Buch lesen: «El eterno femenino»

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RAFAEL GÓMEZ PÉREZ

EL ETERNO FEMENINO

50 mujeres de libro

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2022 by RAFAEL GÓMEZ PÉREZ

© 2022 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15 - 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión y realización eBook: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-6067-7

ISBN (versión digital): 978-84-321-6068-4

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

«Das Ewig-Weibliche/ziet uns hinan»,

(el eterno femenino nos atrae a lo alto).

GOETHE, últimos versos del Fausto

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

CITA

PRESENTACIÓN

ANA KARENINA. La desesperación (Tolstoi)

ANDRÓMACA. La fidelidad (Racine)

ANTÍGONA. La conciencia (Sófocles)

ATALA. La diafanidad (Chateaubriand)

BEATRIZ. El amor perdurable (Dante)

BENIGNA. La compasión (Galdós)

CARMEN. La independiente (Merimée)

CATALINA VON HEILBRONN. La inocencia (von Kleist)

CLARISSA DALLOWAY. La rutina (Virginia Woolf)

CORDELIA. El corazón (Shakespeare)

DESDÉMONA. La víctima (Shakespeare)

DIDO. La abandonada (Virgilio)

DOÑA INÉS. La claridad (Zorrilla)

DULCINEA. La inexistente (Cervantes)

ELECTRA. Hija de Agamenón (Eurípides)

EMMA. La intriga (Jane Austen)

ESMERALDA. La vitalidad (Victor Hugo)

EUGENIA GRANDET. La generosidad (Balzac)

FEDRA. El amor prohibido (Eurípides)

GINEBRA. La doble (ciclo artúrico)

HÉCUBA. Reina de Troya (Eurípides)

HELENA. La belleza (Homero)

IFIGENIA. El sacrificio (Eurípides)

ISOLDA. El hechizo (Gottfried von Strassburg)

JANE EYRE. La familia (Charlotte Brontë)

JULIETA. El amor inmediato (Shakespeare)

LA REGENTA. Lo morboso (Clarín)

LISÍSTRATA. Huelga de sexo (Aristófanes)

LOLITA. La nínfula (Nabokov)

LUCÍA. La novia de Renzo (Manzoni)

LUCÍA DE LAMMENMOOR. La enferma (Walter Scott)

MADAME BOVARY. Las fantasías (Flaubert)

MAGGIE. Una muchacha de la calle (Stephen Crane)

MANON LESCAUT. Vivir la vida (Prevost)

MARGARITA. Enamorada de Fausto (Goethe)

MARGARITA GAUTIER. La entrega (Dumas)

MEDEA. La crueldad (Eurípides)

MELIBEA. La sutil (Maeterlinck)

MELISENDA. Hostelera (Goldoni)

MIRANDOLINA. Siempre a flote (Defoe)

MOLL FLANDERS. La maga (Mallory)

MORGANA. La dignidad (Ibsen)

NORA. La dignidad (Ibsen)

OFELIA. En el río (Shakespeare)

ONDINA. En la fuente (Barón de Fouque)

PAMELA. La virtud (Richardson)

REBECA. La muerta (Daphne du Maurier)

SCARLETT O’HARA. La fortaleza (Mitchell)

SCHEREZADE. La amenidad (Las mil y una noches)

SEMÍRAMIS. La guerrera (Calderón de la Barca)

VIOLA. La ambigüedad (Shakespeare)

ZERLINA. La duda (Mozart)

AUTOR

PRESENTACIÓN


a correspondido a la literatura, más que a la filosofía o a la psicología, describir la geografía de la condición femenina y del ser mujer. Una geografía quizá mucho más compleja, diversa y cambiante que la del hombre. La igualdad jurídica, social y de oportunidades para la mujer y el hombre no debería borrar las diferencias de sensibilidad y de respuestas. No se gana nada con la uniformidad.

Para un posible Atlas de la Mujer, ofrezco aquí cincuenta impresiones de otras tantas “mujeres de libros”. Mujeres que no han sido reales, pero a las que tratamos con más familiaridad y profundidad que a muchas que sí lo son.

La lista posible sería casi interminable, pero se trata de una muestra pequeña, manejable y portátil. Un vademécum de la variedad femenina. Un calidoscopio que entretenga y a la vez dé que pensar. Donde se pueda aprender a admirar y amar el eterno femenino.

ANA KARENINA

La desesperación[1]


a historia de Ana Karenina, contada por Tolstoi, es bien conocida. Casada, elegante, tiene un hijo pequeño al que ama por encima de cualquier otra cosa. Su vida no es de completa felicidad, pero está bien, tranquila, a gusto. Hasta que conoce a Alexis Vronsky, un joven oficial, en una estación de tren. En pocos gestos se decide todo: «Sus brillantes ojos pardos, sombreados por espesas pestañas, se detuvieron en él con amistosa atención, como si le reconociera (…). En aquella breve mirada, Vronsky tuvo tiempo de observar la reprimida vivacidad que iluminaba el rostro y los ojos de aquella mujer y la casi imperceptible sonrisa que se dibujaba en sus labios».

Como tantas veces en el amor, basta un signo casi imperceptible. Tolstoi lo describe magistralmente: “reprimida vivacidad”, por un lado; por otro, “la casi imperceptible sonrisa”, que es un signo de agrado, de atracción y de simpatía. En esos breves momentos ya está dicho todo.

Ana Karenina no se resiste ante la atracción que le viene de Vronsky. Ella es vital, impulsiva, directa. No tiene nada de frívola, es pasional. Cuando se entrega a Vronsky sabe que su vida ha cambiado por completo y que no tiene vuelta atrás. Ni por un momento piensa en una componenda, tan al uso en la sociedad burguesa, de la doble moral: esposa solícita y amante fogosa.

Sabe que hace mal: a su marido y sobre todo a su hijo de ocho años. Además, el amor de Vronsky anula en cierto modo el que hasta entonces ha tenido a su hijo. Es verdad que el hijo estará siempre ahí, pero ya no es tratado con esa vehemencia, con esa pasión de madre, porque la tecla de la pasión se pulsa ahora en otro tipo de amor.

El conflicto de Ana Karenina solo tiene tres soluciones: romper definitivamente con el marido, lo que significa perder al hijo; volver al seno del matrimonio, y perder a Vronsky. Pero Ana no quiere renunciar a ninguno de los dos. Es esa tensión la que le lleva a la tercera solución, que no lo es.

Vronsky la conoció en una estación de tren. Estamos de nuevo en la estación. «Y en el preciso instante en que pasaban ante ella las ruedas delanteras, Ana lanzó lejos de sí su saquito de viaje y, encogiendo la cabeza entre los hombros, se tiró bajo el vagón. Cayó de rodillas y, con un movimiento ligero, abrió los brazos, como si tratara de levantarse. En aquel instante se horrorizó de lo que hacía. “¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿Por qué?”, se dijo. Quiso retroceder, apartarse, pero algo duro, férreo, inflexible chocó con su cabeza, y se sintió arrastrada de espaldas. “¡Señor, perdóname!”, exclamó, consciente de lo inevitable y ya sin fuerzas».

ANDRÓMACA

La fidelidad[2]


ndrómaca es la viuda de Héctor, el héroe vencido y muerto por Aquiles en la guerra de Troya. Como si no bastara con lo que ha sufrido en la guerra, perdiendo a Héctor y a casi toda su familia, en la posguerra Andrómaca tiene que ver cómo a su hijo pequeño, Astianacte, lo asesinan arrojándolo de lo alto de la muralla. Ella es entregada como esclava y concubina a Neoptólemo, también llamado Pirro, hijo de Aquiles. Las fuentes mitológicas dicen que le dio tres hijos. Al morir Pirro, Andrómaca se casó con Heleno, también hijo de Príamo, como Héctor. De nuevo viuda, vivió muchos años con su hijo Pérgamo, que fundó la ciudad de este nombre.

La versión de la Andrómaca de Jean Racine es mejor, más profunda que la colección de datos discontinuos y a veces contradictorios que nos trasmitieron las fuentes griegas. Andrómaca es aquí el respeto inquebrantable a Héctor, el amor a la muerte si la muerte le ha arrebatado el amor.

En Racine, el hijo, Astianacte no ha muerto. Hermione es la apasionada y enamorada prometida de Pirro. Pero Pirro ama por encima de todo a Andrómaca.

Llega Orestes, que viene de parte de los griegos para que Pirro le entregue al hijo de Andrómaca. Temen los griegos que, en el futuro, el hijo de Héctor quiera vengar a Troya y la muerte de su padre. Orestes ha venido también por otra razón: está enamorado de Hermione.

Andrómaca, ante el temor de perder al hijo si no se casa con Pirro, accede al matrimonio. Cuando vea que el hijo tiene la vida asegurada, piensa matarse. No puede ser la mujer de nadie más que de Héctor.

Hermione, despechada porque Pirro ha preferido a Andrómaca, convence a Orestes para que mate a Pirro. Pero cuando Pirro muere, Hermione odia a Orestes porque ha matado a su amor. Ella misma se quita la vida. Orestes huye.

Andrómaca y su hijo viven. Y vive sobre todo Héctor en el amor de Andrómaca.

Según las fuentes de la mitología, Andrómaca “rehace su vida”, con la trillada expresión de hoy. No en vano es una mujer bella, valiente, lúcida, destinada desde niña a ser reina. Racine, en cambio, la convierte en la heroína de la fidelidad, también cuando el marido ha muerto.

Andrómaca no necesita rehacer nada, porque ya tiene todo lo que necesita. El amor de Héctor fue tan grande, tan intenso, tan completo, que cualquier intento de sustitución sería ridículo. Basta leer las escenas de la Ilíada en las que aparecen los dos, para darse cuenta de que entre ellos todo funciona con una delicadeza y una sintonía que incluso asusta verlos en un libro escrito hace veintiocho siglos. Héctor, Andrómaca y Astianacte forman una familia bella, montada y edificada en el amor mutuo. Después de eso, Andrómaca no está dispuesta a casarse de nuevo para arreglar su vida.

No es lo corriente, pero para eso están los artistas y el arte: para convertir en arquetipo lo que no es común, para retratar la grandeza, de forma que quede al menos en los libros. Andrómaca es la fidelidad. No una fidelidad maniática, o la forzada fidelidad de quien no tiene otra alternativa. Es la fidelidad voluntaria, consciente, la de un amor más fuerte que la muerte.

ANTÍGONA

La conciencia[3]


ntígona nace con la tragedia dentro de la familia. Es, junto con Polinices y Eteocles, fruto del matrimonio involuntariamente incestuoso de Edipo con su madre, Yocasta. Era el destino: Edipo, según los vaticinios, acabaría matando a su padre y casándose con su madre. El padre de Edipo, Layo, ante estos malos augurios ordenó a un siervo que diera muerte al recién nacido. Pero el destino tenía que cumplirse: el siervo se apiadó del niño y lo entregó a un pastor, que lo crio y lo educó como a un hijo.

Todo aquello ya pasó. En Tebas reina Creonte, hermano de Yocasta. Pero el reino pertenece a los hijos de Edipo, Polinices y Eteocles. En lugar de ponerse de acuerdo, luchan entre sí y se dan muerte mutuamente: siguen la trágica herencia de Edipo. El rey Creonte era partidario de Eteocles, porque consideraba que Polinices era el culpable de todo y, en castigo, ordena que su cuerpo quede insepulto, para que sea devorado por los animales.

Antígona, que ha perdido a su padre y a sus hermanos, que ve como Yocasta obedece en todo a Creonte y permite que un hijo reciba ese maltrato, se rebela. Con sus propias manos honra al cuerpo de Polinices y le da el trato que se merece. Como ella dice: «No he nacido para compartir el odio, sino el amor».

Cuando Creonte le reprocha que ha incumplido la ley, ella dice: «No creía yo que tuvieran tal fuerza tus pregones como para transgredir, siendo mortal, las leyes no escritas y firmes de los dioses».

Creonte se indigna y ordena que Antígona sea emparedada viva. No le importa que sea la hija de su hermana y la prometida de su hijo, Hemón. Antígona, viéndose perdida, se ahorca. Hemón, al ver que ha muerto la mujer que quería, se enfrenta a su padre, pero, al no poder vencerlo, también él se quita la vida. La noticia llega hasta la madre de Hemón y esposa de Creonte, Eurídice. No puede soportarlo. Se suicida. Cuando Creonte entra en el palacio se encuentra con este espectáculo de muertes, todas causadas por su tiranía.

Todo hubiera sido distinto si Antígona se hubiera plegado al mandato del tirano. Al fin y al cabo, se trataba solo de un cadáver. Pero Antígona no puede soportar la injusticia del mal. Su carácter es tierno, suave, tranquilo, está hecha para el amor y no para el odio. Ella fue la que ayudó a su padre, Edipo, cuando este, en castigo por sus involuntarios delitos, se cegó los ojos.

Antígona es la mujer que asiste, que cuida. Una hermana ideal. Pero por eso mismo se alza cuando maltratan a los que quiere. Entonces se rebela contra la ley injusta, como tendría que ocurrir en todo corazón que ama el bien.

Es significativo que sea una mujer la que transmitirá a la posteridad el máximo ejemplo antiguo de lo que luego se llamará objeción de conciencia. Antígona enseña que la política no lo es todo, que no es el último y decisivo ámbito. Por encima de todo está la propia conciencia.

ATALA

La diafanidad[4]


ue el romanticismo se resiste a morir lo demuestra que se sigue leyendo la historia de Atala, que muere virgen a causa de su gran amor.

Atala era hija de un español y de una india. Del español nunca más se supo. La madre educa a Atala estrictamente, poniéndola en guardia ante las atenciones de los hombres, porque no desea que su hija corra la misma suerte que ella, que fue seducida y luego abandonada.

Un día, Chactas, un joven de otra tribu, es hecho prisionero y condenado a muerte en la tribu de Atala. Atala, enamorada de él con solo verlo, se empeña en liberarlo. Después, huye con él. Es un impulso repentino, no sabe cómo explicarlo: solo sabe que, en adelante, quiere estar siempre con Chactas.

En una larga travesía, están solos, casi piel con piel. Atala siente que cada vez está más cerca de ceder ante la callada pero ardiente petición de los ojos de Chactas.

Llegan a una misión donde el sacerdote ha organizado casi un paraíso y donde pueden casarse. Allí la vida es tranquila, todos tienen trabajo y las familias viven en paz. Pero Atala cae mortalmente enferma y, en trance de muerte, confiesa que, durante el viaje con Chactas, se fue envenenando poco a poco. ¿Por qué? Porque su madre le había hecho jurar, atrayendo sobre ella misma la condenación eterna, que no cedería ante el amor fuera del matrimonio.

Ante el dilema de ceder a los callados pero insistentes deseos de Chactas o condenar a su madre al infierno, la infeliz Atala opta por quitarse la vida. El misionero le hará ver que está equivocada: que el juramento que hizo es injusto, que podía ser absuelta enseguida de él, porque carecía de sentido. Pero ya es tarde. Atala muere ante el desesperado dolor de Chactas.

La historia impresionó cuando fue publicada a principios del siglo XIX. Es romántica, y en ese género, son más corrientes los finales trágicos que los felices. Pero resulta curioso que, leída hoy, Atala estremezca. Hoy, cuando al parecer, mantener la virginidad casi es motivo de escarnio o cuando menos de una sonrisita irónica. ¿Qué puede ser eso de envenenarse para no perderla?

Y, sin embargo, Atala, aunque nos resulte de una sobrecogedora simpleza, emociona porque en ella no hay cálculo alguno, ni interés, ni trucos. Es todo lo que se ve y nada más que lo que se ve. Atala es la completa diafanidad. Atala nunca se “compone”, nunca “arregla” su conducta para parecer mejor. Atala es la transparencia, la sinceridad de vida. Si no hay respeto por eso, de verdad que este mundo está podrido.

BEATRIZ

El amor eterno[5]


n Vita nuova, escrita a los 28 años, Dante cuenta el primer encuentro, cuando los dos tenían nueve años, con la que llama Beatriz. «Desde entonces digo que Amor se hizo dueño de mi alma».

A partir de Boccaccio se identifica a esta Beatriz con Bice Portinari, que casó con Simone de Bardi y murió en 1290, a los veinticinco años. Por su parte, Dante se casó a los veinte años con Gemma Donati y tuvieron tres hijos.

Todo lleva a pensar que, sobre una base mínima (o ni siquiera eso) Dante inventó un mito de amor, humano y divino a la vez, temporal y eterno. De ahí su perdurabilidad. «Espero decir acerca de ella lo que nunca se dijo acerca de ninguna». Porque ya Beatriz «gloriosamente mira el rostro de aquel qui est per omnia saecula benedictus».

Lo hará en la Comedia, después llamada Divina. Si por el infierno y el purgatorio lo guía el poeta romano Virgilio, al entrar en el Paraíso le conduce Beatriz. ¿Cabe una felicidad mayor? Por fin con Beatriz, y en la alegría inconmensurable del Cielo. La descripción del encuentro («una mujer surgió con verde manto/ vestida del color de llama viva») termina con la reacción del poeta: «De antiguo amor sentí la gran potencia».

Hay que estar preparados para advertir la finura del universo de Dante, donde todo está bellamente pensando y exactamente previsto. Así, Dante dice a Virgilio: «Conozco los signos de la antigua llama». Se puede referir a aquel primer encuentro con Beatriz, cuando nació el amor. Pero es, también, un verso de la Eneida, del propio Virgilio, en boca de la desdichada Dido, cuando advierte que, a pesar de sus promesas de permanecer fiel al marido muerto, se ha enamorado de Eneas nada más verlo.

Beatriz tranquiliza a Dante: «Mírame bien soy yo, soy yo, Beatriz». Después le recrimina que se haya apartado de las cosas honestas. Dante no intenta justificarse porque toda su atención está empleada en ver una vez más a la que ama. Se avergüenza de no haber estado a la altura de un amor tan puro. Y «Beatriz me miró con los ojos tan llenos de amor divino que, vencida, mi fortaleza entregó las riendas, y casi me mareo, los ojos bajos».

Dante volverá a la tierra, separándose de nuevo de Beatriz, pero antes le dice: «Tú me has traído de la servidumbre a la libertad». Porque el amor pleno es sinónimo de libertad.

Beatriz es la plenitud del amor, porque en ella se han encerrado todos los bienes, los de la belleza humana y los de la gracia divina.

BENIGNA

La compasión[6]


adrid, finales del XIX. Benigna ha trabajado siempre como criada en casa de la petulante y pomposa doña Francisca Juárez. Cuando esta se arruina, Benigna, con más de sesenta años, le ayuda con todos sus ahorros. Y cuando estos se acaban recurre a la mendicidad, pidiendo a la puerta de la iglesia de San Sebastián, en la calle Atocha. Dirá a doña Francisca que el dinero lo gana trabajando en casa de un sacerdote. Inventa esa historia para que doña Francisca no se sienta ofendida por sostenerse con dinero que sale de la mendicidad. Ella, que es una señora.

Entre los pobres que piden a la puerta de San Sebastián está Almudena, moro, ciego, nada agraciado, pesado e ingenuo a la vez. Calculando por el trato que tiene con la buena Benigna, Almudena la imagina joven y hermosa. Benigna es su diosa, su ayuda, su cielo. La sigue a todas partes, no hay quien se lo quite de encima. Imaginando para él la completa felicidad, hasta le dice que quiere casarse con ella.

Pasa un tiempo. La fortuna dará un giro para doña Francisca, que vuelve a ser rica. Benigna podría ya descansar de sus continuos trabajos para buscar dinero con que sostener el tren de vida de la señora. Pero doña Francisca demuestra su ingratitud no acogiendo a Benigna. ¿La razón? Que Benigna se ha hecho cargo del ciego.

¿Qué podía hacer yo?, piensa Benigna. El pobre ha contraído una grave enfermedad de piel. Benigna lo ha desengañado ya, convenciéndole de que no es ni joven ni hermosa, pero está dispuesta a cuidar de él, que está abandonado de todos.

La trama de Misericordia —quizá la mejor novela de Galdós— es más compleja, pero sobre todas las incidencias destaca la personalidad de Benigna. Ella sabe que no es una santa: los ahorros con los que ayudó a doña Francisca eran el producto de largos años de sisar, a lo que había aprendido, como la criada de la zarzuela La Gran Vía: «Consulté con mi conciencia y al punto me dijo: aprende a sisar».

Benigna tiene su genio. Pero, sobre cualquier otra cosa, es de una bondad de corazón capaz, no solo de perdonar la ingratitud de doña Francisca y de su familia, sino de olvidarse de ella misma para consagrarse a la felicidad de quien más lo necesita.

En el pobre ciego Almudena no hay nada atractivo. Cuando contrae la enfermedad se vuelve, para la mayoría de las personas, repugnante.

Lo que atrae de Benigna —y quien lee la novela no puede resistirse a ese sentimiento— es su sentido de la compasión, en el significado original: padecer con. No es la compasión exterior, desde fuera, de quien ayuda sintiéndose ajeno. Benigna padece con los que sufren. Padece más que ellos, para ayudarles. Y todo esto no le causa infelicidad. Lo hace en alegría. No se creerá una santa, pero lo es, sin decirlo ni saberlo. Benigna es la caridad, en toda la plenitud de esta ardiente realidad.

CARMEN

La independiente[7]


anto la novela de Prosper Merimée como el libreto de la ópera de Bizet (de Meilhac y Halèvy) no son obras conseguidas, y a veces rozan la involuntaria caricatura. Pero en los dos casos se salva Carmen, por su vitalidad, su deseo de ser libre, su negativa a que alguien la domine, aunque sea quien la ama: ese, menos que nadie.

Seguimos la historia por la novela, no por la ópera, que es de una música espléndida pero muy sumaria en la descripción de los caracteres.

Cuando Carmen conoce a Don José, un antiguo militar y ahora bandolero, está casada con García el Tuerto. Pero se convierte en amante de Don José. Hace lo que quiere: tiene marido y tiene un amante. Incluso consigue que su amante Don José saque de la cárcel al marido, aunque, después, de forma un tanto incoherente, le instigue a que mate a García el Tuerto.

Eliminado el obstáculo, Don José y Carmen se casan por el rito gitano, pero pronto ella pone los ojos en otro: no en el ridículo toreador de la ópera, sino en un picador, Lucas. Carmen hace lo que quiere. Ahora Don José ocupa el lugar del marido, como otro García el Tuerto. Le dice abiertamente que le ama menos como marido que como amante. «No quiero ser atormentada, ni mandada. Lo que quiero es ser libre y hacer lo que me dé la gana». Es casi una conducta de exasperación, es como un prurito. No admite que nadie mande sobre ella, no admite ni siquiera el imperio de la costumbre. Ella quiere innovar continuamente, no entiende de otro modo la libertad.

Carmen intuye que su actitud le conduce a la tragedia. Si ella no quiere ser mandada, Don José no acepta ser burlado. La idea del amor que tiene Don José es “una para uno”, y “para siempre”, aunque llegó a ser marido de Carmen eliminando precisamente a otro marido. Don José ve ahora que ya no suscita pasión en Carmen, y apenas queda nada de aquellos primeros encuentros.

Carmen es pasión de independencia, no tanto pasión amorosa. Para ella el amor es importante, pero no hasta el punto de someterse a alguien. Sabe, porque es algo hechicera, que la muerte es la única salida para los celos de Don José. Está a la espera de su propia muerte trágica, porque ese es el precio que a veces hay que pagar por una vida de completa libertad. Ha vivido intensamente, a su capricho, y sabe que también su muerte estará cargada de intensidad.

Carmen no es un mito femenino. Es un dibujo extremo de una de las características de la condición humana: el afán de libertad. Solo que ella lo vive hasta las últimas consecuencias y sus libres elecciones se dan en senderos de muerte.

CATALINA VON HEILBRONN

La inocencia[8]


a obra teatral del romántico Heinrich von Kleist, Catalina von Heilbronn, está ambientada en la Edad Media. El drama se abre con un juicio de Dios, una prueba en la que se pone a Dios como garante de la verdad y la justicia de los contendientes. En este caso se enfrenta el maestro armero Teobaldo de Heilbronn y el conde von Strahl. El conde es demandado por el armero, padre de Catalina. Según el armero, el conde ha embrujado a la muchacha, que ha abandonado a su familia y sigue a von Strahl a todas partes.

El conde responde que no tiene ningún interés en Catalina. Todo lo contrario: él espera casarse con la hija del emperador. No solo no desea que Catalina lo siga, sino que le molesta esa fidelidad canina. Ha llegado incluso a pegarle, como a una perra, para que se aleje de él.

Son dos posturas irreconciliables. Pero mientras se celebra el juicio aparece un nuevo dato: hace tiempo el emperador tuvo una hija fuera del matrimonio, pero nunca más se volvió a saber de ella.

Esa hija, ahora se sabe, es Catalina. Cuando, reconociendo su culpa por el maltrato, el conde se enamora de Catalina, será verdad que se casa con una hija del emperador.

Más allá de la trama, lo importante es que Catalina no ha dudado nunca del amor que sentía por el conde. Ella piensa que es un amor decidido en el cielo, desde toda la eternidad, y, por tanto, que nada puede frustrarlo. Seguía al conde porque sabía que tarde o temprano la vería como su único posible amor. Todo esto dentro de la mayor inocencia. Catalina no calcula, no triangula, no tiene una estrategia. Su única lógica es la del amor.

Catalina, cuando ya es reconocida, puede oír el perdón del conde: «Cuando pienso con qué desamor mi corazón te ha arrojado lejos de mí, y recuerdo con qué humildad y bondad lo resistías, entonces el dolor se apodera de mí y no puedo retener las lágrimas». Son palabras hermosas, pero Catalina no las entiende. Es incapaz de reprochar nada al conde, porque su amor no depende de ella, sino que está trazado desde siempre. Como es verdadero amor, Catalina no mira nunca por ella, sino solo por él. No se le ocurre perdonar, porque no se sabe ofendida. Sus palabras son estas: «¿Por qué te conmueves tanto? ¿Qué me has hecho? Yo no sé nada».

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