Buch lesen: «La edad media [1988-1998]»

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La edad media

Rafael Gumucio

© Editorial Hueders

© Rafael Gumucio

Primera edición: octubre de 2017

Registro de propiedad intelectual N° 289.390

ISBN edición impresa 978-956-365-063-1

ISBN edición digital 978-956-365-184-3

Todos los derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida

sin la autorización de los editores.

Diseño de portada: Inéas Picchetti

Diseño de interior: Valentina Mena

Imagen de portada: Marcianito (1994), de Ignacio Gumucio

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SANTIAGO DE CHILE


Para Beatrice,a quien le gusta la Historia

Una cara en el espejo

Recuerdo el día en que empecé a tener cara de adulto. Muerto de sed, me levanté a medianoche hacia el baño de la casa de mis padres, con los que vivía todavía. Sin encender la luz, me miré y no me reconocí. Era y no era yo. Ya no quedaba nada de esa cara de tragedia, de hambre, de espera, que no sabía si mostrar o esconder ante las mujeres que trataba de seducir con los ojos, mascota salvaje que posaba siempre entre los jumpers de mis compañeras de curso, quienes me sometían cada vez que podían a alguna variante de la ley del hielo.

Ya no era una posibilidad. Era alguien. Acababa de cumplir 25 años, pero tenía la misma cara que tendría a los 50, a no ser que interpusiera entre mi rostro y yo una barba como recurso de amparo, como una forma de desviar la potencia misma de ese rostro que ahora se me revelaba. Mis opiniones y mis dedos siempre manchados podían permanecer en una pubertad infinita, mientras que mi cara decidió a los 25 años convertirme en un señor hecho y derecho, una cara agraciada solo a ratos, imposible de estilizar o de dibujar de un solo trazo sin que se confundiera con otras cien caras iguales a la mía a la salida del cine Lido, Gran Palace, Capri. Era un caballero, un jubilado de 20 años, un diputado de Renovación Nacional, un dueño de fundo tranquilo que arrastra los restos de sus ancestros. Una cara más que cómoda y acomodada, que podía leer a Rimbaud o a Baudelaire, pero que no sería jamás un poeta maldito; a no ser que, como el poeta Enrique Lihn, se refugiara en una mueca de sospecha eterna.

Ni feo ni buenmozo, mi cara era una despedida de los fuegos de la juventud, de cualquier locura y heroísmo. Era un aprendiz de adulto que no podía retroceder: estaba atrapado en el presente, lanzado hacia el futuro. Me vestía con la ropa de mi tío ministro, heredada pese a medir 30 centímetros menos que él. Y mi pelo expulsaba caspa por todas partes. Mucho antes de que lo hiciera mi mente, o mi estado civil, mi cara se asentó en una versión inesperadamente tranquila de mí mismo. Sin esposa, vivía como casado; sin trabajo estable, tenía pinta de funcionario; sin pesar un kilo de más, me veía fofo; escribiendo nada más que críticas de televisión en la revista Apsi, ya era un cronista chileno, de esos que acumulan polvo en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional. Profundamente chileno en esa redondez saludable, mi cara confirmaba lo que mi carnet de identidad señalaba: profesor de castellano, nacido en Santiago de Chile en 1970.

Nunca había sido más triste ser profesor de castellano y más vergonzoso parecer un funcionario que en ese entonces. El año 1995 todo el mundo quería ser distinto. La ropa usada americana llegó por kilos y acabó con la uniformidad que distinguía a los chilenos hasta entonces. La rutina y la normalidad eran tan nefastas como la pobreza, la enfermedad o la debilidad. Todo era emprendimiento, inversión, crecimiento. Los condominios que se construyeron jugaban a ser mansiones con nombres que recordaban La Dehesa o Lo Curro, aunque estuvieran en La Florida, Peñalolén o Maipú. La palabra burgués había pasado de ser un anatema con el que nadie quería cargar, a ser simplemente invisible. Todos era tan burgueses que resultaba redundante decirlo. Se buscaba entonces ser algo más: empresario bohemio, emprendedor insomne, especulador nietzscheano. De la revolución de los 70 se había aprendido a vivir en perpetua guerrilla y, por contraste, se adquirió el amor al lujo. Un amor que nada podría atenuar. Mi cara se quedaba en la otra orilla, en otra época. Amaba yo la fama, las luces, la fluidez de las colaboraciones, los neones de Tokyo, los videoclips de Nueva York, pero estaba condenado físicamente a pertenecer al mundo antiguo de la bibliografía, los trenes, la socialdemocracia y el matrimonio para toda la vida. No podía evitar que me preguntaran por mi abuelo del mismo nombre, fundador de la Democracia Cristiana, el Mapu y la Izquierda Cristiana, senador de la Unidad Popular, obsesionado por la teología de la liberación. Mi cara confirmaba lo que sabía sin saber, que estaba condenado al siglo xx, aunque iba a cumplir recién 30 años el 2000, y seguramente pasaría más años en el siglo xxi que en el xx. Estaba condenado a las pasiones y dudas de mis padres y abuelos.

Mi cara, como la máscara de hierro que le ponen al rey en la novela de Alejandro Dumas, limitaba la posibilidad de esa fama, porque no sería ya cantante de rock, artista plástico o modelo de Calvin Klein. Ni siquiera sería el actor cómico que anhelaba ser cuando chico. Justo cuando llegaron a Chile los gimnasios decidí ser gordo. Y cuando llegó la obesidad mórbida, fui solo redondo. Justo cuando los chilenos empezaron a medir un metro ochenta y más, me asenté en mi metro sesenta y tres. Dejé de ser fotogénico cuando aparecí por primera vez en la televisión y en los diarios. Dejé de parecer joven sin atreverme a pedirlo, cuando empecé a trabajar en el canal Rock & Pop (donde estaba prohibido tener más de 30 años). Con esa cara que había renunciado a cualquier aura de seducción, perdí la virginidad o lo que perdemos los hombres cuando nos acostamos por primera vez con una mujer. Con esa cara de profesor alejé de mí el peligro de serlo realmente, aunque es lo que soy ahora que escribo esto, profesor universitario que constata, perplejo, que sus alumnos nacieron casi todos ese mismo año 1995 en que, asustado, me desperté para ver en el espejo del baño a alguien que era más yo que yo mismo.

Vengo de una época aún palpable, aunque para mis alumnos sea algo inimaginable. No tengo su edad, pero tampoco tengo suficiente edad para que esto sea evidente. También me cuesta imaginar esa extraña república soviética de extrema derecha que aún era Chile el año 1995. Las máquinas de escribir que alcancé a ocupar, el primer McDonald’s en la esquina de Ahumada con Huérfanos, la sensación de que en todo momento nos seguían. Ese país tan pobre, tan nuevo, tan ansioso de todo, donde Pinochet no era presidente, pero mandaba a callar y a la cárcel a cualquiera que se le ocurriera hablar mal de él. Ese extraño limbo entre democracia y dictadura, entre el siglo xx y el xxi, entre pobreza y abundancia, en el que nadie sabía muy bien qué estaba pasando, porque de noche se instalaban en los diarios interventores del gobierno, directorios con curas y uniformados. Fiebre y control, el sueño de un mercado sin límites pero, por otro lado, censura y autorregulación a raudales. El fin de la Historia era el comienzo de mi historia. Todo ocurría al mismo tiempo.

Soy de la generación del fin de siglo, que en Chile era cualquier cosa menos un final. En 1988 la dictadura chilena y el socialismo real estaban cayéndose a pedazos ante mis ojos, sin saber cuál de las dos cosas debía celebrar primero. El fin de la primera, del miedo a un poder soviético que pudiera hacer la revolución en Chile, explicaba el fin del segundo. Pinochet se había convertido para Estados Unidos en una redundancia. Nos dejaron la ilusión de que lo habíamos derrotado, cuando en verdad era víctima de su propio éxito. Cuando hablo con polacos o rusos de mi edad, las experiencias, las impresiones y las decepciones se parecen extrañamente. Ellos perdieron el comunismo en una fiebre de color y MTV; nosotros vimos caer un gobierno anticomunista tan gris, tan triste, tan uniforme como el comité central de Albania.

Justo me había inscrito en el Registro Electoral, abierto por primera vez en 17 años. Fui, entonces, parte de la primera generación de chilenos que tuvo derecho a decidir. Tuvimos más oportunidades que cualquiera. Las aprovechamos antes de que se desvanecieran. Educado en el marxismo, o en el terror a él, nutrido en la crisis de la OPEP, en un mundo en que todo era problemas, límites, diferenciación, la vida se me abrió de pronto indistinguible, fluida, colorida, posmoderna. Mis alumnos pueden decidir si su vida es o no política. Yo me hice mayor de edad inscribiéndome en los registros electorales para el plebiscito de 1988. Mi primer acto de madurez fue hacer la cola para votar, en el Escuela Costa Rica de la Plaza Ñuñoa, seguro de que en la noche los militares entrarían a mi casa y nos obligarían a culatazos a exiliarnos de nuevo. Tenía sobre todo la certeza de que no me quedaba otra que apostar con los ojos cerrados a votar, para denunciar después el fraude. Me veo esa mañana del plebiscito en que ganó el NO a Pinochet: 5 de octubre, la Alameda, levantábamos la mano hacia la policía para que supieran que éramos todos hermanos, y en la marquesina del Normandie, al llegar a la Plaza Italia, estaban dando El gran dictador de Chaplin. Los perros vagos, confundidos ellos también, las rejas en las explanadas, las caras de los otros estudiantes que iban dispersándose por entre las ramplas de hormigón mientras corrían como antes, como siempre, las botas de los carabineros, y el chorro de agua y el humo y el limón y la sal que nos pasábamos de mano en mano. Ya saben todo eso, han pasado por eso también. Eso era lo inconcebible entonces, que 20 años después jóvenes como nosotros siguieran pasando por el mismo gas, la misma agua, los mismos gritos, administrados por los que éramos perseguidos en ese entonces. Perdonen queridos alumnos, soy un viejo que se llena de detalles para explicar lo inexplicable. Soy un señor que explica y explica, sin poder dar siquiera con la impresión de ese tiempo que nunca pensé que se convertiría en melancolía, en culpa o en historia. Qué frío también fui, concentrado en no dejarme ir, en no dejar que ninguna idea ni beso me atraparan. Huyendo siempre hacia el centro de mí mismo. Qué poco aventureras fueron mis aventuras, porque trataba de moverme lo menos posible de lo que yo creía que era mi centro: ser como Víctor Hugo, Chateaubriand o nada más. O sea, en mi caso, Neruda, García Márquez, Cortázar o Enrique Linh: ser escritor y nada más.

Un inevitable entusiasmo, una pegajosa nostalgia, me obliga a confesar que tuve 18 años alguna vez, que el lugar y el momento en que esto sucedió explica quién soy y quién no soy ahora. Clínicamente deprimido, saliendo lo menos posible de mi casa, viví contra todos mis principios, como hay que vivir en la adolescencia. Hambriento, desorbitado, ilusionado y desilusionado al mismo tiempo. Enamorado también, aunque más de mi sombra que de cualquier mujer. “¡Puta que eres autoconstructivo tú!”, me decía el autodestructivo Guatón Hidalgo, quien ya no está vivo. Todo eso y más. Qué cantidad de ilusiones tuve. Qué cantidad de azares me obligaron a llegar a esa cara en el espejo, que me cubre, que me esconde, que no me conoce. No puedo evitarlo: a los 45 años, mientras escribo estas páginas, tengo eso que jamás esperé tener: recuerdos de juventud.

Discoteca Las Brujas

“El 90. Tienen que publicar el 90. Es el año. Ahí va a pasar todo. El 90. Va a pasar todo el próximo año”, nos insistía Marco Antonio de la Parra, el siquiatra que hacía clases en el taller de Skármeta cuando este viajó a Alemania para arreglar asuntos de su recién terminado exilio. El 90 llegaba con todo. La democracia, periodistas, escritores, editores de todo el mundo pasarían por Chile a ver en qué estaba el país de Neruda, de Allende, de Pinochet. Después de ser preocupación, después de ser afiche, después de no ser nada, íbamos a estar de nuevo de moda, se entusiasmaba pensando el también dramaturgo De la Parra. Los exiliados volvían, los clandestinos salían de las ratoneras, algunos iban a gobernar con sus casi-enemigos. En el escenario, Los Prisioneros con Inti Illimani y Quilapayún e Illapu, los Parras (Ángel e Isabel) en pleno y el grupo de jazz de moda: Fulano. Todos decididos a dejar la guerra en paz y hablar del corazón, la piel, las ganas infinitas de que todo sea en colores, muchos colores.

El 90 todo iba a ser nuevo, incluso la vieja Feria del Libro (que se desplazó del Parque Forestal a la recién reacomodada Estación Mapocho), el vetusto Festival de la Canción de Viña del Mar (donde cantó el hasta entonces prohibido Joan Manuel Serrat) e incluso el otro Festival de Viña, el de cine, que marcaría el nacimiento del cine chileno para siempre. Unidas las películas prohibidas con las permitidas, todo contado de un modo sintético, más norteamericano y ad-hoc con las nuevas tendencias.

Todo estaba preparado, el diario La Época y su suplemento cultural, el Fortín Mapocho, las revistas que sobrevivieron a la dictadura, hasta la “Revista de Libros” de El Mercurio, recién fundada. Eso, más la Biblioteca del Sur de la editorial Planeta, las coproducciones con España para hacer cine, los programas de gobierno para fomentar el teatro alternativo que sobrevolaba la ciudad desde el cerro Santa Lucía, donde se instaló La Negra Ester, con Boris Quercia haciendo de Roberto Parra y Álvaro Henríquez recién llegado de Concepción tocando la guitarra en la Regia Orquesta, y Andrés Pérez, el director, recién de vuelta de París, vendiendo comida macrobiótica a la entrada de la carpa.

La enumeración me espanta hasta hoy. Sentía esa promesa, la de un año en que todo pasaría como una especie de soga al cuello. Tenía 19 años, había vivido el exilio, conocía la izquierda por dentro, no abrigaba ninguna nostalgia, ningún deber con lo que ya no era posible. Era moderado, ansioso de fama, de luces, sin prejuicio alguno contra el capitalismo, es decir, contra el mercado y el éxito. Era el hombre perfecto para esos tiempos que empezaban. Tenía un libro inédito e ideas de películas por cientos y, sin embargo, algo que no sabía explicar me mantenía a una justa distancia de toda esa brillantez prometida. Tal vez el propio De la Parra me asustaba. Me asustaba el entusiasmo y la ansiedad, la fe de que hay un año, que hay un lugar, donde hay que estar. O me asustaba ver en él una versión posible de mí mismo, una tentación que podía disolverme.

El diablo se parece al que tienta. De pronto, Marco Antonio de la Parra era un diablo preparado para mí. Sus manos como remolinos, sus ojos centelleantes, su frondosa barba de ministro iraní de cultura, repartiendo a grandes zancadas libros, frases tajantes, chistes, mientras terminaba a la vez una novela, dos obras de teatro, un guion para la tele y algún artículo para Caras, la revista que quizás mejor represente esos años: papel cuché, fotos a color y escrita por los mismos periodistas que antes llenaban las revistas de oposición a Pinochet, libres aquí de dejar correr una frivolidad reprimida durante años: los restaurantes de moda, los actores y cantantes chilenos en portada, cuentos eróticos de escritores. Una competencia directa de Cosas, única habitante hasta entonces de la consulta de dentistas y salas de espera del doctor, que entrevistaba a políticos, pero que no se le había ocurrido aún la audacia de salirse de la obligada portada de Carolina de Mónaco o Estefanía y sus problemas con los hombres.

Vuelve la cabalgata de datos, de nombres, de claves; la necesidad irrefrenable de acallar cualquier duda en una lluvia de nombres y listas interminables: estadísticas, hechos, páginas y páginas de frondosos detalles, nombres de gente y formas de alabar. “Delirante, increíble, absolutamente delirante”, dice De la Parra mientras reparte libros entre nosotros, sus alumnos, sentados en el sofá freudiano de su consulta. Se le hacía agua la boca mientras abría lo más que podía el arco de sus cejas entregando volúmenes: a ti Bajo el volcán y a ti El buen soldado, que es la novela perfecta por excelencia, digamos. Hay un demente francés que se llama Georges Perec que escribe sin la “e”. Hay que releer a Milan Kundera, aunque esté de moda, y Los adioses de Onetti, que es un milagro que hay que aprenderse de memoria. A mí me tocó V de Pynchon y Ferdydurke de Gombrowicz, que era su forma sutil de elogiarme y destruirme, obligarme a la rareza de la que escapaba a gritos. Y también estaban los consejos que recibía en el taller de Donoso, donde iban los adultos, y la manera despiadada y útil con que Juan Forn, un escritor y editor argentino más joven que él, le había obligado a reescribir su novela La secreta guerra santa de Santiago de Chile. Forn y Rodrigo Fresán, que en esa época eran una especie de dúo, habían leído todos los libros, pero también sabían quién era Peter Gabriel (héroe de esos tiempos), y eran amigos de Fito Páez y Andrés Calamaro, que aseguraban que era el Lou Reed argentino. Lou Reed, otro héroe de aquella época en que el rock era lo más parecido a la militancia.

De la Parra nunca había salido de Chile. Después de aprender a callar en el Instituto Nacional, estudió medicina en la Universidad de Chile y montó con el también siquiatra León Cohen una obra de teatro, La secreta obscenidad de cada día, donde Marx y Freud, cubiertos apenas con impermeables, esperaban exhibirse a la salida de un liceo de niñas. Todo eso el año 1985, cuando Marx estaba prohibido y Freud era un lujo que nadie se podía permitir en Chile. De la Parra tenía la ironía, la inteligencia y la falta de creencias de los nuevos tiempos, no obstante usaba la barba rabínica de los izquierdistas de ayer. Atado a los libros que devoraba a razón de tres novelas por semana, hubiese querido ser rostro de TV y publicista, pero su ansiedad estaba enraizada en el Instituto Nacional y la clase media chilena en su más asustado momento. Un falso loco, pensaba yo para mis adentros, pero quizás también un loco verdadero, porque su vida perfectamente burguesa podía ser la señal de un desequilibrio más profundo, un desequilibrio que mi olfato de perro hambriento ya percibía. La ansiedad por estar y también por ausentarse, porque De la Parra, que nos repetía una y otra vez que todo iba a pasar en Chile, que era el momento, que había que estar, se iría ese mismo año 90 de agregado cultural a Madrid, perdiéndose la mayor parte de la orgía que había ayudado como nadie a organizar.

¿Presentía De la Parra hasta qué punto esa conjunción sin precedentes de entusiasmo y ansiedad terminaría siendo casi estéril? El 90 fue el año de las promesas incumplidas. La nueva narrativa, la nueva democracia, el nuevo cine chileno, era demasiada novedad para una generación que envejeció prematuramente y en dictadura, que aprendió a culatazos que todo tiene un límite, que quien se pasa de la raya no llega a ninguna parte.

Estaba todo listo en el 90, digo, menos nosotros. Como esos concursantes que con un micrófono en la mano y todos los focos sobre la cara tienen que decir la palabra exacta en el segundo exacto, y son incapaces de pensar en otra cosa que en la rara sensación de “estar ahí, ahora, ahora”. Y la chicharra y el animador que lo lamenta mucho y la luz y el micrófono que pasan a otro concursante.

De la Parra publicó en 1989 La secreta guerra santa de Santiago de Chile, una novela conspirativa que de alguna forma quería romper con cualquier señal de duelo. Laberintos de jabas de cerveza, persecución por Avenida Matta, conspiraciones y más conspiraciones, el guion de una película imposible de filmar que tenía por protagonista a la ciudad. Ah, la idea de que no se puede filmar en Santiago... y que tampoco se pueden escribir novelas en un país de poetas... Esa era nuestra revolución, la prosa y la ciudad. La nuestra fue la lucha contra la verticalidad del mando (la épica y la lírica).

El lanzamiento se hizo en la discoteca Las Brujas, en La Reina. Al lado de la Academia de Guerra, donde la ciudad se funde con los cerros. Cisnes y nenúfares rodeaban un viejo edificio, sin forma clara, pura nostalgia de los años 60, cuando la discoteca brilló con luz propia y nuestros padres y abuelos y seguramente los hermanos mayores de De la Parra le declararon el amor a sus novias y bailaron hasta el amanecer, que en ese entonces era cuando asomaba el sol y no cuando los militares paseaban solos en autos achatados, pidiéndole el carnet de identidad a quienes tenían la mala suerte de cruzarse con ellos.

Era lo que se empezaba a llamar “un evento”, que es también el título de un best seller periodístico-cómico de la sempiterna Totó Romero y la frondosa Ximena Torres Cautivo, quienes, por lo demás, debieron haber estado allí esa noche. Cóctel abundante, editores argentinos (Ricardo Sabanes siempre flanqueado por la Marcela Gatica), gente que se conoce y reconoce en los pasillos tras desprenderse de sus respectivas máscaras. Todo era así de evidente, de subrayado, de claro. El reencuentro con un tiempo separado del nuestro por el espanto. No me acuerdo quién habló. Veo, o creo ver, caras barbadas en un estrado mal iluminado. Eso recuerdo, que todo hablaba de fiesta y luz, y todo transcurría en penumbra, que eso era lo espantoso y divertido del lugar: no había cambiado nada desde la última fiesta de 1978.

Caminaba por entre los cuerpos, trataba de adivinar las siluetas, sabiendo que esto era una despedida, porque con esta fiesta se acababa el taller literario que me había sacado de las sombras todo ese año. Desde entonces no hay fiesta que no sea para mí una despedida. Solo así siento que tengo el permiso para disfrutarlas. No conocía a nadie más que a los integrantes del taller, un grupo de 12 miembros de no más de 30 años, que habíamos resultado elegidos de entre 200 postulantes, para recibir lecciones y un estipendio mensual. La primera plata que recibí en mi vida por trabajar, y me dio la equivocada idea de que era un signo de que podía vivir de lo que escribo. Martes y jueves entre futuros escritores; yo, que me hundía aterrado entre futuros profesores en el Instituto Blas Cañas –hoy Universidad Silva Henríquez–, que era pobre y no del todo honrado, pero al que mi paupérrimo puntaje me había condenado.

Explico y explico cosas, lleno de datos y más datos cuando quisiera simplemente flotar en esa rara soledad de la fiesta llena a rabiar de caras nuevas, gente famosa que iría de a poco conquistando y olvidando, que sería parte de mi vida hasta entonces tan vacía como puede ser la vida de un espía. Como ese provinciano que nunca fui, como ese recién llegado que era, me mantenía sobrio a la orilla de la música, pasando a Luis Alberto Tamayo, alias El Chacal, a la preciosa Liliana Elphick, a Pablo Azócar, que ahora que lo pienso debió haberse ido ya a Italia o Portugal, donde hacía de corresponsal, y a la Carola Díaz, que se iba a Madrid a trabajar y a estudiar en el diario El País, aterrada también por esa promesa del año 90, en la obligación de ser alguien cuando queríamos justamente tener el permiso para ser nadie.

Me veo en el umbral mismo de esa noche, parado ahí como si mi deber hubiese sido escribir lo que veía. Alberto Fuguet, que detestaba a la gente que baila, bailó esa noche con Paula Doberti, rubia en una época en que las mujeres volvían a permitirse ser rubias sin complejos. O las rubias podían aparecer en esa fiesta llena de escritores y gente de teatro. Es imposible para mí separar a Fuguet del año 90 en que, siguiendo el llamado de Marco Antonio de la Parra, publicó el libro de cuentos Sobredosis. Fuguet había aceptado la tentación. Quizá no tenía escape, porque no tenía 19 años, como yo, sino 24, y había aprendido inglés antes que castellano en Encino, California, donde también te enseñan a estar como un soldado donde te esperan. Fuguet caminaba a grandes zancadas, balanceándose sobre su cuerpo, un poco como Richard Gere en Gigoló americano, una película de la que nadie se acuerda, pero donde Fuguet, que era por entonces sobre todo un crítico de cine, había encontrado la señal de redención cristiana, además de una cita a Pickpocket de Robert Bresson al final. Todos aún éramos cristianos, o nos gustaba pensar que lo éramos, los críticos de cine más que nadie. Bresson y Tarkovsky vistos en un ciclo. Y Stalker, de la que nos salimos con Jaime Jara y el mismo Fuguet después de un travelling infinito en las brumas de una Unión Soviética futurista. Una frivolidad de ese tiempo, pensé al volver a ver hace poco todas las películas de Tarkovsky con pasión. Todas menos Stalker, en una especie de homenaje involuntario a la impaciencia del año 90.

En Fuguet reconocía un contrario que se me parecía mucho más de lo que podía confesar. Odiaba con furia lo que leyó en el taller: historias de gente que tenía mi edad y fumaba marihuana y jalaba cocaína y viajaba con el curso y penetraba mujeres increíbles mascullando letras de canciones en inglés. Eso no es literatura, pensaba. Eso dije en el taller, cuando me tocó comentar eso que se llamaba algo así como “El Coyote se comió al Correcaminos”.

Estoy en la arena, tumbado, raja, pegoteado por la humedad, sin fuerzas siquiera para meterme al mar y flotar un rato hasta desaparecer. Estoy aburrido, lateado. Hasta pensar me agota. Desde hace una hora la única entretención que he tenido ha sido sentir cómo los rayos del sol me taladran los párpados, agujas de vudú que alguna ex me introduce desde Haití o Jamaica de pura puta que es.

Eso no es literatura, así no son los jóvenes. Eso es el colmo del consumismo. ¿Bien escrito o mal escrito? Esto no está escrito. Pero me daba cuenta, sin embargo, de que la furia con que trataba de explicar que eso no era mi vida, que ser joven no era eso o que si era eso no valía la pena que existiera, era síntoma de algo parecido a la admiración. No habría sido capaz de escribir yo algo tan detestable sin hacer morisquetas al público, sin coquetear, sin seducir. No habría sido capaz de quedarme tan solo como de alguna forma se quedó Fuguet cuando publicó sus cuentos, el desmentido más atroz a todos los que querían creer que Pinochet no había penetrado nuestros sueños más húmedos. Un horror que iba desde el cura Valente, el crítico plenipotenciario del Opus Dei que ejercía en El Mercurio, hasta todas las capas de la izquierda nostálgica.

Grandes serán las tragaderas que necesita un crítico literario –decía el cura–, y creo que las mías lo son, pero no llegan a tanto para terminar esta bazofia (...). El autor se especializa en lo más tonto que el alma adolescente puede albergar, rindiendo un culto desproporcionado a lo más efímero de la moda juvenil del día.

Una rabia de otra naturaleza que la mía, porque el cura, al igual que los izquierdistas de ayer, no tendría que convivir con Fuguet. Yo sabía secretamente que este era mi destino. No podía adivinar que la muchacha que en unos años más traduciría al inglés su novela Mala onda sería mi esposa, o que trabajaría en un canal donde él sería la inspiración, pero de alguna forma extraña sabía que su manera de aceptar el peso de la época lo hacía dueño de ella. Y la Andrea Palet y la Carola Díaz y el programa de la radio Concierto en el que hablaban sin parar, como un club de fans, luego serían una a una mis amigas. ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora?, pensaba. ¿Por qué no me tocó Bob Dylan, por qué no Fellini, por qué no André Breton, por qué no Cortázar? ¿Por qué no yo, por último? Sobre todo eso: ¿por qué no me tocaba a mí dictar el tono de mi época? Una impotencia que se repitió cuando Roberto Bolaño volvió a poner los relojes a la hora. Aunque lo haría a su hora y no a la época a la que Fuguet y yo, periodistas después de todo, nos veíamos irredimiblemente condenados.

¿Por qué él y no yo? Porque yo tenía donde volver y Fuguet no. Fuguet no podía permitirse ese lujo. Lo comprendí solo cuando leí Missing, 15 años después. Me sorprendió que dejara de pasar por niño rico, por privilegiado, por gringo imperialista, cuando la verdadera historia era más bien pobre, la de inmigrantes sin familia en Chile, que habían elegido vivir aquí por repugnancia al sueño americano de su padre. ¿Por qué no había alegado nunca nada de eso en su defensa? Fuguet tenía eso de suicida; no le parecía urgente o necesario aclarar los furiosos malentendidos que su nombre, sus declaraciones, sus cuentos incluso, dejaban tras de sí. Alimentaba esos malentendidos como un león que creía domesticar. Fuguet se veía a sí mismo como alguien que había puesto las manos al fuego y las había tenido que reemplazar por cuchillos afilados que sabían cortar, pero no tocar. Quizás por eso admiraba tanto El joven manos de tijeras, una de las primeras películas de ese género, hoy habitual, de cuentos de hadas para adultos.

Yo, en cambio, solo jugaba el juego de estar al borde de la fiesta. No sabía aún hasta qué punto ese año 90 y los siguientes, me dejarían marcado a fuego, obligado a explicar lo inexplicable, ser el que bailaba en esa fiesta del que era, sin saberlo, sin esperarlo, el verdugo. Año 1989, último año de los 80, fiesta perdida de una discoteca también perdida, el intento de despercudirse de una generación condenada a administrar y administrarse hasta la extinción. La juventud no se compra, aunque era eso lo que trataban de hacer justamente los jóvenes profesionales de la discoteca Las Brujas: comprar una juventud de la que Fuguet trataba, sin mucho éxito, de escapar.

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