Oz, bajo el arcoiris

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Oz, bajo el arcoiris
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© Pepe Gallego

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Diseño: Pedro Fernández y Pepe Gallego

Ilustración de portada y contraportada: Fran Galán

Corrección: Candelaria Alonso, Mayte Jiménez y Manuel Cruz Rodríguez.

ISBN: 978-84-1386-010-7

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

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Prólogo

Allá por el año 1900, un neoyorquino nos regaló para la posteridad una de las obras más sobresalientes de la historia de la literatura. Su maravilloso mundo de Oz no solo fue continuado por el propio autor en numerosos relatos y novelas, sino que inspiraría a otros escritores, así como también a productores, guionistas, músicos y directores de cine, que hicieron sus versiones sobre uno de los cuentos más populares jamás escritos.

Y ustedes se preguntarán el porqué de una referencia más, de otra novela acerca de un mundo tantas veces interpretado y versionado. Déjenme que les cuente mi motivación:

La idea surgió durante una cena de amigos con el genial escultor Pedro Fernández Ramos y el no menos genial dibujante Fran Galán. Pensando hacer algo diferente y a la vez llamativo, llegamos a la conclusión de versionar el Mago de Oz, pero finalmente por motivos de incompatibilidad profesional el proyecto se canceló. Sin embargo, yo siempre tuve en mente ejecutar lo que había imaginado, que no era otra cosa que escribir una novela a modo de continuación del cuento de una manera más oscura y adulta de la que solía hacerse, pues quienes hayáis leído la obra original sabréis que hoy en día no sería un cuento recomendable para niños por la crudeza de algunas situaciones que en ella se describen, y que fueron dulcificadas o incluso eliminadas en la mayoría de versiones, especialmente las cinematográficas.

Por ello, y justo cuando se cumplen 120 años de la aparición de El maravilloso Mago de Oz, perdonen la osadía de este humilde contador de historias de querer zambullirme en ese increíble mundo para contaros mi visión, aportando algunos personajes, así como situaciones y escenarios propios, pero siempre guardando el mayor de los respetos hacia la creación de mi admirado Lyman Frank Baum.

Pepe Gallego

Capítulo 1 — “Un mundo decadente”

La suave brisa que mecía los campos de maíz cambió en pocos minutos a ráfagas de desagradable aire. El cielo permanecía plomizo como de costumbre, pero se comenzaba a encapotar con nubes negruzcas arrastradas por el viento del este. No siempre fue así. Antaño había sido un lugar que proyectaba luminosidad, desbordado de vivos colores que bañaban sus verdes praderas, o los inmensos campos de flores que deleitaban la vista. También estaba presente en la variada gama de tonalidades de las vestimentas de sus habitantes, con una amplia diversidad de seres donde predominaba la alegría. Sin embargo, ahora era un mundo gris, decrépito y triste, por el cual deambulaban personajes oscuros llenos de rabia, odio, desconfianza y miedo, mucho miedo.

Los cuervos, a quienes poco importaba esta evolución e incluso estaban a gusto con la misma, revoloteaban sobre la vegetación en busca de pequeños roedores, gusanos o cualquier oportunidad alimenticia que se les brindara, pues bien conocida es su vertiente carroñera como recurso de extremada valía. Todo parecía estar en calma, pero los pájaros se sentían inquietos a la vez que curiosos ante el inmóvil objeto que había amanecido plantado en mitad de un pequeño claro del maizal. No pasaría de resultar algo anecdótico de no ser por el tibio olor acre que desprendía. Un tenue hedor que quizás un humano solo distinguiría estando muy cerca de él, pero que no pasaba desapercibido para los cuervos, que ejecutaban vuelos rasantes a su alrededor tratando de averiguar lo que era. No obstante, aquella silueta en forma de cruz no se inmutaba. Tan solo el desapacible viento mecía sus ajadas ropas. Un raído abrigo tres cuartos de cuero, por el cual se dejaban ver unas piernas espantosas compuestas de músculos y tendones a la vista, sin piel, y donde la podredumbre comenzaba a hacer acto de presencia, de ahí ese olor a carne en descomposición. Tenía la pierna izquierda totalmente rígida y asentada en tierra, mientras que la derecha permanecía encogida lateralmente para dar equilibrio al cuerpo hasta el punto de mantenerse completamente inmóvil. Pero no acababa ahí la horrenda visión; la cabeza era, literalmente, una calavera con el cráneo abierto en su parte superior, por donde asomaba un vasto manojo de paja, haciendo las veces de pelo y en cuyas briznas hacía presa un tono negruzco, como una especie de necrosis que parecía estar adueñándose de ellas. Tenía los brazos extendidos horizontalmente, lo que sumado a la posición del resto del cuerpo, le confería una pose similar a una cruz. Ayudaba a equilibrarlo una herramienta apoyada tras su cuello, que sostenía entrelazando el largo mango con ambos brazos y en cuyo extremo portaba una gran hoja afilada y brillante, con algunas salpicaduras de óxido. Sus huesudas manos no adoptaban una posición simétrica, pues si bien la izquierda se mantenía caída como en estado de reposo, la derecha conservaba extendido el dedo índice señalando algo en esa dirección.

Un cuervo lo observaba desde hacía rato, atraído en parte por el olor y también por el brillo metálico que emitía aquella hoja apoyada en su espalda, mientras intentaba vislumbrar si realmente era un animal muerto al que poder devorar las entrañas. Tras vacilar unos minutos, decidió emprender el vuelo hasta posarse en su brazo derecho. El objeto, o esa especie de ser, o lo que quiera que fuese aquello, no se movió lo más mínimo. El animal fue dando saltitos recorriendo la extremidad y se paró en el hombro volviendo a valorar la situación. Solo el desapacible viento agitaba los maizales y las prendas, así que pasados unos segundos continuó avanzando hasta quedar junto a la cabeza, a la que dio un pequeño golpe con el pico como tratando de cerciorarse de que no había peligro alguno.

Tras no obtener respuesta, el cuervo saltó al suelo y se acercó al despellejado pie comenzando a picotear su carne, lo que propició como una llamada al banquete para otros cuatro cuervos, que se lanzaron rápidamente a hacer lo mismo. Apenas habían empezado cuando algo destelló fugazmente rasgando el aire con un brusco movimiento, y un segundo después, cuatro de los cinco cuervos cayeron desplomados. Uno de ellos decapitado, los otros tres con heridas fatales en el cráneo y torso. Tan solo uno pudo huir graznando en dirección a los árboles alertando al resto de sus congéneres.

El ser, ya con ambas piernas asentadas en tierra, se agachó, soltó la guadaña con la que había puesto fin a la vida de las aves, recogió a los desdichados cuervos, extrajo del abrigo unas finas cuerdas con alambres curvados en la punta y fue ensartando uno a uno a los desafortunados animales. A continuación, recogió la guadaña con una mano, alzó la otra con la reciente cacería y se la echó al hombro dejando que colgaran a su espalda, mientras la sangre chorreaba sobre el raído abrigo de cuero. Comenzó a andar a través de las mazorcas de maíz en la dirección que había estado marcando momentos antes con su dedo índice, al tiempo que una fina llovizna comenzaba a caer. Al llegar a las lindes del camino, giró la cabeza para mirar al cuervo que había sobrevivido, pues no dejaba de graznarle desde la copa de un árbol. Pasados unos segundos, el espantapájaros volvió de nuevo la vista al frente, dio un paso sobre el descolorido, embarrado y deteriorado camino de baldosas amarillas que cruzaba el país de Oz, y emprendió la marcha en dirección contraria a la que llevaba a la Ciudad Esmeralda.

* * * * * *

Pese a la poca luminosidad que solía tener el recinto, tuvo que entrecerrar los párpados, pues venía de la oscuridad absoluta reinante en la celda de aislamiento, donde había estado confinada durante toda la semana. Los fornidos celadores la acompañaban sujetándola por los brazos, aunque ella no se resistía. Mantenía la cabeza gacha, pero sus ojos se iban adaptando a la luz, recobraron la viveza natural de adolescente que poseían, a pesar del aspecto endurecido que habían adquirido en los cuatro últimos años. La reclusión en el centro psiquiátrico transformó a la dulce y alegre niña que jugaba con su perrito Totó, y apenas iniciaba la pubertad, en una adolescente con cuerpo delgado y fibroso, sentimientos retraídos y fría mirada calculadora.

Dorothy ya no era la chiquilla inocente y bondadosa que atravesó el fantástico país de Oz, con sus seres extraordinarios y sus preciosos paisajes. Aquella niña murió el día que cruzó las puertas del hospital psiquiátrico en el que la ingresaron semanas después, arrebatándole de ese modo los sueños, la inocencia y hasta la compañía del perrito, su amigo y más preciado tesoro, que le fue arrancado de los brazos antes de entrar allí entre amargos sollozos de la pequeña y ladridos enfurecidos del animal.

 

Ahora, casi cuatro años después del suceso y con la camisa de fuerza puesta, era conducida por los pasillos de la institución de camino a su habitación tras su enésimo intento de fuga. Todos la miraban al pasar: enfermos, personal del hospital y hasta algunas visitas que se encontraban al otro lado de la cristalera esperando para ver a sus allegados. Dorothy no inmutaba la mirada, se mantenía aparentemente tranquila excepto cuando pasó junto a Rhonda, una recia mujer negra de mirada preocupada a la que dirigió una leve sonrisa. Al llegar ante la puerta de su cuarto, uno de los celadores se soltó de su brazo izquierdo y extrajo del bolsillo del pantalón un manojo de llaves, entre el que hurgó hasta encontrar la que buscaba. El roce metálico de la llave al entrar y el girar del mecanismo de la cerradura resonaron en el poco iluminado pasillo. La puerta se abrió y Dorothy sintió una mezcla de sensaciones. Sosiego al volver a un lugar menos lúgubre y solitario que la celda de aislamiento, y abatimiento por regresar a un habitáculo que constituía una cárcel encubierta.

—Dorothy, mantente tranquila —comenzó a decirle uno de los celadores—, voy a quitarte la camisa de fuerza.

La chica permaneció inmóvil con la cabeza gacha mientras le aflojaban las correas. Cuando notó que la última hebilla era desprendida, dio una brusca sacudida y se apartó del personal sanitario de un salto, quitándose con rapidez la camisa de fuerza y arrojándola al suelo con violencia.

—¡Tranquila, Dorothy! —le sugirió el celador que le había aflojado las correas.

—¡Marchaos de aquí! —gritó la adolescente repetidas veces a toda la voz que su garganta era capaz de emitir.

—Por favor, tranquilízate o tendremos que ponerte la camisa de nuevo.

Al oír esto, Dorothy observó la prenda en el suelo y luego, con el odio reflejado en los ojos, encaró la vista hacia él. Sin desviar la mirada, fue dominando la excitada respiración, lo que relajó al enfermero, que aun así no apartaba la vista de ella ni un segundo.

—Eso es, contrólate y nos marcharemos enseguida.

El pecho de la muchacha, que se agitaba con fuerza segundos antes, comenzaba a regular su movimiento, lo que fue entendido por los auxiliares como una señal de lo que querían, así que fueron retrocediendo hasta salir de la habitación dejando a Dorothy mirándolos fijamente. Cuando la puerta se cerró, dobló las rodillas hincándolas en las frías baldosas y comenzó a llorar desconsoladamente. Estuvo bastante rato sollozando acurrucada en el suelo junto a la cama hasta quedarse dormida.

—¿Te encuentras bien, cariño?

Dorothy abrió los ojos lentamente y vio el rostro de Rhonda, que la miraba con dulzura a través de la pequeña ventana enrejada alojada en la puerta de la habitación, desde donde el personal controlaba la situación de los enfermos.

—¿Puedo fiarme de ti?

La chica se alzó del suelo, se sentó en la cama y asintió mirando al pavimento. Otro enfermero ayudó en todo momento a su compañera en el traslado de Dorothy hacia la zona de aseo personal, donde se pudo bañar ante la siempre atenta mirada de Rhonda.

—Echo de menos a Totó —comentó Dorothy con la vista fija en la espuma que el jabón había creado sobre el agua.

—Lo comprendo —empezó a contestar Rhonda—, sin embargo, no debes preocuparte, ya te dije que fue adoptado por alguien que le dará una buena vida.

Dorothy no dijo nada, se limitó a mirar un punto indefinido de la bañera. Varios minutos después, con el albornoz colocado y sentada en una silla, la fornida enfermera le pasaba el cepillo suavemente por los cabellos.

—Rhonda, ¿tú crees que estoy loca?

—Yo no soy una titulada en la materia para decidir algo tan delicado. Aunque si te sirve de consuelo, me da la impresión de que has sufrido mucho y eso ha afectado tu carácter, pero no considero que estés loca.

—¿Sabes los motivos por los cuales estoy aquí?

—Sí, según dicen, viste un mundo increíble de magos, brujas y seres extraordinarios, pero nadie te creía, ni tan siquiera tus tíos, que te internaron en el centro.

—No estoy loca, yo sé lo que vi. Mis tíos son personas incapaces de ver más allá de la temporada de cosechas o de las inclemencias del tiempo. Se dejaron llevar por los consejos de la gente para que me trajeran aquí a curarme —la enfermera no dijo nada, se limitó a seguir peinándola con la misma suavidad con que se lo haría a su propia hija—. Me gustaría salir del sanatorio para demostrar que no miento ni me invento nada.

—Prométeme una cosa —comenzó a decir Rhonda bajando el peine y mirándola a los ojos—, que si algún día sales de aquí, te olvides del pasado y de la historia que te condujo a este lugar, y comiences a disfrutar de las cosas maravillosas que hay detrás de estos muros.

Después de un breve silencio en el que Dorothy miró a la mujer a los ojos, contestó:

—Lo intentaré, te lo prometo.

Rhonda asintió con media sonrisa y volvió a alzar el cepillo para seguir desenredando el pelo de Dorothy, que se dejó peinar mientras miraba al frente con la mirada perdida, pues su mente recorría una y otra vez los pasillos que la llevaban a los recuerdos de Oz, pensando en lo bien que le vendría ahora un hechizo de la buena bruja del norte para salir de allí, o lo a gusto que se sentiría junto a sus amigos: el espantapájaros, el hombre de hojalata y el león. También en lo preciosa que estaría la Ciudad Esmeralda. Todos aquellos recuerdos no eran producto de su imaginación, estaba totalmente segura. Prueba de ello era el brazalete de diamantes que trajo consigo de allí, regalo con el que pudo regresar desde Oz a la granja de sus tíos, aunque lo conservaba escondido bajo tierra, en un lugar que tenía fotografiado en su mente. Ahora se alegraba de no haberlo enseñado para probar que realmente existía aquel mundo mágico, pues a buen seguro que se lo habrían quitado. Por ello fue prudente y lo escondió. Quizás ese brazalete le diese respuestas o alguna forma de regresar a Oz. Sin embargo, a quien más echaba de menos era a Totó, su compañero fiel, del que fue separada cuando atravesó la puerta del sanatorio.

* * * * * *

Eran las diez de la noche cuando Dorothy llegó del comedor, aunque apenas había cenado, como de costumbre. Se alimentaba lo justo para no caer en la inanición, por ello le suministraban cápsulas compuestas de vitaminas, pues en caso contrario la moderada anemia que habitualmente presentaba se convertiría en un problema mucho más serio. Se sentó en la cama pensativa. Tras varios intentos de fuga y sus correspondientes castigos en la celda de aislamiento, tenía claro que no podía dar más pasos en falso. No quería volver a esa habitación oscura donde la soledad consumía la vida, a pasos agigantados, de quienes la visitaban. Estaba claro que necesitaba un plan más elaborado y seguro. Su cerebro se debatía en esa disyuntiva cuando se percató del agitado sonido tras la ventana enrejada. El viento silbaba con fuerza arrastrando numerosas hojas y pequeños elementos desde los árboles que lindaban con las vastas extensiones de terreno tan típicas de Kansas, y que separaban el hospital psiquiátrico del lugar habitado más cercano. Se levantó de la cama y fue a apoyarse en el alféizar para observar, atravesando por su pensamiento la enorme posibilidad de escapar que le daría aquel temporal en caso de poder poner los pies fuera del recinto.

—Dorothy, cariño, tengo que llevarte hacia el gran salón.

Cuando se giró, era Rhonda la que hablaba desde la ventanita de la puerta de la habitación.

—¿Qué ocurre, Rhonda?

—Vamos, te lo explico por el camino —y con el clásico sonido metálico del mecanismo de la puerta, esta se abrió y la robusta mujer de color indicó a la chica que la siguiera. Estaba desconcertada cuando salió al pasillo y comenzó a ver que todo el personal del sanatorio se preocupaba de conducir a otros enfermos en dirección al gran salón. Algunos de ellos poco o nada controlables, portaban su camisa de fuerza como era de prever. La voz de Rhonda la sacó de su ensimismamiento.

—El centro meteorológico nos ha alertado de que el ojo del temporal se desplaza hacia aquí y podría generar vientos de consideración e incluso algún tornado, por lo que nos han recomendado poner en marcha el protocolo de evacuación urgente por si fuese necesario actuar al respecto, aunque el edificio es sólido y difícilmente se vea tan afectado como para tener que llegar a ese extremo.

—Yo he visto un tornado de cerca, Rhonda, y créeme que, si su magnitud es verdaderamente importante, hay pocas cosas que puedan resistirlo.

La enfermera la miró de soslayo y por un instante cruzó la vista con aquellos grandes y expresivos ojos de Dorothy, que indicaban una seguridad inquietante en lo que estaba diciendo.

—Espero que te equivoques, tesoro.

—De todos modos, ¿no tenéis refugio antitornados? Una institución de esta índole debería tenerlo.

—Sí, lo tenemos, pero solo se utilizaría en caso de que la cosa se complique demasiado. El director prefiere no arriesgar y evacuar el tiempo necesario hasta que pase el temporal.

Dorothy no se quedó muy conforme con la postura adoptada por el responsable del centro, pero aun así no dijo nada, se limitó a observar el trasiego de gente a su alrededor. Entró al gran salón y lo encontró lleno de pacientes sentados, mientras los guardas paseaban en torno a ellos sin perderles de vista ni un segundo. Se notaba la tensión en el ambiente, pues algunos de los internos más alborotadores permanecían callados y con la mirada inquieta. Desde allí mismo se oía cómo el temporal iba ganando potencia y cercanía, pues el viento azotaba las ventanas con una fuerza inusitada.

De súbito, procedente de la parte de las oficinas, se escuchó un estruendo de cristales rotos, y los propios empleados se lanzaron miradas furtivas de nerviosismo. No tardó en aparecer Wallace, uno de los encargados de seguridad, para calmar a la gente diciendo que era una rama desprendida de un árbol que había golpeado el cristal de una ventana haciéndolo añicos. Nada importante que no se pudiese arreglar a la mañana siguiente. Segundos después, entró el director con rostro preocupado y se dirigió a Wallace susurrándole algo al oído. Dorothy comprendió entonces que el asunto iba en serio, cosa que corroboró instantes después oyendo decir al propio encargado con los ojos muy abiertos:

—¡No me joda! ¿400 kilómetros por hora?

El director le chistó para que bajara la voz fulminándolo con la mirada, y le volvió a hacer otro comentario. Wallace asintió con la cabeza y el director se marchó raudo hacia la zona de oficinas. El encargado de seguridad carraspeó para aclararse la voz, se subió en una silla y se dirigió en un tono alto y firme a los asistentes.

—A ver, escúchenme. Con orden y calma, nos vamos a encaminar hacia la puerta trasera para dirigirnos al refugio antitornados. Al parecer puede llegar aquí uno y es prioridad extremar la seguridad tanto de los internos como del personal del hospital.

—¿No me has dicho que el director iba a evacuar para no arriesgar?

Rhonda no contestó a la pregunta de Dorothy y se limitaba a mirar a sus compañeros con inquietud. El viento cada vez silbaba más fuerte. Otros trabajadores del centro iban llegando con más enfermos.

Transcurrieron unos diez minutos antes de que el resto del personal, incluido el director, llegaran al gran salón. Organizaron la partida colocando a la gente alrededor de un grupo en cuyo interior iban los pacientes, como si fuese una especie de escolta. Wallace se encaminó a la puerta que daba al patio trasero y, tras cruzar una tensa mirada con su compañero, accionó el picaporte. Todo fue abrir y el caos hecho fenómeno meteorológico se hizo patente. Toda suerte de elementos eran arrastrados por el aire, desde cubos de basura hasta trozos de arbustos y ramas de la arboleda. Dorothy se parapetó como pudo, encorvándose en mitad del grupo. El refugio no quedaba lejos, apenas a unos veinticinco metros, pero costaba un mundo dar cada paso. Aun así, a medida que avanzaba, no perdía detalle de lo que ocurría alrededor. A solo quince metros de la trampilla que daba al búnquer subterráneo, se escuchó un sonido ensordecedor a sus espaldas y pudo ver la demudada faz de Wallace, que se había adelantado con las llaves para abrir, enfocada hacia la parte superior del sanatorio. La chica giró la cabeza para seguir su mirada y entonces lo vio. Una columna gigantesca se acercaba por la parte principal del edificio con una potencia descomunal.

 

—¡Correeeeeeeed! —gritó el director, y todo el mundo le hizo caso dirigiéndose hacia el encargado de seguridad que sostenía alzada la trampilla, indicando con el brazo que se apresuraran a llegar a su altura e introducirse en el refugio. Algunos pacientes, que no podían correr, fueron ayudados por enfermeros. Dos de ellos, más fornidos, cogieron en brazos a un anciano y a un chico que iban en sendas sillas de ruedas, las cuales abandonaron sin mirar atrás.

—¡Cuidadoooo! —vociferó uno de los celadores. Al levantar la mirada vieron surcar el aire, a toda velocidad, escupido por el tornado, a un coche de caballos con el animal incluido y horriblemente mutilado. Una mujer, que probablemente sería de administración atendiendo a su vestimenta con traje de chaqueta, apenas tuvo tiempo de gritar, pues desapareció bajo el peso del mismo. El vehículo, con el caballo muerto enganchado, rodó por el suelo hasta estrellarse contra la pared, desmembrando brutalmente a la mujer, cuyo torso con la cabeza colgando a un lado quedó estampado en el muro, mientras sus piernas arrancadas yacían en el suelo dando sacudidas nerviosas, con un reguero escarlata salpicándolo todo como si tirasen una lata de pintura roja desde un tejado.

A la altura de Wallace, que ya había ayudado a entrar a gran parte del centenar de personas que conformaban el grupo, otro ruido tremendo hizo a todos girarse para ver cómo el gigantesco tornado hacía presa del sanatorio y trozos de cascotes salían despedidos orbitando alrededor de la infernal columna de viento y sedimentos. Dorothy se detuvo y Rhonda la apremió para que se introdujese en el refugio. La enfermera entonces vio en los ojos de la muchacha lo qué pensaba hacer, así que no dudó en agarrarla de la mano.

—¡Es mi oportunidad, Rhonda! —Chilló Dorothy para hacerse oír en mitad del caos de gritos, exclamaciones y atronador ruido.

—¡No, si te quedas fuera, no tendrás ninguna oportunidad!

—Sabes que nunca me dejarán salir de aquí —contestó con calma mirando a la enfermera—, por favor, déjame marchar.

Esta comprendió que en su corazón solo había un sentimiento, el de libertad, y nada podría detenerla, tanto si se marchaba ahora como si se quedaba por obligación, seguiría intentando fugarse.

Antes de soltar su mano, Rhonda observó el rostro de Dorothy y con mirada maternal le dijo:

—Cuídate y no hagas que te devuelvan aquí.

La chica, siempre seria y taciturna, sonrió a la enfermera que, un instante después, vio cómo corría en dirección al muro. Sorteó sin mirar el coche de caballos con la mujer despedazada, puso bocabajo un cubo de basura de latón sobre el que se subió, de allí dio un brinco hacia la casetilla de las herramientas y desapareció saltando al otro lado del muro. Aterrizó en la húmeda hierba trastabillándose por la altura del lugar desde el que hubo de saltar para salvar el amurallado recinto y tras recobrar el equilibrio, volvió la vista atrás, el tiempo justo para percatarse de que ya solo se divisaba el tornado, pues el sanatorio debía estar en ese momento emplazado justo en su interior. La chica no lo pensó dos veces y se introdujo a través de la pequeña zona boscosa que precedía a las vastas extensiones en dirección a casa de sus tíos. Sabía que era peligroso hacerlo, pues la electricidad que arrastraba el torbellino podía alcanzar a los agitados árboles, pero era un riesgo que debía asumir, o así lo dispuso ella misma. Corría sin detenerse siquiera a valorar los arañazos que las bajas ramas, convertidas en auténticos látigos por el azote del viento, le infligían por todo el cuerpo. Por fin llegó al linde arbolado y se frenó unos segundos para recuperar el aliento. Seguidamente, inició de nuevo la carrera y comenzó a atravesar los solitarios terrenos sin apenas orientación. La cerrada noche no le dejaba ver más allá de unos metros, pero lo único que sabía era que debía avanzar en línea recta hasta llegar a algún lugar conocido.

Durante veinte minutos continuó corriendo y agradeció mentalmente su determinación por ejercitarse dentro del centro por si algún día necesitaba exigirle a su físico un sobresfuerzo. Ese momento había llegado y el cuerpo parecía responderle bien, pero las zapatillas que llevaba, amoldadas para simplemente ir y venir por los pasillos del psiquiátrico, evidentemente no eran idóneas para la actividad atlética que estaba desempeñando, y la muchacha notaba que le producían una rozadura en los talones, así que volvió a parar para descansar y tomó una determinación arriesgada: en plena oscuridad, sin saber lo que podría acarrearle la noche, se descalzó. Se miró los talones, que empezaban a despellejarse, y se convenció de que era una buena idea dejar las zapatillas. Se giró para ver en la penumbra la masa informe del tornado, que seguía rugiendo sin cambiar de rumbo, como si la persiguiera únicamente a ella. Respiró hondo, le dio la espalda y continuó trotando en la dirección que pensaba que era la correcta. No habían pasado ni diez minutos cuando comenzó a vislumbrar un pequeño punto de luz. Se alegró al ver que al menos había acertado con la ruta tomada, pues ello la había llevado a algún lugar habitado. La visión de aquello le renovó el ánimo y apretó su batir de piernas para llegar cuanto antes al destello amarillento que cada vez se acercaba más en el horizonte. Los pies le dolían por el duro firme en el que se desplazaba, donde de vez en cuando pisaba alguna piedrecita o pequeña rama que le hacían soltar un leve grito de dolor, aunque de todas formas no cejaba en su empeño. Llevaba el vestido blanco abotonado a la espalda que lucían siempre los enfermos del centro, lo que le permitía realizar la actividad física sin dificultad debido a que de cintura hacia abajo era muy amplio y confería plena libertad para la soltura de las piernas al correr, aunque cada vez estaba más sucio.

Ya se encontraba lo suficientemente cerca para comenzar a ver qué era aquella luz cuando esta empezó a moverse. La chica, desconfiada, bajó la intensidad de su carrera. “¿Qué podría ser aquello?”, se preguntaba a sí misma. Siguió acercándose, y a solo unos cincuenta metros observó la lumbre de una vela crepitando dentro del candil, escuchando las voces de varios hombres. Pronto otros dos con idénticos artefactos se unieron al anterior iluminando un poco más la zona. Dorothy fue rodeando el lugar para no alertar de su presencia, pues aunque deseaba más que nunca la compañía humana y el calor de un hogar, sabía que era muy arriesgado que la viesen con la ropa del sanatorio, ya que automáticamente sería tratada como demente y podría correr peligro, o aún peor, que la llevaran de nuevo al centro, lugar al que no pensaba regresar jamás. Prefería morir antes que volver a aquella especie de prisión, privada de su libertad y atiborrada de narcóticos.

Los hombres parecían estar organizándose para ir a los refugios antitornados. Entre las voces alzadas en la noche reconoció la de su tío Henry. Una mezcla de felicidad, por saber que aún estaba vivo, y de rechazo por haber sido tan pusilánime creyendo lo que la gente decía sobre ella y además permitir que la encerraran, se hizo presa en Dorothy. Pero al instante vació la mente para centrarse en su huida. Si tío Henry estaba allí, eso significaba que probablemente ella se encontraba en la granja de los Foster, por lo que de nuevo le asaltaron las dudas pensando en por qué él se hallaba allí y no en casa preparándose para ocultarse en el refugio anticiclones con la tía Em. Sea como fuere, tenía decidido no dejarse ver, así que avanzó a hurtadillas rodeando el cercado de madera y comenzó a alejarse del lugar, dejándolo a su espalda y enfilando unos terrenos que, a pesar de la oscuridad, le eran más que conocidos. Tras cerciorarse de que el tornado seguía implacable en su dirección, continuó trotando a pesar del dolor que sentía en sus desnudos pies.