos girando ligeramente hacia el sur. Las precauciones que habíamos tomado para no quedarnos sin agua nos tranquilizaban. El país nos pareció, por lo general, hermoso. Veíamos con admiración árboles muy altos, de un follaje denso, cubiertos por aves de distintas especies que, por sus ramas, animaban su soledad. Sin duda, fue gracias a las agradables sensaciones que nos hizo sentir este espectáculo que olvidamos en parte nuestro cansancio, aunque nuestra caminata duró desde el amanecer hasta casi las diez de la noche, disfrutando sólo de unos pocos momentos de descanso durante el día. Sin embargo, al quinto día todos estábamos exhaustos; teníamos sed y el agua tocaba a su fin. La industria europea vino a nuestro rescate; nos dieron caramelos de menta y pronto nos sentimos aliviados. La falta de agua y de forraje hizo sufrir mucho a nuestros camellos, que sólo tenían como comida las ramas jóvenes de árboles que cortábamos aquí y allá.

Finalmente llegamos a una aldea donde unos negros se apresuraron a proporcionarnos algunas calabazas de agua. No se desperdició ni una gota, algo inteligente dada la cantidad de hombres y animales a quienes había que calmar la sed. Por mi parte, yo sólo recibí el equivalente a un gran vaso. Pero tan pronto como habíamos comenzado a beber, unos enjambres de abejas se abalanzaron sobre los vasos de agua y, luchando por ella, se aferraban incluso a nuestros labios. ¡Tormento terrible, doloroso escozor al que ya habíamos estado expuestos en varias ocasiones durante nuestro viaje! He visto muchas veces los odres cubiertos de abejas, que sólo se pueden cazar encendiendo madera verde para que las aleje el humo.

Por fin llegamos a Bondou. Mr. Partarrieu, que temía sobremanera volver a encontrarse con el almamy, quería evitar Boulibané, su residencia habitual, y llegar de forma rápida y directa a Bakel, pero los habitantes de Potako, el segundo pueblo que encontramos, manifestaron su voluntad de oponerse a este proyecto. Por consiguiente, fue necesario acampar para comenzar la asamblea.3 Las conversaciones duraron una eternidad; estábamos cerca de los pozos y no nos dieron agua ni provisiones; nadie nos trajo mijo. Comenzó así una guerra de hambre. Este tipo de ataque era el peor de todos y el más peligroso. Se hacía necesario oponerse con firmeza y resolución. Mr. Partarrieu, que disponía de ellas, se dispuso a seguir su camino directamente hacia Bakel. Estábamos a punto de partir cuando Mr. Gray, comandante de la expedición, salió a nuestro encuentro a caballo para anunciarnos que debíamos ir a Boulibané, que el almamy mantendría su palabra y que nos dejaría pasar después de recibir las mercancías. Mr. Gray era un poco ingenuo. Por otra parte, cuando los habitantes nos vieron cambiar de rumbo, se apresuraron a dejarnos sacar agua y nos agasajaron con abundantes provisiones de todo tipo. Sellada la paz y con todo el mundo de acuerdo, comenzó el intercambio.

Al día siguiente de la llegada del mayor Gray recibimos órdenes de salir y de continuar camino a Boulibané. Obedecimos de inmediato pero para que los habitantes de esta capital no notaran la gran cantidad de bienes que transportábamos, entramos de noche. Yo estaba en la retaguardia con algunos soldados ingleses montados en burros. Estos pobres soldados estaban agotados por el cansancio; nunca habían hecho una expedición tan dura; querían descansar en el camino. Los persuadí y finalmente nos reincorporamos, aunque algo más tarde, al inicio de la caravana, que encontramos ya durmiendo en el campamento que se había levantado fuera de la ciudad. El campamento no era más que un grupo de chozas de paja rodeado por una cerca de cuatro pies de altura formada por troncos entrelazados de ramas.

Cometimos la torpeza de no encerrar los pozos dentro del recinto del campamento, una negligencia inexcusable que nos podría exponer a las privaciones más crueles. A su llegada los líderes de la expedición fueron a saludar al viejo almamy, llevándole al mismo tiempo abundantes presentes para disponerlo a nuestro favor.

Esto no fue todo; cada día se le ofrecía algo nuevo porque el codicioso almamy lo pedía sin cesar. Curioso por ver a este rey, fui a su residencia, donde entré con facilidad y encontré al soberano de Bondou sentado en una estera extendida en el suelo, ocupado observando al negro albañil de nuestra expedición, a quien había solicitado para que le construyera un polvorín de piedra donde encerrar la munición que le habíamos dado como regalo.

El almamy de Bondou, de setenta años, tenía el pelo completamente blanco, una barba muy larga y el rostro surcado por las arrugas. Estaba vestido con dos pareos4 del país y cubierto de amuletos hasta las piernas. Me miró con indiferencia y parecía mucho más interesado por el trabajo del albañil que por mi presencia, lo que me dio tiempo para examinarlo sin que se ofendiera.

Después de permanecer algunos días en Boulibané, durante los cuales habíamos mantenido una buena relación con sus habitantes, el mayor Gray se preparó para abandonar la residencia real. Pero antes de salir pensó en ofrecerle al almamy un regalo de despedida que consistía en una pieza de guinea5 y algunas bagatelas. Ya sea que el príncipe no estaba contento con esto o que temía que los ingleses se unieran a los franceses para atacar sus estados o, finalmente, porque había jurado no dejarnos pasar, dijo con pesar simulado que no podría permitirnos llegar a Bakel; que él aceptaría mejor que fuésemos a Clégo atravesando sus estados y los de Kaarta; de lo contrario, sólo nos quedaría el camino de Fouta-Toro para llegar a Senegal. Ambas rutas eran difíciles y peligrosas para nosotros, ya que estábamos seguros de encontrar en ambos países pueblos tan fanáticos y bárbaros como los habitantes de Bondou. Evidentemente el propósito del almamy era acorralarnos y, tal vez, masacrarnos. Nuestra situación se volvía espantosa; lo que motivó una asamblea. La indignación que había despertado el proceder del almamy hizo que se tomara la decisión de abrirnos camino a la fuerza hacia Bakel. Cargamos inmediatamente los animales y nos dispusimos a partir. Pero una vez conocida nuestra intención, los soldados del rey, cincuenta en total, armados con lanzas y armas de fuego ocuparon los pozos y bloquearon nuestro campamento. Teníamos poca agua debido a la imprudencia que he mencionado anteriormente, y a pesar de la manera en cómo la estábamos administrando, estaba a punto de agotarse por completo. En África es más fácil apoderarse de un lugar por la sed que por el hambre.

Este peligro no era el único que nos amenazaba; los tambores de guerra resonaban ya por todos lados. Al ruido acudían hombres armados para atender la llamada de sus líderes; se escuchaba un ruido atronador por todas partes. En menos de dos horas se formó un gran ejército, listo para abalanzarse sobre nosotros. La resistencia se hacía imposible, ya que sólo éramos ciento treinta personas. A pesar del ardor y la desesperación que nos envolvía, no podíamos esperar vencer a tantos enemigos juntos. Era inútil pensar que podíamos luchar y no quedaba otra opción que desistir y tratar de disuadir las desgracias que nos amenazaban con nuevas negociaciones. Esta era la sensación de los líderes de la expedición; pensaron que una lucha sólo podía tener un resultado muy desafortunado —sin tener en cuenta la pérdida de hombres y el saqueo de bienes—, y convertiría en el futuro a todo blanco en objeto de horror y repugnancia dentro de África. Gracias a estas sabias reflexiones, nuestro líder solicitó una asamblea; nuestros enemigos se acercaron pero con la superioridad de quien está seguro de su victoria.