Buch lesen: «Peones de hacienda»
© Ramiro Castillo Mancilla
© Gilda Consuelo Salinas Quiñones, (Trópico de Escorpio)
Empresa 34 B-203, Col. San Juan
CDMX, 03730
www.tropicodeescorpio.com.mx 1ª Edición, marzo 2019 ISBN: 978-607-8773-00-8
Diseño de portada y formación: Montserrat Zenteno
Retoque fotográfico de portada: César Daniel Lobolópez Cuidado de la edición: Gilda Salinas
Este libro no puede ser reproducido total o
parcialmente, por ningún medio impreso, mecánico
o electrónico sin el consentimiento de su autor.
HECHO EN MÉXICO
Heurística Informática, Procesos y Comunicación Objetiva
Prólogo
La novela relata la vida de los peones en los tiempos gloriosos de la hacienda del Pozo del Carmen como una mirada a su pobre vida; “todo lo que hay debajo del cielo en este lugar es del amo.” Vaya manera de vida.
El lenguaje coloquial en el que está escrita hace que se saboree mucho más, palabras que ya no se utilizan o que siguen vigentes en las comunidades rurales, algunas de ellas las traduce el autor a manera de glosario al final de la novela, para que el lector las contextualice.
Ramiro [el autor] escribe sobre la vida de los empleados de la hacienda, de los peones, de las trabajadoras domésticas, del mayordomo y los caporales, y lo hace con mucho sabor, nos enseña sus costumbres y formas de vida.
Temas como el castigo, la confesión, el hacendado, los indígenas de la zona, la dotación de maíz, la tienda de raya, la pepena, el temporal, las yuntas, el capataz, los peones, la venta de la hacienda y el ahogado, son algunos de los títulos de los capítulos, relacionados directamente con la vida y el trabajo en el campo; nos enseña cómo se vivía y trabajaba en esas grandes extensiones de tierra conocidas con el nombre de haciendas.
El autor nos lleva por las milpas y su producción del maíz; nos hace sentir el granizo y ver el manantial —que fue el origen de la hacienda— y su caja distribuidora del agua, junto con los canales y túneles; los paisajes y su belleza; la venta de la hacienda y el sistema de producción y administración que implementó el nuevo propietario.
Retrata muy bien a los personajes como don Tano, Epigmenia, Celedonio, Isauro, Basilio, don Ciro, Eulogia, Arturo, Fidela, Mica, Lichita, Mago, Polino, Melesio, Nato, Gume, Irineo, Sebastián, Abundio, Ceferino, Altagracia y a don Rafael “el patrón” que dan vida a la novela.
Se hace mención de la indumentaria de los protagonistas: el paliacate, el delantal, el rebozo y los huaraches; habla de los enseres domésticos: el petate, los jarros, los cántaros, las ollas de barro y el colote; de los utensilios de labranza: el arado y el yugo; las plantas medicinales: la ruda y la yerbabuena; de los productos del campo: el frijol, el maíz, el chile y la calabaza; de los animales: las vacas de ordeña, los bueyes, los caballos, los burros y las gallinas, que recuerdan la vida en el campo.
La figura que tiene el cura en la comunidad es de suma importancia, sobre todo en la confesión, en la capilla de la hacienda, que investiga la vida privada de los empleados para beneficio y control del hacendado.
Señala los lugares de la hacienda en donde se desarrollan las historias, como la Noria de Gámez; el panteón, la Sierra del Durazno, el Cerro de la Cantera; el Tanque de Zamarripa en Tierra Blanca y las milpas del Palo Blanco; el Paso del Águila, el templo con su retablo barroco y las anécdotas que tenían lugar en ellos, los que hacen de esta novela una delicia para el lector.
Sobresalen los temas de la llegada del amo a la hacienda, la novia depositada, la venta de la hacienda, la pepena y las yuntas, que convierten la novela en un rico registro novelado de la historia de estos latifundios, que fueron unidades productivas en el campo.
Felicito al autor, por su capacidad de retención de datos y su espléndida exposición.
Doctor Jesús Victoriano Villar Rubio
Director general del Patrimonio Cultural
Secretaría de Cultura,
Gobierno del estado de San Luis Potosí
Dedicatoria
A Víctor Manuel Flores Guajardo
porque en tu bonita hacienda me nació la idea de hacer esta humilde novela.
Que el cielo azul de nuestra amistad sea cada día más luminoso.
A usted, don Chevito Méndez, del Pozo del Carmen mi eterno agradecimiento, donde quiera que se encuentre.
I. El castigo
El látigo ladró en el aire, y al caer sobre el cuerpo inerte del peón su espalda escupió sangre; el hombre semidesnudo estaba hincado con las manos sujetas con un áspero mecate, que en el otro extremo lo amarraba a una estaca alta clavada en el centro del cercado. A su alrededor, los demás peones de la hacienda —algunos sentados en la cerca de piedra que circulaba el amplio corral y los otros parados adentro—, observaban atónitos el desagradable espectáculo. El sol aún iluminaba todos los caminos y llenaba de luz las extensas milpas de tierra negra que rodeaban la imponente finca llamada la hacienda del Pozo del Carmen.
A cada latigazo un estremecimiento, pero sin quejarse, solo pujaba mudo de dolor. La finalidad del castigo era que sirviera de escarmiento a los demás. Algunos solo cerraban los ojos, otros volteaban para otro lado; no faltaban los que prefirieron retirarse a sus jacales, pero la orden del capataz había sido tajante: “¡Deben ver cómo se castiga aquí a los ladrones!”
Nuevamente el látigo rasgó el aire dibujando una culebra antes de caer implacable sobre la espalda desflorada de ese peón, como un zarpazo. El verdugo sudaba copiosamente, solo se retiraba un poco para limpiarse los ojos con el dorso de la mano. Para ver mejor, y en seguida tomaba vuelo para propinarle, con más fuerza, otros certeros latigazos en la espalda sangrante. El peón castigado comenzó a temblar y humedeció el calzón de manta trigueña, de su frente empezó a manar un sudor frío, al tiempo que se estremecía rechinando los dientes.
De pronto, una mano abierta se levantó para darle al espectáculo una pausa: “Como un César que con el pulgar hacia arriba, perdonaba la vida a un gladiador”. Esa mano milagrosa era del administrador de la plantación, que hacía las veces de hacendado. Un hombre alto de piel blanca que poco se daba a ver con la peonada. Pero era conocido por su carácter poco amigable. Se sabía que cuando andaba de malas se ponía rojo de coraje. Y ese color lo delató ante los trabajadores de la hacienda cuando se le acercó al peón castigado, con sus largas botas de montar: no era el administrador, era un tomate maduro.
El capataz aprovechó para retirarse un poco y aflojar el paliacate rojo que llevaba en el cuello empapado de sudor. Además requería tomar aire debido a su notoria obesidad. Mientras, el administrador asentaba la pesada bota en la espalda herida, oprimiéndosela a propósito para hacerlo sentir más dolor:
—¿Qué te parece la bienvenida que le damos a los ladrones? —dijo al tiempo que se agachaba, para decirle despacio casi rosándole el oído— No te apures, todavía falta el baile.
—Sí, siñor —dijo el peón.
—¿Será que te queden ganas de volver a robar, maldito indio tracalero? —interrogó el hombre sin quitar la bota de la llaga.
—Yo también merezco algo de lo que cosecho, siñor —dijo el castigado sin lograr verle la cara al que lo interrogaba.
—Malditos indios, apenas les da uno tantito la mano y en seguida agarran la pata. Pero te voy a mandar colgar por rata, para que quedes con la lengua de pechera —dijo con voz golpeada al tiempo que hacía una seña al capataz para que continuara el castigo. Los peones de la hacienda que observaban la chicotiza, solo movían la cabeza en un silencio total, que hacía que se escuchara el zumbido del vuelo de una mosca.
El cielo azul y despejado de esa tarde dejó asomar una parvada de negros zopilotes que daban vueltas en las alturas encima de la hacienda, como un mal presentimiento.
Al otro lado del corral grande, donde se llevaba a cabo el castigo del peón, había uno más pequeño donde encerraban chivas para pasar la noche. Ahí, un viejo sirviente barría las bolitas de excremento que defecaban las cabras. De pronto fue interrumpido por una voz que lo llamaba:
—¡Don Tano, don Tano! —le gritaba una mujer desde la puerta rodeada de ramas que protegía la entrada del pequeño corral de piedra.
—¿Qué pasó, Pimenia? —suspendió el trabajo para encaminarse a la rústica puerta.
—Aquí le truje los costalitos pa que lleve el abono de las matas.
Ella volteó para el corral grande, que solo era dividido por una alta cerca de piedra, pero alcanzaba a distinguir a algunos de los trabajadores que presenciaban el castigo del peón infractor. Después de satisfacer su curiosidad se puso a escuchar al viejo:
—Mire nomás, Pimenia, pobre Sauro, el sufre, pero… ¿por qué robar?, eso no es bueno; eso es malo, y contimás una carreta de mazorcas. Sabiendo que los amos son los dueños de todo, de todo, hasta de los jacales donde nos durmemos. Ya todos sabemos cómo se castiga a los rateros, a los agarrones de cosas ajenas, como dice el padrecito: lo del amo no se toca.
La sirvienta solo levantó los hombros sin decir palabra. Pero eso no le interesó al viejo y siguió con su plática:
—Mire nomás, Pimenia, y todo por no entender y por querer cosas que no son de uno; a ese probe muchacho en tiempos del amo don Rafail grande ya lo hubieran colgado en el cerro para que se lo comieran los coyotes, como se hacía en aquellos años.
—Javi; yo no sé, yo como nos dice nuestra ama, “ustedes solo vean y callen”, que esas cosas son cosas de hombres, manque es muy duro ver golpear a un prójimo —al fin le respondió la criada.
—Asina es.
—¿Qué podemos hacer nosotros, don Tano? Pues nada, ¿verdá?
—Lo mejor que puede pasarle es que lo encierren algunos diyas en el cuarto del bújero donde tienen al otro agarrón, al que pepenaron pelando la vaca en el cerro. Pero lo dudo, el amo don Arturo anda muy enchilao, y ya ve que con él se agila delgado, Diosito lo ha de ayudar —dijo al tiempo que se persignaba.
—Ave María Purísima, no jallo ni qué pensar. Pero esperemos que el santo padrecito don Basilio pida por él; porque dicen que es más piadoso que el otro curita, que se fue pa Michoacán.
—Nosotros no habemos de decir nada; no hay que contrariar las cosas de los amos ni hacerlos enojar, ellos saben lo que hacen —dijo el viejo mientras revisaba los costales de ixtle para ver que no estuvieran agujereados.
Tanilo Lucio; “don Tano” era uno de los peones de mayor edad en la hacienda del Pozo del Carmen. Pisaba los ochenta años, de frente arrugada como una concha y ojos negros apacibles y dóciles. Tenía muy buena vista, decía que: “podía ensartar una aguja con hilo con la luz de la luna”, su pelo negro muy tupido. La dentadura blanca y completa, de piel morena y requemada por el sol. Complexión delgada y bajo de estatura, chaparrito. Nunca supo lo que era usar zapatos, por lo que tenía los dedos de los pies en forma de abanico. Su forma de vestir era como la de la mayoría de los peones de la hacienda de esos años anteriores a la Revolución. Solo usaba garras de manta liadas a manera de pañal al que llamaban patío, sostenido por una faja de cuero burdo, que le servía de cinturón. Además, llevaba una camisola de manta trigueña amarrada con un nudo al frente porque no traía botones, y nunca caminaba sin un sombrero grande trenzado de tiras de tule seco. En general era un hombre sano, muy trabajador. Cuando le preguntaban cuál era el secreto para conservarse fuerte a su edad, contestaba que: “nunca le había gustado la tomadera, ni la jumadera”. Fue uno de los hombres de confianza del antiguo dueño de la hacienda “don Rafael grande”, que en realidad se llamó Rafael Ipiña. Al morir heredó la propiedad a su único hijo, de igual nombre. Debido a que había trabajado en la finca “toda su vida”, el viejo era considerado como un trabajador confiable. Además, era el único que le decía al hacendado actual niño Rafail.
Cuando terminó de llenar los costales con las bolitas de chiva, con suma facilidad cargó uno de ellos en su espalada para llevarlo al patio principal de la hacienda donde había varios árboles frutales: aguacates, higueras, membrillos, duraznos y desde luego, las rojas granadas. Regresó después por los costales restantes, para abonar la tierra de los innumerables arriates de los jardines de la hacienda.
La tarde se pintó de gris, y en medio del corral permanecía el verdugo con el látigo en la mano; ahora ladraba en voz alta para ser escuchado por los peones ahí reunidos.
—Ya pueden irse a sus jacales, y cuidadito con agarrar alguna cosa porque todo lo que vean es de la hacienda. ¿Entendieron? —y volvió a remarcar con voz de trueno— Todo lo que hay debajo de cielo en este lugar, ¿de quién es?
—¡Dil amo, siñor! —contestó la multitud.
—¡Así está mejor! Retírense y mañana tempranito hay que reportarse con el capataz que les corresponda.
La peonada se desperdigó y de pronto todo aquello se llenó de rumores en voz baja, un ruido similar al bisbiseo que producen las abejas de un panal.
¿Pero quién era ese hombre golpeador? Se llamaba Celedonio Ruiz, un matón transferido de la hacienda de Peotillos por malos antecedentes. A veces lo malo también encuentra su acomodo. En este caso, eso ayudó a que fuera contratado como guardaespaldas por el actual administrador. Además, le dio nombramiento de jefe de capataces. Su fisonomía era la clásica de una mala persona: un tipo desalmado de mi rada homicida, torva y ofensiva. Sus cejas negras semejaban dos cuervos queriéndole sacar los ojos; de carácter hosco y ceñudo, obeso, de estatura mediana y de amplias espaldas, piel morena y pelo negro. Usaba un paliacate color rojo anudado al cuello, pistola al cinto y sombrero grande de fieltro a la usanza charra, por lo que era muy común verlo con el barbiquejo bajo la barbilla. Además las chaparreras parecían formar parte de su piel.
Al caer la noche, apareció un gajo de luna triste acompañada del lucero arriba de la amplia finca al lado poniente. En el centro del corral solo quedaban tres hombres: el capataz mayor, el administrador y el peón, aún amarrado y sangrante, El canto de los grillos todo lo inundaba.
—¿Qué, Arturo, qué hacemos con este ladrón? —dijo Celedonio señalando al hombre ensangrentado y tiró un escupitajo como si le causara náuseas.
—Déjame pensarlo.
—¿Pensar qué?
—Aguántame —enredó el látigo y volteó a ver una casa de piedra dentro de la finca, donde guardaban parte de la cosecha en tiempos de piscas. Celedonio supuso que lo pensaba encerrar ahí.
—¿O sea que a este indio no lo vas a colgar? —preguntó extrañado, ya que su gusto era lazar indios del “pescuezo” y cabalgar un rato con ellos a cabeza de silla, “hasta que solitos lo siguieran a pie”, para llevarlos a la presa de la Vara Dulce, donde había un árbol llamado “el mezquite de los Tasajos” porque en tiempos pasados ahí colgaban a los indios rejegos. Celedonio más de alguna vez les había comentado con orgullo a sus capataces que una de sus ramas ya estaba lisa de tanto tasajo y que los zopilotes llegaron a tener sus nidos en el copete de aquel viejo mezquite.
El administrador parecía indeciso y después de ver las primeras estrellas que se asomaban en el cielo, por fin se resolvió a darle una orden al guardaespaldas.
—Por esta vez enciérralo junto con el otro —soltó de forma brusca como para no ser cuestionado por el subalterno.
—¿Que lo encierre?, ¿pero no vas a dejármelo para llevarlo a que me saque la lengua?
—¡No!, por esta vez.
—¿Pero así la hacienda hasta se ahorra el petate y el entierro, ¿cómo ves?
—¡Yo lo sé!, pero en estos días está por venir Rafita y no quiere que le maten a sus peones.
—¿Pero por qué? Ya ves don Rafael grande, que en paz descanse, solo así se hizo respetar de esta bola de piojosos; es más, hasta la cuenta perdió de tanto indio colgado —Celedonio abría y cerraba la mano izquierda un poco entumida por tanto que usó el látigo, porque era zurdo.
—Por esta ocasión le voy a perdonar la vida a ese indio ladino, no por mí sino por el patrón. Ahorita no quiero correr riesgos, así es que me lo encierras durante unos días. Como te repito, ya no tarda en venir Rafita, y con él son otros tratos y ni modo. Si por mi fuera este indio mugroso ya estuviera tiliniando como Judas, sin tanto cuento.
—Ni hablar, tú mandas —respondió el capataz rascándose la cabeza, no muy convencido.
—Sí, enciérramelo en el cuarto de piedra unas semanas, junto con el otro que tenemos ahí, y después los mandas al cerro al corte de cantera, para “que aprendan a amar a Dios en tierra de indios”.
El capataz asintió levantándose el sombrero grande a manera de respeto. Luego fue a pararse junto al peón castigado, lo tomó por los pelos y a empujones y maldiciones lo hizo caminar hasta la casa de piedra donde lo encerró.
—Malditos piojos, yo no sé para que nacieron, hijos de su rebomba madre —y se sacudió las manos con asco, como si hubiera agarrado un bicho raro.
Cuando Isauro abrió los ojos solo vio oscuridad y los volvió a cerrar, y se quedó dormido. Igual que el otro peón que estaba a su lado, que ni siquiera despertó.
Afuera los cobijaba un cielo estrellado, con un gajo de luna triste que se quería asomar por la claraboya del cuarto de piedra. Allá a los lejos, por el cerro de las Vacas, unos coyotes aullaban interrumpiendo el incesante canto de los grillos. Mientras, la hacienda y sus peones dormían.
II. La confesión
En aquellos años la república mexicana estaba llena de haciendas, y en cualquiera de ellas el indio era explotado como si fuera un animal de carga. Los hacendados eran dueños de todo lo que había en sus dominios, unos verdaderos caciques y sanguijuelas. Eran los que decidían la suerte de esos desdichados, ya fuera para bien o para mal. Todavía estaban muy lejos los tiempos en que surgiera la Revolución Mexicana. En aquellos ayeres el peón no tenía ninguna protección, y aparentemente los que deberían de protegerlo eran los que lo acusaban con el amo. Ahí quedaba a la medida el dicho que dice: “El mejor amigo es el que da la mejor pedrada”, y en este caso me refiero a los sacerdotes capellanes que tenían las iglesias en las haciendas. Una de las funciones principales era la de tener al hacendado al tanto de cuanto pensaba y hacía la peonada. Cabe hacer la aclaración de que no todos cumplían esa función, pero sí la gran mayoría.
Por ejemplo, si el hacendado quería saber, por así decirlo, sobre la pérdida de tales animales, que un arado, un yugo, unas coyundas y cualquier cosa material, para ello tenía al curita de la iglesia y él era el encargado de investigar entre los peones. Para eso había que confesarlos y como el indio estaba muy ignorante y con mucho temor de “Diosito”, ahí salía el peine. Por eso en el pasado no había ninguna hacienda sin iglesia. Da lástima darse cuenta de esto a través de los años, pero esa era la encomienda de esos curas y no el viejo cuento de que “te vas a ganar el cielo”, aquella gente vivía en medio del atraso y el miedo, y por ello abusaban de ella.
Pues bien, un domingo antes, al mediodía, al escucharse la tercera campanada en la iglesia, entre los asistentes estaba un joven peón alto y espigado; más bien musculoso. El burdo bigote estaba descuidado porque no era lampiño como la mayoría de los pobladores del lugar, cubría su piel blanca y requemada por el sol con el clásico calzón de manta trigueña y la camisola del mismo color. Sus inquietos ojos color café veían con disimulo, estaban acostumbrados a mirar por abajo del sombrero. Ese hombre se llamaba Isauro Reyes y no cumplía aún los veinte años. Su caminar era de paso largo, firme y seguro —como quien está acostumbrado a caminar en el cerro—, usaba unos huaraches tipo sandalia con suela de baqueta y en la cabeza parecía que llevaba un embudo por el sombrero de petate grande que portaba.
Era el tiempo de primavera en que todo se pinta de verde. Desde arriba del alto campanario, unas golondrinas asustadas con el estruendo abandonaron sus nidos haciendo piruetas en el aire, alrededor del arco principal, construido a la entrada del patio de la iglesia, que fue la antigua entrada al convento carmelita. El sol en el cenit parecía contento de iluminar tan elevadas torres en ese soleado día.
Cuando los peones y sus mujeres iban entrando a la iglesia salió el sacristán, un viejo cuarentón de estatura regular, delgado y con una calvicie muy notoria.
—Isauro, el padre quiere que te confieses.
—¿Yo? —preguntó él con cierta duda.
—Sí, te va a estar esperando al término de la misa.
En aquellos años los padres daban la misa en latín, y por esto eran vistos por la grey como unos verdaderos siervos de Dios, y a los peones, que aún vivían en las tinieblas, los tenían completamente sojuzgados, como se dijera hoy, “con la pata en el pescuezo”. Son bonitas las haciendas y las iglesias que hay en ellas, pero detrás de cada lugar de esos siempre hay un lado obscuro y despreciable. Una historia de sudor, lágrimas y sangre.
Ese domingo después de la misa de medio día, Isauro Reyes estaba hincado en el confesionario, el sombrero grande por un lado, puesto en el suelo. Por el otro lado había una ventanita con tela de mosquitero, para no ser visto por el sacerdote. Pero este conocía perfectamente quiénes eran los que se confesaban y solo era una artimaña para engatusar al ignorante. De ahí el dicho vulgar muy conocido: “Se dice el pecado, pero no el pecador”.
El párroco de ese tiempo se llamaba Basilio Meza, de unos cincuenta años, era un hombre de baja estatura y piel blanca.
De carácter bonachón y amigable, un poco llenito y de abultada barriga que ocultaba con su hábito color café, como los usados por los padres carmelitas. Tenía varios años catequizando en la iglesia del lugar como padre capellán, es decir, dependiente del hacendado. Este cura era muy apreciado por la mayoría de los peones. Porque por ejemplo, cuando había algún difunto, ocurría a su jacal, le daba la bendición, y les decía que el muertito ya estaba en el cielo; además no cobraba. Igual si se trataba de algún moribundo: iba a darle los santos óleos. En general cumplía con su misión de ofrecer consuelo a los habitantes de la comunidad.
Ese mediodía ahí estaba en el confesionario, muy songuito, como si la virgen le hablara, pensando cómo le iba a sacar la sopa a Isauro, y cuando este se acercó, el padre sacó la mano para que el peón se la besara; y pelando los ojillos saltones tomó aire como para empezar a confesarlo.
—¿Puedes decirme tus pecados, hijo mío? En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
—Amén —contestó Isauro al tiempo que se persignaba.
—Empieza, hijo, te escucho —dijo nervioso, entrecruzando los dedos de las manos sobre su abultada barriga.
—No encuentro cómo empezar, padrecito, porque ya tengo harto tiempo que no me decían que me confesara.
—Para eso estoy aquí, hijo mío, ¡heme aquí!, para la salvación de tu bendita alma, no temas más.
—Ah, bueno, pues fíjese que hace unos diyas llevaba una carreta con mazorquitas a las trojas, se me quiso zafar la rueda porque no la dejaron bien remojada y me la llevé a mi jacal, ansina cargadita. Y le bajé el maicito y arreglé la rueda, y después me asomé a la calle y como no vide a naiden, ahí dejé la carguita y salí solo con la carretita solita. Pues la mera verdá lo hice para ayudarme un poco, padrecito —y volteaba para todos lados un poco nervioso, temiendo ser escuchado por alguien más.
—¿Cómo?, ¿cómo?, hijo mío no te entendí muy bien, si puedes decirme otra vez, un poco reciecito por favor, para que Diosito también te escuche y pueda perdonarte tus pecaditos —el padre pegó la oreja a la pared de tabla lo más que pudo, hasta el punto de sentirla caliente por lo apachurrada que la tenía.
—¡Sí!; le decía que yo bajé en mi jacal la carretita de mazorquitas ya pizcaditas —dijo el peón, levantando un poco más el volumen de su voz.
—Bueno, hijo mío, aquí entre nos, dime cuándo fue para que Diosito no te castigue.
—Jue apenas el domingo pasado, padrecito, porque el capataz se fue temprano y ahí aproveché lo de la rueda, que estaba floja, además el cuico de las trojes no sabía, por eso me hice guaje para ayudarme con el maicito.
—Eso está muy, muy mal, tomar las cosas ajenas, hijito mío, pero no importa, le voy a pedir a Diosito que te perdone, y que no te vuelva a tentar el vil diablo.
—Eso es todo padrecito, ya me voy, con su venia.
—¡No!, espérate tantito, deja y rezo por ti un poco más para que Diosito te deje limpio de todo pecado, no te muevas de aquí.
El padre dejó al confesor hincado y caminó de puntitas para no hacer ruido, fue con el sacristán y le dijo que les comentara a las mujeres que estaban esperando para confesarse que fueran hasta otro día. Regresó a donde estaba Isauro y después de carraspear en forma ruidosa por lo nervioso, lo conminó:
—Discúlpame, Isauro, fíjate que eso que me dijiste no lo va a saber nadie, son secretos de confesión y aquí quedan entre nos. Voy a pedirle a Diosito mucho, mucho que te perdone todos tus pecaditos —al mismo tiempo se asomó a buscar al sacristán y le hizo una seña con la mano para que se acercara. Vio la hora en el reloj que guardaba en el bolsillo y aprovechó para darle cuerda.