La conducta del sátrapa

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La conducta del sátrapa
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© Pedro Navarro Esteban



Diseño de edición: Letrame Editorial.



ISBN: 978-84-18307-82-9



Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.



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A mis padres



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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO 1



Las luces de las linternas serpenteaban en lo alto del páramo en medio de la oscuridad. Cuatro hombres ataviados con equipos de montaña bajaban con esfuerzo por el estrecho desfiladero hasta La Hondonada del Cojo. El terreno escarpado y pedregoso no era fácil de franquear durante el día y por la noche se tornaba aún más peligroso incluso para rastreadores expertos. En medio de la cerrada y helada noche, el más joven de los radiestesistas se preguntaba cómo era posible que un cojo pudiera bajar por semejante sendero; «esto es un camino de cabras», pensó. El intenso frío de las montañas hacía mella en los técnicos que esperaban ansiosamente llegar al punto de búsqueda e iniciar la prospección. La voz del brigadista jefe, señalando que al fondo del desfiladero debía de estar el parámetro indicado, produjo un cierto alivio, ya que entonces podrían disfrutar de una taza de café caliente. Al llegar a la hondonada, donde crecían albaidares y romerales, dejaron caer sus equipos al suelo con expresión de abatimiento encima de los matojos. Enseguida, el más veterano de los brigadistas sacó una vieja petaca del bolsillo de la guerrera, desenroscó el tapón, y le dio un trago interminable. «Ron de caña de quince años de estraperlo para las frías noches de servicio», pensó. Lo ofreció al resto de la expedición, pero ninguno aceptó. Comenzaron a sacar las tazas para el café cuando escucharon un extraño ruido. Un mochuelo común de enormes ojos amarillentos, que había anidado en el talud de la rambla, detectó la presencia de los técnicos y los recibió con su estremecedor maullido. Con una sincronización perfecta, estos se giraron hacia el lugar de donde provenía el desgarrador sonido y apuntaron sus linternas en la dirección correcta. El ave emprendió el vuelo en cuanto se sintió amenazada por los focos de las linternas, provocando una eléctrica sacudida entre los técnicos. El más joven de los radiestesistas sintió cómo un escalofrío atravesaba su cuerpo de la cabeza a los pies obligándolo a dar un paso hacia atrás. En ese momento una voz rompió el silencio.



—Mal augurio que nos hayamos encontrado con un mochuelo —dijo el hombre con cara de quijada de asno.



—¡No hagáis caso, joder!—interpuso el jefe de la brigada—. Me he encontrado con unos cuantos de esos y jamás ha pasado nada.



—Pues me ha dado un susto de muerte —añadió el radiestesista más joven.



—Claro, es normal —explicó el veterano—, el maullido del mochuelo suele relacionarse con la muerte.



—¿La muerte? —preguntó el rubio.



—Sí, con la muerte, pero son leyendas y creencias de las personas mayores que viven en el campo y a las que no hay que hacer caso. Piensan que cuando se escucha el maullido de un mochuelo algo malo va a ocurrir, generalmente la muerte de alguno de los que lo han presenciado. A veces se confunden con los maullidos de los gatos, así que a la mierda con esas tonterías.



El jefe de la brigada zanjó el asunto y animó a todo el equipo a comenzar la observación después de que se hubieran calentado con una taza de café. Mientras el radiestesista más joven preparaba el termo y las tazas para servir el café, el resto de la brigada inspeccionaba el terreno apuntando sus linternas en todas direcciones con precisión matemática. El hombre más veterano y jefe de la brigada tomó aliento, sacó la brújula y la alumbró con la linterna. Con manos temblorosas, comprobó tres veces las coordenadas del punto en el que se encontraban, consultando un pequeño trozo de papel que llevaba dentro de un cuaderno que portaba en el bolsillo de la pernera del pantalón. Solo entonces, apagó, aliviado, el pequeño dispositivo.



—Señores, hemos llegado. Este es el lugar que andamos buscando.



—Pues menos mal, jefe, ya empezábamos a pensar que nos habíamos perdido. Llevábamos más de treinta minutos dando vueltas por el mismo acantilado —se atrevió a decir uno de los técnicos.



—De eso ni hablar, jovencito, yo no me pierdo nunca. Y ahora que tenemos tantos aparatos para orientarnos, incluso en la oscuridad de la noche, menos todavía. Vamos a empezar de una vez, tengo ganas de volver a casa.



El jefe de la brigada se giró sobre sí mismo con aire juvenil y con la punta del pie empezó a dibujar una especie de mapa sobre el terreno donde comenzar a realizar la búsqueda. Dado que se trataba de un suelo rocoso, resultaba complicado que los trazos pudieran reflejar algo concreto y con sentido, pero con un empeño innecesario continuó punzando el suelo con la punta de la bota hasta dar el plano por concluido. Los auxiliares apuntaban con sus linternas aquel plano que yacía en el suelo, carente de toda lógica cartográfica. Poco a poco fueron advirtiendo el tono misterioso con el que el jefe de la brigada estaba llevando la situación desde que salieron de la base. Se miraron mutuamente durante unos segundos sin encontrar respuesta a aquel comportamiento. El radiestesista jefe no había soltado palabra sobre la misión que llevaban a cabo en todo el trayecto, a diferencia de las largas conversaciones que mantenía con su equipo durante los viajes. Lo habitual era que comentara los detalles de la prospección a realizar para así ganar tiempo a su llegada. Lo escarpado del paraje no se parecía en nada a ninguno de los que habían inspeccionado en otras ocasiones, y él no daba muestras de estar convencido de estar en el lugar previsto. Parecía canturrear una melodía para sí mismo cuando, con un mínimo gesto y una leve mirada hacia su segundo, ordenó que este se pusiera manos a la obra. El hombre con cara de quijada de asno resopló mientras iba preparando el material. Sacó de la mochila las cajas metálicas donde se guardaban los instrumentos de búsqueda. En cuclillas, miraba de reojo al viejo dar vueltas por la vaguada examinando fijamente el suelo. Una leve sonrisa de desconfianza marcaba aún más su osamenta animal al tiempo que lo seguía con la vista de un lado a otro. Sacó de la mochila una cantimplora y bebió agua de ella. Cuando acabó el trago, alargó el brazo hacia sus compañeros ofreciéndosela. El rubio se acercó hacia el hombre con cara de quijada de asno mientras que el radiestesista más joven negó con la cabeza.



—Jefe, ¿seguro que es aquí? Esto no parece un sitio muy apropiado —dijo mientras se secaba la boca con el puño de la guerrera. El jefe de la brigada siguió dando vueltas en derredor haciendo caso omiso de la pregunta. Pasado un minuto, levantó la frente.



—El comunicado daba estas coordenadas —murmuró—. Me parece muy raro que sea aquí pero lo he comprobado mil veces. Este es el sitio, Ruth me confirmó que el mensaje era auténtico, ella nunca se equivoca en esas cosas. Segundo —añadió—, ¿tienes tú el código S-phone de Ruth?



—No, señor, nunca he tenido su código.



—Bueno, no importa, vamos a empezar la búsqueda y si necesito hablar con ella podemos llamarla más tarde.



—Bien, pues empecemos —dijo el segundo.



—Segundo, ¿cómo distribuimos los instrumentos? —preguntó el rubio.



—Coge tú las varillas vegetales y yo tomaré el péndulo —respondió mientras iba abriendo los maletines de aluminio.



El más joven se sentía olvidado, como en otras ocasiones, y estaba impaciente por intervenir.



—Estoy listo para el mantra —se atrevió a decir casi sin alzar la voz.



El jefe volvió a hacer caso omiso de lo que oía a su alrededor, así que el muchacho buscó un lugar adecuado donde ejecutar el rezo. Pronto encontró un terreno llano, debajo de un gigantesco alepo, a escasos metros de distancia, y comenzó a desplegar la colchoneta para cuando se diera la orden. Apagó la linterna para prepararse para la meditación y esperó sentado en la posición de loto. Una sensación de frío húmedo le recorrió el cuerpo al sentarse, cerrar los ojos e iniciar las primeras respiraciones. No sabía si era las leves rachas de aire helado que venían hacia su rostro o lo siniestro del lugar, pero de repente se vio envuelto en una extraña percepción que lo llenaba de intranquilidad. Se mojó los labios varias veces antes de que se le resecaran irremediablemente. Los cuatro metros que lo separaban de sus compañeros hacían que se sintiera más protegido, pero aun así, una sensación incontrolada de malestar invadía su cuerpo como un fino calambre.



El hombre con cara de quijada de asno no apartaba la mirada del rubio. Hacía más de dos años que trabajan juntos en la misma unidad de radiestesia y no sabía nada de su vida. Por no saber, no sabía ni la edad que tenía. Debía de tener unos veinticinco o veintiséis años, se dijo, pero nunca se había referido a ello. Quería comenzar una conversación que hiciera la prospección menos dura y tediosa, como ocurría habitualmente, pero siempre se encontraba con el mismo obstáculo. El rubio jamás hablaba de su vida. Tampoco hablaba de política, ni de deportes o de mujeres. En realidad, no hablaba de nada, jamás abría el pico. Era el misterio hecho persona. En alguna ocasión lo había invitado a beber, en el café de enfrente de la base, y siempre mostraba el mismo comportamiento. Primero decía que sí, y al llegar el momento de salir, buscaba cualquier excusa para dejarlo para otro día. «Qué tío más raro», solía decir el segundo cada vez que pensaba en el rubio. «Cuando alguien mantiene su vida en secreto, mala cosa», resolvió. Con todo, y aprovechando el descuido del jefe de la brigada, que, totalmente desorientado, continuaba dando vueltas por el terreno con aspecto de no entender nada, se dirigió hacia donde estaba el rubio y le preguntó con su innato descaro:

 



—¿Y esa cara de felicidad, rubio? ¿Acaso tuviste una buena noche ayer?



El rubio se giró bruscamente con expresión de haber encajado una grave ofensa sin razón alguna y sin venir a cuento. Sin embargo, era muy raro que perdiera la compostura ante este tipo de situaciones que ya empezaban a ser naturales en el trabajo, y contestó con una leve sonrisa tan falsa como bien ensayada.



—Tengo la cara de felicidad de quien disfruta con lo que hace. Este trabajo me gusta y me produce la sensación de sentirme útil. ¿A ti no? —preguntó a traición sabiendo que el jefe los estaba escuchando. El hombre con cara de quijada de asno no se esperaba esa respuesta, y no tuvo más remedio que aceptar que ese muro era realmente difícil de escalar.



—Sí, claro, todos disfrutamos con esto —dijo entre dientes sin apartar la vista del jefe de la brigada.



El rubio sacó las varillas vegetales e intentó visualizar mentalmente lo que el jefe había dibujado en la escasa tierra que tenía el paraje. Alumbró el mapa con la linterna que portaba en el cinturón del pantalón y se fue situando en distintos ángulos por si en alguno de ellos la imagen cobraba sentido. Al comprobar que no entendía nada de lo que había dibujado el jefe de la brigada con aquellos trazos, se giró para preguntarle, cuando algo llamó su atención.



 —¿Qué es ese ruido? ¿Habéis oído eso? —preguntó.



—Yo no he oído nada —intervino el más joven desde la distancia.



—Pues yo juraría que he oído pisadas —dijo el hombre con cara de quijada de asno.



—Jefe, y si hay alguien por aquí, ¿qué hacemos?



—No digas tonterías, aquí no hay nadie. Estamos solos. Esto está perdido del mundo.



En ese momento una sombra se abalanzó sobre el veterano jefe de la brigada asestándole un golpe mortal en la cabeza. Un legón enorme salió despedido por el impacto. Los dos radiestesistas que se encontraban junto a él se miraron sin apenas darse cuenta de lo que estaba ocurriendo cuando, de repente, un puñal surgido de la nada rebanaba el cuello del hombre con cara de quijada de asno que se desplomaba en el suelo exhalando su último aliento. Un manantial de sangre brotaba de la garganta del brigadista y se esparcía por la tierra describiendo un reguero escarlata en la oscuridad. El rubio, tan pronto empezó a correr cuando era enganchado por los pies y arrojado al suelo brutalmente. Una vez en las rocas, era arrastrado por una fuerza sobrenatural que lo dominaba y conducía hacia donde estaban los cuerpos ya sin vida de sus compañeros. Los haces de luz de las linternas se cruzaban de forma descontrolada y hacía imposible distinguir qué seres de fuerza descomunal, cuyas cabezas aparecían rodeadas de nimbos, los habían alcanzado en medio de la oscuridad. Eran figuras fantasmagóricas que se presentaban ante sus ojos acompañadas de exhalaciones y resuellos enfurecidos por una rabia descontrolada. Los gritos de súplica del muchacho fueron inútiles cuando el gigante de ciento sesenta kilos le sacudió un palazo mortal en la cabeza.



Un frío silencio se impuso cuando cesaron los últimos estertores y el rubio dejó de respirar. El gigante se acercó y alumbró el cráneo machacado del joven confirmando así lo certero del golpe asestado. Intentó en vano limpiar la sangre que había brotado de la cabeza del radiestesista en sus botas con una rama cuando una voz atronadora se escuchó por todo el paraje.



—Vamos, buscad al que falta. ¿A qué estáis esperando?



—No ze ve a nadie, Truman —dijo el gigante.



—Buscadlo.



Gran Pez estaba de pie junto a la enorme cristalera del acuario. Parpadeaba lentamente mientras contemplaba las suaves figuras deslizándose por las agitadas aguas disfrutando del sonido de las enormes burbujas que entraban ordenadas y se esparcían por el tanque cuya fluorescencia inundaba todo el despacho de un suave y frío azur. Orgulloso y pensativo, hacía mucho que había aprendido a no hacer caso de los mezquinos que lo criticaban por haberse construido un vivero de esas proporciones. El despacho acuario, así se le conocía por todo el Estado, era una majestuosa pecera que se extendía a lo largo de las cuatro paredes imponiendo su protagonismo en la penumbra de la estancia. El pequeño hombre miraba los mújoles con sincera admiración, y solo cuando estaba a solas con ellos, describía una leve sonrisa al contemplarlos. Los peces parecían entender sus pensamientos, sus gestos y sus cambios de humor. Gran Pez seguía con la mirada cada uno de los movimientos que los pequeños animales dibujaban sobre el universo acotado de agua, piedras y corales. Parecía conocer cada uno de los rincones del arrecife como si de la palma de su mano se tratase.



Su imaginación volaba por las profundidades marinas de su despacho cuando alguien interrumpió sus pensamientos.



—Disculpe, sire. El adelantado de las tierras del sur lo espera en la sala de reuniones.



—Gracias. Dile que voy en seguida.



Gran Pez miró el acuario como si jamás lo volviera a ver y se giró para abandonar la estancia. Se dirigió hacia la puerta donde lo aguardaba el macero de cámara, que, con gesto elegante, lo invitaba a entrar en la sala.



—¿Cómo está, sire? —preguntó un sujeto de mediana edad mientras se levantaba del gran sofá exhibiendo una sonrisa cínica.



—Me alegro de volver a verte, aunque sea en estas circunstancias. ¿Cómo estás?



—No demasiado bien, sire. Creo que desde la Gran Secesión no ha habido tanta tensión en las fronteras como la que estamos viviendo en estos momentos. Lo que ha ocurrido es algo que supera a todo lo anterior.



—Por descontado, he dado orden de que se publique en el diario y que se difunda incluso por Expansión. A estas horas ya estarán recogiendo imágenes para el informativo del mediodía.



—Pues le puedo asegurar que las imágenes que me ha enviado la Policía de Ventura no son agradables. Será mejor que eche un vistazo.



El hombre sacó un dispositivo de bolsillo en el que se veía una secuencia aterradora. Un grito desgarrador precedía a la decapitación de un labrador a manos de un grupo de encapuchados.



—¡Santo Dios! –exclamó Gran Pez—. ¿Dónde ha ocurrido esto?



—En la franja sur, en la Diputación de Ventura, en la Umbría de las Carrascas, a dos kilómetros de la frontera. Siento si le ha impresionado. No era mi intención...



—No te preocupes —interrumpió Gran Pez—. Has hecho lo correcto, pero no es agradable presenciar escenas de ese tipo y menos sabiendo que han tenido lugar en nuestro país. ¿Cómo te han llegado esas imágenes?



—Fueron enviadas por la Red de forma anónima, fue una comunicación a la Comisaría. Pero lo que ocurrió anoche es aún peor, se lo puedo asegurar.



—Sí, tres muertos. No me lo puedo creer. Además, uno de ellos decapitado también. He dado orden de que se rastree la zona porque nos consta que eran cuatro hombres los que estaban haciendo exploraciones y solo hay tres cadáveres. No sabemos qué puede haber ocurrido con el cuarto radiestesista. ¿Tienes alguna idea de qué era lo que estaban haciendo esos técnicos allí?



—De momento no lo sabemos, pero sí que hay una facción de labradores en las diputaciones del sur que están convencidos de que existe agua en el subsuelo de esa zona de Argaria y quieren extraerla a toda costa. Los técnicos debían de estar buscando agua también cuando fueron sorprendidos.



—Pero eso es un disparate —dijo Gran Pez—, si hubiera agua en esa zona, Zahorí lo habría averiguado y se habría procedido de inmediato a su extracción para darles servicio a las granjas, que tan necesitadas están en estos momentos. Es sencillamente ridículo.



—Bueno, para ellos no es nada ridículo. Piensan que estamos ocultando la existencia de pozos secretos para que, cuando se acabe el agua que tenemos en nuestros embalses o si persisten los problemas con las dos desaladoras, podamos utilizarlos para regadío.



—¿En qué demonios se basan para pensar algo así? —Gran Pez se removía en el asiento y comenzaba a inquietarse como si un conflicto de enormes dimensiones fuera a estallar.



El adelantado de las tierras del sur miró fijamente a Gran Pez con ademán de implorarle. Se acercó al borde del asiento del sofá.



—La mayoría de los campesinos de las tierras limítrofes con Argaria están padeciendo la mayor sequía de los últimos años. Necesitan agua venga de donde venga. Sus cultivos se están secando o lo han hecho ya. Están desesperados.



—En nuestro país también estamos sufriendo la falta de agua. No son tiempos fáciles para nadie. No veo por qué habríamos de preocuparnos por lo que piensen más allá de nuestras fronteras.



—Verá, sire, uno de los encapuchados de la grabación que le he mostrado dijo en otro comunicado haber visto una noche a un grupo de radiestesistas con linternas inspeccionando el lugar y empleando péndulos y varillas de rabdomancia. Aseguró que todos iban vestidos de negro para no ser descubiertos. Lo normal sería que vistieran su habitual mono de trabajo que creo que es blanco. Los asesinatos de ayer son de tres operarios nuestros en esas mismas circunstancias, vestidos de negro y de noche. No es difícil suponer que se trate de los mismos asesinos y que lo hagan porque estén convencidos de que estamos gestionando el agua del subsuelo de forma irregular.



Gran Pez se levantó súbitamente con el rostro visiblemente impresionado. No podía imaginar que estuviera pasando algo así en Argaria. La franja sur siempre había sido un lugar algo convulso, pero ahora se veía envuelto en una ola de asesinatos. Casi sin pensarlo se dirigió hacia la puerta y, con breve gesto de gratitud, despidió a su visita. Camino de su despacho se escuchó su voz rotunda.



—Quiero ver a Zahorí inmediatamente.



—Pero, sire, Zahorí está en la costa desde hace días. Usted mismo lo envió allí.



—He dicho que quiero verlo.



—Como ordene —dijo el macero de cámara. Con una leve reverencia desapareció.



Gran Pez volvió a sumergirse en sus pensamientos delante del acuario. Los mújoles nadaban de un lado a otro alborotados, como si presagiaran una calamidad sin precedentes. Sus aletas dorsales se movían a una velocidad inusual dibujando olas subacuáticas burbujeantes en un intento por adivinar los pensamientos del pequeño hombre. Gran Pez cerró los ojos y acercó su arrugada frente al frío cristal.



CAPÍTULO 2



El día había amanecido claro y tranquilo. Algunas nubes poblaban el cielo azul y un silencio absoluto reinaba por todo el macizo, tan solo interrumpido por los crujidos de los piquituertos, punzando con sus picos los piñones de las copas más altas de los alepos. Hacía rato que el sol había salido, pero el aire de la sierra era intensamente frío.



 Alba llevaba toda la noche caminando y estaba exhausto. Desde que huyó de los asesinos no había hecho otra cosa que correr como alma que lleva el diablo y mirar a todos lados sin conseguir divisar nada en medio de la oscuridad. Miró al cielo y dio las gracias por estar vivo, aún no sabía cómo había despistado a los salvajes que habían atacado a sus compañeros, pero allí se encontraba, solo, hambriento, y con la amarga sensación de ser el único superviviente de una masacre. El hecho de estar a cuatro metros de distancia del resto de sus compañeros le había salvado la vida. Tan pronto como una sombra gigantesca se abalanzó sobre el segundo de la brigada, comenzó a correr sin rumbo y a ciegas. Tropezó y se levantó en no pocas ocasiones, dejando atrás la mochila con todas sus pertenencias. Ahora no tenía nada, «ni tan siquiera un maldito reloj», pensó. Palpó el bolsillo de la pernera del pantalón y se tranquilizó al comprobar que, al menos, conservaba la navaja. Decidió entonces subir hasta lo más alto de la sierra por si desde allí podía ver alguna carretera o camino con el que poder orientarse.

 



Inició el ascenso hacia la cumbre agarrándose a todo tipo de arbustos que encontraba a su paso. Lo escarpado del monte hacía muy difícil continuar la subida sin perder el equilibrio. A medida que avanzaba ascendiendo por el cerro, se multiplicaban los arañazos en las manos y los brazos. Apretando los dientes firmemente, mientras se aferraba a un matorral de espino negro, consiguió llegar a la cumbre. Respiró hondo varias veces, hasta recuperar el poco aliento que le quedaba, y al cabo de unas cuantas inspiraciones, reconoció que estaba realmente exhausto y debía descansar. Se sentó en un clareo de los matorrales de la cima del bosque para otear el horizonte, debía encontrar algo de comer para después poder continuar la marcha con algo más de fuerzas. Tras mirar a los cuatro vientos y asegurarse de que no se distinguía ningún sendero, buscó entre los matorrales alguna planta para echarse a la boca. Al poco tiempo divisó una pequeña mata de cerrajón. Acababa de perder la flor, con lo que el sabor no iba a ser para darse un festín, pero no había mucho donde elegir. Con la ayuda de su navaja la cortó de raíz y con un poco de saliva la lavó antes de echársela a la boca. El sabor de las hojas más verdes le produjo un punzante cosquilleo en la mandíbula casi insoportable, pero continuó masticando consciente de que era lo único que encontraría por el momento, hasta que la devoró por completo.



Subió a lo más alto de la sierra cerca del mediodía. Desde allí se podía observar el resto de la cordillera aunque la espesura del bosque no dejaba distinguir posibles caminos que condujeran hasta la carretera. Sintió que le ardían los pies. Se desató las botas y se las quitó. El cansancio pudo más que las ansias de salir de allí, se acomodó debajo de un pino, se recostó sobre su lado izquierdo, y se durmió. El reconocible e insistente canto de los carboneros en las copas de los árboles lo ayudó a relajarse y concentrarse en el sueño. No duró mucho tiempo, en la lucha entre la vigilia y el sueño, escuchó voces, gritos y sombras que se abalanzaban sobre él y sus compañeros de la brigada y revivir así la matanza de nuevo. Perdió la consciencia de lo que era real y pesadilla, su mente vagaba libremente por caminos incontrolados de terror provocando un llanto sin consuelo que finalmente dio paso a un sueño profundo.



Una espasmódica convulsión lo despertó aterrado y bañado en un sudor frío al escuchar un murmullo de voces que, a lo lejos, se hacían cada vez más presentes. Se levantó muy lentamente medio aturdido, apoyando ambas manos en el tronco del árbol. Durante unos segundos procuró escuchar la procedencia de las voces e identificarlas, pero era imposible. Parecían amontonarse en la espesura del valle como si hablaran dentro de un inmenso túnel. ¿Lo estaban buscando o simplemente hacían su trabajo? ¿Excursionistas? Las voces se hacían más presentes hasta que de repente cesaron por completo. Pero, ¿quiénes son?, ¿asesinos o agentes de la Guardia del Medio Natural? No podía creer lo que le estaba ocurriendo. Había que actuar con cautela hasta saber las intenciones de sus perseguidores. Se refugió detrás de un gran arnacho de más de un metro de altura. Sigilosamente, fue abriendo las ramas interiores hasta hacerse un hueco donde poder estar en cuclillas. Pasó un buen rato en alerta sin escuchar nada. Se percató de que había cesado el canto de los carboneros; alguien se estaba acercando sin duda. Por más atención que ponía, no podía escuchar pisadas ni nada que delatara la presencia de un ser cercano. Por primera vez desde que había comenzado el infierno que estaba viviendo, sentía un temor nervioso, un miedo regido por la incertidumbre. Le temblaban las rodillas en aquella postura en la que se encontraba. Resultaba imposible relajarse y respirar de forma apropiada. Todo su cuerpo estaba magullado y condolido a causa de las múltiples caídas durante la escapada. Cerró los ojos, en un acto desesperado por aguzar el oído, pero no conseguía escuchar nada en absoluto, lo que lo estaba llevando a perder los nervios. Comenzó a respirar de forma intensa y sin control. Otra vez volvía a sentir un sudor frío que le caía por la frente; sabía que no debía impacientarse y salir antes de tie