Buch lesen: «La rotación de las cosas»

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Victoriano, Raúl Ariel

La rotación de las cosas / Raúl Ariel Victoriano. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-1012-9

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Ilustración de portada: Edgardo Rosales

Corrección: Claudia Mosovich

Raúl Ariel Victoriano

Buenos Aires, Argentina.

http://hastaqueelesplendorsemarchite.blogspot.com.ar/ betweenbrackets293@gmail.com

A Liliana, hasta que el esplendor se marchite.

LA ROTACIÓN

DE LAS COSAS

La biblioteca tiene pasillos en forma de laberinto y estanterías de dos pisos con escaleras corredizas en ambos niveles. El claustro universitario me ha nombrado encargado de este ámbito de silencios y memoria y aún luego de quince años conservo esta ocupación. Cuando era más joven me sentí capaz de leer todos los libros dispuestos al alcance de mi brazo, y lo intenté, pero con el tiempo advertí la imposibilidad de esa tarea infinita. De todas maneras, lo sigo haciendo, aunque con adecuada prudencia. Los menesteres administrativos pasan por las manos del empleado y eso es un alivio enorme. Mis horas transcurren entre la lectura y la escritura, sentado en este despacho acogedor, en el cual me abandono a la libertad de mi imaginación, espiando, abriendo y cerrando las puertas de mis mundos interiores.

Todos los días hábiles me instalo en esta oficina desde temprano. Recién por la noche me retiro a mi casa, la mayoría de las veces caminando, para escuchar el silencio amplio que descansa encima del río. Me agrada oír los ruidos de la calle; constatar el ágil movimiento de los pájaros en el aire, friolento o cálido según los caprichos del clima; verificar, en fin, la persistencia de los pliegues del atardecer, volcados en los hombros de los edificios, cuando cae la tarde.

Día tras día repito la rutina. La serena rotación de las cosas de mi vida solitaria marca la falta de derrotero de mi espíritu taciturno. Este espacio de acumulación de estantes mudos, en cierto aspecto, es un entorno cómodo a mi ánimo. Me aleja de la exposición a los sobresaltos. Mi existencia siempre ha estado exenta del claroscuro dramático de la emoción. Aunque no he experimentado la vehemencia de las pasiones, sé por experiencias ajenas de mi incapacidad de acceder a la euforia desmedida, a la alegría, a la iracundia, o a esa condición del alma tan confusa para mí a la cual suelen denominar enamoramiento. Todo arrebato de ese tipo me causaría vértigo, prefiero las melodías suaves y los universos grises. Ya de niño he huido, por temor a la cercanía, de los bordes peligrosos de la totalidad, en especial de la locura y la posibilidad de la muerte.

Y desde aquí observo el mundo. Puedo realizar la proeza de imaginar los tonos ocres de la vegetación del otoño. Me deleita pensar en el follaje del bosque cercano a la orilla del río sin estar allí. Me dejo llevar por el sopor hacia la contemplación interior de mi esencia. Me imagino pintor de prosa. Al modo de tal artista plástico, aprieto contra el lienzo el pincel cargado de óleo, para dar con los matices rojizos de las hojas marchitas. Como escritor de fraude intento describir en los textos, con mi mejor caligrafía, los troncos de los fresnos, los cerezos y las acacias.

Aunque las imágenes coloridas son incapaces de sortear la frontera de mi cabeza, se apresuran a salir por los dedos. Tomo la pluma del tintero de plata y deslizo el trazo rasgando el papel, eslabonando palabras. En ocasiones logro alguna frase de apariencia acertada y me demoro en ella con intención de mejorarla. A veces se diluye en la indefinición de una mancha de acuarela, a veces toma músculo como una tormenta.

Así puedo, además, oír el rumor de las nutrias entre los juncos o el chapoteo del agua en los pantanos de las islas. Me alcanza con desenvolver los celofanes de aire de los recuerdos de mi niñez en el Delta. Y ahí el remolino de ideas se detiene. El lenguaje escrito aguarda en mi doble penumbra: la de esta sala mal iluminada, abarrotada de libros secretos; la de mi alma perezosa, explorando el sendero de párrafos, en esta extraña tarea de componer los olvidos de la memoria, para volcarlos a la hoja en blanco que tengo delante de mí.

Y nada más. Solo eso me conforma. Mantiene el sano equilibrio de mis cuidadas emociones y la paz a salvo dentro de mi espíritu.

Ayer, ha llegado una joven estudiante de la facultad. Al empleado le han ofrecido otro trabajo mejor pago y lo he felicitado por ello. Le he pedido que, por favor, antes de dejar el cargo, ponga a la mujer al tanto de las tareas y lo ha hecho de buen modo. Luego he tenido una charla con ella en mi oficina.

Fue una conversación breve. Cuando ella cerró la puerta (con la delicadeza adecuada a unos dedos femeninos), me quedé pensando en la sonrisa que me había concedido al salir. No sabría explicar el motivo de mi reflexión. Tal vez se disparó por la combinación de dicha sonrisa con el novedoso aroma a magnolias que, de pronto, flotaba apenas por encima de los lomos de los libros. Se había anulado, solo con su visita, el olor molesto de la mancha de humedad en la pared.

Lo cierto es que no puedo determinar la causa por la cual ahora, en mi cuarto, al apagar la luz, me cuesta transitar el recorrido hasta el sueño. Me enredo en pensamientos raros y a veces, al despertar, tengo la grata sensación de haber soñado en colores, o de haber escuchado música. No sabría precisarlo con exactitud.

Y eso me inquieta, nunca me había pasado.

Por la mañana, frente al espejo, con la taza de té a medio beber, descubro en mis propios ojos una curiosa claridad como de júbilo, la espalda menos corva y el rostro despejado. Lo que queda ahora es, simplemente, seguir este cautivante impulso de ir en busca del aroma intenso de magnolias, en la serena rotación de las cosas de mi vida solitaria.

EL GOFIO

Si hay algo que no se puede negar es que al Gofio Jiménez le conocí todas las virtudes y miserias. Los dos arrancamos con la venta ambulante en los trenes del Roca, él con alfajores y yo con cortaúñas. Cuando grita ofreciendo la mercadería el cuello se le pone rojo y su voz taladra los oídos de los pasajeros. Vende muy rápido y a la tarde se va a entrenar al Ferroviario, el gimnasio que se encuentra debajo del andén 14 en el subsuelo de la estación Constitución.

Es un tipo robusto como una locomotora y alto como un poste de señales. Tiene un físico para medio-pesado y la trompada de un martinete. Cuando entrena me avisa. Yo llego puntual al hall central de la estación, busco la puerta, bajo la escalera y lo observo. Después vamos a tomar algo. Tiene futuro, lástima que sea tan flojo con las mujeres.

Aunque nunca dejamos los trenes él asciende en la categoría y yo me dedico al cirujeo del plástico. Con mi habilidad para la mecánica, en el fondo de mi casa, me armo un pequeño taller para fabricar mascotas en miniatura. Me meto de lleno en la robótica y empiezo a hacer perros y gatos idénticos a los reales. Quienes más me los compran son las ancianas. Llegan a quererlos como a animalitos reales y hasta los sepultan en cementerios privados si se les estropean las baterías. Los lloran y todo.

El Gofio está remetido con una mina que lo vuelve loco. Josefina es una chica muy linda, pero le saca toda la guita. Ella tiene un antojo, él se lo compra; ella se encandila con una pilcha, él pone la plata. Y así hasta que lo deja sin un centavo. La pobre es asmática y por lo tanto no puede tener mascotas. A pesar de eso, hace un año se le ocurre adoptar un caniche que desprende mucho pelo y casi no cuenta el cuento. Le salvan la vida en la terapia intensiva del Hospital de Agudos.

Después de ese trance es cuando Jiménez se interesa en lo que yo hago.

Un día toca el timbre de mi casa y me dice que necesita hablar conmigo. Entra al taller como si fuese el dueño, no como si estuviera de visita. Husmea por aquí y por allá.

—Estás mirando mucho —le digo para que largue el rollo.

Se hace el distraído y me pregunta si no hago gatos.

—Claro que hago —respondo señalando el rincón.

—No... así no, más chico que ese.

—Ese es el más chico que tengo y no lo manosees mucho porque está vendido.

Entonces se da vuelta y me toma de la camisa con la mano: parece una bolsa llena de bulones. Se agacha y el aliento de sus palabras me golpea en la cara.

—Que tenga la fuerza de un gorila —murmura gruñendo— y el tamaño de un siamés, ¿me explico?, y además tiene que ser capaz de masticarse a un hombre, comérselo y hacerlo desaparecer.

—Y... ¿para qué querés un monstruo así? —pregunto.

—Es cosa mía, vos decime cuánto cuesta —insiste.

—Lo tengo que pensar —digo.

Pero él no se rinde.

—Cuando vendemos en el tren no pensás tanto —me dice ofendido—, aquí tenés la plata para empezar. Si necesitás más, llamame.

Y se va dejando la puerta abierta.

Tres semanas trabajo en la mascota. Me cuesta bastante lograr la resistencia adecuada de las articulaciones para satisfacer la pretensión del Gofio. Al otro día lo llamo. Viene enseguida y al entrar lo paro en seco.

—Antes que nada, decime... ¿para qué lo querés? —le pregunto.

—Quiero que cuide a Josefina y, si tiene algún amante, que lo triture por completo —me responde.

Está celoso. Pronuncia las erres masticándolas. La lengua y los dientes parecen engranajes para aplastar chatarra de hierro. Le explico cómo funciona el gatito. Hago la demostración con un muñeco de trapo grande como una persona, con lo cual se convence y queda satisfecho cuando ve que los zapatos desaparecen entre las mandíbulas.

Le advierto:

—Si le das a la perilla para acá se pone mansito y si la girás demasiado para allá puede dar vuelta a un elefante.

A la semana me entero por los diarios que el modisto de Josefina desaparece.

Temo lo peor.

Voy a ver a Jiménez al Ferroviario y me cuenta todo. La mascota no falló y él está desconsolado por la infidelidad de su novia. También está muy deprimido por el daño emocional, la familia del tipo quedó destruida. Eso lo afecta mucho, en el fondo, el Gofio tiene un corazón sensible.

Por eso al mes siguiente pierde el título argentino medio-pesado con un chaqueño alto y huesudo. En otras circunstancias, sin duda, Jiménez lo acuesta a dormir la siesta en el primer round. Sin embargo, el flaco, que no resultó ninguna marioneta, lo tira tres veces y lo castiga duro durante los diez asaltos. Cuando termina la pelea, al Gofio lo llevan a la clínica en camilla, pasa a la guardia en coma y termina en la morgue.

Así como lo cuento.

No quiero ir al velorio para que nadie me vea lagrimear. Ahora me doy cuenta de cuánto lo quise al Gofio. Voy a extrañar su prestancia para la venta arriba de los vagones del ferrocarril, la mejor etapa de nuestras vidas.

Empiezo a desvelarme, a tener insomnio. Me pregunto por qué me puse a inventar mascotas y no otra cosa, algo como fuegos artificiales, o trenes para ferromodelismo, como los del ramal Roca... pero en chiquito.

LÁGRIMAS AZULES

La carreta llega al pueblo rodando un paso hoy y otro mañana...

En verano, la arboleda se borra entre las hojas amarillas...

y en invierno, el río crece y se lleva el puente.

MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS,

Leyendas de Guatemala

Lupe cerró los párpados y dejó que las yemas de sus dedos acariciaran el instrumento.

Pulsó las cuerdas una a una para afinar el violonchelo con la voluta del mástil apoyada en la mejilla. Sintió la vibración de la caja de música dentro del cuerpo. Infló los pulmones y le pareció que ella misma se elevaba en el aire. Deslizó el arco en una curva horizontal y ajustó una clavija. Probó de nuevo. La afinación fue perfecta.

Miró hacia la ventana y, a través del vidrio, no vio los signos escritos del pentagrama. No estaban allá, sobre la nítida esfera de ceniza de la luna llena. De todos modos, la partitura estaba tan clara en su cabeza como el lenguaje celestial de las constelaciones nadando por encima de las montañas. Contempló al chico aquel, de pie al lado de la entrada, en el extremo del salón iluminado por la lámpara de once mil velas. Pensó que si estuviese cerca de él podría olfatear su aroma a tabaco rubio. Tenía los hombros fuertes, el mentón recio y una expresión infantil.

Lupe arrugó la frente y alzó las cejas. La claraboya cimbró con el empujón de una ráfaga de viento. En la lejanía, un lienzo tejido con hilos de plata frotó con suavidad el lomo de los cerros. El rumor de los géneros provenía del telar de Ixchel, la diosa maya del amor y la luna. La divinidad de los cielos desplegó las alas de su presencia y colocó unas palabras secretas, en forma de aretes de humo, alrededor del oído de Lupe.

—No te enamores, Lupita... el amor duele —dijo la voz.

La austera orquesta comenzó con los primeros compases. Lupe quitó la transpiración de su mano izquierda con un pequeño pañuelo y lo dejó a un costado. Se concentró en el ritmo y movió el codo en el momento exacto. Detuvo los pensamientos para olvidar la imagen del joven y estiró los dedos encontrando la exactitud de los tonos agudos. Hizo un descanso mientras los demás músicos avanzaban en la obertura. Espió de reojo las hojas apoyadas en el atril y avanzó frotando el arco lejos del puente. La tapa de abeto del instrumento tembló entre sus piernas como un amante.

El alma de Lupe imaginó —bajo la mirada intensa de la figura masculina que la contemplaba— un abrazo fuerte pero tierno. Al llamado de las corcheas agitó las manos en una urgencia de ternura a lo largo de los contornos de su oído.

A medida que tocaba la melodía suave se le ruborizaban más y más los pómulos. Sintió vergüenza y se le ocurrió una mentira: «Muchacho dulce que no me quitas los ojos de encima, no dejaré que te atrevas a romperme el corazón». Sacudió la cabeza en un acorde brillante y su cabellera larga le disimuló el rostro. El chico no pudo ver los labios de Lupe bebiéndose las notas musicales, aunque sí las uñas delicadas pellizcando, debido al calor, el escote de su vestido de fiesta.

Afuera y en lo alto, las espumosas telas de Ixchel acariciaron la espalda de los cerros. Las cuatro tonalidades cósmicas del universo maya —blanco, amarillo, rojo y negro— apartaron el velo del firmamento nocturno como si fuese a amanecer en un rato. La diosa, la gran mujer Arcoiris, envió su murmullo mágico rodando hacia abajo por la ladera, atravesó los bosques y se metió adentro de las armonías del concierto oliendo a limones:

—Lupita... el amor al principio es tibio... acaricia el maíz en los campos de sol... luego escupe ira en sus tormentas grises... ¿No lo sabes?... Revuelve mares y tierras por debajo del trópico de Cáncer —sentenció la voz.

La humilde orquesta llegó a la culminación de la gala con un rosario de campanitas sobre el teclado del piano y, después, un pleno de vientos infló el recinto. Parecía una carpa a punto de remontar vuelo.

Él, seguramente, la debió haber mirado con los ojos del alma. Quitó la vista de la chica del violonchelo al final, cuando los últimos aplausos ya habían caído en la sencilla alfombra del piso. Ajustó el nudo de la corbata, se acomodó un mechón rebelde de pelo, tiró hacia arriba de las solapas del saco y escoltó a prudente distancia la salida de los concertistas.

La sala se fue vaciando de voces y pasos, de picoteo de tacos y roce de suelas. Todos abandonaron la velada.

Ella salió al patio a tomar aire y él fue quien habló primero. Lupe reconoció en la voz cierta semejanza con la atmósfera de su niñez. Olía a perfumes de habanos y ron, vainilla y canela, los mismos que despedían las ropas de su abuelo cuando le contaba las fascinantes andanzas de los marineros cubanos. Ella aceptó la conversación con naturalidad. Y aunque se guardó de hacer comentario alguno acerca de los aromas ocultos en aquel pensamiento fugaz, ambos no dejaron de contarse historias hasta que la noche se puso vieja.

Y así, las fragancias nocturnas de la oscuridad se fueron apagando. Un tenue resplandor aguardaba agazapado adelantándose a la aurora. Las estrellas viraron de color, prefirieron la transparencia del ópalo. La luna, como una goleta moribunda, se hundió detrás de las montañas.

Nacía tímida en su plenitud la claridad del alba.

Ella y el muchacho estaban sentados en un banco de granito. Bajo el follaje cargado de racimos amarillos de un guachipilín esbelto comenzaron a oír el quejido del kukul en el fondo de la selva. A ella, el brillo de la sonrisa le dilataba las pupilas. El corazón de Lupe —pájaro ardiente por tanto frenesí de coqueterías y galanteos—, preso de pasión dentro del cautiverio de sus costillas, estaba casi a punto de recuperar sus palpitaciones cuando el chico le dio el beso.

Salieron tomados de la mano —ella con su chelo enfundado a la espalda— y se separaron luego camino a sus hogares. Ella rumbo al norte y él buscando el sur, cada uno a su vivienda en los extremos de Alotenango. Lupe caminó como en el aire por las calles del pueblo aún dormido en la quebrada de los bananos. Miró hacia un lado y vio el pico del volcán de Agua, oculto tras las nubes blancas. Y por el opuesto, a través de la diafanidad de los vientos, la ladera verde y la cumbre de rocas peladas del volcán de Fuego. Al ritmo de su calzado ligero trepidaba la ilusión de su primer amor. De tan grande, la respiración de su espíritu pudo abarcar la amplitud vegetal, de costa a costa, del océano Pacífico al mar Caribe.

Pero al otro día el mundo se volvió loco de miedo. La peste ya dominaba el siglo. Las noches y los días se alargaron en una reclusión interminable. La gente moría en mayor cantidad y no alcanzaban los ataúdes ni los cementerios. El cinturón de hierro del aislamiento dispuesto por las autoridades obligó a Lupe a quedarse en su casa y al muchacho del aroma a tabaco rubio en la suya. En la penumbra de su cuarto ella frotó las cuerdas de su violonchelo y el susurro de Ixchel se manifestó de nuevo:

—Lupita... el amor duele —repitió.

A Lupe le gustaba la soledad, aunque odiaba el encierro. Enfundó con disgusto el instrumento, se lo echó sobre la espalda y salió por la puerta trasera. Cuando ya había atravesado el huerto oyó el pedido de su madre.

—Niña, no te tardes —dijo la mujer secándose las manos en el delantal.

Lupe le dijo que volvería pronto y se perdió por el sendero de los almendros bajando por la barranca. No había atravesado ninguna alambrada, el bosque completo era parte de su casa, sus sandalias eran dueñas del monte. Sus pasos la condujeron al oeste, por el valle, rodeando las caderas de los volcanes. Desde el pueblo, moderado por la espesura del follaje, llegaba el ladrido de algún perro. En medio de la cordillera desordenada por capricho de la naturaleza la selva se hizo tupida. La queja del kukul rebotó en los troncos de los pinos. Lupe buscó sin saberlo, a lo largo de la caminata, el perfume del muchacho de los hombros fuertes en el contorno de los árboles. Tal vez por allí estuviese el chico que la había mirado de ese modo tan dulce en el salón iluminado por la lámpara de once mil velas durante todo el concierto. Al no encontrarlo se vio hostigada por el flagelo de la angustia.

Abrió los brazos.

Quiso volar hacia el sur esquivando los techos de zinc.

Pero no pudo.

Entonces un hechizo desprendió la extensa fila de botones, desde el canesú hasta el ruedo. Veinte círculos de carey oscuro rodaron por el suelo liso por donde no había crecido la hierba. Huyeron, se diría, por los senderos de la espesura hasta esconderse en el silencio. El vestido celeste de falda larga se descalzó de las clavículas, tocó los codos, bajó por las caderas y se amontonó alrededor de los pies descalzos. Más que un arrullo de sedas se oyó un golpe blando en el parche hueco de la tierra.

Lupe quedó desnuda por arriba y por debajo de su cintura.

Ya sin el vestido, no quedaba nada por quitar, ni siquiera tenía ropa interior. Pero el momento de pureza estuvo a la altura del decoro. Si hubo ojos, no vieron nada, cegados por las espinas de los izotes del monte; si hubo oídos, no escucharon nada, por el escándalo de los chirivines en los nidos; la timidez y el rubor no deambulaban esta tarde por aquí. Los hilos de sol, tamizados por la melena cerrada de las hojas, solo pintaron pecas lánguidas, cambiando de tamaño y posición, encima de la piel tersa de la novedosa estatua del bosque.

Lupe, como una poseída, se abrazó al tronco del roble. Lo apretó contra su pómulo y, además, lo encerró entre sus muslos acercando la corteza al calor de su vientre. Las cáscaras marrones rasparon geometrías extrañas, de líneas rosadas, en las encarnaduras de sus partes blandas. Pero no le importó.

En su mente disparatada se preguntó cuántas veces había besado a un chico y la rápida asociación aritmética —descartando los besos en las mejillas— dio como resultado el número uno. El cálculo de los asuntos de la pasión le inflamó las sienes de alegría: uno era muchísimo mayor que cero. Entonces, su ánimo se aventuró, aunque fugazmente, en una rudimentaria especulación sin respuesta en los ámbitos de la física: ¿qué peso y qué dimensiones tendría ese primer beso? Ese tan especial, el único de aquella mañana inolvidable.

Rememoró la escena de la madrugada del concierto:

Recién ascendía la claridad a las nubes. El sol, una rabiosa flor amarilla, fruncía la frente de Lupe. Quitó los mechones de brisa que caían sobre su cara y permitió al muchacho, de dedos rugosos, aquietar las oscilaciones de sus mejillas. Accedió con fruición al abrazo y un chorro de sangre fluyó hacia sus extremidades. Las puntas de sus senos —dos botones de pan cobrizo— ardieron debajo de su blusa. Se ofreció con audacia y arqueó su brazo delgado por detrás del cuello grueso. Un par de brazos fornidos la dejaron sin respiración. Cuatro labios se empaparon en la humedad de los alientos. Lupe abrió la boca cuidándose de no morder, solo para recibir las delicias de la serpiente viril que se introducía en su paladar. Tres... cinco... ¿o tal vez siete? fueron las contracciones de los labios antes de separarse. Luego el silencio le subió los párpados. Se sintió liviana como una bolsa de suspiros y pensó en morirse en ese instante y para siempre.

Al regresar del recuerdo se rompió el hechizo.

Todavía le palpitaban las venas.

Pasaron segundos, minutos, horas, quizás siglos. Una pareja de arrendajos aferrados a la rama de un cedro, trinando a la orilla del arroyo, le quitó toda ensoñación a la magia. Un plof en su cerebro la devolvió a la realidad, y ahí quedó, nuevamente parada y con el vestido puesto.

Lupe se sentó en un tocón, apretó la caja del violonchelo y deslizó el arco tocando una melodía triste.

Al sur del pueblo el muchacho de mentón recio sonrió al escuchar el sonido lejano del instrumento. Con expresión infantil alzó la vista al norte asomado a la ventana, vaya a saber —a juzgar por la expresión ingenua— si no estaría atribuyendo a la vibración suspendida en el aire la intensa vocación por la música de la joven que le había provocado un vacío en el alma desde la noche del concierto.

Los pájaros callaron y dejaron la calma quieta a disposición de Ixchel. Aunque Lupe no soltó un sollozo, la divina esposa del señor del Ojo del Sol llenó su gran cántaro de lágrimas. La mujer Arcoiris las volcó por completo en forma de lluvia copiosa de color azul —el de la pena de amor— asombrando a los habitantes de Alotenango.

El cielo se puso añil.

El particular diluvio se expandió por fuera de la quebrada, detrás de los volcanes, por todos los territorios guatemaltecos, para dejar plasmado a modo de leyenda el testimonio de la tristeza de Lupe, quien nunca más regresó a la casa de su madre.

Las lluvias cesaron al mes siguiente.

Para algunos el espíritu de Lupe se ha vuelto transparente en una metamorfosis poética. Vagabundea por las selvas de las laderas de las montañas con su violonchelo a cuestas. Para otros se hace oír en adagios melancólicos elevados a los astros, enredada en la cabellera de las encinas, cuando el viento presagia tormenta. Y hay quienes aseguran que la anciana Ixchel ha sido quien la ha llevado consigo, bajo su protección, al inframundo del volcán de Fuego, deslumbrada por la fortaleza de la joven que no llora su pena de amor, aunque la conserva viva en el recuerdo.

Lo cierto es que tras un año de sequía hubo un temblor. Y otro y otro. Pero jamás llegó al pueblo, no derribó viviendas, no formó grietas en los pavimentos, no mató gente ni animales. Solo sacudió la cuesta de los volcanes y el monte.

Al ocurrir esto, se derribaron los frutos de los árboles con los empujones. Los zapotes, frutos ovales y carnosos, se estrellaron contra el suelo y se rompieron. La pulpa roja se deshizo y los trozos se volcaron en la orilla del arroyo. Cayeron en la corriente líquida y esta se tiñó de rojo. Este chorrillo serpenteó entre las piedras y, a los tropezones, derramó su jugo en el valle. El agua que bajó de las cumbres, en el pedregullo del cauce, rescató del pasado los pedazos del corazón fogoso de Lupita.

A quien no se le conoció destino es al muchacho del mentón recio. No se lo volvió a ver desde aquella madrugada, cuando cesó la lluvia en Alotenango, luego de la desaparición de los demonios de la peste.

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