La hija del Ganges

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
La hija del Ganges
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

info@Letrame.com

© Raluca Mirela Petrescu

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-416-2

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

.

Dedico este libro, con todo el cariño, a mis padres y mis abuelos, los que me han inculcado desde pequeña a leer y a escribir y que me han ayudado incondicionalmente en todos los proyectos de mi vida.

Prólogo

La verdad no tiene solamente un rostro. La verdad, en muchas ocasiones, necesita distintas perspectivas para ser apreciada en todo su esplendor. Algo similar nos propone nuestra autora, Raluca Mirela Petrescu, en este viaje a través del Ganges, de la India, del interior de Amelia y de sus raíces familiares.

Amelia quiere encontrar la verdad. Una verdad que se le escapa. La incertidumbre puede con ella hasta el punto de poner patas arriba todo. Porque a nadie le gusta la incertidumbre. Queremos, necesitamos tener el control. Y el control suele comenzar por el principio de todo. El big bang de nuestra protagonista se esconde más allá de las orillas del Ganges, pero ella sola no puede encontrar ni afrontar la verdad. Necesita otros ojos, otras opiniones, otras experiencias para encontrarla. Para encontrarse.

Raluca nos representa colores, olores, sabores, luces y sombras de la India con todo lujo de detalles, algo que nos ayudará a transportarnos a este maravilloso país y que, muy probablemente, nos provoque la necesidad de viajar hasta allí para vivirlo y experimentarlo con todos nuestros sentidos.

Puede que no todos tengamos que buscar nuestros orígenes en la India, pero sí que, quizás, sea allí donde muchos podamos encontrarnos con nosotros mismos, frente a frente, bajando la mirada ante las aguas del Ganges para vernos, contemplarnos en nuestra plenitud.

.

Una historia, dos caminos:

oscuridad y luz,

¿cuál eliges?

No vayas por el camino fácil,

no aprenderás nada.

Atrévete a adentrarte en el bosque oscuro,

el silencio de la noche

te contará secretos ocultos.

Los animales nocturnos

te enseñarán un mundo mágico,

que te servirá de guía

para encontrar la luz.

No temas,

todo lo que ves es nada más que tu reflejo

en el espejo del mundo,

donde todo se conecta

y se encuentra.

Buen viaje.

I

A M E L I A

Agosto 2018, pueblo Sawai Madhopur, a 180 km de Jaipur, India

Mis últimos días en Sawai Madhopur los pasé en lo alto de la colina, en las escaleras de una casa abandonada que no tenía techo, con la mirada perdida en los valles que se extendían ante mí. La puerta de madera de la entrada estaba despedazada, a punto de derrumbarse, cansada después de una larga actividad. Las dos piezas de madera putrefactas reposaban apoyándose una a otra, en un último intento de entereza. Estaban atadas en vano con una cadena oxidada que transmitía debilidad y al mismo tiempo lucha.

La vegetación se había apoderado de la casa inhabitada que se convirtió en una manifestación del poder de la naturaleza que me fascinaba. La vida continuaba su curso natural, ajena a nuestras inagotables desgracias.

«¡Me encantan los lugares que nos cuentan historias trepidantes!», me dije a mí misma y a los fantasmas de la segunda planta, que me miraban con asombro.

Bajaba la colina todos los días, siguiendo los pasos de mis padres, abuelos y bisabuelos. Visita obligatoria era la casa de la vieja Uma y el Ashram del pueblo, donde practicaba yoga. Por la noche, volvía solitaria a la cima de la colina, intentando recomponer pieza por pieza el mustio puzle de mi vida.

Ahora recuerdo con lujo de detalles mi última noche en la casa de la colina. Sentía el sudor que se me resbalaba por la espalda; el calor y la oscuridad de la habitación me asfixiaban, respiraba con dificultad. No era consciente si se debía a la alta temperatura o al olor que entraba sutilmente por la comisura de la puerta, como una brisa marina. Una brisa que trajo el olor de la libertad y de la muerte.

Me fue difícil despertarme. Una sensación de arena en los ojos no me dejaba abrirlos.

«Las lentillas de contacto, ¡maldita sea!», dije con un suspiro.

Tenía el vestido pegado a mi cuerpo, un vestido negro con flores rojas, azules y amarillas. Una verdadera sinfonía de colores en antítesis con la penumbra que dominaba la habitación. Una penumbra que se cernía sobre mí y que me hacía compañía prácticamente desde que tenía sentido.

Una frágil luz se filtraba bajo el marco de la puerta donde millones de partículas de polvo jugaban caóticamente. Pasé la mano a través del cabello que todavía estaba mojado, como si hubiera salido de un baño en el mar. Las plantas de mis pies estaban embarradas, al igual que las sábanas de la cama.

«Una ducha y aire, ¡necesito aire!».

Una niebla densa me cubría los ojos y no me dejaba ver con claridad. Toqué con los dedos la mesa de madera caoba de cedro con esculturas angelicales. La mesa se encontraba situada en el centro del salón y dominaba la habitación majestuosamente. Estuve pensando, apoyada al trozo de madera, en el árbol que tuvo que morir hace siglos para que esa mesa tomara forma. Lo sentía presente y pude escuchar sus historias. Un sacrificio en vano, abandonado en las manos de un destino cruel.

Asientos con respaldos altos, tapizados con terciopelo suave de color rojo burdeos, sostenían las paredes quebradizas.

Di tres pasos hacia la ventana que se extendía delante de mí. Tenía una baranda hasta la altura de las caderas, donde la pintura se había levantado y formado una marca de nieve en la alfombra. Debajo de la pintura blanca, una antigua pintura verde oliva había recuperado su vida. Al igual que los símbolos del antiguo papel de las paredes que salía alrededor de las esquinas, susurrando «¡Descúbreme!».

«Las huellas del tiempo. Todo se revela cuando las piezas están en el sitio correcto».

El paisaje verde salvaje del exterior se sentó delante de mí, hipnotizándome. Al mismo tiempo, me atemorizaba. La oscuridad de la habitación me envolvió poco a poco, suavemente, como se fusionan dos colores en la paleta de pintura. Todo y nada parecía nuevo. Todo y nada eran parte de mí.

«¡Verde, el color de la vida!».

Abrí la ventana y respiré hondo. El aire entró en mis pulmones como una caricia. Olía a jungla y a yaca. Había llovido.

Una ligera niebla se elevaba por encima de los pueblos en el horizonte y lo envolvía todo en un escenario dramático.

En mi cabeza, estaba tratando de recordar en qué día estaba.

«¿Por qué sentía el cuerpo como el de una anciana?».

Las secuencias de la noche pasada aparecían ante los ojos de mi mente como una presentación de diapositivas. Bajando la mirada hacia mis pies desnudos y fangosos, la confusión comenzó a disminuir.

Noviembre 2015, Singapur

Dormí toda la noche con las persianas abiertas. Singapur brillaba a mis pies como un collar de esmeraldas. Los alegres colores que resplandecían más allá de la ventana me llamaban a perderme en las bulliciosas calles de la ciudad.

Me quedé en la cama y cerré los ojos. Había viajado con el pensamiento hacia Sungei Road donde comí laksa1, una receta típica de fideos con verduras frescas y carne en salsa de curry. Giré a la derecha hacia la mezquita Masjid Malabar, atraída por la música del Adán2 y contemplé su belleza. Desde allí, crucé Marina Bay hasta llegar a Gardens by the Bay, mi lugar favorito. Transmitía paz.

Abrí los ojos y suspiré cansada, con la mirada fijada en el techo de la opulenta habitación. Otra vez me dejaba llevar. Me sentía demasiado cansada para salir del hotel. Cogí el teléfono y pedí servicio de habitaciones: arroz y pollo, simplemente. La noche siguió bajando el telón sobre el vibrante Singapur.

A la mañana siguiente, a las 05:00, me maquillaba meticulosamente en el baño de mármol gris. La base de maquillaje Lancôme, los polvos faciales de la misma gama y el rímel volumen extremo estaban alineados junto al lavabo en un desorden tremendo que trasmitía PRISA. Apliqué el eyeliner para acentuar mi mirada y estaba ready to go.

A menudo contemplaba mis ojos en el espejo. Ojos de un verde jade oscuro, intenso y cautivador como un bosque virgen. Mirarme a los ojos era como si estuviera buceando en unas aguas tenebrosas.

«Los ojos hablan un lenguaje especial, expresando lo que las palabras no pueden decir», me susurró una voz distante.

 

El pintalabios de color rojo me lo aplicaba antes de salir por la puerta, después de barrer la habitación con la mirada para asegurarme de que no dejaba nada atrás. Abría el armario, miraba detrás de la puerta y debajo de la cama cada vez.

Mientras caminaba hacia el ascensor, rumiando sobre mi regreso a base, una voz molesta me llamaba por mi nombre. Sara y yo, de repente, atrapadas en la caja metálica del ascensor forzadas a conversar. Sara no era de mi agrado, y ella lo sabía. Yo no era del agrado de Sara, y se lo estaba leyendo en la mirada.

Lo único que no me disgustaba de ella: olía siempre a jazmín como un jardín de verano.

—¡Espero que todos estén en la recepción, no tenemos tiempo que perder, estamos a 50 minutos del aeropuerto!

—Tenemos tiempo… —le contesté con la boca entre abierta.

Al llegar a la recepción, nos dimos cuenta de que John y Karol no habían bajado de sus habitaciones. No me sorprendí.

El nerviosismo que la caracterizaba se había apoderado de Sara, que se movía sin rumbo, enfurecida, paseando el olor a jazmín de un lugar a otro del hall.

Un pequeño detalle picante: John y Sara se separaron hace unos meses atrás. Por lo que nos confesó obviamente irritada, estaba segura de que los había visto la noche anterior en la terraza del hotel en un apartado. Su intuición le decía que estuvieron bebiendo demasiado y que habían acabado compartiendo la misma cama.

—¡Típico, querida! Cabin crew life —añadí con una sonrisa plástica, lanzando gasolina al fuego.

*

Había trabajado como azafata de vuelo para una aerolínea de corta distancia en Inglaterra durante cinco años, hasta que un día me vi obligada a tomar una decisión importante: irme.

No tuve tiempo que perder. Había decidido asistir a una entrevista para la aerolínea Fly Orient un día después de un early Málaga.

Unas semanas más tarde, recibí un correo electrónico con un feedback positivo y felicitaciones. No sabía si alegrarme, no conocía nada sobre la vida en Catar. Al final, acepté la oferta sin pensármelo, simplemente no encontraba otra alternativa.

«Un cambio de escena me hará bien», me engañé a mí misma. La verdad es que no me gustaban en absoluto los cambios. «Una nueva vida, nuevos amigos y por qué no, una nueva ilusión, no sonaba tan mal».

Me enamoré dos veces hasta los 25 años. La primera vez, a la edad de 18 años, de Oleg, un don nadie de barrio, y la segunda vez de Zayd, el devorador de almas. Los dos tenían algo en común: una reputación lamentable.

Cuando recordaba mis dos experiencias amorosas fallidas, me entraban ganas de reír y llorar al mismo tiempo. «¡Qué desastre!».

La adolescencia había pasado como una tormenta por mi vida. «Las hormonas eran las culpables», me decía más adelante Mark.

Repetía, una tras otra, las mismas elecciones equivocadas sin aprender nada, como si estuviera siguiendo un patrón autodestructivo. Sin darme cuenta del tiempo perdido o de las consecuencias que no tardaron en aparecer.

«Con la cabeza en las nubes» era el estado que me caracterizaba. La inconsciencia me lanzó al azar por la vida de otros, que habían dejado una huella macabra en mi ser.

La situación que tenía en casa restaba en lugar de ayudar. Siempre había sentido una pared fría entre mis padres y yo. No podía entender su indiferencia frente a la vida y el estilo de vida que llevaban.

Mama Giselle era la directora de un colegio de élite de Berlín y una brillante maestra, como la describían sus colegas. Mark y mi abuelo eran unos de los arquitectos más talentosos del panorama nacional y más allá. Viajaban por todo el mundo, construyendo edificios sofisticados con tantos pisos como fuera posible.

Ser parte de la familia Weiner era, sin duda, una carga difícil. Siempre estaban preocupados por la imagen, las grandiosas fiestas de los fines de semana, la ropa en la que desfilaban y los titulares de las revistas. En conclusión, la imagen de toda la familia era importante porque nos mantenía el alto nivel de vida.

Yo odiaba toda esa exposición excesiva. Detestaba las extravagancias a las que estaba expuesta sin quererlo. En esas fiestas bebí alcohol y fumé un porro por primera vez. Mientras tanto, Mark y Giselle estaban atados en sus propios universos paralelos. Sus vidas perversas los estrangularon con el paso del tiempo, engañándolos con el deleite del presente placentero.

Tuve una infancia y una educación cuidadosamente supervisada y planeada. Giselle y Mark habían decidido qué escuela secundaria y a qué universidad iba a estudiar como si fuera parte de un majestuoso plan.

Lo que me había marcado, desde que me di cuenta de que tenía sentimientos y opinión propia, había sido el vacío emocional que sentía cada vez más presente en mí. Tenía un enorme abismo en el corazón, que se estaba volviendo más y más aterrador cada día.

A la edad de 10 años, descubrí la verdad por casualidad. Una conversación entre Mark y Giselle me reveló que era una bastarda. ¡Tal cual!

Las discusiones entre mis padres no eran nada nuevo. Mark desaparecía de casa durante semanas. Cuando por fin volvía a mí y a Giselle, los reproches eran inevitables y sus avinagradas voces resonaban por toda la casa, como en un ruidoso partido de fútbol. ¡No me posicionaba de parte de ninguno, estaba hasta las narices de las peleas ordinarias de la familia Weiner!

Ese fue el momento que lo cambió todo y que derrumbó mi universo a los pies de esos dos extraños. Viví toda mi vida en una mentira.

La conversación que siguió con Mark y Giselle unos días más tarde había sido una cuidadosa y afectuosa, un verdadero cambio de actitudes bajo la exigente mirada del psicólogo. En explicaciones escurridas, sonrisas y abrazos de plástico se había resumido todo. El resto había sido dejado en las expertas manos del psicólogo, que debería haber resuelto todo el conflicto interno que sentía.

Al poco tiempo, Mark se fue de casa de nuevo, y Giselle permanecía tan preocupada por su pequeño universo personal como siempre.

Más que nunca, sentía que mi lugar no estaba en las vidas de esas personas con las que sentía que no tenía nada en común.

No me habían contado nunca en detalle el proceso de adopción, o de dónde venía, ¡gracias a Dios! A esa edad, no estaba preparada para semejante detalles tan delicados. Ese tema, con el tiempo, lo había envuelto en una especie de nebulosa a la que no quería acercarme.

La realidad ya no era lo que yo pensaba, se había derrumbado en un abrir y cerrar de ojos. Desearía que fuera un edificio para poder haber sido reconstruido ladrillo a ladrillo, desde cero; que Mark fuera el maestro, el que levantaba mi mano hacia el cielo y me ayudaba a dibujar un maravilloso arcoíris de recuerdos. Yo, Mark y Giselle, una familia feliz.

«¿Qué es la felicidad?», me preguntaba.

Con el tiempo, me volví cada vez más silenciosa e introvertida. Mark había desaparecido por completo del seno familiar y Giselle se escondía todos los días detrás del espejo del baño, impasible. Me encontraba sola, nadando contra corriente, en un mar de preguntas y desilusión.

Aprendí a vivir con el enorme vacío que se extendía dentro de mí, y yo siempre me encontraba al borde del precipicio como una equilibrista.

Aprendí a observar y callar, actuar solo cuando era absolutamente necesario.

Todas las noches, antes de dormirme, buscaba cualquier recuerdo de mis padres biológicos, escondidos en algún lugar lejano de mi ser; sin éxito.

«¿Quién soy? ¿De dónde vengo?», lanzaba las preguntas todas las noches hacia un cielo amargo.

«¡La reflexión introspectiva es de gran importancia!». Eran las palabras del psicólogo.

Había seguido su consejo palabra con palabra y pasaba mucho tiempo en mi habitación del ático, lejos del ruido agotador de la casa.

Cuando la casa en la que vivía todavía estaba en proyecto, le pedí a Mark que el techo del ático sea cristal. Quería que la luz del sol me inunde durante el día, y por la noche, poder observar las estrellas y la luna.

Desde que era una niña, me apasionaba la astronomía. En la pared en el lado sur de la habitación, había pegado un póster inmenso con el mapa del mundo, y en la pared en el lado norte, el póster con el mapa del cielo para la latitud media de Alemania.

Cuando contemplaba el cielo por la noche, instintivamente me posicionaba en el medio de la habitación, entre el mapa del mundo y el mapa del cielo, tratando de mirar más allá de la oscuridad de la noche.

El primer paso era encontrar la Estrella Polar. Había aprendido en la escuela que siempre indicaba el norte, a cualquier hora, día, mes o año. Sin embargo, para llegar a la Estrella Polar, primero tenía que localizar el Carro Mayor, que tenía la forma de un rectángulo, formado por siete estrellas con la forma de un mango.

Con el dedo en el aire seguía las tres estrellas que formaban una línea curva, conectada de las otras cuatro estrellas que formaban el trapecio. Continuaba siguiendo con el dedo las dos últimas estrellas del Carro Mayor desde el más débil hasta el más brillante, hasta que descubría la estrella más poderosa: la Estrella Polar. Cerraba los ojos y me dejaba llevar entre los dos mundos, entre el mapa del mundo y el mapa del cielo. Estaba flotando en un nuevo mundo infinito, sin perder de vista la Estrella Polar, la única que guiaba mi camino.

Más tarde, a la edad de 14 años, descubrí que mama Giselle estaba embarazada. La noticia llegó a mi habitación del ático, de nuevo en forma de voces feroces. ¡Fue una verdadera maravilla, como todos lo llamaban! ¡Mark casi no pasaba por casa!

Cuando Giselle dio a luz, toda la atención había sido canalizada a la recién nacida Martha, la pequeña de ojos negros y cabello castaño. Cuando no estaba en la escuela, me ocupaba de pequeña Martha siguiendo las instrucciones exactas dadas por la mama Giselle. Llevaba a cabo mis tareas sin protestar y sin pedir nada a cambio.

Con el paso del tiempo, sentimientos contradictorios se apoderaron de mí. Tenía momentos en los que estaba agradecida a mis padres adoptivos, y otros en que la frustración y la ira se adueñaban de mí. Había crecido callándome a mí misma, sembrando frustraciones e inseguridades en mi mente, viviendo una vida silenciosa.

Llegando a la adolescencia, las preguntas «¿Quién soy, de dónde vengo?» pesaban cada vez más y se convirtieron en tormenta.

Ciertos pensamientos, actitudes y tensiones se asentaron en mi vida desde una edad demasiado temprana. «¿Cómo iba a manejar con mi mente de niña todo ese tsunami de sentimientos?», me preguntaba abrumada, sin entenderme.

Sintiendo la actitud perversa y desinteresada de los que me rodeaban, inevitablemente había aparecido un distanciamiento entre mí y el resto del mundo. Inconscientemente, buscaba un equilibrio afectivo. Sin embargo, los puntos de apoyo emocional faltaban completamente de nuestro universo familiar.

Más tarde, vagando por el infinito camino del dolor, buscando una seguridad personal, me había topado con Oleg, pero volveré al necio más tarde, todavía no toca su turno.

Los momentos pasados en la soledad de la noche me ofrecían la mejor compañía. La rutina de colocarme en el medio de la habitación con la mirada al cielo y de localizar la Estrella Polar como punto de referencia me liberaba. Lo llamaba desconexión del «basuniverso» de la familia Weiner.

Cerraba los ojos y trataba de centrarme en la luz de la Estrella Polar que siempre guiaba mi camino. Al principio, todo tipo de pensamientos invadían mi mente, y cada ruido rompía mi concentración. Pero, con el tiempo, me las arreglé para romper con esa realidad asfixiante. Estaba siguiendo la luz que me envolvía en una espiral infinita. Me llevaba a un jardín encantado donde los árboles ancestrales ofrecían abrazos cálidos. Aullaban a cualquier dolor y frustración.

Aun sin la capacidad de entender, creaba un puente entre lo visible e invisible, entre lo real y lo irreal, entre mí misma y el universo.

A la edad de 18 años, me había derrumbado. Me encontraba sola y empezaba a asumir esa dura realidad. Amargamente, estaba construyendo poco a poco mi armadura de hierro, que más tarde usaría como escudo en la vida.

Después de una infancia problemática, causada por el trauma de la adopción, siguió una adolescencia rebelde que me había revelado otra faceta mía, hasta entonces desconocida.

 

Lo que no intuí era que empezaba a destruir mi presente, quizás también mi futuro. Me sorprendió cómo la vida me había dado un giro de 180 grados en un abrir y cerrar de ojos. A veces me miraba desde fuera, cómo, dentro de mí, se daba una feroz batalla entre un ángel y un demonio.

El día que cumplí 18 años, después de mis clases universitarias, no regresé a casa. Había decidido mudarme con Oleg, un colega de segundo año de la facultad de Economía. Yo era estudiante de primer año en la facultad de Arquitectura cuando lo conocí.

Vivía con Oleg en su dormitorio del campus sin ningún tipo de comodidad; teníamos a disposición una cama para una sola persona donde dormíamos abarrotados y un armario comido por la carcoma. Al contrario de las exigencias de vida de mis padres, me encontraba a gusto en la penuria.

Doha, finales de diciembre de 2015

Los días libres en Doha significaban largos paseos por el Corniche, ir de compras en el Village Mall, reuniones con los colegas en el Sook Wakif o viajes nocturnos al desierto para contemplar las estrellas.

Decidí renunciar a celebrar la Navidad desde que vivía en Catar. Me sentía culpable por los árboles de Navidad que Mark traía a casa cada mes de diciembre. Ojalá todos esos árboles estuvieran vivos. Me parecía un gesto indignante que millones de árboles fueran cortados para decorar las casas y las calles navideñas de los «cristianos».

Cuando era una niña, me negué a asistir a las clases de religión de la escuela por innumerables razones: una era que no me sentía identificada con nada que la Biblia contaba. Había comenzado a leer el Corán y la Torá para encontrar similitudes entre las tres escrituras, pero al pasar los días, todo me parecía cada vez más enredado. Ninguna de las tres grandes escrituras respondía a mis rigurosas preguntas.

La astrología y el mapa del cielo se habían convertido en mi religión personal, y aunque para algunos el cielo nocturno significaba solo puntos brillantes que iluminaban desde la oscuridad, para mí significaba otro mundo lleno de misterios; otra dimensión en la que podía escapar y sentirme libre. Podría ser yo misma.

En Doha no se podía beber alcohol en cualquier sitio y estaba absolutamente prohibido introducir alcohol en el edificio donde vivíamos. La empresa enviaba un oficial de vivienda cada mes para inspeccionar nuestros apartamentos. Revisaban nuestras neveras, rebuscando en nuestros armarios y cajones en busca de algo sospechoso. ¡A mí me parecía una violación de la privacidad!

Los lugares donde se podía consumir alcohol en Doha eran las discotecas, los hoteles y algunos restaurantes que eran frecuentados por todos aquellos con «pecado». Lo que era haram3 durante el día, se convertía en halal4 por la noche.

Y ahí estaba yo presente, mientras me encontraba en Doha, donde recordaba los viejos tiempos de la universidad; donde bailaba y disfrutaba de un buen JD on the rocks sin preocuparme por nada.

El baile me liberaba del estrés y de cualquier tensión acumulada. Cerraba los ojos y me dejaba llevar por el ritmo de la música como si de un exorcismo se tratara.

Desde que me mudé a Doha, mi lado amoroso fue abandonado intencionalmente. Me había enamorado, amando y experimentando todo lo que se podía experimentar en asuntos amorosos. Aprendí que todo lo que tenía un comienzo tenía un fin y que el amor era simplemente una trampa.

De lo que estaba realmente orgullosa era del respeto que había recuperado con el tiempo, en mi misma. Y a mí ningún hombre podía impresionarme más.

Una noche, como muchas otras noches de fin de año aburridas, me encontraba en la habitación del piso superior de la discoteca con mis colegas, que me contaban que, en un vuelo a Mumbai de una semana atrás, tuvieron graves turbulencias. Joana se había fracturado el brazo y Cristina, mi compañera de piso, el tobillo. «¡Qué tragedia!», como habría dicho el abuelo. No fue de extrañar que, cruzando el océano Índico, se experimentaran turbulencias.

Entre bla bla y bla bla, Kiran me estaba siguiendo con la mirada.

Hacía demasiado calor, podía sentir mi blusa pegada al cuerpo, necesitaba un poco de aire. Casi tuve que gritar debido a la música alta:

—¿Alguien viene a fumar un pitillo? —pregunté huyendo de la aburrida conversación en la que estaba atrapada.

Yo era la única fumadora del grupo, así que no tenía ningún sentido esperar una respuesta. Me levanté y me dirigí a la puerta de la discoteca que conducía a la terraza. Alguien se había adelantado y me había abierto la puerta para que pasara. Era Kiran. Conocía esa mirada observadora, conquistadora y perseverante. Sin embargo, no me impresionaba para nada.

—Salam5, ¿saliste a tomar aire fresco?

—A fumar… ¿Tienes fuego? Hace demasiado calor allí dentro… sé que estamos en el desierto, pero aun así… —le dije, ofreciéndole una sonrisa generosa.

—Hace calor, la verdad. Te he visto con tus amigas, vienes aquí muy a menudo…

—¡Ah, un observador!

—Tengo esta sensación cada vez que camino por la calle —respondió Kiran con una risa. —¡Estoy seguro de que te pasa a ti también todos los días!

—¡Absolutamente!

—Mi nombre es Kiran, debería haber empezado presentándome…

—Amelia, encantada.

Ese tipo tenía algo en la mirada, el color negro de sus ojos te hipnotizaba, como una canción que te lleva vertiginosa a la pista de baile. Tenía el pelo peinado atentamente hacia atrás sin ningún pelo rebelde se le escapara y la barba recién afeitada. Mostraba una imagen fresca, a pesar de que estábamos a una hora avanzada de la noche. Mis ojeras, en antítesis, habían comenzado a notarse debajo el corrector que ya no podía hacer frente al calor. Me sentía un poco ridícula, estaba sudando y tenía el pelo en todas direcciones.

Terminé el cigarrillo y entré en la discoteca diciendo adiós con un gesto fugaz. Estaba segura de que nos volveríamos a ver.

Septiembre de 2014, Berlín

Giselle, mi madre adoptiva, decidió decirme la verdad en el otoño del 2014.

Todavía vivía en Londres en aquel entonces y me preparaba para un vuelo de noche cuando sonó el teléfono. Era prefijo de Alemania. No contesté.

«Amelia, soy Mark. No quiero preocuparte, Giselle está en el hospital, ¡será mejor que vuelvas a casa pronto! Llámame cuando llegues y te recogeré en el aeropuerto. ¡Tschuss!6», contaba la voz del teléfono.

Junto a las lluvias otoñales, llegó como una tormenta en la vida de Giselle, la noticia de que sufría de cáncer de colon. El cáncer estaba en una etapa avanzada, por lo que los médicos solo le habían dado unos meses de vida. Paradójicamente, ni la fama ni el dinero podían salvarla.

Tal como he mencionado antes, recién cumplidos los 18 años, me mudé con Oleg. Durante dos años había pasado mis noches de bar en bar y drogándome con Oleg en su habitación del campus. Los tabloides me sacaron en las portadas durante semanas en poses incómodas, poniendo de titular: «La vergüenza de los Weiner».

Como era de esperar, mi familia estuvo consternada por la imagen negativa que les estaba provocando. En el mundo de las apariencias, cada detalle negativo importaba porque reducía las ganancias. Y para mí, el dinero o la imagen social me preocupaban bien poco.

Desearía poder dar marcha atrás y pedirle a Giselle que me ayudara, que me escuchara. Habría dado todo para verla frente a mi puerta, pidiéndome que regresara a casa. ¡Necesitaba a Giselle y a Mark, necesitaba su interés en mi persona desesperadamente!

Cualquier locura que hiciera era un grito de dolor. Tal vez su atención habría evitado el accidente de coche que tuve al cumplir los 19 años, conduciendo bajo la influencia del alcohol. Tal vez el amargo tiempo pasado en la clínica de rehabilitación o los ataques de ansiedad no habrían existido si me sintiera amada, si hubieran estado presentes en mi vida.