Buch lesen: «Peregrinos del absoluto»

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Rafael Narbona

Peregrinos del absoluto

La experiencia mística

Prólogo de

Javier Gomá



© Taugenit S. L., 2020

© Rafael Narbona Monteagudo, 2020

© del prólogo, Javier Gomá Lanzón

Diseño de cubierta: Gabriel Nunes

Edición digital: José Toribio Barba

ISBN digital: 978-84-17786-19-9

1.ª edición digital, 2020

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Índice

Prólogo. Por Javier Gomá Lanzón

Introducción. La llama mística

Teresa de Jesús. Mística de la felicidad

Juan de la Cruz. Mística del desamparo

Blaise Pascal. Mística del corazón

William Blake. Mística de la imaginación

Søren Kierkegaard. Mística de la libertad

Miguel de Unamuno. Mística de la duda

Rainer Maria Rilke. Mística de la noche

Georges Bataille. Mística de la transgresión

Simone Weil. Mística del amor fati

Emile M. Cioran. Mística de la nada

Etty Hillesum. Mística de la alegría

Thomas Merton. Mística del rostro


Prólogo

Somos contingentes, podríamos ser de una manera o podríamos, más radicalmente, no ser. Somos imperfectos y nos resulta fácil imaginar un mundo mejor, limpio de tantas máculas que lo afean. Nuestro conocimiento es limitado, expuesto a mil incertidumbres que lo oscurecen. Somos seres históricos, hijos de una tradición particular y variable que nos condiciona y nos explica. Teniendo presente todo lo anterior, un cierto relativismo hace justicia a nuestra mudable condición y, paralelamente, un cierto escepticismo en el ser y el conocer parece convenir a las vicisitudes de nuestra naturaleza.

Ahora bien, siendo como somos, sentimos un anhelo que nos trasciende. Somos particulares capaces de presentir la difusa generalidad de las cosas, individuos singulares abiertos a la totalidad del ser, conciencias personales dotadas de una imaginación abarcadora del universo entero. Aunque nuestra experiencia es fragmentaria, somos aptos de concebir un absoluto que está por encima de las antinomias irresolubles que afligen nuestra existencia.

Peregrinos del absoluto sugiere esa doble dimensión. Los peregrinos somos nosotros, que recorremos el camino de la vida. El absoluto —eso que por definición está «absuelto», libre e independiente de cualquier limitación— se cierne sobre los peregrinos más allá del camino y, desde su atalaya inalcanzable, nos incita, nos convoca, nos interpela como una alternativa, quizá imposible pero atrayente, a la insuficiencia de nuestra vida mortal.

En principio, la relación que tenemos con lo absoluto es de distancia infinita. De un lado nosotros, de otro lo absoluto, que por eso mismo es lo absolutamente otro de nosotros. Ninguna de nuestras potencias ordinarias nos pone en conexión directa con ello porque seguimos secuestrados por los límites de la experiencia.

Pero he aquí que determinados estados alterados del espíritu humano, fuera de la experiencia ordinaria, obran lo inesperado en algunos individuos carismáticos que logran peraltarse hasta el absoluto, convulsionando la cotidianidad en que habitualmente moramos. Ha habido filosofías, como las de Plotino, Nicolás de Cusa, Leibniz o Hegel, que han tratado de apresar el absoluto en el concepto. Pero la palanca, el resorte de esa alteración maravillosa de la conciencia suele ser un sentimiento extático que desborda los cauces por donde discurre la normalidad humana y da a parar a lo inefable, lo indecible, lo indefinible, lo inabarcable, confundiéndose en las aguas de esta inmensidad.

La mística nos descubre una grandeza abarcadora que está más allá de las cosas humanas y con respecto a la cual estas, anudadas entre sí, toman los contornos que le son propios. Somos relativos en comparación con otra realidad que no lo es: así que lo absoluto conocido por el sentimiento místico nos constituye en la contingencia trascendente que somos. Los estudios que componen Peregrinos del absoluto serían, por esta razón, oportunos en cualquier época de la cultura, porque atañen a la invariable condición humana. Pero lo son particularmente en la nuestra, toda vez que la Modernidad tardía ha declarado su descreimiento sobre cualquier modalidad de absoluto. Hemos pasado del sano relativismo —que nos protege frente al riesgo de beatería hacia lo que no merece misticismo ninguno— a un relativismo furioso, obnubilado, que nos desposee de la idea de Todo y clausura cualquier forma de mística, privándonos, por tanto, de una experiencia constitutiva de lo humano.

Los doce testimonios que nos presenta Rafael Narbona, la mitad de ellos del pasado siglo XX, contemporáneos nuestros, conforman una galería impresionante de místicos, cada uno a su manera, pero unidos por el elemento común de ser escritores que usan la literatura para registrar su vivencia extrema y comunicarla a los demás. La mayoría son místicos del Dios bíblico, Ser supremo, pero no faltan místicos inversos de la Nada también suprema, de la eternidad de la gran poesía, del divino arte de la imaginación o del erotismo febril que transgrede los confines dados. Cada uno de los retratos dibuja un ensayo sobrehumano de ser humano; el conjunto nos convence sobre la necesidad de dotarnos de una capa de misticismo que sacuda nuestra cotidianidad intrascendente y le haga incisiones, mellas y hendiduras, aunque sea por algunos instantes, para que se permee de algo mayor. El estilo del ensayo, escrito como en trance que imita el de los retratados, contribuye decisivamente al resultado.

Rafael Narbona ha acertado, en mi opinión, en el tema y en la forma de contarlo. Estas líneas solo quieren ser una invitación a la lectura de este bello libro.

Javier Gomá Lanzón


Introducción. La llama mística

La llama mística sigue viva en la época del eclipse de Dios. El desencantamiento del mundo no ha logrado borrar el anhelo de trascendencia del ser humano. La nostalgia del infinito continúa encendiendo nuestra mente. Lo místico suele relacionarse con los orígenes, con las primeras manifestaciones de lo sagrado, con la incandescencia de las teofanías más primitivas, pero, en el momento actual de crisis del sentimiento religioso, se ha convertido en un signo del porvenir. Para los creyentes, ser místico ya no será una posibilidad, sino una necesidad en un mañana que empuja a los dioses hacia un exilio sin grandeza.

Es indudable que se ha abusado del término «místico». ¿Qué es lo místico? ¿Podemos definirlo? Según Wittgenstein, lo místico es que el mundo exista, que haya algo en vez de nada. En las lenguas latinas, lo místico evoca el misterio, lo que no comprendemos, aquello que se revela inaccesible a la razón y a la palabra, pero que —desde su oscuridad— no cesa de convocarnos imprimiendo espesor a nuestras vidas. Ni el Nuevo Testamento ni los Padres apostólicos hablan de misticismo. El término no aparece en el lenguaje cristiano como adjetivo hasta el siglo III. Clemente de Alejandría y Orígenes lo introducen para oponer la interpretación alegórica de las Escrituras al sentido literal. La letra mata; el espíritu, que siempre va más allá de lo inmediato, vivifica. En el terreno del culto, san Atanasio habla de la «copa mística». «Mística» porque el rito apunta hacia ese Dios que se esconde y al que no reconocimos cuando se acercó a nosotros tanto que pudimos matarlo. Lo místico apunta a las verdades más profundas, a lo más íntimo e inefable. Esta tensión revela que la raíz última de lo real no es visible. El mundo físico está soportado por algo que no es evidente. Si queremos conocer ese fundamento deberemos desprendernos de los prejuicios que nos confinan entre límites empobrecedores.

A finales del siglo V, la mística cristiana adquiere consistencia filosófica con el Pseudo-Dionisio. Frente al conocimiento deductivo y estrictamente racional se perfila la unión inmediata y extática con Dios. No es una experiencia que pueda objetivarse conforme a las exigencias cartesianas de claridad y distinción, sino una penumbra iluminada por un amor ardiente. No hay evidencias, aunque sí una certeza inflamada por el encuentro con lo sobrenatural. Hasta el siglo XVII, la mística no alcanza la condición de sustantivo. A partir de entonces, lo místico será un tipo de experiencia que delimita una región en la que la razón —al menos, la razón físico-matemática— se revela impotente. El contacto con Dios exige que el ser humano se descalce y avance desnudo aceptando que el lenguaje es un pobre cayado y la razón una pordiosera. ¿Puede existir la mística al margen de las religiones positivas? ¿Es posible un misticismo estrictamente subjetivo en el que la conciencia prescinda de cualquier mediación o dogma? Gershom Scholem entiende que no: «No cabe una mística abstraída del sistema al que pertenece. El místico anarquista de su propia religión es una invención sin fundamento. Los grandes místicos han sido fervorosos adeptos de su religión». La mística es una experiencia que —casi— siempre acontece en el seno de una tradición, canalizada por un lenguaje religioso determinado. Podemos ampliar, no obstante, el ámbito de la mística si entendemos que es una experiencia del absoluto. Dios, el Espíritu, el Todo, el Universo, el Ser o incluso la Nada son susceptibles de movilizar la conciencia inspirando una vivencia mística. Lo místico no es solo la conciencia directa de la presencia divina; es un estado donde el conocimiento no se objetiva en conceptos, sino en vivencias situadas en el límite de lo que se puede contar y expresar. De ahí que la mística recurra a la poesía, el género que no concibe la palabra como una herramienta, sino como una revelación.

La mística no es una vivencia colectiva. Tiene lugar fuera de la sociedad y la historia. El contemplativo busca la soledad para desposarse con el absoluto. Se aparta del mundo, pero no odia el mundo. Busca esa hendidura que permite atisbar lo que no aparece en la experiencia cotidiana. Algunos consideran que es un camino abocado al fracaso; otros entienden que es la senda de la salvación. El místico palpa lo infinito en lo finito; conoce el trasfondo que sostiene lo contingente animando su vida y su continuidad. La experiencia mística es un momento de discontinuidad que, sin embargo, muestra la profunda continuidad y la unidad del ser. Su apertura a lo infinito ensancha lo real. Frente al cosmos cerrado de la visión científica, postula un universo abierto, con una dimensión espiritual. La presencia no se agota en lo manifiesto; es necesario interpretarla y repensarla, pero siempre habrá algo que se nos escape y que no podamos comprender con el lenguaje de la filosofía o de la ciencia. La poesía y la música no creen en los significados inequívocos, sino en las paradojas. Lo sagrado nunca podrá percibirse con nitidez; por eso violenta el lenguaje, exigiéndole más de lo que puede expresar. El infinito siempre será misterio, enigma, «ángel terrible» que nos hiere y nos salva, nos desconcierta y nos rescata. «Qué sea Dios —escribe Silesius—, lo ignoramos; no es la luz, ni el espíritu; ni la verdad, ni la unidad; no es lo que llaman deidad; no es sabiduría ni entendimiento; no es amor ni voluntad, ni bondad; no es una cosa ni su contrario; no es esencia ni sensibilidad; es lo que ni tú ni yo ni criatura alguna ha sabido jamás antes de haberse convertido en lo que él es». Juan de la Cruz emplea antítesis para referirse a sus experiencias místicas: Dios es una «llaga» que hiere tiernamente, «cautiverio suave», «música callada», «soledad sonora». Se llega a Él mediante el silencio, el retiro, la oración, la humildad, la oscuridad, la confianza total.

Los fenómenos extraordinarios de la vida mística, como, por ejemplo, la levitación, los estigmas o el ayuno místico nos producen perplejidad. Conviene subrayar que la mística no es magia, sino ontología y postula que lo real no se agota con lo que llamamos «naturaleza». «Hay cosas fuera de ella —escribe C. S. Lewis en Los milagros—; no sabemos aún si pueden penetrarla. Las puertas pueden estar cerradas a cal y canto o puede que no lo estén». La mística golpea esas puertas y obtiene una respuesta que puede despertar asombro, veneración o incredulidad, si bien no siempre es la misma. Algunos místicos descubren que «todo es uno y uno es todo». Esa vivencia de la totalidad es una forma de comunicación con la naturaleza. Liberada de la servidumbre del yo, el alma individual se expande y abraza el ser adquiriendo una conciencia cósmica en la que se borra la escisión entre lo exterior y lo interior. En otros casos, se produce el encuentro con el fondo último del ser, la potencia de la que todo procede y que está más allá del tiempo y el espacio, pero que en sí misma es el origen del tiempo y el espacio. En ciertas tradiciones, la unión del alma con Dios se produce mediante el amor. No es un acto de comprensión, sino un encuentro personal.

Cada tipo de experiencia alumbra una visión diferente del mundo: profana, monista o teísta. En todos los casos se experimentan sentimientos de gozo, liberación, paz e inefabilidad. Teresa de Jesús canta de felicidad tras sus encuentros con el Esposo. Cioran tiembla de ebriedad ante la posibilidad de fundirse con la Nada por medio del suicidio. Rilke se emociona escuchando a un coro de niños en una iglesia española, sintiendo que se adentra en el misterio de lo sagrado. Bataille se estremece al contemplar la fotografía de una ejecución por medio del martirio de los mil cortes o de los cien pedazos. Hay una mística atea, que identifica lo absoluto con la Nada o el Espanto. No me parece inoportuno afirmar que los últimos balbuceos de Kurtz en El corazón de las tinieblas, la famosa novela de Joseph Conrad, expresan una vivencia mística. Kurtz ha conocido el fondo último de la vida, el corazón de ese claroscuro donde transcurre nuestra existencia, y solo es capaz de balbucir: «El horror, el horror». La magdalena de Proust también es una vivencia mística. Se trata de una especie de eucaristía profana en la que el pasado vuelve a la vida. La memoria actualiza lo que fue, mostrando que nada muere, que hay una permanencia que solo se hace visible mediante el arte.

A veces el absoluto se revela a través de la música. Berlioz abrió los ojos del alma a García Morente, hasta entonces escéptico. Freud asimila la experiencia mística a un «sentimiento oceánico»; admite que nunca había experimentado algo así, pero también reconoce que carece de sensibilidad para la música. En las Upanishads, los doscientos libros sagrados del hinduismo, la experiencia mística conduce al centro de la rueda de la existencia y revela la profunda unidad de todas sus partes. El místico hindú trasciende la división sujeto-objeto y la dualidad espíritu-ser participando en la transparencia perfecta de lo absoluto. Es una ruptura, una discontinuidad, un salto en el vacío: «Hace cesar el mundo fenoménico; es tranquilo y dulce». En la mística budista se produce la liberación total; no es experiencia de Dios, sino una visión del flujo existencial, o samsara, experimentado en su verdadera realidad, con toda su carga de dolor inútil y recurrente. La liberación del samsara conduce al nirvana, que solo puede definirse con fórmulas negativas, como cesación del sufrimiento o desapego. El nirvana es «la otra ribera», un refugio en medio del caos, una isla en mitad de una inundación; es pacificación, verdad, pureza; también, lo casi innombrable e incognoscible: «Nadie puede medirlo. / Para hablar de él no hay palabras. / Lo que el espíritu podría concebir se desvanece. / Todo camino está cerrado al lenguaje».

En el taoísmo, la experiencia mística implica respeto hacia la autonomía de la realidad. Es la vía del wu wei, que expresa conformidad con el Tao, la potencia indefinida de la que procede todo, el principio eterno y trascendente que no pude ser explicado por medio de conceptos y que ni siquiera puede ser nombrado: «El que lo conoce, no habla; y el que habla, no lo conoce». El Tao no es acción, pero no cesa de producir realidad. Su poder, como señala Lao Tzu, se parece a la acción del agua, cuya suave obstinación acaba rompiendo la poderosa roca: «Lo más blando o débil del mundo / vence a lo más duro». El taoísmo no promete la inmortalidad. El sabio acepta con serenidad la muerte, pues sabe que es una ley de la naturaleza. La mística taoísta solo ofrece participar en la vida del Tao.

¿Existe una mística judía? Si por «mística» se entiende la unión directa con Dios, la respuesta es negativa, pero si —empleando palabras de Gershom Scholem— definimos esta como «una conciencia o una percepción experiencial de realidades divinas», la contestación es afirmativa. Las enseñanzas esotéricas de la Cábala deben interpretarse como ritos que nos permiten participar en el drama del mundo, ejerciendo un grado de comprensión inasequible para el no iniciado. Los encuentros de Moisés con Yahvé en el Sinaí forman parte de esa trama o vivencia, transformada en conocimiento mediante la celebración de misterios o sacramentos. El simple hecho de recitar los Salmos puede considerarse una vivencia mística, pues nos revela la proximidad de Dios y su inapreciable amor. El Antiguo Testamento está lleno de momentos místicos: el anhelo de Moisés de ver el rostro de Dios; el hallazgo de Elías, que reconoce a Dios en el susurro de la brisa; la prueba de Job, que no pierde la confianza en Dios pese a las calamidades que se abaten sobre su familia y su casa.

La mística cristiana comienza con Pablo de Tarso, que cambia de vida y de creencias tras encontrarse con Cristo mientras se dirigía a Damasco. A partir de entonces, el yo pasa a segundo término para abrirse a la trascendencia. En la Carta a los gálatas leemos: «Vivo yo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí». Es el punto de partida de las distintas alternativas que surgirán en la tradición cristiana para unirse con Dios: la vía afectiva (Bernardo de Claraval), la mística amorosa (Hildegard von Bingen, Juliana de Norwich), la mística especulativa o del ser (Maestro Eckhart, John Tauler, Henry Suso, Jan van Ruysbroek, Enrique Herp). La mística cristiana es una interiorización del misterio de un Dios personal, encarnado, que nos permite acceder al Padre y al Espíritu Santo. No constituye una forma de evasión, sino una profundización de la fe. La mística cristiana es cristología. Cristo es la cabeza del cuerpo místico, la iglesia universal que comprende a todos los vivos y los muertos. Como apunta Hans Urs von Balthasar, la mística cristiana desde san Juan de la Cruz «es directamente cristocéntrica y solo mediante Cristo es teocéntrica, pero no es una mística filosófica, sino teológica, fundada en la imitación de Jesucristo, y […] en ella todas las palabras del Antiguo Testamento se ordenan concéntricamente en torno al anonadamiento del Verbo de Dios en la Cruz». En la misma línea, Juan de la Cruz subraya que Cristo es «nuestro ejemplo y luz». La figura de Cristo permite al hombre adentrarse en el seno de la Trinidad. Su humanidad es la puerta que nos conduce al misterio de Dios. La experiencia mística no es una vivencia aislada, sino algo que permanece e impulsa en la conducta un cambio radical. Pablo de Tarso se convierte en otro tras toparse con Cristo. Es un «hombre nuevo» iluminado por la fe. La mística cristiana tiene una dimensión eclesial y una dimensión ética: la dimensión eclesial incorpora al creyente al cuerpo místico de la iglesia; la dimensión ética comporta un dinamismo evangelizador y una vocación misionera.

Al igual que en el caso del judaísmo, se ha afirmado que no existe una mística musulmana. El Dios del Corán es absolutamente trascendente. Nos revela su palabra y unas leyes, pero se mantiene celosamente oculto. Único, creador, juez justo, entre los noventa y nueve nombres que le atribuye el islam no hay ninguna referencia al amor. Cuando Mahoma es elevado hasta el trono de Dios, su ascenso se interrumpe en el umbral del misterio de su esencia. Sin embargo, los primeros ascetas de Iraq, Siria y Egipto practican la oración nocturna —no prescrita, pero sí recomendada en el Corán—, pues, en esas horas, el diálogo con Dios está teñido por el amor. Dios ya no es el Señor, sino el Amado. La noche es el momento del día más propicio para establecer una conversación amorosa con su misericordia. La espiritualidad del sufismo recomienda limpiar cuidadosamente el alma para que Dios pueda reflejarse en ella. El místico es un espejo donde se transparenta lo divino. Para conseguirlo hay que aniquilar el yo hasta borrar todos sus anhelos, salvo el de fundirse con Dios. Hussein Ben Mansour, conocido como Al-Hallaj, escribe: «Me he hecho aquel que yo amo, / y aquel que yo amo se ha hecho yo». En otro lugar añade: «Yo he visto a mi Señor por el ojo del Corazón. / Yo dije: “¿Quién eres Tú?” / Él me respondió: “Tú”». Estos versos y otros similares le costaron la vida a Al-Hallaj, que fue ejecutado públicamente en Bagdad en el año 922 por hereje. La mística siempre se ha movido en los límites de la ortodoxia religiosa desafiando las interpretaciones más convencionales y menos imaginativas de Dios.

El éxtasis místico es un estado de serena ebriedad, un sueño clarividente, una «herida dichosa». El espíritu humano participa en el conocimiento y el amor con que Dios se conoce y se ama a sí mismo. El éxtasis no puede provocarse; sobreviene. Como apunta santa Teresa de Jesús, «cuán seguro camino es para los contemplativos no levantar el espíritu a cosas altas si el Señor no lo levanta» (Vida, 22). Para la carmelita descalza, el éxtasis puede describirse como unión, vuelo o arrebatamiento. El amor sobrenatural de Dios infunde fuerza y ligereza en la voluntad y el entendimiento, liberando una energía que brota de los estratos más hondos del alma. Para entrar en contacto con la trascendencia, el hombre debe dejarse aprehender por el Misterio y entregarse a él sin ofrecer resistencia. Esto solo es posible invirtiendo nuestra intencionalidad habitual, que apunta hacia el mundo exterior, ignorando o soslayando nuestro dinamismo interior. Pero la experiencia mística no es únicamente un fenómeno interno y dinámico; es una tensión interminable, un movimiento sin fin, un progreso que nunca acaba, pues su objeto es Dios, cuya naturaleza es infinita.

La perspectiva mística no aísla del mundo. Por el contrario, muestra su verdadera dimensión. San Francisco de Asís no habla de elementos, sino de la «hermana agua» o el «hermano fuego». Todo está vivo, pero no porque el cosmos sea un «gran animal», sino porque la raíz última de todo lo que existe se halla en Dios. Dios está en todo y todo está en Dios. De ahí que san Juan de la Cruz proclame que «el centro del alma es Dios». No conocemos a Dios por medio de sus criaturas. Es Dios quien nos hace conocer las cosas. Cuando comprendamos esto, apunta el Maestro Eckhart, poseeremos a Dios en todos los lugares: en la calle, en la iglesia, en la soledad de una celda. «El hombre no debe contentarse con un Dios en quien piense —escribe Eckhart en uno de sus sermones—; porque cuando se desvanece el pensamiento, se desvanece Dios con él. Mejor es poseer a un Dios en su esencia, muy por encima de los pensamientos del hombre y de toda criatura. Tal Dios no se desvanece, a menos que el hombre le vuelva voluntariamente la espalda». Eckhart propone como ejemplo de vida mística a Marta y no a María. Marta ya no necesita llevar a cabo las acciones que de manera habitual se asocian a la búsqueda de Dios, como escuchar su Palabra o rezar. Se ha unido tan estrechamente con él que ya lo acompaña en toda su cotidianidad: en la cocina, en el establo, en el cuidado de los enfermos. Se puede decir que es contemplativa en la acción, como propone H. Suso, discípulo de Eckhart. Maimónides, el filósofo y místico judío medieval, sitúa en la cima del itinerario místico el regreso a la vida ordinaria, con sus obligaciones y rutinas biológicas: «Su mente está toda ella vuelta a Dios y, por su corazón, el hombre se encuentra permanentemente en presencia de Dios». Maimónides reserva ese grado de perfección a Moisés y a los profetas.

¿Cuál es el porvenir de la mística? Karl Rahner cree que «el hombre religioso del mañana será un “místico”, una persona que “ha experimentado” algo, o no podrá seguir siendo religiosa». Pero ¿en qué consistirá esa experiencia? No será algo inmediato y gratuito, sino el fruto de un largo camino que exigirá bajar hasta lo más profundo, imitando el peregrinaje de san Juan de la Cruz, que se sumergió en el silencio, la soledad y el despojamiento del yo. La experiencia mística no es una grata sensación de unión con lo divino, sino una aceptación incondicional de Dios, que anhela vivir en nosotros. Abandonarse no es suficiente. La experiencia mística no nos pide un quietismo estéril, sino habitar la realidad de otra manera. La historia de Marta y de María no exalta la contemplación en detrimento de la acción. Por el contrario, nos invita a congraciar la praxis y la contemplación. O, dicho de otro modo, nos pide que adoptemos un estilo contemplativo de vida. Es lo que san Ignacio de Loyola llama «contemplativos en la acción». Santa Teresa de Jesús aleccionaba a sus hermanas para que fueran a un mismo tiempo Marta y María. Dado que Dios se halla en el más profundo centro del alma, «el encuentro con Dios puede producirse en todas las circunstancias —escribe Juan Martín Velasco en El fenómeno místico—. […] Todo el hombre es ser teándrico; la Presencia que lo origina y lo atrae es permanente. No depende del lugar en el que estamos; del momento del día que vivimos; de los pensamientos que tenemos; de las actividades que hacemos». Dios interviene en todos los aspectos de nuestra existencia, siempre y cuando vivamos con hondura, sencillez, humildad y confianza. Como afirma san Ignacio de Loyola, la clave de la vida mística reside en «buscar y encontrar a Dios en todas las cosas». No es un empeño irracional, sino otra forma de vivir la razón. El místico aprehende el logos que se halla en el origen del ser. Ese logos no es un principio abstracto, sino el Bien que se transparenta en la belleza del mundo y en ciertas obras humanas, como dar de comer y beber al afligido y al necesitado.

En el siglo XXI, el místico da testimonio de la nostalgia infinita del hombre, abrasado por la sed del absoluto. El místico no es un conquistador, sino un siervo de la noche, como advirtió Teresa de Lisieux. Su visión de Dios nunca es clara y distinta. En la hora de su muerte, Cristo grita revelando su desamparo. Se siente abandonado, pero no niega al Padre. A pesar del dolor y el desaliento, espera. No cree que la muerte sea la última palabra. Dios está escondido, pero nos envía signos que mantienen viva la llama mística de la esperanza. La muerte representa el acontecimiento que cierra el horizonte, un límite en apariencia insuperable. El místico se enfrenta a ese límite y proclama el triunfo de la vida, de lo abierto, de lo que permanece alerta, expresando que la nada no es el fin de la aventura humana. El atisbo de lo sobrenatural nos pone en relación con una lógica de sentido distinta de la de la razón. La mística trasciende lo expresable y lo analizable. Es el umbral de algo que no puede reducirse a evidencias contrastables, pero no se trata de simple sugestión, sino de luminosa teofanía. Si algún día desaparece la pregunta sobre Dios, si realmente deja de tener sentido para las futuras generaciones, la angustia de Antoine Roquentin devorará poco a poco todas las conciencias, abocando al ser humano a elegir entre la náusea y la mueca trivial del libertino.

Todos recordamos el Viernes Santo como ejemplo de injusticia y sufrimiento. La Cruz simboliza el dolor inocente, el fracaso de la humanidad, el triunfo del verdugo sobre sus víctimas. La ignominia del Viernes Santo es transfigurada por el Domingo de Resurrección, el día de la esperanza y de la liberación de todas las servidumbres. El hombre vive entre medias, en la espera del Sábado Santo, en una inacabable vigilia pascual. No pidamos certezas ni evidencias. La fe no se arrodilla ante el altar de la razón; camina por la noche oscura, sin otra lumbre que un amor ciego y una sed inextinguible. La llama mística es ceniza helada; se alimenta del frío y la incertidumbre, pero anuncia una aurora de pájaros cantores y viñas en flor.

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