El testamento de don Juan

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El testamento de don Juan
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© Raúl Vera Reverendo

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-190-1

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PREFACIO

¿Quién fue realmente don Juan?, ¿fue realmente ese caballero frívolo y superficial de carácter altanero y sentimientos oscuros?, ¿en verdad cayó prendado de auténtico amor en sus innumerables conquistas amorosas? Muchos «escribas» han tratado la figura de don Juan haciendo hincapié en su lascividad y lujuria, algo mal visto por la siempre muy respetable Iglesia. Otros, sin embargo, sobre todo en zonas del norte de Italia, veían en don Juan un modelo idealizado a seguir, realzando sus excelsas virtudes como «conquistador inagotable de mujeres». Y otros, simplemente, lo consideraban un mito. Sin embargo, yo, ahora arrugado y anciano por el devenir del tiempo, que escribo añorando ese calor que una vez sentí, y aunque posea el tiempo, aunque escaso, necesario para navegar cual barco viejo por mis memorias, es dificultoso contestar a esas dudas.

Tuve la fortuna y la desgracia de conocerle, de entender muchas de las cosas que permanecían en la oscuridad de mi ignorancia, de sentir con la punta de los dedos uno de los mayores misterios del hombre: el amor.

Yo, por aquel entonces, un joven muchacho de cabellos castaños y de piel bronceada por el aire y el sol del Mare Nostrum, un bachiller cristiano con brillo intenso en los ojos nacido en Nápoles, iba a ser testigo de los últimos momentos de aquel que fue un hombre hermoso y fuerte, un hombre querido y odiado, pero que, irremediablemente, produjo en mí una honda huella, una rúbrica que he querido recordar a través de mi pluma y papel.

Deseo, ahora en mis últimos momentos, escribir todo cuanto me aconteció para que aquellas personas que lean mis letras puedan entender y vislumbrar con los ojos del alma aquella verdad que cambió mi vida para siempre.

Paolo di Verona

I

Nápoles era una ciudad en la que todo transcurría despacio, sus gentes nunca se afanaban en terminar sus quehaceres cotidianos, no existía la premura en casi nada o, como decía el maestro Doménico: «El mundo puede girar de forma veloz, como dicen esos hombres de ciencias ateos, pero no así esta ciudad».

La iglesia de Santa Clara no era la más grande de Nápoles, pero era de buen ver y con buena talla exterior. De estilo gótico tardío, se levantó hacia mediados del siglo xiii en el lugar donde radicaba la antigua iglesia de San Jorge. La fachada, como todo el conjunto, estaba embellecida con piedra blanca y roja del Subasio, lo que le hacía resplandecer cuando la luz del sol se vertía en ella. Un magnífico y doble rosetón adornado con un encaje de piedra con decenas de columnitas remataba un conjunto austero y singular. El portal principal, por donde se accedía a la gran nave, era un alto alféizar con un marco sostenido por dos leones, ofreciendo a la iglesia un estilo inconfundible o, como decía con orgullo nuestro párroco: «Tenemos el privilegio de contemplar, hijos míos, esta bella iglesia con sus arbotantes, el ábside poligonal adornado con monóforos y, junto a él, descuellado, un solemne, ligero, esbelto y bello campanario que, al sonar, hace vibrar de gozo a los propios coros y arcángeles del cielo».

La zona ajardinada del templo, por su parte, era agradable y no solo por sus altos jazmines y sus fuentes ornamentales, sino porque siempre lucía el sol, un sol que, se decía, crecía en el Mare Nostrum solo para Italia y que jamás se extinguiría.

La parte oeste era un poco menos parecida, pues lindaba con algunas callejuelas malolientes en las cuales, según se decía, habitaba un demonio que acechaba por las noches a los buenos cristianos que acudían a la capilla y les arrancaba el corazón para luego devorarlo. Aunque la mayoría de mis hermanos habían cruzado la calle antes de su ordenación, eso sí, corriendo cual raudas liebres, yo, aunque me avergüence decirlo, no me atreví a hacerlo porque era un sitio con mala fama y maligno, como decían los lugareños.

En esta iglesia fue sepultada santa Clara, en honor de la primera y más fiel discípula de san Francisco, y numerosos devotos y peregrinos de toda Italia acudían a diario a nuestras misas para honrar a Dios y a la santa, que se decía milagrosa. Aquel día el evento fue la celebración del matrimonio de la familia Salerno.

Los Salerno eran una familia con gran arraigo cristiano en Nápoles y muy allegada a autoridades eclesiásticas de Roma. Habían elegido nuestra iglesia, pues la novia era gran devota de santa Clara. La familia del novio, más humilde y proveniente del sur de Italia, aceptó de buena gana la propuesta.

El interior de la iglesia de Santa Clara, que un tiempo estuvo adornado con pinturas románicas, lucía en aquel momento sencillo en su estructura gótica de cruz latina con una sola nave de cuatro entrepaños, con transeptos, ábside y un balcón corrido. La nave principal era ancha y bifurcaba justo en su medio, donde el púlpito de madera oscura medieval custodiaba todo el espacio. Los admirables haces de columnas de piedra subían ágiles a lo largo de las paredes y encima del altar mayor, sobre el iconostasio, obra de gran belleza, presidía el conjunto una espléndida cruz moldurada del siglo xiii, obra atribuida al maestro di Donna Benedetta.

Desde siempre, aquellas obras sugirieron una fusión armoniosa del arte bizantino, importado por Pisa del imperio de Oriente, y del románico italiano. A los pies del Cristo, san Francisco y santa Clara orantes. Esta era, sin lugar a dudas, la obra más antigua de la iglesia. En el plemento hacia el ábside, la Virgen con el Niño, triunfo de la virginidad cristiana, y a su derecha, santa Clara; en el opuesto, una misteriosa imagen que en aquel momento se encontraba en restauración, por lo que su veneración, por órdenes del párroco, estaba prohibida. En el plemento izquierdo, santa Catalina y otras santas, y en el derecho, santa Cecilia y santa Lucía.

A pesar de que la mayor parte de los invitados a la ceremonia habían ya atravesado el jardín principal para entrar en la iglesia, la misa iba a empezar más tarde de lo esperado. Los carruajes iban llegando, las gentes se congregaban en la entrada que cuidadosamente habíamos adornado con alfombras y flores blancas. Los invitados iban entrando, entre risas y chascarrillos, para poco después ocupar las hileras de madera. Pero faltaba alguien esencial: la novia. Tal vez el retraso, pensé en aquel momento, se podría deber a los actos preparatorios que eran tradición en Nápoles y otras ciudades del Mediterráneo.

En todas las bodas se tenía por costumbre que la madre de la novia introdujera en el dobladillo del vestido unos granos de trigo, que sujetaba zurciendo con aguja e hilo. Aquella costumbre, que, se decía, provenía de los pueblos griegos, tenía como fin asegurar la fecundidad de la futura esposa, para así garantizar la continuidad de la familia. También se solía bendecir antes de la boda a los contrayentes frotando una pequeña ramita de laurel sobre sus cabezas, un acto que, se decía, traería buena fortuna. Sin embargo, según llegó a mis oídos, la prometida, una mujer joven pero no muy agraciada, parecía tener un bulto prominente en su vientre y no quería en nombre de todos los santos acudir hasta que no se solucionara su problema. Era inevitable que los nervios fueran en aumento al irse conociendo los rumores.

Yo, en aquellas fechas, acababa de titularme como bachiller en la escuela cristiana de Nápoles y era uno de los encargados de mantener limpio el altar y preparar los artilugios litúrgicos o, como decía el padre Giuliano: «Hijo mío, haz que Nuestro Señor se encuentre hoy cómodo en esta iglesia». Además, el párroco me encomendó las lecturas del acto sacramental antes de su intervención. Estaba nervioso pero muy ilusionado, pues iban a ser mis primeras palabras frente a la feligresía. Prácticamente las sabía de memoria. Por ello, por nuestra iglesia y por el párroco, recaía sobre mí una gran responsabilidad. No podía decepcionarles. Todo tenía que salir perfecto.

El párroco, don Giuliano, era un hombre ya mayor, de estatura media y figura encorvada por el peso de los años. En ocasiones parecía decaído, pero su gran vocación en la fe le mantenía fuerte y aún ágil para su edad. Don Giuliano había sido mi mentor y uno de mis maestros en el seminario de Nápoles. Él me enseñó lo que su buen hacer le permitió y aprendí las bases históricas del cristianismo en Occidente. Después de licenciarme me pidió encarecidamente que le ayudara con la parroquia de Santa Clara y así seguir con mi aprendizaje en teología y cristianismo, realizar una buena tesina y alcanzar el sacerdocio. Aunque nunca tuve una clara inclinación católica, mi ansia de estudio de antiguos filósofos, junto con mi exacerbada curiosidad y admiración creciente hacia la figura de Jesucristo, me inmiscuyó casi sin darme cuenta en pleno cristianismo.

 

Una vez todos se encontraban en el interior de la iglesia recuerdo que, debido al continuo devenir de rumores y murmullos por parte de los invitados de las familias, una de las mujeres de naturaleza nerviosa e histérica, prima de la novia, cuyo nombre ya ni siquiera recuerdo, vociferó varias veces que su querida prima estaba embarazada, es decir, que el bulto que había salido en su vientre se debía al pequeño retoño que albergaba en su seno, por lo que su prometido no había respetado su virginidad. Esta percepción, que en principio nadie caviló, empezó a extenderse como una mancha de aceite entre los asistentes levantando revuelo tal que la madre de la novia Salerno, mujer de profunda fe cristiana, tuvo un desmayo en medio del tumulto. Entonces la prima, con los nervios inundando su cuerpo y desde el retablo con ojos llenos de ira por ver cómo se desvanecía su tía predilecta, empezó a blasfemar y maldecir a todos y cada uno de los miembros de la familia del novio.

El cielo, por su parte, quizás testigo de aquello, empezó a tronar y a empapar por doquier. Los bachilleres intentamos que todo volviese a su cauce, pero nuestros esfuerzos fueron baldíos y nuestras voces se perdían entre tanto bullicio.

La casa parroquial se encontraba en un antiguo protomonasterio medieval, casi en ruinas, justo al lado de la iglesia, en su ala oeste. Era pequeña pero acogedora y albergaba en su interior el despacho de don Giuliano, los dormitorium, así como un pequeño calefactorium, una cocina con refectorio y una despensa subterránea con trampilla. Ni el claustro ni el jardín interior fueron reconstruidos por falta de recursos. Los muebles del interior, de madera robusta pero ya carcomida, pertenecían al obispo de Nápoles, don Enrico, hombre de buen gusto estético, pero algo huraño con sus semejantes. Aun así, tenía cierta predilección por don Giuliano, por lo que destinó algunos de sus ajuares a la parroquia de la iglesia de Santa Clara.

El párroco no terminó de vestirse con sus atuendos cuando entré apresurado en su alcoba, una habitación pequeña con cama y vestidor y únicamente adornada con una pequeña mesilla con espejo y una estantería con muchos libros.

—Don Giuliano —dije con voz fatigada—. Perdone, pero una de las mujeres de la familia Salerno ha caído en ira y después… —Tragué saliva—. No hay manera de controlar a nadie.

—¿Qué es ese bullicio, hijo mío? —dijo el padre Giuliano después de un breve silencio, como si no hubiera oído mis palabras.

Entonces, mirando a un crucifijo que había en una de las paredes de la pequeña alcoba, suspiré profundamente y añadí.

—Padre, creo que Nuestro Señor no se va a sentir a gusto hoy en su iglesia.

A la mañana siguiente, cuando aún no había despuntado el alba y la claridad de la mañana todavía no acariciaba el cielo, sentí dolorido todo mi cuerpo al intentar levantarme del catre.

Don Giuliano, inútilmente, pudo deshacer el escándalo de ayer entre las dos familias y, ante la ausencia de la novia para comenzar el sacramento, tuvo que suspender la ceremonia. Los bachilleres nos llevamos la peor de las partes. Estaba triste y decepcionado.

—Paolo, qué mala fortuna nos deparó el día de ayer… No debía de ser tu momento, hermano.

—Ni que lo digas, hermano Héctor, ni que lo digas…

—¿Estás mejor? Yo apenas puedo moverme, es como si hubieran pasado por encima de mí un tropel de burros descarriados. —El hermano Héctor era de mi misma edad, estudiamos juntos en el seminario de Nápoles, ingresando en la orden tras su graduación bajo la tutela de don Giuliano. Su deseo era el mismo que el mío: quedarnos en Santa Clara hasta que se consumara nuestra ordenación para después dispersarnos por toda Italia en busca de una parroquia en alguna villa y seguir pregonando nuestra fe. Impulsado por una vida ascética y apartada del mundo común, Héctor, que quedó huérfano desde los once años, tenía la mirada frágil y desconfiada fruto de su amargo pasado, pero ello no le impedía cuidar bien el huerto del protomonasterio y atender a sus hermanos cuando nuestro corazón compungido en ocasiones reclamaba atención.

—Es la primera vez que sucede algo así, y me siento culpable —mi voz se apagó.

—No ha sido culpa tuya, hermano Paolo, simplemente Dios no ha querido que esos bárbaros consumaran su matrimonio.

—Rezaré, hermano, rezaré cada día para disculparme y hablaré con nuestro párroco. Mi alma irá recobrando su calor. Gracias. —Y diciéndole esto, se dibujó una tímida sonrisa en el rostro del huérfano y me observó con ojos perdidos, aquella mirada que desde siempre le acompañaba, y tras un «Dios te bendiga» desapareció en dirección al huerto.

Don Giuliano aquel día estaba nervioso y hasta más envejecido. Pensaba que el maligno estaba cerca de él y que el señor había dejado de amarle. Además, temía que la familia Salerno, que tenía relación con Roma, denunciase el alboroto ocurrido en su iglesia. Evidentemente, no hubo boda y, sospechando con un mínimo criterio, nunca la habría, y todo por un «bulto» que bien pudo haber sido una hernia.

El párroco, en ocasiones, viéndome confundido y cabizbajo intentaba, a su manera, explicarme por qué a veces Dios no quería que ciertas cosas pasasen:

—Querido hijo, Dios, en su infinita sapiencia, en ocasiones nos sorprende con cosas así… —Don Giualiano, quizás tan confundido como yo, miraba su crucifijo en busca de la explicación más razonable—. Pero no desesperes y haz que los golpes que recibiste aquel día sirvan de penitencia como ofrenda a Nuestro Señor —añadió el párroco poniendo su huesuda mano sobre mi hombro, como siempre hacía para consolarme. No dije nada, me limité a mirar hacia abajo. En el fondo me sentía en cierto modo responsable por lo ocurrido.

Con el transcurso de los días, sentía que don Giuliano empezaba a no confiar en mí. Por ejemplo, aquella noche no me pidió, como era costumbre todas las noches antes de las oraciones, que le leyera en voz alta fragmentos de su Biblia, reliquia que había conservado su familia durante generaciones, ya que, según decía, tenía una voz hermosa para leer. Sin embargo, aquel día, él mismo cogió su libro y marchó lentamente a su alcoba por su propio pie, lo cual produjo en mí cierto vacío emocional.

Aunque no tenía sueño, tenía que marcharme al dormitorium, al día siguiente teníamos dos bautizos y había que lavar y preparar la pila, acicalar los paños quitándoles el almidón y alisar con hierro encerado las arrugas de la vestimenta sacramental.

II

La siguiente noche, la luna en el firmamento de la ciudad mostraba su cara más blanca. Tras la oración de completas, cuando ya todos dormían en sus alcobas, encendí el viejo candil de mi mesilla, arremangué mis vestimentas y me puse a orar con las rodillas desnudas en el suelo. Pedí perdón de nuevo por mi ineptitud e incapacidad para solucionar el tumulto de la familia Salerno acaecido entre los muros de la iglesia. Supliqué que no permitiera que don Giuliano, que ya era mayor y con profundo amor a Dios, sufriera el acoso del demonio para que siguiera por muchos años fuerte en su parroquia y pedí por último que bendijera esta iglesia de nuevo.

Recé unos diez Pater Noster antes de meterme en mi catre. Sin embargo, a pesar de las oraciones, no dormí bien, algo más me dolía y no eran los moratones que tenía por mi cuerpo.

Al día siguiente las ceremonias de bautismo, que para mí eran un tanto aburridas, transcurrieron en paz y sin demoras.

Recuerdo que una noche de aquel tiempo volví a orar, pero esta vez con mayor intensidad. Pero, a pesar de mis esfuerzos, tampoco fui capaz de conciliar el sueño.

He de decir que generalmente fui un joven de templado temperamento, aunque ciertamente, en algunas ocasiones, resultaba tremendamente tozudo y mi espíritu inquieto a veces pensaba cosas un tanto, digamos, especiales. Aquella noche, en la que desde la ventana luces tenues iban y venían y la luna brillaba intensamente, no quería dormir, necesitaba olvidar.

Sentí una especie de arrebato de joven italiano intrépido. Observé desde mi pequeña ventana de apenas tres palmos de altura aquella callejuela que se hundía hacia abajo hasta llegar al barrio gótico de Nápoles. Tras unos minutos, sorprendentemente, iba apareciendo en mi mente aquella disparatada idea, aquel pensamiento que jamás antes había surgido. Fruncí el ceño, tragué saliva y decidí, en cuestión de segundos, que tenía que demostrarme a mí mismo que era capaz de atravesar aquella horrible y oscura callejuela. Entonces, sin prensarlo dos veces, me puse mi vestimenta de calle, que constaba de unos pantalones de lino y una camisa blanca que me regalaron al licenciarme, y, tras calzarme, salí de la alcoba despacio para no alertar a don Giuliano.

Evidentemente, esto estaba terminantemente prohibido, ya que nadie de la parroquia podía salir a las afueras sin permiso del párroco o, en todo caso, prescindiendo del permiso en situaciones excepcionales como un incendio o un inesperado derrumbe de las ruinas que rodeaban el protomonasterio, algo que en ocasiones era habitual dado su delicado estado de conservación.

En aquellos momentos, lo único que me importaba era atravesar aquella callejuela, en la que, según don Giuliano, habitaban demonios. Las ventanas estaban todas enrejadas, por lo que ese no iba a ser el sitio por donde saldría, así que no me quedaba más remedio que salir por la puerta de atrás de la parroquia. La llave la tenía don Giuliano.

Con el candil apagado y únicamente iluminado el pasillo por el tenue resplandor de la luna que se filtraba por mi ventana, salí sigilosamente de mi habitación. La puerta de la alcoba de don Giuliano, a escasos metros de la mía, estaba cerrada, lo que me iba a dificultar coger la llave. Permanecí unos instantes frente a la puerta esperando escuchar los ronquidos del párroco para cerciorarme de que dormitaba profundamente.

Estaba nervioso, pero me armé de valor, agarré el pomo y lo giré tan despacio como pude. Chirrió un par de veces y apreté las mandíbulas. Una vez abierta y, sin soltar el pomo, introduje la cabeza. Sabía que las llaves estaban en la sotana de don Giuliano y que esta estaba colgada detrás de la puerta, así que tanteé con la mano en busca de su atuendo. Me introduje un poco más y busqué a ciegas un bolsillo.

No tardé en hacerme con ellas. Don Giuliano tenía un sueño profundo propio de su edad. Cerré la puerta despacio y caminé hasta las escaleras, donde me aguardaba la puerta del ala este.

Ya no iba a echarme atrás. En aquellos momentos no pensé qué pasaría si el párroco descubría mis intenciones. Recuerdo que una vez don Giuliano me azotó severamente cuando, colocando la mesa litúrgica en el altar de la capilla, por un despiste derramé al suelo gran parte del vino de la copa que contenía la sangre de Jesús. Yo, aún ingenuo por aquel entonces, pedí disculpas por mi error y añadí que el vino que había en la copa era el mismo que el de la bodega y que su sabor era del todo rancio.

Una vez en el exterior noté que la luna iluminaba más de lo que percibí en mi alcoba. Todo se veía de un gris brillante como fantasmal. Miré el reloj que había en el campanario, estaba oscuro, pero pude ver que era casi medianoche. Bajé por el jardín del este tras cerciorarme de que nadie me había visto salir de la parroquia.

Por aquel entonces mi cuerpo ya no era el de un chiquillo y no me podía esconder tan fácilmente, claro está, en los arbustos que rodeaban los jardines de la iglesia. Así que decidí, en aquellas horas de la noche cuando apenas ningún transeúnte circundaba, ponerme en posición erguida como si de un ciudadano normal se tratara.

Fui calle abajo hasta llegar a la esquina. Tras el paso de dos carruajes, crucé la calle. Pude ver la fachada de la mercería de doña Julia, la cual permanecía cerrada con una gran tranca de madera a esas horas de la noche. Allí estaba la estrecha callejuela que iba a desembocar al barrio gótico. Pude escuchar, sin embargo, algunas voces y algún ruido extraño. Quizás algún demonio de los que hablaba el padre Giuliano estaba violentando a algún pobre inocente que se atrevía, quizás suicidamente, a pasar por aquella calle oscura y tenebrosa.

Observé que la pendiente era bastante pronunciada y no conseguí, a pesar del resplandor lunar, adivinar el final de la bocacalle. Permanecí unos momentos en silencio, hipnotizado por aquella oscuridad. Fui dando pequeños pasos siempre muy cerca del muro de cal, que noté algo desconchado. Estaba nervioso y gotas de sudor aparecieron en mi frente. Sentía la boca seca.

 

Pero de repente un olor desconocido me hizo detener. No era el olor pestilente de Nápoles. Escuché algunas voces que se iban acercando, caí presa del miedo y retrocedí lo poco que había avanzado por la callejuela y, como un rayo, volví al jardín de la iglesia. Sabía que era el demonio que guardaba su territorio y que quería destrozarme el pecho para sacarme el corazón. No quería volver, no quería que el demonio me atrapase, sin embargo, aquel olor que suavemente volaba por el aire de aquella misteriosa callejuela fue el aroma más extraño y misterioso que jamás había podido oler.

A la mañana siguiente, don Giuliano dio comienzo a las oraciones de laudes antes de salir el sol. Observé al resto de mis hermanos, y sentía un cierto sabor de derrota por no haber atravesado la callejuela. Intenté disuadirme pensando en la oscuridad de aquel lugar, lo angosto que era la calle, la escasa luz y la pendiente que discurría hasta los bajos de la ciudad.

Aquel día estuve como ausente. Coloqué los elementos litúrgicos en el altar y puse los manteles blancos sin decir una palabra. Durante la misa de tarde apenas presté atención a las palabras de don Giuliano, las cuales resonaban en mi cabeza produciendo un eco indescifrable. Seguía pensando en aquella callejuela oscura, en ese olor tan embriagador que impregnó mis sentidos.

Al caer la noche, cuando todos habíamos acabado la cena, y antes de asistir a la oración de completas, me acerqué a don Giuliano.

—Estimado padre Giuliano, quisiera pedirle permiso— dije con voz suave antes de que el párroco se levantara de la mesa.

—¿Permiso para qué, hijo? —contestó el viejo párroco.

—Desearía dar un paseo por el jardín de la iglesia después de Completas, hace buena noche y hace días que no he salido de la parroquia. —No solía mentir a nadie y menos a don Giuliano, pero dentro de mí crecía una enorme curiosidad por volver a investigar la callejuela. Miedo, pero también deseo de ir y explorar, unas sensaciones que, en aquellos tiempos, eran totalmente nuevas para mí.

Don Giuliano se levantó de golpe y miró a mis ojos.

—¡No puedes ir hijo mío, el demonio esta noche puede estar más hambriento que de costumbre! —añadió el párroco con voz altiva—. ¡Recemos esta noche todos juntos para deshacer esta penitencia que Dios nos ha sometido!… ¡Que Dios arrebate ese lugar inmundo y que erradique de la Tierra a ese demonio pestilente que acecha a los hombres de bien!

Al entrar en mi alcoba de nuevo, una gran confusión inundó mis pensamientos. Me asomé a la ventana para observar la oscuridad de la noche. Pensaba en las imperiosas palabras del párroco, pero no podía evitar sentirme atraído por semejante lugar. ¿Y si mi vida corría verdaderamente peligro?, ¿acaso no era joven y fuerte? Aquella noche recé de nuevo intensamente.

Estaba decidido a regresar, pero esta vez iría protegido. Para ello me introduje en un bolsillo una pequeña navaja afilada que guardaba en un cajón de mi cómoda y en el otro un pequeño rosario con un crucifijo de plata que usaba a diario para las liturgias. Así podría atacar al demonio y, a la vez, protegerme por si intentaba acecharme.

Volví a hacer el mismo recorrido que la anterior noche para apoderarme de las llaves del padre Giuliano, cerciorándome antes de que nadie me oyera salir de la sacristía.

Una vez fuera, y tras cerrar la puerta lo más despacio que pude, sentí aún más nervios que la noche anterior. Esta vez, me di cuenta de que la luna frecuentemente iba apareciendo y desapareciendo tras las nubes, con lo que la visibilidad era aún menor. Me dirigí cautelosamente al callejón, había una sospechosa tranquilidad. Poco a poco fui avanzando por la oscuridad con algún sobresalto a causa de algún gato que, merodeando por la suciedad, me hacía detener mi marcha.

La callejuela parecía un oscuro pasillo, un camino tenebroso sin final. Prácticamente durante el trayecto estuve agarrado a mi pequeña navaja por temor al demonio. Gotas de sudor me recorrían el rostro y empapaban sin remedio el cuello de mi camisa. Sentía angustia, metí la mano nerviosamente en el bolsillo donde descansaba mi rosario, cerré los ojos y empecé a rezar.

De repente sentí algo, abrí los ojos… Una luz rojiza parecía vislumbrarse allá a lo lejos. Tragué saliva y aminoré mi marcha. De nuevo cerré los ojos, sí, aquel olor indescriptible inundó mi nariz de nuevo. Continué, casi hipnotizado, calle abajo, la luz roja empezó a crecer y comencé a oír voces, palabras, todo mezclado al unísono. Pensé por unos instantes que se trataba de la morada del demonio de la que tanto se hablaba.

El aroma era cada vez más intenso. Seguí avanzando con la navaja en la mano, esta vez algo más seguro de mí. No pude ver ningún demonio, pero a la izquierda de la callejuela pude divisar de dónde salía aquel resplandor rojizo. Me acerqué un poco más y ya podía escuchar más claramente las voces. Me agaché un poco y tanteé el muro. El olor era muy persistente, abierto, como si el olor de un millón de flores, maderas y ámbar inundara mi nariz. Había una ventana de un extraño vidrio de color rojo justo a mi lado y un poco más adelante, una puerta de madera entreabierta profusamente adornada. Sin saber por qué volví a tener miedo y pensé que aquellas sensaciones bien podían ser alguna estratagema del demonio para atraerme ante él y así poder devorarme.

De nuevo me puse tenso y fui asomándome con suma cautela a la ventana. Fui observando que la luz salía de dentro de aquella casa.

Me asomé y no pude creer lo que estaba viendo. Mis ojos se abrieron de par en par. De repente la puerta se abrió despacio, una luz blanca fue descubriendo mi cuerpo, que permanecía agazapado bajo la ventana. Me quedé paralizado y ningún músculo reaccionó. Una joven de largos cabellos, con mirada de extrañeza, no se percató de mi presencia y cerró la puerta tras de sí.

Al cabo de unos segundos no sabía qué hacer, no sabía si correr a la sacristía de nuevo o quedarme allí asustado. Cogí una bocanada de aire, me incorporé de nuevo y, esta vez de pie, seguí mirando por la ventana discretamente para no ser descubierto.

Había gente. Observé varios caballeros sentados alrededor de una mesa fumando tabaco con copas de vidrio transparente en sus manos. Sus ropas eran inusuales, sumamente adornadas, como de otro tiempo. Parecían hablar muy sonrientes, como complacidos por estar en aquel lugar. Bajo la chimenea, algunas mujeres hablaban y reían a carcajadas igualmente con copas llenas de brebajes en la mano. En la parroquia no se nos permitía reír de aquella forma desdeñosa y grosera, pues mis maestros me enseñaron que Jesucristo no reía, ya que el dolor del mundo y el pecado de los hombres era tan abundante y peligroso que no cabía alegría ni dicha alguna.

El maestro Doménico habló sobre la risa y se encaminaba a demostrar que la sonrisa fútil y vacía solo podía ser obra de Satanás: «Pues entended, hermanos, que el humor que profesan a diario los comediantes de los teatros y ferias que proliferan en Nápoles solo se dirigen a distraer a los hombres haciéndoles tomar como alegría aquello que en su fondo no lo es. Huid de la risa inútil, pues es el Diablo el que la insufla, escapad de lugares donde todos ríen, pues la risa desenfrenada lleva lágrimas en su acto cuando es intensa, y son esas lágrimas el llanto que el alma profesa. La risa, hijos míos, ofende a nuestro Dios».