Buch lesen: «El árbol de las revoluciones»
El árbol de las revoluciones
TURNER NOEMA
El árbol de las revoluciones
El poder y las ideas en América Latina
Rafael Rojas
Título:
El árbol de las revoluciones. El poder y las ideas en América Latina
© Rafael Rojas, 2021
De esta edición:
© Turner Publicaciones SL, 2021
Diego de León, 30
28006 Madrid
Primera edición: septiembre de 2021
Diseño de la colección:
Enric Satué
Ilustración de cubierta:
Moss-Covered Log (acuarela), Hermann Ottomar Herzog, 1831-1932
© Metropolitan Museum of Art
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(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).
ISBN: 978-84-18895-02-9
eISBN: 978-84-18895-76-0
DL: M-20306-2021
Impreso en España
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
turner@turnerlibros.com
ÍNDICE
Prólogo
introducción. El siglo de la revolución
Primera parte
i Los últimos republicanos
ii Haya, Mella y la división originaria
iii Mariátegui y la revolución socialista
iv Variantes del nacionalismo revolucionario
Segunda parte
v Dos intelectuales del populismo clásico
vi Dos líderes del populismo cívico
vii De la revolución democrática
Tercera parte
viii El concepto de revolución en Cuba
ix Entre Guevara y Allende
x Nicaragua y el ocaso de las revoluciones latinoamericanas
bibliografía
Prólogo
De Alexis de Tocqueville a Eric Hobsbawm, historiadores de muy distintas preferencias teóricas e ideológicas han caracterizado las revoluciones como fenómenos que desafían la imaginación del pensamiento moderno. Toda revolución es un proceso de aceleración del cambio histórico que, sin embargo, preserva o acentúa aspectos del antiguo régimen. Es por ello que en el curso de una revolución, por radical que sea, se producen movimientos de reversa que no logran detener, aunque sí interrumpir, la marcha del cambio.
Ese carácter paradójico de las revoluciones fue advertido por Hobsbawm en su famosa polémica con Hannah Arendt en 1965. La filósofa había publicado el influyente ensayo Sobre la revolución (1963), donde establecía un paralelo entre las revoluciones americana de 1776 y francesa de 1789, desfavorable a la segunda. Arendt comparaba ambas revoluciones a partir de un mecanismo que a Hobsbawm le parecía demasiado abstracto: la “emergencia de la libertad”. Pero Hobsbawm insistía en que las revoluciones eran fenómenos ambivalentes, siempre “envueltas por un halo de esperanza y desilusión, de amor, odio y temor. De sus propios mitos y de los de la contrapropaganda”.1
La observación del historiador marxista británico es importante para articular una reflexión sobre la tradición revolucionaria latinoamericana del siglo xx. Hay pocas dudas de que esa tradición revolucionaria existió entre 1910 y 1980, pero persisten muchas incógnitas sobre su curso. Hablar de una tradición revolucionaria en la historia social y política de América Latina y el Caribe en la pasada centuria supone estar de acuerdo en que la misma no fue lineal ni homogénea.
E. P. Thompson habló de dos “modelos” de revoluciones modernas, la “cataclísmica” y la “evolutiva”.2 En el siglo xx latinoamericano y caribeño tuvieron lugar unas y otras: la mexicana, la cubana y la nicaragüense resultaron de insurrecciones armadas y emprendieron profundos cambios del orden social desde el poder; otras, como las del populismo clásico, fueron híbridas, y otras más, como la chilena de Salvador Allende y Unidad Popular (UP), intentaron ser gradualistas.
Hablar de tradición, en medio de la heterogeneidad de discursos y prácticas de aquella cultura política revolucionaria, es posible en buena medida por el sentido de pertenencia a una historia común que experimentaron la mayoría de los protagonistas individuales y colectivos de aquellos procesos. La certidumbre de formar parte de proyectos que trascendían el ámbito nacional y se confundían con la propia historia latinoamericana y caribeña fue decisiva para el itinerario de un legado que muchos reclamaron durante un siglo.
La pregunta por esa tradición obliga a recorrer sus momentos de auge y decadencia, de ascenso y disgregación. A simple vista, es fácil advertir que entre 1910 y 1940, la cultura política revolucionaria vivió un apogeo relacionado con los procesos de cambio en México, pero también en países más lejanos como la Unión Soviética y China, que tuvieron impactos diversos en el contexto latinoamericano. Luego, durante los años de la Segunda Guerra Mundial y de la primera década de la Guerra Fría, se observa un declive de los movimientos revolucionarios como consecuencia de factores tan disímiles como el paso de los partidos comunistas al reformismo, la emergencia de las izquierdas populistas y la entronización del macartismo.
Aquel declive coincidió con los primeros diagnósticos sobre el “fin” o la “muerte” de la revolución (Jesús Silva Herzog, Daniel Cosío Villegas, José Ezequiel Iturriaga, Leopoldo Zea…), que abrieron un intenso debate dentro del campo intelectual y la clase política mexicana en el arranque de la Guerra Fría.3 Mientras se reproducía el enunciado del agotamiento del fenómeno revolucionario mexicano, combatido por el discurso oficial del partido hegemónico, el anticomunismo calaba en amplios sectores de las sociedades latinoamericanas.
La depresión del ideal revolucionario, que se observa tras el derrocamiento del Gobierno de Jacobo Árbenz en Guatemala y el golpe de Estado contra Juan Domingo Perón en Argentina, llevó al ensayista venezolano Mariano Picón Salas a decir en 1958 que las revoluciones estaban de salida en la historia de América Latina.4 El “revolucionarismo” era una actitud intelectualmente equívoca y perezosa que conducía a dar un nombre ennoblecedor a cualquier cambio brusco de Gobierno, fuera por un golpe de Estado o una insurrección popular. Al año siguiente, con la entrada de Fidel Castro en La Habana, el concepto de revolución logró su mayor esplendor desde la caída de Porfirio Díaz en 1911. Hasta Arnold J. Toynbee, el sereno historiador de la London School of Economics, llegó a pensar que la revolución era la forma histórica por antonomasia de la civilización latinoamericana y caribeña.5
El segundo gran momento de expansión del ideal revolucionario en América Latina puede enmarcarse entre 1959, cuando triunfa la Revolución cubana, y 1979, cuando los sandinistas derrocan la dictadura de Anastasio Somoza en Nicaragua. Fue aquel un nuevo periodo de internacionalización de proyectos revolucionarios en el contexto de la Guerra Fría, pero también de irreductible diversidad en la teoría y la práctica de la revolución latinoamericana. Nada más habría que recordar que en aquellas dos décadas tuvieron lugar las guerrillas guevaristas y la vía chilena al socialismo de Salvador Allende, los militarismos izquierdistas de los Andes y la lucha armada urbana en el Cono Sur.
Este libro recorre muchos movimientos revolucionarios y populistas del siglo xx latinoamericano. Algunos como el aprista en Perú, el gaitanista en Colombia o el chibasista en Cuba no llegaron al poder. Otros, como el primer sandinismo nicaragüense o la Revolución cubana de 1933 se vieron rápidamente frustrados. En sentido estricto, el volumen recorre diez revoluciones: la mexicana de 1910 a 1940, la nicaragüense de los años veinte, la cubana de los treinta, el varguismo brasileño, el peronismo argentino, la guatemalteca de 1944 a 1954, la boliviana de 1952, la cubana de los sesenta, la chilena de 1970 a 1973 y la sandinista que triunfó en 1979. Diez revoluciones en un siglo, que hicieron del estilo revolucionario el motor de la historia continental.
Josep Fontana definió la historia del mundo a partir de 1914 como el “siglo de la revolución”.6 La definición no podría ser más precisa para la parte de ese mundo que constituyen América Latina y el Caribe desde 1910. Sin embargo, esa tradición parece haber llegado a su fin en las últimas décadas del siglo xx. Con las transiciones a la democracia desde diversos regímenes autoritarios, en los años finales de la Guerra Fría, las reglas del juego político cambiaron en la región. Todas las izquierdas que llegaron al poder desde entonces lo hicieron por vías democráticas y no propusieron una dislocación de la sociedad como la practicada en el siglo xx.
Si algo demuestran las más recientes experiencias de la izquierda gobernante latinoamericana, desde Hugo Chávez hasta Andrés Manuel López Obrador, es que la tradición revolucionaria del siglo xx puede ser simbólicamente aprovechada desde las democracias del xxi. Pero una vuelta a la destrucción del orden social y a la refundación del sistema político parece descartada por las izquierdas hegemónicas. La democracia, con todos sus límites y todas sus impugnaciones, establece cauces institucionales y legales para el cambio social. En ese horizonte, la revolución, como método y espíritu, pierde presencia después de un siglo de apabullante protagonismo.
Un efecto distorsionante de la caída del muro de Berlín y la hegemonía neoliberal de fines del siglo xx fue que se asumió la transición a la democracia como rebasamiento de las coordenadas de la cultura política revolucionaria. Como pudo verse en la primera mitad década del siglo xxi, la aspiración a un desahogo democrático de demandas de igualdad económica, justicia social y soberanía nacional sigue estando viva en la izquierda latinoamericana. El fracaso de tantos proyectos inscritos en esa tradición, por sus propias derivas autoritarias o por la reacción implacable de la derecha, no hace más que confirmar la vigencia del ideal de las revoluciones democráticas en el siglo xxi.
La Condesa, Ciudad de México,
Navidades de 2020
1 Hobsbawm, 2017, p. 283.
2 Thompson, 2016, pp. 353-357.
3 Ross, 1972, pp. 25-60.
4 Picón Salas, 1958, p. 42.
5 Gaos, 1962, p. 7.
6 Fontana, 2017, pp. 11-13.
introducción
el siglo de la revolución
En un conocido pasaje de La rebelión de las masas (1929), José Ortega y Gasset, pensando en Europa, aseguraba que el xix había sido el siglo de la revolución.1 Ya para entonces, fines de los años veinte, la atracción juvenil por el bolchevismo se había disipado y el filósofo español observaba que la idea noble de revolución, en la Italia de Mussolini o en la Rusia de Stalin, se convertía en “el perfecto lugar común”.2 No pensaba, desde luego, Ortega –como décadas después lo haría el marxista británico Eric Hobsbawm– en América Latina, donde comenzaba a escenificarse lo contrario: la idea y la creencia en la revolución, no como interrupción, sino como aceleración de la historia, como lógica del cambio total, económico, social, político y cultural de una sociedad.3 Es evidente, como ha sostenido Alan Knight y otros historiadores, que entre 1910 y 1940, el tipo de revolución que se produjo en México no fue marxista o socialista, pero fue “real”.4 El concepto de revolución que asumieron sus actores, en muchos casos, fue leninista sin saberlo, fabianamente leninista, por así decirlo.
La tradición liberal del siglo xix (Constant, Tocqueville, Stuart Mill…), como advirtiera Norberto Bobbio, aceptaba la idea de la revolución como cambio gradual de un orden social y político.5 Desde las primeras líneas del célebre Discurso sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos (1819), Constant llamaba “feliz” a la Revolución de 1789, por su resultado a la larga de un Gobierno representativo en Francia, aunque deploraba sus “excesos”, aludiendo no solo al jacobinismo, sino también al bonapartismo. En América Latina, como ha ilustrado Antonio Annino, la historiografía decimonónica sobre las revoluciones de independencia (Mier, Alamán, Mora, Lastarria, Bello, Mitre…) reprodujo aquella idea antijacobina de la revolución, estableciendo analogías entre el terror y los momentos de mayor violencia antiespañola.6 Para fines del siglo xix, la idea de revolución que predominaba en la región estaba asociada a la revuelta, el levantamiento militar o, incluso, a un proceso de reformas desde el Estado, y no con el cambio del orden social y político.
Revoluciones eran, como advirtió el pensador argentino Ezequiel Martínez Estrada, en México, la de Tuxtepec en 1876; en Argentina, la del Parque en 1890, y en Chile la antibalmacedista o “guerra civil” de 1891: las tres, sublevaciones militares o cívicomilitares contra un Gobierno legítimo.7 Mucho más cercanos al concepto de revolución, como cambio del orden social y político y no como remoción violenta de un Gobierno, fueron el golpe militar republicano de 1889 en Brasil o la última guerra de independencia cubana, que no reclamaron plenamente para sí el término de revolución. José Martí en Cuba y Ruy Barbosa en Brasil dotaron aquellos movimientos republicanos y abolicionistas de un sentido revolucionario, pero la mayoría de los actores y líderes de esos procesos se imaginaban parte de un quiebre del régimen colonial que no removería la estructura social más allá del tránsito al trabajo libre de millones de esclavos.
El liberalismo latinoamericano del siglo xix legó dos maneras de conceptualizar la revolución: como revuelta o como reforma. El primer concepto significaba la vía violenta o insurreccional de acceso al poder; el segundo, la aplicación de medidas de modernización social desde el Estado constituido. En el México del siglo xix, los mayores intentos de transformar la sociedad posvirreinal, el de Mora y Gómez Farías en los años treinta y el de Juárez y Ocampo en los cincuenta, se autodenominaron “reformas”. A principios del siglo xx, los proyectos de Carlos E. Restrepo en Colombia e Hipólito Yrigoyen en Argentina asumían la terminología revolucionaria desde un punto de vista reformista y republicano que demandaba poner fin al militarismo y el autoritarismo de la región. En noviembre de 1910, en México, esa manera latinoamericana de entender la revolución cambió en ambos sentidos: como asonada o golpe y como reforma o transformación desde arriba. A partir de entonces, en América Latina comenzará a circular un ejemplo histórico de revolución que era, a la vez, una insurrección popular y un vuelco al orden social y político de una típica república de orden y progreso.
la revolución con mayúscula
Siempre vale la pena regresar a los escritos políticos de Lenin entre las revoluciones de febrero y agosto de 1917, en Zúrich o en Petrogrado, y al ensayo El Estado y la revolución (1917) que escribió en aquel verano en su último exilio en Finlandia. Allí esbozaba la existencia de una lógica o, más bien, una dialéctica revolucionaria a través de dos o más fases.8 Con la Comuna de París y los textos de Marx y Engels sobre aquel proceso a la vista, el líder bolchevique suponía que la etapa demócrata burguesa de la Revolución rusa sería rebasada por otra, socialista, impulsada por los soviets de obreros, campesinos y soldados y el partido bolchevique. El tránsito socialista respondía a un curso natural que Lenin creía descifrado en los textos de Marx y Engels y en la propia historiografía liberal sobre la Revolución francesa. No en balde establecía equivalencias entre los bolcheviques y los jacobinos y catalogaba el golpe de Kornílov como “bonapartismo”. En Lenin el concepto de revolución correspondía a la experiencia de un sujeto metahistórico.9
Pero la Revolución con mayúscula, a pesar de tener un camino teóricamente trazado, requería de la voluntad y la inteligencia de los bolcheviques para triunfar, ya que se trataba de “un viraje brusco en la vida del pueblo”.10 Este viraje que implicaba una aceleración de la historia: “En tiempos revolucionarios millones y millones de hombres aprenden en una semana más que en un año entero de vida rutinaria y soñolienta”.11 Edward Hallet Carr, François Furet y otros historiadores abusaron de aquella analogía entre jacobinismo y bolchevismo, dando pie al equívoco de la “revolución congelada” que estudiara Ferenc Fehér en los años ochenta. La idea de la Revolución rusa, tanto de Lenin como de Trotski, integraba las dos revoluciones, la de febrero y la de octubre, y no remitía al antecedente del terror, sino al de la Convención republicana de 1792 y a la Comuna de París.12 En todo caso, al articular un concepto metahistórico de revolución, que rebasaba y a la vez integraba las propias corrientes internas rusas –demócratas constitucionalistas, mencheviques, anarquistas, socialdemócratas–, el bolchevismo favorecía un análisis anatómico del fenómeno revolucionario como el que emprendería en los años treinta el historiador británico Crane Brinton.13
Reinhart Koselleck sostiene que luego de 1789 en Francia, la revolución, además de como un concepto, empezó a operar como una metáfora del lenguaje político moderno. A partir de entonces, la revolución fue una “necesidad histórica”, un “agente autónomo”, un “actor histórico mundial”, un “genio”.14 Lenin lo dirá con un proverbio ruso: “Echa a la naturaleza por la puerta de la casa y entrará por la ventana”.15 En México, esa construcción semántica arranca cuando diversos movimientos regionales, con bases sociales, liderazgos y programas específicos, como los de Pascual Orozco en el norte y Emiliano Zapata en el sur, respaldan el Plan de San Luis Potosí y el levantamiento antirreeleccionista de Francisco I. Madero y luego se oponen al primer Gobierno revolucionario. Los manifiestos antimaderistas de fines de 1911 o principios de 1912, el de Tacubaya de Emilio Vázquez Gómez, el de Ayala de Emiliano Zapata o el de Ciudad Juárez de Pascual Orozco, marcan el momento en que el concepto de revolución se vuelve una entidad metahistórica.
El Plan de San Luis Potosí mencionaba varias veces la palabra revolución para asociarla al significado de ‘insurrección’ y la R mayúscula que se reiteraba era la de República. Pero en aquellos documentos antimaderistas sí aparece, desde las primeras líneas, la poderosa metáfora de la Revolución con mayúscula.16 Vázquez Gómez hablaba de una “Revolución gloriosa del 20 de noviembre…, frustrada” por Madero: primera presencia, tal vez, del tópico de la revolución traicionada en México.17 Los zapatistas también desconocían a Madero como “jefe de la Revolución”, que escribían con mayúscula, pero adjetivaban la nueva revolución como Revolución Libertadora, que compartían con los orozquistas y que pronto comenzará diferenciarse regionalmente como “Revolución del Sur y Centro de la República”, según la Ley Orgánica de noviembre de 1911.18 Es Orozco, en sus manifiestos de marzo de 1912 quien formula de manera cabal la metaforización del concepto. El líder norteño hablaba de una “revolución maderista”, con minúscula, que había sido dejada atrás por la “gran revolución de principios y a la vez de emancipación” que había triunfado en Ciudad Juárez y que, luego de la traición de Madero, “va hacia delante”.19
El lenguaje político de Madero era profundamente republicano, así como el de Carranza, en el Plan de Guadalupe, era constitucionalista. El concepto central de aquel breve documento carrancista no era la república o la revolución, sino la Constitución. Madero era el presidente constitucional legítimo, derrocado y asesinado por el traidor Victoriano Huerta; el nuevo Ejército se llamaría Constitucionalista y su líder, el gobernador constitucional del estado de Coahuila, Venustiano Carranza, asumiría el título de primer jefe del Ejército Constitucionalista.20 Es sabido que algunos firmantes del Plan de Guadalupe (Lucio Blanco, Jacinto B. Treviño, Rafael Saldaña Galván, Francisco J. Múgica y Aldo Baroni) conminaron a Carranza a que incorporara al texto algunas reformas sociales en materias agraria y obrera, pero el líder insistió en que era preciso limitarse al legitimismo constitucionalista para derrocar a Huerta.21
En un manifiesto de Zapata, el 4 de marzo de 1913, pronunciado desde Morelos, el líder sureño presentaba el cuartelazo de Huerta como el origen de una tercera dictadura, que continuaba la de Díaz y la de Madero, y que se “burlaba de la revolución”, de sus “ideales” y de sus “frutos”.22 Cosa que, al decir de Zapata, “no permitirá ni tolerará” la propia revolución, que “no depondrá las armas hasta no ver realizadas sus promesas y luchará con esfuerzo titánico hasta conseguir las libertades del pueblo, hasta recobrar las usurpaciones de tierras, montes y aguas del mismo y lograr por fin la solución del problema agrario”.23 En el zapatismo se producía la sinécdoque más poderosa, en la disputa por el sentido de la Revolución mexicana: una revolución que seguía siendo la originaria de 1910, cuyo proyecto de “Reforma Política y Agraria”, también con mayúsculas, la definía ideológicamente.
Como ha sugerido recientemente Ignacio Marván, el constitucionalismo del movimiento carrancista, referido a la Constitución de 1857, tampoco era ajeno a la demanda de reforma agraria, social y política.24 Desde sus orígenes, en 1913, el carrancismo incluyó, junto con la restauración del texto de 1957, una voluntad reformista que muy pronto giró a favor de un nuevo proceso constituyente. Esto explica que, primero, la Convención de Aguascalientes y, luego, el Congreso Constituyente de Querétaro demostraran que, en nombre de la revolución originaria de 1910, podía articularse una demanda de síntesis ideológica del programa revolucionario mexicano. Más allá de las evidentes diferencias entre cada corriente interna, ese programa logró plasmarse con nitidez en la Constitución de 1917 y en la política de los primeros Gobiernos posrevolucionarios, especialmente con Álvaro Obregón entre 1920 y 1924 y con Lázaro Cárdenas entre 1934 y 1940. La idea de la Revolución mexicana que se difundió con tanta intensidad en América Latina en la primera mitad del siglo xx fue esa: la de un movimiento popular que aplicaba una reforma agraria desde premisas comunales, establecía el dominio público sobre los recursos energéticos, alfabetizaba y elevaba el nivel educativo de la población, respetaba la autonomía universitaria, distribuía derechos sociales, afirmaba la soberanía de la nación e introducía un laicismo anticlerical en las relaciones entre el Estado y la Iglesia.
En la mayoría de los países latinoamericanos, ese programa, especialmente en la versión compacta del artículo 27, esto es, la reforma agraria comunal y la propiedad nacional sobre el subsuelo, circuló como emblema de la ideología revolucionaria. Emblema que, como sostienen los estudios de Guillermo Palacios, Pablo Yankelevich y María Cecilia Zuleta, lo mismo activó gestiones de solidaridad con México en tiempos de la dictadura de Victoriano Huerta y alentó peregrinajes o exilios como los de Manuel Baldomero Ugarte, Víctor Raúl Haya de la Torre, Julio Antonio Mella y Aníbal Ponce, que propiciaron la instalación de la experiencia mexicana como paradigma del cambio social.25 Los populismos de mediados del siglo xx también echaron mano de aquel paradigma, pero en la mayoría de los casos desecharon el sentido comunal del agrarismo mexicano.
La idea de la revolución viajó de México al Brasil de Vargas y a la Argentina de Perón, arraigó en el aprismo peruano y su poderosa influencia en las izquierdas no comunistas de los Andes y el Cono Sur, y articuló los movimientos nacionalistas revolucionarios en Centroamérica y el Caribe hasta 1959. Lo mismo por vía insurreccional, como en los casos de Sandino y Farabundo Martí en Nicaragua y El Salvador, en los años veinte y treinta, o de las organizaciones vinculadas a la Legión del Caribe en los cuarenta, que a través de movimientos cívicos y electorales como los de Juan José Arévalo y Jacobo Árbenz en Guatemala; Víctor Paz Estenssoro y el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) en Bolivia; Jorge Eliécer Gaitán en Colombia, o Eduardo Chibás en Cuba, toda la ideología revolucionaria latinoamericana estuvo poderosamente endeudada con el México de la primera mitad del siglo xx.
Aunque coincidió temporalmente con el varguismo en Brasil y el arranque del peronismo en Argentina, el cardenismo mantuvo el efecto multiplicador de la cultura política revolucionaria hasta bien entrada la Guerra Fría. La reactivación del reparto ejidal, la nacionalización ferroviaria y petrolera, el voto femenino, la solidaridad con la República española y el asilo a León Trotski, a la vez que generaban no pocas tensiones con la izquierda comunista, alentaron el nacionalismo revolucionario, sobre todo en la región de Centroamérica y el Caribe, como se constata la experiencia guatemalteca y cubana de los años cincuenta.26 El varguismo y sobre todo el peronismo también ejercieron una poderosa atracción sobre la juventud latinoamericana a fines de los cuarenta y durante todos los cincuenta, como se observa en Venezuela, Colombia o Cuba.
de méxico a cuba
La Revolución cubana de 1933 fue uno de los tantos procesos inspirados por el México revolucionario. Sus líderes, Ramón Grau San Martín, Fulgencio Batista y Antonio Guiteras admiraban al gran país vecino. En sus viajes a México, Batista se reunía con Lázaro Cárdenas y se presentaba como defensor en la isla de las ideas de Querétaro. La influencia de la Revolución mexicana se constata hasta bien entrados los años cincuenta en Cuba, durante la etapa insurreccional de la lucha contra la dictadura. En la Constitución de 1940 y en los programas de los dos principales partidos de la oposición al régimen batistiano, el Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) (PRC) y el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) (PPCO), la ideología predominante era un nacionalismo revolucionario muy parecido al del Partido Revolucionario Institucional (PRI). La cúpula de ambos partidos y sus juventudes, dentro de las que se encontraban líderes de las dos principales organizaciones revolucionarias de los cincuenta, el Movimiento 26 de Julio (M-26-7) y el Directorio Revolucionario Estudiantil (DRE), como Fidel Castro y José Antonio Echeverría, vivió exilios o breves residencias en México.27
Comparada con la mexicana, la cubana de los cincuenta fue una revolución menos heterogénea. El liderazgo de las guerrillas de la Sierra Maestra y el Escambray era fundamentalmente de clase media urbana, mientras que las bases de los pequeños comandos armados, que nunca rebasaron los tres mil hombres, eran campesinas. La Revolución cubana se vuelve un fenómeno de masas luego del triunfo de enero de 1959, cuando los sindicatos se vuelcan a las tareas revolucionarias, se crean las milicias, la reforma agraria involucra a la mayoría del campesinado y la Campaña de Alfabetización politiza a la pequeña burguesía que no intervino en la insurrección. Si la fase insurreccional de la Revolución cubana duró apenas dos años, entre enero de 1957 y enero de 1959 –en el Escambray, la guerrilla arrancó en febrero de 1958, luego del desembarco de las tropas de Faure Chomón en Nuevitas–, el periodo de construcción del Estado socialista puede enmarcarse entre 1960 y 1976.28
Desde un punto de vista ideológico, los programas del M-26-7 y el DRE no se diferenciaban sustancialmente de los de los partidos PRC y PPCO. La radicalización socialista o marxista-leninista también es un fenómeno posterior a la victoria de enero de 1959, en medio de la confrontación con Estados Unidos, que se intensifica a partir de la primavera de 1960, luego del acuerdo comercial entre Fidel Castro y Anastás Mikoyán de febrero de ese año. Una vez asumida la identidad socialista del proyecto cubano, en los días de playa Girón, el gran dilema al que se enfrentará la dirigencia revolucionaria será el de sumarse o no al bloque soviético y al modelo de los socialismos reales de Europa del Este. Las mayores resistencias a ese designio, impulsado por el viejo Partido Comunista, provendrán, después de la crisis de los misiles, del guevarismo y, en menor medida, del nacionalismo revolucionario no comunista del M-26-7 y el DRE.29
Las diversas purgas y polémicas de los años sesenta en Cuba, que se asocian con los llamados procesos del “sectarismo” y la “microfracción”, ilustran las fisuras del campo revolucionario en el poder.30 Vistas en el espejo mexicano, aquellas fisuras fueron menores, si se recuerda que aquí los principales líderes de la revolución se enfrentaron entre sí por medio de las armas. La primera oposición al poder revolucionario, clandestina o armada, fue ante todo anticomunista o específicamente católica, como se observa en organizaciones como el Movimiento de Recuperación Revolucionaria, el Movimiento Revolucionario del Pueblo o en las guerrillas contrarrevolucionarias del Escambray que subsistieron hasta 1967. La concentración del máximo liderazgo de la revolución, tanto en la etapa insurreccional como en la de la construcción socialista, en la persona de Fidel Castro dio al proceso cubano una mayor unidad política, pero también restó solidez y retardó la institucionalización del nuevo Estado en su primera década.
Esa ralentización no impide hablar, por supuesto, de un “poder revolucionario”, en términos de Juan Valdés Paz, que se constituye y evoluciona a lo largo de varias fases (1959-1963, 1964-1974, 1975-1991, 1992-2008, 2009-2019), que corresponden a periodos concretos de la política doméstica e internacional del Estado cubano y su interacción con la sociedad de la isla.31 Si bien en esa evolución hay una continuidad institucional evidente, entre la Constitución de 1976 y la de 2019, basada en el partido comunista único, los órganos del poder popular o la economía planificada, fuertemente orientada al gasto público en derechos sociales, los largos liderazgos de Fidel y Raúl Castro aseguran una unidad o cohesión de mando que impacta desde el nivel de la gobernanza hasta el de los afectos.