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Letrame Editorial.

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© Ramiro de Dios Solorio Cortés

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-673-4

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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A Dios le pedí tiempo de aislamiento para poder escribir; quién diría que lo otorgaría multiplicado por 7 795 000 000

ñ

Hhhmmhhh, puto resorte de mierda, maldito seas; hhmmhhh, maldita pobreza, 5 años sin poder comprar un puto colchón decente; hhmmhhh, ¡qué extraño!, no lo siento, mucho tiempo con este condenado resorte; ¡qué cómodo!, espero ya haberme acostumbrado…

7 a. m.

Abre los ojos, el fresco de la mañana llega, el sol apenas se asoma.

—¡Qué frío hace!, ¿por qué hace tanto frío?

Al despertar, lo primero que ve es el techo, un techo con una especie de estampado en tonos azules.

—No recuerdo ese ventilador.

Después de unos instantes observando el ventilador girar, ha decidido levantar el tronco de su cuerpo de la cama.

—¡Qué raro!, ¿por qué estoy en el lado derecho?

Al voltear, ve a una mujer dormida, desconocida, trata de hacer un esfuerzo por recordarla; no lo logra, en medio de la confusión abandona la cama, observa el cuarto y, sobre todo, a la mujer dormida. Sigue preguntándose quién es ella y dónde está, continuado de la pregunta que habría de paralizarlo: «¿Quién soy yo?». Más de diez minutos han pasado desde que ha despertado y las incógnitas siguen sofocándolo, al punto que no ha sabido reaccionar; instintivamente mueve a la mujer en busca de respuestas o, por lo menos, de acompañamiento; la mujer duerme, ni se inmuta, la mueve una vez más; nada, con cierta brusquedad la mueve de un lado a otro de la cama; su éxito es nulo, la mujer se ve viva, apenas respirando, pero viva. «¿Estará drogada o algo por el estilo?», se pregunta. Entre su respiración honda y brava, a comparación de la tenue y armónica respiración de la mujer, se da cuenta de que es muy bella.

—Desearía que despertara para ver sus ojos.

Rostro blanco pálido con un toque muy sutil de pecas, apenas menos blancas que su cara, cejas negras muy tupidas pero con forma impecable.

—Seguro que se depila las cejas muy seguido.

Una cabellera larga y negra, muy negra; a decir verdad, es de esos negros que se sienten profundos, densos, que te llaman; labios delgados, rosados, no tanto, acaramelados. Una cara hermosa, sin duda.

—Desearía ver sus ojos, unos ojos castaños serían perfectos para la delicadez de su cara.

Dejando el embobamiento, decide dirigirse a la puerta del cuarto, para salir en busca de respuestas. La puerta estaba con seguro, no era el momento de salir. Había dos ventanas en el cuarto, se asoma; sin duda, se veían como ventanas, pero no había nada del otro lado, solo vidrio y la percepción de profundidad, como si hubiese más allá, pero sin haberlo. Lo único que ve es una densidad grisácea; no obstante, el cuarto estaba iluminado tal y como si estuviese amaneciendo del otro lado.

—¡Qué extraño!

En el cuarto también había un baño, la puerta ya estaba abierta, por eso no fue directamente a intentar con ella. El baño como cualquier otro; una taza, la ducha, un tocador, un espejo.

—¿Espejo? ¿Ese soy yo? ¡Qué viejo me veo!

Se toca el rostro, las entradas sin pelo de su cráneo, ve sus canas, eran pocas, pero al final eran canas, una nariz un poco respingada, ojos color verde, un verde muy vivo, dentadura bien formada, nada catastrófico, alguna que otra arruga asomándose al costado de sus ojos, ojeras notables.

—Quien quiera que sea, trabajo demasiado, necesito un descanso.

El hombre pasa tanto tiempo viéndose al espejo que, si no supiésemos que se estaba conociendo, le tacharíamos de narcisista. Comienza a buscar en los cajones del tocador; pasta de dientes, perfume, cremas, productos, más productos, nada fuera de lo común. Sale del baño y rebusca en lo que había dentro del cuarto. Un ropero, un buró, una televisión, la alfombra y la cama; una habitación común y corriente. En el ropero encuentra ropa que bien podría ser suya y de la mujer que permanecía dormida. La televisión no enciende. En los cajones del buró, ropa íntima, más productos seguramente propiedad de la mujer, un poco de dinero, alhajas y un arma.

—¿Quién tendría una pistola y para qué? —se cuestionó el hombre dándole poca importancia.

Prosigue a inspeccionar lo que estaba a la vista, fuera de cajones, lo simplemente sobrepuesto en el buró; un anillo.

—Parece de matrimonio.

Una foto, en ella se ven cinco personas y un perro, su imagen y la de la mujer se ven claras, los otros tres están borrosos; una niña, la otra silueta perteneciente a la de un joven y, por último, lo que podría ser un bebé o simplemente un bulto irreconocible en brazos de la mujer. Cara y cuerpo difuminados, todos abrazados, sin imagen clara del resto.

—El perro se ve bien, está lindo, es un Ruski Esmalon, lo sé.

El resto de objetos postrados en el mueble no ayudaron a resolver el misterio, eran solo más objetos normales propios de la vida cotidiana de alguien normal. Se detiene a ver el anillo una vez más, se da cuenta de que por dentro tenía la inscripción «M&R», decide darle uso; justo antes de poner el anillo en su dedo, se percata de que ya tenía la forma perfecta para él; una pequeña hendidura, causa del constante uso, se marcaba en su dedo; se lo prueba, a la mano le resulta familiar la sensación, no había duda, el anillo era suyo. Inmediatamente fue a revisar a la mujer, en una mano nada, en la otra ¡un anillo! Los diseños se parecían, es más, eran pareja, mismo tallado, mismo patrón en los detalles, decide quitárselo de la mano, «M&R», decía lo mismo.

—Es irremediable, estoy casado.

Pone el anillo ajeno de vuelta en su lugar, se da la vuelta y se sienta en la orilla de la cama a espaldas de su mujer. Se agobia, la pesadez de la incertidumbre le azota, las constantes comenzaron, ¿quién era?, ¿qué hacía ahí?, ¿por qué le casaron sin su consentimiento? El día empezaba y las confusiones iban a la par; los misterios del ser le inhibirían la paz. Suspira, trata de darse fuerzas para estar a la altura; ignoraba los preparativos, tal vez debió suspirar más. La mujer lo abraza por la espalda.

—Buenos días, mi amor —le dijo al oído.

8 a. m.

Salta inmediatamente de la cama; al voltear, la mujer comienza a gritar mientras le pregunta quién era.

—No lo sé, ¿quién eres tú? —respondió el hombre.

La mujer deja caer un grito por la confusión, mira hacia abajo, su cabeza le duele, todo le da vueltas, la sensación de querer llorar solo se vio superada por la incógnita y la desesperación de la duda que no permite que saliera más que una lágrima; una sola lágrima basta para que busque respuestas. Voltea a ver al hombre y le pregunta dónde están.

—No lo sé, desperté hace una hora al igual que tú, sin respuestas, de momento sé lo mismo que sabes tú —dijo el hombre.

El hombre sabía que no era momento de confesarle su aparente amor. La mujer vuelve a mirar hacia abajo, se adentra a la perplejidad. Mientras la mujer pasaba por el mismo proceso de análisis del lugar en donde estaba, el hombre nota la tonalidad de sus ojos; eran grises, grises verdosos, se decepciona. «Hubiese sido perfecto si fueran castaños, castaños serían hermosos», pensó.

—¿Quién soy? —se pregunta la mujer a sí misma en voz alta.

—No lo sé, ni siquiera sé quién soy yo —respondió el hombre ignorando que la pregunta no iba dirigida a él.

En absoluto silencio, la mujer se para de la cama y hace el mismo ritual que el hombre previamente, lo realiza a la inversa: va al buró, ve la foto, las demás cosas inútiles para el momento, pero tan útiles para la vida diaria, ignora la pistola, como si ya hubiese convivido con armas antes, ve sus ropas, se asoma por la ventana, ve la densidad gris, se dirige al baño, el espejo le llama, ahí se detiene, se observa. El hombre se sienta en la cama, la aprecia a través de la puerta abierta. «Es bellísima», pensó. Pasan los minutos y la mujer sigue inspeccionándose frente al espejo.

—¿No recuerdas nada? —preguntó el hombre.

—No, ni siquiera me recuerdo ser así, me refiero a físicamente, soy muy delgada, ¡qué hermosa soy! —respondió la mujer admirándose.

 

La mujer se sonríe frente al espejo, al salir del baño el hombre la intercede.

—¿Por qué me abrazaste y me dijiste mi amor si no recuerdas nada?

—No lo sé —respondió la mujer—. Lo sentí natural, seguía somnolienta cuando te vi sentado a mi lado y simplemente lo hice, me pareció normal, me pareció estar acostumbrada a eso —concluyó.

—Entonces, ¿me recuerdas? —insistió el hombre.

—No, juraría que jamás te he visto en mi vida, ¿tú me recuerdas?

—No —sentenció el hombre.

La habitación se mantiene callada. Los segundos se arrebataban, el reflejo de la realidad sale a brote, como a todos nos pasa, las horas del día transcurrirían con más velocidad que su duración verdadera; somos testigos de eso, de la verdad, la vida se va sin siquiera darnos cuenta que mucho de lo que vivimos es el silencio.

—Eres mi esposa.

—¿Qué?

—Mira tu dedo, ¿ves ese anillo?, yo tengo la pareja de ese, por dentro dice «M&R», supongo que somos tú y yo, solo quisiera saber quién es M y quién es R, sería un avance.

La mujer se quita el anillo, lo inspecciona, con cierta naturalidad se lo vuelve a poner y lo ignora; otro silencio.

—Si estamos casados, ¿por qué no nos conocemos? —preguntó la mujer siendo fiel a sus instintos de descubrimiento.

—No lo sé, creo que la mayor incógnita es por qué no nos conocemos a nosotros mismos.

—Tienes razón.

La mujer sopesa, el hombre la inspecciona, le sonríe, como proponiendo a través de mimetismos buscar juntos la solución.

—¿Quiénes son los de la foto? —interrogó la mujer.

—No lo sé —respondió el hombre.

La repetición constante de no saber podrá ser tediosa, desesperante para algunos, las limitantes de nuestra memoria nos hacen olvidar que así llegamos todos, sin saber; la pareja pronto sabrá.

—¿Tienes algún recuerdo antes de haber despertado? —cuestionó el hombre.

—No, estoy casi segura de que estaba soñando, pero no recuerdo absolutamente nada del sueño, ¿y tú?

—Estoy igual.

La mujer se acerca a la puerta para abrirla y salir, el hombre la interrumpe.

—Ya lo intenté, está cerrada.

La mujer, sin hacer caso, igual intenta abrirla; la puerta se abre.

9 a. m.

El hombre se ve fijamente con la mujer, la mujer extiende la mirada como diciendo que ella lo puede todo, el hombre le regresa una de asombro e ilusión de que detrás de la puerta pudiesen encontrar respuestas. Un temor inmediatamente invade su cuerpo, al punto tal de erizarle la piel; lo desconocido es conocido por darle miedo al ser humano. Se acerca a la puerta y a la mujer, juntos salen del cuarto. Fuera de la habitación, un pasillo largo que conduce a unas escaleras; en el pasillo se ven cuatro puertas, dos de cada lado; en las paredes más fotos, algunas de ellas con las siluetas borrosas ya antes vistas, una foto en particular sobresale, una foto de la boda, en la foto sus rostros se miran felices, se miran jóvenes, se observan; más difícil aún que ver sus rostros por primera vez fue el ver cómo esos mismos rostros se han ido opacando con el pasar del tiempo. Juntos intentan abrir las puertas, tres puertas estaban cerradas, una era un baño, en este, nada peculiar, si acaso el hombre nota que hay dos cepillos de dientes, uno normal y otro con diseño de caricatura; «No conozco esa caricatura, se ve aburrida», pensó el hombre; ignorándolo, vuelve con la mujer, se vuelven a mirar fijamente. Hasta este punto su rictus se ha basado en silencio, miradas e intriga; juntos bajan por las escaleras; antes de llegar a la planta baja, se escuchan unos ladridos.

—¡Es el perro, el de la foto! —dijo el hombre.

El adorable Ruski Esmalon se emociona al verlos, mueve su cola de un lado a otro en señal de alegría, el hombre lo abraza, juega con él, a la mujer parece más bien no importarle. Mientras la mujer sigue su camino por la casa, el hombre percibe que el perro tiene una placa.

—Ted, su nombre es Ted.

El hombre le da una última palmada al perro para acompañar a su esposa, quien ya se encontraba en la cocina.

—¿Algo nuevo? —preguntó.

La mujer pierde su vista en un dibujo anclado al refrigerador a través de un imán; en el dibujo, una familia, un sol brillante, el perro, pasto, un arcoíris, algo bellísimo para cualquier madre, pero para la mujer no significaba nada más que confusión; en el refrigerador también hay un calendario, marcaba el 2 de junio de 1984, más mezcolanza.

—Bueno, algo es algo, sabemos qué día es —dijo el hombre de forma irónica.

La mujer lo voltea a ver con cara de incredulidad falsa, el hombre le sonríe una vez más, la mujer lo ignora. En la cocina nada útil, de hecho, fuera del dibujo y el calendario, no hay nada, no se encontraban utensilios para cocinar, el refrigerador por dentro estaba vacío, la cocina tiene espaciadas alacenas repletas de aire; el desayuno no sería opción. Se pasaron a la sala de estar; un televisor que tampoco prendía, dos sofás que se contraponían, una mesita al medio con buena altura para subir los pies; de nuevo, nada útil, en el comedor que se encontraba a un lado, una mesa rectangular para seis, un frutero con frutas de cera, lo más cercano a comida que habrían de hallar, nada más que valga la pena mencionar. En toda la casa hay ventanas, todas tienen el mismo efecto grisáceo que las ventanas del cuarto, el sol ya se siente con más fuerza, la percepción dentro de la casa de que el sol ya estaba bien alto en el cielo era obvia, el frío disminuye considerablemente, el hombre encuentra cierta paz; pasan dos respiraciones hondas cuando la mujer propone salir de la casa.

—Seguro que está cerrada la puerta. —Garantizó el hombre de forma natural.

Se equivoca una vez más, la mujer abre la puerta principal; inmediatamente corre a su lado, el perro lo persigue ladrando, la mujer sale únicamente para encontrarse con un vecindario callado, una calle vacía, nada de gente a la vista; el hombre y Ted la alcanzaron, observaron su alrededor, no hay sol, se siente cómo quema, pero no hay rastro, solo un cielo gris. Después de unos momentos, van a casas distintas, uno a cada lado de la que era su casa, tocan las puertas con desesperación, nada, nadie contestaba, se asoman por las ventanas de las casas aledañas para ver su interior, mismo panorama grisáceo, como siempre; se nota profundidad, como si hubiese algo más allá, pero al final solo era un poco más de nada, ambos repiten el procedimiento en distintas casas; la mujer se desespera y comienza a correr calle abajo, después de dos cuadras ve al hombre que había dejado cuadras atrás tocando una puerta, de hecho, lo ve tocando la misma puerta, de la misma casa a la que tocaba instantes antes, voltea solo para ver de nuevo la que era su casa, o suponía ser, su color verde con detalles rojos de inmediato le resultan repugnantes, ignora todo y corre nuevamente, esta vez de forma horizontal a su casa; pasa lo mismo, después de dos cuadras encuentra a su marido, a su perro y a su casa. Lo intenta a la inversa, lo mismo, sigue así por unos minutos hasta que se rinde, se tira al suelo a llorar en medio de la calle. Durante todo el procedimiento el hombre la observa, elige las escaleras de la última casa que había llamado a la puerta, para ser la tribuna de donde mirar el espectáculo, no le hace falta recorrer las calles como ella para darse cuenta de lo que estaba pasando, él mismo se impresiona de su serenidad y de lo mucho que disfruta viendo a su mujer correr desesperadamente, incluso podría decirse que se excita al ver cómo sudaba de tanto correr. Decide terminar su deleite por cuenta propia y se para, va al lugar donde yace su esposa en llanto, la abraza, la reconforta, le dice al oído que todo estaría bien, que no hay de qué preocuparse, por el simple hecho de que no saben de qué tendrían que preocuparse; dentro de la locura la mujer encontró cordura y serenidad en lo que dijo el hombre. Poco ha pasado desde que el hombre despertó, aún traía consigo más del antes que del ahora, eran los momentos en que los resabios parecían no serlo. La mujer devuelve el abrazo, por primera vez, después del «Buenos días, mi amor», la mujer demuestra algún gesto afectuoso con el hombre, juntos se levantan y se van a casa, se sientan en el sofá, se abrazan, se quedan pensando, palpándose, abrumados por la inmensidad de la casa, simplemente sintiéndose chiquitos en aquel sofá. El timbre suena, alguien llamaba a la puerta.

10 a. m.

—Muy buenos días, mis amigos —dijo la visitante con un tono un tanto exagerado.

La pareja, ambos estupefactos, no sabe responder, ni uno utiliza el habla, si acaso la gesticulación de sorpresa temerosa. La visitante, mientras tanto, sigue con la sonrisa gigantesca en su rostro, la misma que preservó durante toda su visita. Tanto el hombre como la mujer se mantienen atónitos viéndola ahí, parada en la entrada de su casa, no saben qué les sorprendía más, si la aparición misteriosa de la visitante o la rareza propia de su aspecto. La mujer era blanca y a la vez negra, su rostro se partía justo a la mitad contrastando ambos colores, la piel del lado derecho de su cara era blanca, un blanco frío, casi brillante, mientras que la piel de su lado izquierdo era negra, un negro radiante, con el mismo fulgor que su contraparte, pero con la peculiaridad de una hermosa tez oscura. Ambos tonos, separados por un corte milimétrico, las proporciones del blanco y negro eran iguales, aunque al hombre le parece ver un poquito más de negro que de blanco. Los ojos de la mujer eran rasgados, del lado negro un ojo color azul con pequeñas manchas todavía más azules que parecían pequeños destellos, un ojo que daba la sensación que pudieses ver al otro lado; como las ventanas, pensó el hombre, transparente, pero sin serlo a la vez; del otro lado, un ojo negro, totalmente negro, no se podía distinguir otro color que no fuese negro, era un ojo que te capturaba, que te adentraba en la penumbra del mismo y que, sobre todo, te cautivaba; el pelo de la mujer era largo y chino, muy chino, de color amarillo blanquecino; labios gruesos, eso sí, gruesos de ambas partes, y con una vestimenta igual de peculiar que su aspecto, un vestido largo, con mangas largas y cuello de tortuga, cuello largo al final de cuentas, como si estuviese ocultando algo; el vestido era rayado, rayas rojas, azules y verdes, separadas solo por rayas aún más pequeñas de color blanco. Este es el aspecto de la visitante, el aspecto que deja sin palabras a nuestra pareja. El hombre extiende su mano en señal de saludo, sobre todo, para irrumpir con el silencio bochornoso y evidenciando su poca imaginación ante la situación; la mujer devuelve el saludo, el hombre nota las manos morenas de la visitante, un detalle que se nos había escapado; tiene manos gruesas con dedos cortos. «Son las manos de una artesana, sin duda», pensó el hombre.

—Disculpe, ¿quién es usted? —cuestionó el hombre.

—Ay, mi niño, a mí me conocen de muchas formas, todo depende, el nombre con el que me conozcas va a ser el nombre que tendré para ti de por vida, no hay marcha atrás —respondió la visitante con un tono dulce.

Increíblemente, la visitante no deja ir su sonrisa ni siquiera para contestar, ignoraba las reglas de la dicción.

—Entonces, ¿cómo te llamamos? —preguntó el hombre.

—Mi niño, déjame verte bien. Veamos, muy alto no eres, chaparro tampoco, eres todo un guapetón, eso sin duda; por cómo te escucho, digamos que tu acento me es difícil —dijo la visitante haciendo sonidos representativos de su duda, los cuales, como era de esperarse, exagera—. Déjame ver, para ti soy… soy… soy… ¿Durkin?, no, ¿Biarman?, no, tampoco. ¡Ya sé!, mi niño, para ti soy Ánglica, y por lo tanto tú eres Ánglico.

—¿Mi nombre es Ánglico? Pero ¿y la M y la R? —Extrañó el hombre volteando a ver a la mujer.

—No, tonto, no es tu nombre, solo digamos que eres Ánglico y punto, luego lo entenderás —concluyó Ánglica.

El hombre decide no seguir preguntando, al haber llegado tan lejos en su búsqueda de saber quién es y el ahora tener la certeza de que es Ánglico, signifique lo que signifique eso. La visitante se dirige hacia la mujer y comienza a hablar con ella en un tono aún más dulce que el anterior, pero en un idioma que el hombre no entendía, tal vez lo del tono dependía del lenguaje; para su sorpresa, la esposa le responde a la visitante en el mismo idioma desconocido para el hombre, a él no le queda más que mirar desorientado mientras las mujeres charlan. Llega el momento del final de su plática y la mujer voltea a ver al hombre emocionada para decirle que ella es Latika. Ánglica intercede.

 

—Ay, sí, mi niño, la niña aquí es Latika, pero tú no te preocupes, todos saben que los Ánglicos son mejores, que tú eres mejor, ella, pobrecita, la vida le ha sido un poquitín cruel —dijo Ánglica, siendo esta la primera cosa descortés que expresa, pero nunca olvidando la misma sonrisa perturbadora de siempre.

La mujer se ofende y simplemente refunfuña, el hombre canta victoria hacia sus adentros.

—¿Gusta pasar? —preguntó el hombre.

—¡Claro que sí, mi niño!, ya se habían tardado en invitarme a pasar, era natural que tú me lo ofrecieras, los Ánglicos son todos unos caballeros; quiero sentarme, ha sido un día muy largo, estoy exhausta —respondió Ánglica, otra vez, exagerando sus ademanes.

Para este punto, la esposa ya quiere ser nuevamente la única mujer sobre la faz de la tierra. Se sientan en los sofás, la pareja en uno y Ánglica en otro. «Llegó el momento, necesitamos respuestas», piensa el hombre, quien de inmediato suelta la avalancha de preguntas hacia la visitante.

—¿Sabe quiénes somos?, ¿qué hacemos aquí?, ¿dónde exactamente es aquí?, ¿por qué no recordamos nada? —dijo sin trabarse.

—Tranquilo, mi amor, para ahí, haces muchas preguntas, eso está mal, querido, a mí dame respuestas, mejor dime, ¿qué estás dispuesto a hacer por mí? —contestó Ánglica de forma genuina.

El hombre la mira confundido y descontento por no haber recibido ni una respuesta; su esposa se dirige hacia la invitada.

—Ánglica, disculpa, pero tienes que entender que no sabemos nada, que eres la única persona que conocemos y que necesitamos de tu ayuda —expresó la mujer.

—No, no, no, discúlpame tú, mamacita, para ti soy Latikía, no te confundas, Latikita, más respeto por favor —respondió Ánglica abruptamente, con cierta rabia pero con la misma sonrisa.

La mujer indignada frunce el ceño, cruza los brazos y se recarga en el sofá dejando todo en manos de su marido, quien ahora se ve obligado a conseguir respuestas para ambos. Ted se acerca a su amo, se sube a su regazo, el hombre lo acaricia.

—Ánglica, por favor, podrías ayudarnos, queremos, necesitamos saber quiénes somos —imploró el hombre.

—Querido, yo te puedo dar todas las respuestas que tú quieras, puedo ayudarte en absolutamente todo lo que tú me pidas.

El hombre sonríe en señal de triunfo.

—Pero —interrumpió Ánglica borrándole la mueca.

—¿Pero?

—Mi amor, entiéndelo, primero necesito saber qué estás dispuesto de hacer por mí —insistió Ánglica.

—¿Qué es lo que quieres? Apenas te conozco, apenas me conozco, ¿qué podría necesitar alguien como tú?, ¿qué te podría dar yo? —Manifestó el hombre, negándose a cumplir antes de saber.

—¡Ay!, mi amor, no hay duda.

—¿No hay duda de qué?

—A la gente se le debe enseñar con el ejemplo, tú me puedes dar todo y ni siquiera lo sabes —concluyó Ánglica levantándose del sofá.

Va a la cocina, la pareja la observa desde la sala, la cual queda de frente, con vista preferencial. Ánglica abre un cajón y saca un cuchillo, uno que a consciencia de la pareja nunca había estado ahí. Ánglica levanta frente a ella el cuchillo, lo observa, lo admira, sigue sonriendo, los voltea a ver con el cuchillo en el aire, con la punta mirando hacia el cielo, considerando que después del techo había uno, claro está.

—¿Qué están dispuestos a hacer por mí? —preguntó Ánglica siendo agobiante.

—¿Qué? ¿Quieres que matemos a alguien por ti? Ja, ja, ja, amiga, como te habrás dado cuenta, no hay a quien matar por aquí —contestó el hombre sarcásticamente—.

—Así que olvídelo, señora, no somos asesinos —dijo la esposa rompiendo su silencio.

—Todos somos asesinos, obvio, con los incentivos necesarios —aseguró Ánglica.

La pareja se perturba, Ánglica comienza a reír; por primera vez más discreta que exageradamente, repite la misma pregunta.

—¿Qué están dispuestos a hacer por mí?

El hombre, ya con tensión notable y con algo de pánico por no estar avanzando en su búsqueda de respuestas, pero aparentemente, sí estar haciéndolo en la configuración de un posible homicidio, argumenta.

—Ánglica, ¿qué quieres de nosotros? Estamos dispuestos a ayudarte, queremos respuestas pero, nos tienes que explicar quién eres realmente, quiénes somos y qué carajo pretendes.

—¡Shh!, no me insultes, querido —respondió Ánglica con el cuchillo en vertical tocando sus labios.

—No cometas errores que después te perjudiquen. —Completó.

Les deja tomar aliento y prosigue.

—Los veo perdidos, desorientados, los ayudaré, ¿quieren respuestas? Ahí les va una: tienen que estar dispuestos a hacer TODO por mí.

Viendo desde la cocina fijamente a sus anfitriones, Ánglica voltea lentamente el cuchillo y lo apunta a su pecho mientras sonríe; sin dejar de sostener la mirada hacia ellos, repite.

—Tienen que hacer absolutamente TODO por mí.

Abruptamente, lanza la primera puñalada hacia su persona, la pareja se asusta, la mujer comienza a gritar, el hombre, confundido, la mira con los ojos bien abiertos, con la cara de una persona que no puede creer lo que está viendo. Ánglica repite la acción de apuñalamiento mientras dice:

—¡TODO!, ¡TODO!, ¡TODO!

Una puñalada por cada vez que pronunció la palabra, el entorno se vuelve más denso de lo que ya estaba, el hombre escucha un pitido en sus tímpanos como resultado de los gritos de su mujer y el asombro y terror que lo aborda. «TODO, TODO», más puñaladas, el perro ladra y ladra desesperadamente en señal de no saber lo que está pasando, pero con la certeza de que es algo malo. «TODO, TODO», el hombre logra ver lágrimas brotar de los ojos de la suicida mientras sigue con su ejemplificación, la mujer se retuerce sobre sí misma haciéndose bolita en el sofá para protegerse de la atrocidad que presencia, el hombre ve fijamente a la invitada, parapléjico, temeroso, aterrado, con un miedo que hace crujir sus huesos, pero que, al mismo tiempo, le da valor para seguir observando el suceso. «TODO, TODO, TODO…».

Ánglica se desploma, el hombre no logra verla más por el mueble que se encuentra en el centro de la cocina, que cubre por completo la vista; Ted sigue ladrando descontroladamente, ya hasta se escucha el desgarre de sus cuerdas vocales en cada ladrido, el hombre tarda en reaccionar, voltea a ver a su mujer, que está hecha un llanto a su lado, la abraza fuertemente, la huele, huele su temor; el perro deja de ladrar.

11 a. m.

El pitido cesa, el llanto se atenúa, Ted ya hasta mueve la cola de un lado a otro como si nada hubiese pasado. El hombre se separa de su mujer y va a la cocina, no recordaba haber escuchado el sonido del azote producto del desvanecimiento de Ánglica. Al entrar a la cocina y asomar la vista detrás del mueble, la imagen de la visitante tirada en el suelo con los brazos abiertos, con el cuchillo en la mano y toda empapada en sangre ocurre solo en su mente, pues el piso se encontraba intacto, ni una gota de sangre y, mucho menos, rastro alguno de la suicida. Para este punto, la confusión era algo a lo que el hombre ya se ha habituado, los cuestionamientos le inundaron las cuatro horas de su existencia, lo que le obligaba a actuar. El alivio de la aparente inexistencia de Ánglica le dura menos que su antojo por verla salpicar sangre en el piso de aquella cocina. Regresa con su esposa, la mujer sigue llorando, esta vez sin emitir sonido alguno, sin expresión, realmente parece más una cascada saliendo de sus ojos que un llanto en sí; a pesar de todo, la mujer se ve fuerte, o por lo menos eso pensó el hombre, aunque en el fondo prefirió su deseo de ser él el único capaz de protegerla en estas circunstancias. «Debo actuar», se dijo; la carga, sus brazos avejentados parecen ser suficiente para acarrear la humanidad de su mujer, la paseó por la cocina en señal de que aquella lunática nunca existió, los ojos de la mujer dejaron la cascada incesante, ahora más bien parece que pringaban, el hombre la lleva escaleras arriba, la acuesta en la cama marital, lo hace con una delicadeza que reconforta a la mujer y empodera al hombre, la mujer vuelve en sí, mira a su marido.

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