Malte vive en mi jardín

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Malte vive en mi jardín
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© Círculo de Tiza
Para Sara Iradi Elizalde.

prólogo
Los agujeros del amor

Pilar y yo coincidimos en el curso «Razón y corazón» que impartía Alejandro Gándara. Nos enseñaba la diferencia entre dolor y daño y al final de la clase preguntó si alguien tenia algún testimonio. Pilar, apoyada ligeramente en un bastón, se levantó y dijo: «Yo he perdido a mi hija y he sentido que el dolor me traspasaba. Casi muero de pena, pero aquel dolor me construyó, aprendí mucho con esa pérdida. Pilar no se hizo daño, aguantó bien el dolor. Escucharla fue muy impactante para mí, sentí su testimonio sereno y desgarrador como un regalo y quise conocerla, quise que me enseñara, y tengo la suerte de ser su amiga desde entonces.

Este libro es otro regalo. Pilar sabe que la vida te puede arrancar pedazos, o todo, si te dejas. Y ella no se deja. Porque sabe superar el miedo y siente que la vida le paga bien esa ausencia de miedo.

Las mayores pérdidas de Pilar son las invisibles; las visibles, que hoy parecen las más importantes: la movilidad, la salud, la belleza, el éxito, el dinero, la juventud... no son las más dolorosas. Ella perdió a su hija y la lleva tatuada junto con los otros tres, perdió —por una traición— la empresa pionera que fundó hace veinte años, perdió a su hermano, que le enseñó a volar con el rock; perdió a veces la fuerza para salir de sus infiernos. Pero como la Molly de Joyce, siguió siempre diciendo ¡sí, sí, sí!

Ha viajado en unas condiciones que la mayoría consideraría imposibles y que para ella solo eran pequeñas dificultades. Por eso ha ido a Jerusalén, ha flotado en el mar Muerto, ha recitado poemas en Estambul y ha sentido la mirada del Auriga de Delfos. Casi se muere en la isla de Egina, cerca de Atenas, pero después de algunos avatares logró llegar al último ferry diciendo que lo de morirse no es tan malo. Ha nadado en el Egeo, en las aguas que bañaron a Cleopatra, y allí se enamoró de nuevo y subió al templo de Apolo, salvó los incontables escalones apoyada en unos brazos más fuertes que los suyos, pero también impulsada por su propio anhelo de tocar el cielo. Hemos recorrido juntas las calles infinitas de San Petersburgo y hemos sentido lo bello y lo siniestro en Berlín. Y no se pierde la oportunidad de visitar la Bienal de arte de Venecia o de callejear Salónica y Meteora.

Pilar dice sí siempre, cueste lo que cueste. Ese sí también está en su patio, un patio que es la prolongación de su esencia. Ahí habita Malte, mucho más que su perro, su cómplice y amigo, que murió cuando terminaba este diario. En ese patio están también cobijadas sus pérdidas invisibles y todos los regalos que atesora: su familia, sus amigos y el hombre de su vida. En el patio de Malte descansan los pedazos de vida que nos faltan. Y los agujeros del amor.

María Sendagorta McDonnell

Madrid, abril de 2021


I. Acababa de leer Los cuadernos de Malte, de Rilke…

Acababa de leer Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rilke, cuando adoptamos un perro, un chucho, que es lo más parecido a un humano. Teniendo en cuenta que este animal cuadrúpedo puede ser más inteligente y bondadoso que muchos de los bípedos que votan y deciden el destino de un país.

Me gustó el personaje de la novela, mucho, por lo que tiene de crápula y sofisticado. Y por eso llamé Malte a mi nuevo perro. Mi chucho es inteligente, sensible, cariñoso, guapo de cara, pero no de cuerpo; rencoroso, envidioso y marrullero. Ir a pasear con él es divertido. Tiene alma de líder, aunque es un enano que solo sabe ladrar. Posee tantas cualidades como defectos. Como cualquier humano. Pero a él le perdono los defectos. A algunos humanos también.

Hoy se me ha hecho muy largo el día. Sentada en el jardín, he visto una peli, he corregido un par de diseños, he bebido dos vasos de vino al mediodía, y son las siete y media y ya me estoy bebiendo otro. Y he fumado cuatro cigarrillos. Ayer leí de un tirón Pregúntale al polvo, de John Fante. Es lo que hago habitualmente: leer. He hecho cálculos y leer en el Kindle me cuesta un euro la hora. Suelo leer unas seis horas diarias.

Como leo tanto, estoy un poco confusa. No solo mezclo los libros, sino que a veces no sé si he sido yo la que ha vivido las historias. De alguna manera sí las vivo. Yo, sentada en el sofá del jardín, viendo cómo mi marido trabaja arreglando el viejo cuarto de baño. Aquí sentada, tranquilamente. Cuántos envidiarían mi situación. Yo no me quejo, pero a veces el día se hace muy largo.

Hay ratos que juego al solitario de una forma compulsiva. En esos momentos pienso en las cosas que debería hacer: ordenar la mesa, llamar a fulanito, corregir un diseño, mandar un mail, decirle a la persona que trabaja en casa que barra las pelusas de las esquinas… Pero solo pensarlo me cansa y lo voy dejando pasar. Escribir esto es un gran esfuerzo, pero estoy aburrida y creo que aburrirse es como un pecado, por eso hago el esfuerzo. No soporto el aburrimiento ni a las personas aburridas ni las situaciones aburridas. Si algo me aburre, le busco el lado gracioso. Por eso mismo escojo amigos interesantes y divertidos.

Cuando juego al solitario compulsivamente, como casi no tengo que pensar al hacerlo, por mi cabeza pasan montones de imágenes. De mi vida actual, de la pasada, del futuro, a veces. Son películas en las que generalmente yo soy la protagonista y en las que aparecen los personajes y hechos de mi vida. Y muchas veces pienso en contarlos. Pero es tan cansado que sigo jugando al solitario.

Visto así, mi vida parece insulsa, pero en verdad no lo es. Y yo siempre tengo a Malte.

—¿Puedo tener un rato el iPad? Sí, cariño.

Pero luego no escribo nada. Vuelvo a jugar al solitario.

Pienso en lo que he hecho estos días. Hemos visitado a la madre de mi marido, que vive a trescientos kilómetros. Vamos a comer con ella, dormimos allí y volvemos al mediodía para comer en casa. Desde siempre me han gus­­tado las personas mayores. Pero ahora yo también soy mayor y me gustan más los jóvenes. Hicimos una comida con dos de mis hijos, un hijo de mi marido y dos sobrinas. Nos reímos, jugamos a hacer pruebas neurológicas y todos las hacían perfectamente. Se reían porque les parecía una tontería. Yo no las hice, no quería asustarles.

Mi exmarido vino a recoger a nuestro hijo, el más pequeño de los tres que tengo. Los dos mayores son de otro exmarido. Venía de un homenaje que le hacían a su hermano, que se acababa de suicidar. Uno de los pioneros de la eutanasia. Me dijo que tengo que tomar una nueva medicina. No lo haré. Tengo la misma enfermedad que su hermano.

Fue uno de los motivos por los que me divorcié. No quería competir. Está claro que él ganó la apuesta. Pero no me gusta el premio.

II. Estoy tan bien en este jardín

Estoy tan bien en este jardín, ¡qué suerte! No moverme no parece un problema. Mi marido va de un lado para otro mientras trabaja en las obras del cuarto de baño. Lo miro y sonrío. Me gusta muchísimo. Es fuerte y guapo. Da gusto verlo. Es mi tercer marido y lo amo. Nuestros días son muy tranquilos y las noches, muy apasionadas. Seguro que nadie se lo imagina, simplemente porque estoy en una silla de ruedas. Nadie tiene ni idea de lo que son nuestras noches. Lo conocí hace nueve años y perdimos la cabeza de amor. Todavía no la hemos encontrado.

Yo no sabía que esto existía. Tenía una intuición, por todos los libros que he leído, y es verdad: el amor pleno existe. Quiero explicárselo a mis hijos. Me gustaría que llegaran adonde yo estoy. Me ha costado mucho.

Mi hijo mayor me ha llamado. Tiene veinticinco años y comparte piso. Es un hippie del siglo xxi. Es dibujante y tatuador, no se compra ropa nueva, todo de segunda mano, y es feliz con muy poco, poquísimo. Creo que yo le he empujado a esa vida y ahora tengo miedo. Sus amigos tienen trabajos convencionales, ganan un buen sueldo, parece que su vida es más segura.

Pero él no se quiere meter en la rueda. Es valiente. ¿Quién dice qué es lo mejor? No lo sabemos. Yo no lo sé. La incertidumbre existe para todos, pero la felicidad solo para unos pocos. Sentirte a gusto con lo que haces. Eso es.

Tiene una novia. Intento explicarle lo que es el amor, ahora que lo sé. Estuve casada con su padre diez años. Y no me gusta pensar en ese matrimonio. Porque no había amor. Hubo otras cosas, sobre todo el deseo de irme de casa y hacer el tonto sin control. Su padre era divertido y salíamos mucho de marcha. Lo pasábamos muy bien. Nos casamos con veintitrés años. Diez años después nos divorciamos. Con dos hijos de tres y cuatro años. No me lo pensé.

Desde que tuve mi primer hijo, todo era una locura. Él quería mantener la vida de antes. Yo quería cuidar a mis hijos. Trabajábamos juntos, en nuestra empresa. Él era tiránico. Con todos, también conmigo. Después de la separación, tuve que hacer dos años de terapia. Maltrato psicológico. Yo no sabía quién era yo.

 

III. Todos alrededor de la madre

Mi madre ama el tenis. Nadal gana gracias a la concentración que tiene ella en los partidos que ve por televisión. En su casa tiene una pista. Ella se ha empeñado en que sus nietos jueguen. Reúne a todos un día a la semana y dan clase con un profesor. Mi hija y mi hijo pequeño se acaban de ir a jugar. Vivimos todos a cinco minutos andando. Como en un pueblo. Todos alrededor de la madre, la abuela. La familia cerca. Los nietos adoran a su abuela. Qué suerte tenemos.

Es una maravilla cómo me cuida mi marido. Con tanto cariño. Me ayuda a sentarme, me coloca los pies para que no me duela, el almohadón siempre en su sitio. Me ducha, me viste, me cambia cuando me mojo. Siempre con dulzura, con paciencia y amor. Yo no soy tan cariñosa.

Yo le digo que siempre me está haciendo la pascua. Él se ríe. Bien.

Me encanta la casquería. Y las ostras. Las ostras me empezaron a gustar a los cuarenta y dos años. Con mi segundo marido, un gourmet de estos moluscos. La casquería me empezó a gustar a los cincuenta, con mi tercer marido. Ahora soy una fanática. Busco riñones, mollejas, hígado, sesos... creo que es la edad. Cada vez buscamos cosas más complejas, más íntimas, con más misterio. Sabores que te hagan buscar en el cerebro sensaciones desconocidas. Una pechuga de pollo a la plancha es demasiado conocida. Es una experiencia antigua, incluso infantil.

Mi hija se va a ver un rato a su novio. Me gusta ese novio. Es un chico estupendo porque hace feliz a mi hija. No hay mayor argumento que ese: hacer feliz a la persona que has elegido. Llevan juntos ya tres años. Este año ha muerto su madre, a los sesenta. Un cáncer fulminante. Ni siquiera la conocí. Ya nunca podré conocerla. Qué pena. Pienso en ella y en todo lo que ella no podrá conocer.

IV. Todos copiamos algo

Estoy leyendo un libro que me ha dejado mi amiga E. Autorretrato con radiador, de Christian Bobin. Creo que lo estoy copiando. No me importa copiar, todos copiamos algo. Al protagonista se le muere la mujer. Yo soy la protagonista aquí y se muere mucha gente querida a mi alrededor. También siento melancolía y a veces incapacidad de superarlo. La muerte es fría, silenciosa y presente.

Tengo a mi perro Malte a mi lado. Siempre he tenido un perro desde que me divorcié de mi primer marido. Siempre he creído que mis perros eran reencarnaciones. Pero este creo que es casi persona. Habla, besa, se enfada, tiene celos. Yo hago muy poco por él. Él mucho por mí. Sabe que soy diferente y me protege. Cuando quiere estar seguro, se mete debajo de mi silla. Pienso en su sensibilidad y percepción. En su capacidad de entender lo que decimos. Y nosotros no le entendemos. No sé quién tiene la ventaja.

Me duelen los glúteos de estar sentada. Me duelen los hombros, el cuello; no sujeto el torso, me cuesta comer, a veces pensar. Tengo las manos agarrotadas, me cuesta mucho escribir, incluso en el iPad. A las personas siempre les duelen cosas y lo dicen. Yo no lo digo. Ellos lo dicen porque es algo puntual. Un esguince, anginas, diarrea… Pasará. A mí no se me pasará. Pero ellos tienen que seguir con su vida: atascos, trabajar, limpiar la casa, comprar cosas que no necesitan…

Yo estoy en mi jardín.

Mi hermano ha muerto, mi prima C. es viuda, mi amiga M. es viuda, mi amiga B. es viuda, mis amigos J. y J. han muerto, mis amigos I. y A. han muerto… No sigo. Todos ellos estaban bien cuando yo ya estaba enferma. Casi me da vergüenza, ellos siempre preocupándose por mí. Sin embargo, yo sigo viva.

He llegado demasiado tarde muy lejos. Y creo que no sirve para nada.

V. Estoy pecando muchísimo

Estoy en la cocina de casa. Sigo bebiendo vino. Es lo que hay. Veo a mi marido haciendo muchas cosas: bocadillos, fregar, guardar las cosas del friegaplatos. Yo estoy aquí, sigo bebiendo vino.

Huele a pan tostado.

Estoy pecando muchísimo.

Y si te pregunto: ¿habrías elegido un breve rato en la Tierra y al cabo de unos años ser arrancado de todo para nunca jamás volver? ¿O habrías rechazado la oferta? Esta pregunta la hace Jostein Gaarder en uno de sus libros. Para mí, la respuesta es muy clara, no tengo dudas. La vida es difícil, dura e incomprensible. Pero, aun así, compensa, incluso a mí, que llevo tantos años sentada. Es cierto que lo más duro es tener que irse, dejar a los que amas, saber que te espera la eternidad, quién sabe, quizás sola. Pero creo que esa cosa llamada alma ha dejado algo y ha disfrutado de otras almas. Quizás exista una fuerza, como dice el maestro Eckart, que nos une a todos en la eternidad. Encontraré muchas personas amadas.

VI. Algo tengo que hacer para entender a los demás

Mi hija está en la cocina con su novio y mi hijo pequeño. Le pregunto a mi marido qué están haciendo. «Ella, la cena; y los otros dos, el tonto», me contesta. Me río, pero no tiene gracia. Se perpetúan los esquemas, y eso que ella es muy reivindicativa.

Yo nunca me hubiese atrevido a decirle a mi hermano mayor «¡Recoge la mesa!». Estábamos educadas por madres sumisas. Parecía normal, aunque mirábamos a nuestros hermanos con ojos revirados. Ellos sentados en el sofá viendo la tele, nosotras recogiendo. Era así. No había opción. O sí.

Ahora soy yo quien no dejo a mis hijos mirar a su hermana recoger la mesa. Pero es cierto que ella nunca lo va a consentir. Y yo sí lo hice. Algo cambia.

Me voy a fumar un canuto. Lo hago todas las noches, es terapéutico para mi enfermedad.

Algo que tengo que hacer para entender a los demás.

VII. Yo no recordaba nada

He llamado a mi madre para echarle en cara que ayer la llamé tres veces y que no me había devuelto la llamada. Ella me ha dicho que sí que me había llamado. Yo no recordaba nada. Tuvo que refrescarme la conversación, lo que yo le había dicho. Estaba claro que habíamos hablado. Tuve que reconocerlo, pues le conté cosas que habían pasado ese día y ella las enumeró para demostrarme que sí habíamos tenido esa conversación. Inmediatamente le reconocí que era verdad, que no entendía cómo lo había olvidado. Pero lo cierto es que no recuerdo lo que le dije y menos lo que ella me contó a mí.

No sé dónde estaban mi consciente ni mi subconsciente. El caso es que yo le conté mis cosas, la escuché y luego se borró todo de mi cabeza. Demasiado vino. Muchos canutos. No sé si tengo que preocuparme.

VIII. Enfermedad, ¿qué enfermedad?

Hoy hace treinta y un años que me casé con mi primer marido. Decidimos esta fecha porque es víspera de festivo y así siempre podríamos celebrarlo a lo grande. Al día siguiente no había que madrugar. Pensamos que nos casábamos para toda la vida y que íbamos a celebrar el aniversario toda la vida. Pero eso resultó mucho y a los diez años nos divorciamos. Nadie se había divorciado en mi familia nunca. Y yo no entendía lo que me pasaba. Pero mis padres sí lo entendían. Habían visto mejor que yo. Cuando cae la venda, ves el infierno. Y cuando das el paso, ves el cielo. Azul.

Cada vez salgo menos. No está bien porque yo soy una persona que se alimenta de las personas. Pero me da pereza. Eso que yo siempre he dicho que la pereza no existe, que nos la inventamos. Y creo que tengo razón. Siempre hay un motivo oculto para la pereza. Hoy creía que no iba a escribir nada. Estaba perezosa. Pero no era eso, era miedo. Miedo a no saber qué decir.

Estoy contenta, he conseguido escribir una página. Tengo menos miedo.

¿Enfermedad? ¿Qué enfermedad? Esta que me tiene aquí sentada. Me aburre. Me cuesta más llevar el aburrimiento que la enfermedad.

Mi cuñada es escritora y lleva muchos años intentando que yo escriba. Tengo otra amiga escritora que también insiste en que lo haga. Pero yo no soy escritora y nunca lo he querido ser. Soy lectora, eso es lo que soy. Pero lo intenté y empecé a escribir sobre mi enfermedad. Parecía ser un tema sobre el que tengo mucho que decir. Pero yo no me sentía cómoda escribiendo sobre algo en lo que intento pensar lo menos posible. Mi cuñada me dijo entonces que yo me tenía que sentir a gusto escribiendo, que tenía que ser una especie de liberación.

Entonces decidí empezar este diario y aquí me siento cómoda. Es verdad que cito la enfermedad, pero creo que lo hago de la misma forma en que vivo con ella. Algo que existe, pero que no es el centro de mi vida. Y, realmente, para mí estas palabras que escribo son un consuelo. Escribo al final del día, casi en la oscuridad, después de haber cumplido con mi trabajo de lectora. Y es cierto: me siento mejor.

Tengo una vida plácida. ¿Quién puede decir eso? Mis amigas, que cenaron ayer en casa, dejaron claro que mi vida es envidiable. Habría que definir el adjetivo envidiable. Pero después de que se fueran, creo que es verdad. Poseo algo envidiable: armonía en el día a día. Aunque no me puedo mover. Eso puede ser una lata. Pero ellas estarán hoy en su trabajo. Yo sigo en mi jardín. Plácida, sí.

IX. Intento recordar el pasado

Hoy me ha despertado el teléfono a las siete y media de la mañana. Era mi hija. Creía que se le iba a romper el coche. Creía. Ella estaba en la carretera de La Coruña y yo en la cama. ¿Qué puedo hacer yo? Luego me han llamado de la Fundación. El logo que les he hecho es frío. ¿Qué es un logo frío? Después me llamaron de la imprenta. El arte final del folleto estaba mal. No podían imprimir. ¿Por qué hago siempre mal los artes finales? Pero, después de todo, el coche no se rompió, los artes finales los rehíce y el logo… No hay prisa.

Me puede el día. Intento recordar el pasado, pero el presente se me cae encima. Me aplasta. Hoy he leído Mi prima Rachel de Daphne du Maurier. Un relato con épica. Gente con honor. Al final, Rachel muere en un accidente. Es una buena solución para los problemas. Que desaparezcan. Yo también soy un problema. ¿Debería desaparecer? Respuesta: no tengo ganas. Todos tenemos un mal día.

Pienso en la chica que viene a casa a limpiar. Tiene veintiocho años y lleva cuatro conmigo. Vino sola de su país sudamericano. Tan joven. Ahora tiene un hijo de dos años y medio. Hoy el niño tenía cuarenta de fiebre. La hemos mandado a casa con él. Siento que hace mucho. Se esfuerza. Es muy injusto que viva con tantas estrecheces. Creemos que hemos avanzado mucho como sociedad, pero su vida podría ser un cuento de Dickens. Me siento mal. Tampoco tengo muchas posibilidades de ayudarla más, a todos nos toca un dolor. Ella anda, se mueve, lleva a su niño en brazos. Yo no me puedo mover. ¿Quién tiene más dolor? Ella. Yo sigo en mi jardín.

Mi marido ha terminado la obra del cuarto de baño. Ha quedado bien. Costó elegir los colores. Lo tuvo que pintar tres veces. Los colores reflejan la complejidad humana. Nadie los ve igual. Pero hemos conseguido ponernos de acuerdo. Al fin. Eso se llama diálogo. Creo que vamos por el buen camino.

Oigo a mis vecinos al otro lado del jardín. Están arreglando algo. Pero no se hablan con cariño. Se hablan con crispación. Llevan dieciocho años juntos. Me da pena oír ese tono. Órdenes y obediencia. Sin risas. La risa es muy importante. Si no sabemos reírnos de cualquier situación, estamos perdidos. La vida necesita sentido del humor.

Humor. Algo que a mi amiga C. le costó mucho tiempo entender. Siempre estaba enfadada. Enfadada con el mundo parecía. La vida soñada —qué será la vida soñada— no se había cumplido y responsabilizaba a su entorno por ello. Pero una enfermedad inesperada le hizo ver su realidad. Era guapa, inteligente, tenía dinero, trabajo, amigos, se sabía querida… Y cambió. Ya no está enfadada permanentemente, ha aprendido a valorar lo que tiene y a no llorar por lo que no tiene. Ha cambiado. Como dice G., mi maestro, tenemos que estar abiertos a la metamorfosis. Y, en este caso, el cambio ha supuesto que yo la quiera más.