La República de la reputación

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La República de la reputación
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© Pau Solanilla, 2019

© De esta edición, Punto de Vista Editores, S. L., 2019

Todos los derechos reservados

Primera edición: mayo 2019

Publicado por Punto de Vista Editores

info@puntodevistaeditores.com

www.puntodevistaeditores.com @puntodevistaed

Diseño de cubierta: Joaquín Gallego

Corrección: Gabriela Torregrosa

Coordinación editorial: Miguel S. Salas

ISBN: 978-84-16876-72-3

IBIC: JFC, GTC, KJP

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com

Sumario

Prólogo

Introducción: Una nueva república sin banderas ni fronteras

I. La economía de la reputación

1. La desconfianza, el rasgo característico de nuestra era

2. La revolución de los intangibles

3. Propósito y negocios. La paradoja de China, vencer sin convencer

II. Del poder a la reputación

1. Reputación y empresa familiar: quién cuida de nuestro buen nombre

2. Marca país: del poder del territorio a la reputación de las cadenas de valor

3. Política y reputación: recuperar la licencia social para operar

4. Pepe Mujica o el poder de las historias

5. (R)emocionar la comunicación política e institucional

III. La reputación en la era digital

1. Posverdad y noticias falsas: el nuevo autoritarismo de la mentira

2. Algoritmos, ética y libertad digital

3. Marca personal: cuando el currículum es tu huella digital

4. Hacia un mundo de programadores y contadores de historias

IV. Las emociones son la nueva energía

1. La era de la comunicación seductiva: narrar, compartir y emocionar

2. El poder de las historias en la nueva comunicación corporativa

3. Comunicar el propósito, la verdadera promesa de valor de las organizaciones

Para mis hijos, Aniss y Anass:

que el nuevo mundo que emerge nunca

sea obstáculo para seguir soñando.

Prólogo

No podemos elegir nuestras circunstancias, pero sí podemos escoger nuestros pensamientos y, de ese modo, contribuir decididamente a crear nuestras circunstancias. Vivimos tiempos de incertidumbre, pero no por ello debemos dejar de proyectar una idea de cómo puede dibujarse nuestro futuro con optimismo. Pensar es un ejercicio indispensable, aunque parece que cada vez más escaso en el ser humano, y un acto en el que intervienen tanto los sentimientos como la razón. Estudios recientes sobre neurociencia señalan el poder creciente de las emociones, de ahí que entender su funcionamiento puede ayudarnos a comprender mejor la naturaleza humana. De igual forma, si aprendemos a gestionar y cultivar de forma inteligente nuestro pensamiento crítico, seremos capaces de disminuir el poder de las circunstancias y aumentar nuestro autocontrol tanto a nivel individual como colectivo.

Suele decirse que soñar es gratis, pero vivimos en un mundo en el que parece que cada vez hay menos lugar para los sueños. Es bueno soñar, imaginar, moldear nuevos mundos y construir en nuestra mente nuevas coherencias en las que proyectar nuestras ilusiones. El ser humano necesita de un propósito para realizarse individual y colectivamente, y los sueños contribuyen de forma importante a ello. No solo contribuyen a la felicidad, también contribuyen a la libertad. Un sueño no puede imponerse, sino que se va construyendo en la mente de cada uno de nosotros. Los sueños no tienen que ver con ninguna estrategia, nacen y crecen en nuestro subconsciente porque la gente los hace suyos, los alimenta y los hace crecer. Pero lo mágico de los sueños es que pueden convertirse en un poderoso agente de cambio. Podemos y debemos volver a soñar para reconstruir el vínculo emocional con nuestro entorno y diseñar nuevas coherencias que nos permitan transitar de forma menos abrupta las primeras décadas de este siglo xxi caracterizado por el cambio y la disrupción.

En este mundo «fast and furious» por el que transitamos, volvamos a soñar y —por qué no— hagámoslo a través de esas pequeñas grandes historias que nos rodean para contribuir así decididamente a crear esas nuevas circunstancias.

Introducción

Una nueva república sin banderas ni fronteras

Después de escalar una montaña muy alta, descubrimos que hay muchas otras montañas por escalar.

Nelson Mandela

Utopías para un mundo desconfigurado

En el ya lejano 1516, en la ciudad de Lovaina, el humanista Tomás Moro escribía una obra maestra, Utopía. El libro es una crítica feroz a la sociedad inglesa de su tiempo. Influido por las ideas platónicas de La república, Moro trata de imaginar cómo sería un Estado perfecto aun a sabiendas de que era simplemente imposible. Ese Estado perfecto solo puede existir «en ninguna parte», que es lo que significa utopía en griego. La Real Academia Española de la Lengua define el término así:

1. Plan, proyecto, doctrina o sistema deseables que parecen de muy difícil realización.

2. Representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano.

Hoy, como entonces, sabemos que la república perfecta no habita en ninguna parte, pero la utopía sigue siendo el horizonte que nos guía y da sentido en el camino para avanzar ética y socialmente en nuestras sociedades.

El mundo desconfigurado en el que vivimos necesita reconstruir el nexo emocional entre los diferentes actores políticos, económicos, sociales y culturales para consensuar un nuevo pacto social. El mundo de hoy carece de relato, y todavía menos de un relato inclusivo. Estamos necesitados no tanto de nuevas ideas —que también—, sino de nuevos líderes que nos ayuden a construir nuevos consensos para transitar por este nuevo proceso reconstituyente global. Esos líderes, sin embargo, poco tienen que ver con la mayoría de los dirigentes actuales, más preocupados por el cortoplacismo de las elecciones, en el caso de los políticos, o de los resultados trimestrales o semestrales que garantizan sus bonus, en el caso de los directivos de las grandes empresas. Necesitamos un nuevo modelo de liderazgo abierto, ético, moral y profesional que concilie comunidad y destino, desarrollo económico y prosperidad con cohesión social y que se haga cargo del estado anímico de la sociedad.

Si hiciéramos hoy parcialmente el ejercicio intelectual de Tomás Moro, y los ciudadanos del mundo nos pusiéramos a la tarea de constituir una nueva República, deberíamos, entre otras cosas, organizar una votación libre para elegir a la persona ideal para dirigirla o representarnos a nivel global. Ese ejercicio deberíamos hacerlo en el contexto actual, esto es, en un entorno globalizado, interdependiente y de una inabarcable complejidad. Esa teórica consulta sería imperfecta por naturaleza, ya que deberíamos preguntar a aquellos ciudadanos conectados o informados, es decir, a los que hayan tenido acceso regular a periódicos, radio, televisión, internet o teléfono en los últimos años. A pesar de que proclamamos que vivimos en un mundo hiperconectado y global, todavía hoy la tecnología excluye a una buena parte de la población mundial. Las tendencias autorreferenciales del mundo desarrollado hacen que solamos pensar que nuestro mundo es el mundo, cuando la realidad es mucho más amplia, rica, plural y compleja.

En esa hipotética carrera electoral global, lo normal sería elegir al personaje que pueda representarnos con más o mejor reputación. Sería un ejercicio meramente simbólico, pero relevante, ya que mostraría el grado de confianza o de prestigio del que gozan o han gozado algunas de las principales figuras de nuestra era. De igual forma, daría muestra del estado de ánimo de las sociedades contemporáneas y de los desarreglos emocionales que padecemos, así como de las expectativas de la mayoría de la población a lo largo y ancho del planeta. Puestos a elegir a aquel o a aquella que debería representarnos, ¿a quién elegiríamos?

 

Business as unusual

Suele proclamarse que el dinero es el que da acceso a la influencia y al poder, que puede comprarlo casi todo. Así ha sido casi siempre, el business as usual, la forma habitual de comprar o ganarse voluntades y de ejercer el poder. Evidentemente, en el mundo de la atención en el que se batalla duramente por tener visibilidad y presencia en los medios de comunicación, los recursos económicos son una ventaja competitiva. Parecería en principio que aquellos personajes o personalidades con grandes recursos a su disposición serían imbatibles en una contienda de este tipo. Quizá los ricos y las celebrities del mundo o los líderes de las principales potencias mundiales estarían a la cabeza en cuanto a las probabilidades de éxito en esta imaginaria carrera electoral.

Sin embargo, podríamos llevarnos sorpresas. Poderoso caballero es don dinero, reza el clásico verso de Quevedo, pero quién sabe si el resultado sería quizá diferente al esperado. Hoy los machos alfa no representan el tipo de liderazgo más eficiente para lidiar con la creciente complejidad de las sociedades contemporáneas. Los cambios sistémicos en un mundo hiperconectado y emocional obligan a transformar y adaptar las formas de liderazgo hacia estilos más abiertos e inclusivos para construir coaliciones amplias y plurales que permitan articular nuevas mayorías. Si la tecnología está cambiando la forma de producir, consumir y relacionarnos, también tiene que cambiar la forma de ejercer el liderazgo. Hoy, dirigir una organización, un país o una gran corporación multinacional poco tiene que ver con la cultura de mando-control y mucho más con la capacidad de escuchar, empoderar y aprender para generar confianza y tejer relaciones sólidas y duraderas.

Hoy ni los negocios ni la política pueden hacerse de la forma tradicional. Los nuevos estilos de liderazgo más eficientes son abiertos y conscientes de sus limitaciones. Tienen la capacidad de inspirar y motivar a los demás, convirtiéndose en los principales impulsores y catalizadores del cambio y reduciendo los niveles de incertidumbre. Su principal arma no es el poder duro o el dinero, sino el optimismo, la motivación, la humildad o la curiosidad. Actitudes imprescindibles que consiguen generar grandes dosis de capital reputacional, lo que permite ganarse la licencia social para liderar. La credibilidad es un recurso escaso, una materia intangible e inmaterial, preciada y preciosa en sociedades en las que prima la desconfianza. La reputación no es una transacción monetaria o financiera que se pueda comprar o negociar. El dinero no compra la reputación, aunque detrás de los rankings de todo tipo que se publican regularmente generan incentivos para estar más arriba.

Investigando sobre quién puede representar mejor los valores socialmente emergentes en un ámbito global, la persona que —todavía hoy— goza de mayor prestigio en el mundo aun después de su muerte no es millonaria ni ha estado al frente de ninguna de las grandes corporaciones o naciones que lideran el mundo. Según diversas encuestas, entre ellas la Leader RepTrak que publica la página de la ATP, un expresidiario negro africano es la persona que goza todavía hoy de la mayor reputación y prestigio en el mundo desarrollado y en los países en desarrollo. Nelson Mandela, expresidente de la República Surafricana y premio Nobel de la Paz, sería la figura que mejor representaría los valores, anhelos y expectativas de nuestra imaginaria República global.

Mandela, o Madiba, que era su apodo, se ha convertido en un personaje universal, además de por sus acciones, discursos y méritos propios, en un producto de marketing global. Su lucha en favor de la reconciliación y los veintisiete años pasados en la cárcel sentaron las bases de su liderazgo. Como dice la periodista Rosa Massagué1, no podría haberse proyectado a nivel global hasta convertirse en un icono sin el éxito del libro El factor humano, en el que el periodista John Carlin narra cómo durante la Copa del Mundo de rugby celebrada en Sudáfrica en 1995 Mandela logró insuflar el espíritu de una única nación a blancos y a negros. La posterior adaptación cinematográfica, Invictus, dirigida por Clint Eastwood y protagonizada por actores de reconocido prestigio mundial como Morgan Freeman o Matt Damon, contribuyó de forma decisiva a agrandar su figura de un modo universal.

Si un expresidiario africano es una de las figuras mundiales con mayor proyección y reputación, no deja de ser igualmente sorprendente que en segundo lugar emerja en las encuestas globales de reputación un deportista de una pequeña nación europea, pues el tenista suizo Roger Federer es otra de las figuras que durante años ha gozado de un gran prestigio global por representar valores como la elegancia, la honestidad y el juego limpio. Su imagen se proyecta más allá del mundo de la publicidad y de las marcas que lo patrocinan; en 2017 fue investido doctor honoris causa por la Universidad de Basilea, su ciudad natal, no en reconocimiento de sus títulos deportivos, sino por su contribución a la reputación de Suiza.

La confianza y la reputación no son atributos que se proclaman o que pueden adquirirse, son activos que se otorgan o reconocen por parte de los demás. La notoriedad puede comprarse, pero la reputación y la credibilidad se construyen gracias a la notabilidad. Y es que celebrities hay muchas, pero grandes personalidades contemporáneas admiradas y admirables a escala global hay más bien pocas.

Del poder a la influencia

El poder, otrora gran ordenador de nuestras sociedades, ha dejado de ser el principal articulador y ordenador de las relaciones humanas. El poder tradicional se ha debilitado, ya no es lo que era, ha perdido buena parte de su capacidad para imponerse. El hard power —el poder duro— se debilita frente a la influencia. Hoy, seducir y emocionar es más efectivo que imponer o coaccionar. La influencia y la reputación se han convertido en el software más eficiente de empresas y organizaciones.

En una sociedad desorientada, confusa y sometida a la incertidumbre, se buscan líderes que nos guíen por las aguas turbulentas de un mundo en constante cambio y disrupción. Necesitamos nuevos líderes, referentes renovados que nos inviten a construir juntos un camino de certezas y de seguridad compartida. En ese proceso, los símbolos vuelven a situarse en el centro de nuestras mentes. Los símbolos generan sentimientos que no son más que las experiencias subjetivas de nuestras vidas. El neurólogo Antonio Damasio nos explica en su libro El extraño orden de las cosas2 cómo la subjetividad y la experiencia integrada son los componentes esenciales de la conciencia, esto es, son los actores principales en la creación de la mente cultural. Hasta hace relativamente poco tiempo, en nuestras mentes culturales el poder había sido la máxima expresión de la autoridad en nuestras sociedades. Ya fuera en el seno de la familia, la empresa o la sociedad, aquellos que ostentaban el poder hacían y deshacían a su antojo, doblando o manipulando voluntades si era menester.

En el mundo líquido de hoy, hipertransparente, hiperconectado y desconfiado, el poder tiene que aprender a reconciliarse con los ciudadanos mediante nuevas formas de relacionarse. Una de las claves del liderazgo es la forma en que se trata a las personas y el impacto de la conexión emocional que se genera. El liderazgo no se conquista, sino que un grupo de personas o colectivo se lo otorga a una persona o personas porque generan confianza, y en ese proceso las imágenes, las historias y los símbolos juegan un papel muy relevante.

La memoria, el lenguaje, la imaginación y el razonamiento son los actores principales de los nuevos procesos culturales resultado de las múltiples interacciones a las que nos enfrentamos cada día. En su libro Sobre el poder, el filósofo Byung-Chul Han desarrolla las distintas dimensiones —lógica, semántica, metafísica, política y ética— en las que se sustenta el poder, que se compone y descompone en nuestras mentes según las múltiples interacciones en las que participamos. Hay decenas de definiciones distintas de qué es el poder, pero quizá una de las que más me gustan es aquella que reza que el poder es conseguir que la gente haga lo que tiene que hacer. El poder es básicamente poder hacer, y eso depende fundamentalmente de dos elementos, de la autoridad y de la influencia. De poco sirve tener poder o creer tenerlo si no se es capaz de cambiar las cosas.

La autoridad, auctoritas, pese a que muchos piensen lo contrario, no se adquiere, sino que la otorgan los colaboradores, los miembros de la familia, de un grupo o de la comunidad. Es la legitimación social y hay que ganársela, ser merecedor de ella para poder ejercerla. Por su parte, la influencia es inversamente proporcional al tradicional potestas, esto es, cuanto más poder se necesite ejercer para que se cumplan las exigencias de uno, de menor calidad es este poder.

Frente al tradicional empuje del poder en cualquiera de sus formas, la influencia permite avanzar en los objetivos individuales y colectivos sin necesidad de coaccionar, presionar o imponer. La influencia es hoy más efectiva, ya que supone, en definitiva, el arte de generar confianza para reducir el margen de incertidumbre en la construcción de nuevas coherencias, esto es, de soluciones colectivas. Como nos recuerda Miguel Rosique3, donde la autoridad formal no alcanza, llega la influencia. Si el poder es poder hacer, la influencia es conseguir que las cosas finalmente ocurran, y eso tiene mucho que ver con el capital reputacional para empoderar personas, organizaciones y sociedades. Así pues, la influencia y la reputación son factores de primer orden para ejercer el liderazgo en el mundo tanto en las instituciones como en las organizaciones empresariales.

Esta nueva realidad consolida la imparable emergencia de una nueva disciplina social: la economía de la reputación. Si hasta hace pocos años el valor de una compañía residía en sus activos tangibles, es decir, en sus fábricas o sus productos, hoy el 80% del valor está en activos intangibles como la reputación, la marca y la licencia social para operar. En este nuevo entorno reputacional, tenemos que aprender a gestionar mejor la información, así como las expectativas de las personas y grupos de la comunidad o comunidades en las que operamos. El liderazgo en la era de la economía de la reputación tiene que ver en buena medida con la capacidad de conseguir que las personas y los equipos reconozcan el valor de sus acciones y cómo afectan al entorno o a los grupos de interés con los que se relacionan. Como recuerda Byung-Chul Han, cuando el poder tiene que hacer expresamente hincapié en sí mismo, es que ya está debilitado.

Narrar, compartir y emocionar

El poder muta hacia la influencia y para poder influir la comunicación persuasiva emerge como una de las herramientas fundamentales para conectar con nuestros públicos de interés. Atrás quedaron las técnicas de comunicación unidireccionales. Hoy vivimos en el mundo de las redes, de la gran conversación global, y las compañías viven inmersas en el proceso de recuperar el «alma» y aprender a relacionarse de otra manera con el entorno en el que desarrollan su actividad. La digitalización y los valores sociales emergentes están cambiando la forma de producir y consumir información y contenidos, y la neurociencia nos enseña que las emociones permiten conectar con los clientes en un entorno de creciente mercantilización.

Ya no es suficiente con tener éxito económico o rentabilidad, sino que hay que dar prueba de responsabilidad y sostenibilidad para garantizar el progreso de la sociedad. Hasta los mercados financieros lo saben; y las grandes compañías intentan adaptarse a las nuevas reglas del juego de la economía de la reputación. El Índice de Sostenibilidad Dow Jones (DJSI World, por sus siglas en inglés), que mide el comportamiento y la buena praxis de las empresas, es una muestra de ello. El mundo financiero ha comprendido que las empresas tienen que hacer las cosas bien y aprender a contarlas a la sociedad de una forma amable y empática a través de nuevas narrativas corporativas que generen ilusión y adhesión.

De nuevo sale a colación el mundo de las palabras. A través de pequeñas historias, las organizaciones pueden hacerse grandes y establecer conexiones emocionales con un impacto directo en la cultura corporativa y en los resultados de las compañías. Los nuevos líderes, ya sea en empresas o instituciones, tienen que aprender a desplegar una nueva estrategia de persuasión capaz de trasladar su historia, o sus historias, para generar notoriedad, reputación y adhesión. Como muestra el caso de Mandela, no hay memoria sin emoción, por lo que debemos aprender a narrar y compartir pequeñas grandes historias que pongan en contexto la actualidad y al mismo tiempo las perspectivas de futuro de nuestras empresas, instituciones y organizaciones. No se trata solo de entretener, como creen algunos, sino de crear relaciones más sólidas y duraderas. Pero, atención, los relatos y las ideas no son suficientes si no van acompañados de acciones que los validen.

 

Una vez más, recordamos que el estatus, esto es, el liderazgo, no se reclama, se consigue. Atrás han quedado ya las técnicas y estrategias basadas en el arte de la guerra del ya muy manoseado Sun Tzu. Hoy la confianza y credibilidad, es decir, el capital reputacional, se fomenta mediante una cultura de la participación y de la conversación, explicando y contextualizando la información y los procesos. Un líder del siglo xxi tiene que representar valores como la sinceridad, la autenticidad, la fiabilidad y la competencia. El liderazgo tiene más que ver con un propósito que con la consecución de un objetivo más o menos ambicioso. Un líder provoca impacto emocional tanto dentro como fuera de su organización y a través de sus acciones acumula suficiente capital reputacional para generar sentido de pertenencia y compromiso como su principal activo estratégico.

Las personas escuchamos antes al corazón que a la cabeza. La neurociencia nos ha demostrado que no somos seres racionales, y en un mundo hiperconectado las emociones son la nueva energía que mueve el mundo a través de las tecnologías de la información y la comunicación. El propósito, las ideas, el storytelling, la confianza y las emociones constituyen así los pilares fundamentales para liderar este nuevo territorio de conversación global sin banderas ni fronteras que es la República de la reputación.

Tecnoutopías

Si las emociones son la nueva energía que mueve el mundo, los datos son el combustible para los nuevos negocios. Con el desarrollo de internet, la eclosión de las nuevas tecnologías de la información ha supuesto la apertura de nuevos espacios de libertad —o eso estamos creyendo—. Hemos tenido estos últimos años la ilusión de la tecnoutopía con la apertura de nuevas formas de comunicarnos, participar e influir. Internet y las redes sociales han abierto nuevos espacios para la libertad de expresión, un espacio donde millones de individuos generan y consumen información con un ordenador con conexión a internet o un teléfono inteligente como única arma.

Sin embargo, esa libertad se ha convertido hoy en una tiranía a causa del oligopolio de las empresas tecnológicas y la forma en que captan datos y distribuyen información con sus algoritmos. En realidad, vivimos en una falsa era de libertad digital. Las grandes plataformas de contenidos se han convertido en las auténticas vertebradoras de la información que consumimos. Saben más sobre nosotros que nosotros mismos, y sus métodos consisten básicamente en ofrecernos información que nos va a gustar, generando así lo que se conoce como una «cámara de eco», un fenómeno que consiste en ofrecernos información que refuerza nuestras creencias. Muchos expertos ya han dado la voz de alarma sobre cómo los algoritmos condicionan la vida de las personas y moldean nuestras sociedades. Estos algoritmos, secretos y discriminatorios, se basan en el principio de preferencia de contenidos a tu gusto y nos están formateando como individuos y como sociedad, y no siempre con resultados positivos. Son ya muchos los casos estudiados de algoritmos que generan burbujas ideológicas radicales o poco democráticas, nuevos monstruos para la convivencia.

El negocio de los datos y su comercialización es un gran negocio. Los gigantes tecnológicos —las llamadas big tech— libran una gran batalla soterrada por su control. A finales de 2018, Apple, a través de su presidente y consejero delegado Tim Cook, instaba al Gobierno de los Estados Unidos a regular Facebook, Alphabet —la dueña de Google— y todas aquellas empresas que venden datos de los usuarios a terceros en internet4. La advertencia de Cook no es baladí, el escándalo de Cambridge Analytica denunciado por los diarios The Guardian y The New York Times desveló que se habían usado los datos de un test colgado en Facebook para que la campaña de Donald Trump pudiera identificar potenciales votantes y poner publicidad en sus páginas personales de esta red social. Como consecuencia de ello, la reputación de Facebook y de su creador Mark Zuckerberg quedó seriamente comprometida.

El uso fraudulento o éticamente cuestionable de nuestros datos es un tema recurrente que no solo afecta a Facebook. Cambridge Analytica tuvo que cerrar a consecuencia del escándalo, y la propia Facebook, que había mirado hacia otro lado ante la evidente «cosecha» de datos de sus usuarios, ha tenido que desplegar una intensa campaña de diplomacia corporativa y mediática para intentar reparar su capital reputacional. Pero la realidad es que muchas plataformas y páginas web se dedican al lucroso negocio de la comercialización de los datos personales. Evgeny Morozov, uno de los enfants terribles de internet y principal ariete contra la nueva tecnoutopía que defienden algunos, describió a su paso por España la realidad a la que nos enfrentamos ante las prácticas de gigantes como Google, Twitter o Facebook5: «No viven de la publicidad, como muchos creen. Absorben datos, crean productos y los venden sin que veamos un euro. Es un modelo parasitario».

Morozov no se cansa de explicar a quien quiere escucharlo la falacia de que tenemos acceso a información y contenidos gratis porque hay anuncios. En realidad, el modelo de negocio es más complejo y lucrativo. Las grandes empresas tecnológicas absorben constantemente nuestros datos y ese gran volumen de información permite a otras empresas o incluso a instituciones y organismos públicos construir productos comercializables sin nuestro conocimiento, y por supuesto sin rédito económico alguno. La práctica totalidad de las infraestructuras económicas y sociales depende ya de los servicios de las empresas tecnológicas, y es evidente que no han sido diseñadas para ser seguras. El problema fundamental no radica en que quieran ganar dinero, cosa que hacen sin nuestro consentimiento expreso, sino sobre todo en que no están sometidas a ningún control democrático o ético. La consecuencia de ello es que nos hace cada día más vulnerables como individuos y como sociedad. Cuanto más hiperconectados, más vulnerables somos.

La guerra por los datos va mucho más allá del sector tecnológico. El sector bancario europeo ha visto cómo la directiva europea de servicios de pago (PSD2), que entró en vigor el pasado enero de 2018, obligará a todos los bancos a entregar datos de clientes a terceros y competidores de otros sectores que hayan obtenido un consentimiento expreso para ello. Esta medida pretende incrementar la competencia en el sector financiero y tiene en pie de guerra a los bancos, que alertan sobre una «asimetría regulatoria» que situaría en una posición competitiva de desventaja a las entidades frente a compañías tecnológicas y de telecomunicaciones. Los bancos exigen revisar el marco regulatorio sobre protección de datos y equilibrar la situación para que las grandes tecnológicas como Google, Amazon o Facebook, así como los operadores de telecomunicaciones, abran también sus datos a terceros que hayan obtenido un consentimiento por parte de los usuarios. El uso de los datos es un enorme pastel del que todos quieren comer. La cuestión radica en cómo protegernos de las malas prácticas de los gigantes tecnológicos.

Reputación, la gran arma ciudadana

La respuesta a esta situación no puede venir solo de la regulación o de los gobiernos e instituciones. A pesar de los esfuerzos de las instituciones europeas por poner coto a estas prácticas fraudulentas, como el nuevo Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) o el ePrivacy, que regula el tratamiento que realizan personas, empresas u organizaciones de los datos personales, la respuesta más efectiva solo puede ser social. Las grandes empresas tecnológicas, o aquellas que gestionan ingentes cantidades de datos personales, dedican enormes cantidades de dinero a actividades de lobby para frenar o mitigar los efectos de las nuevas reglas para frenar las cookies y controlar el spam. A modo de ejemplo, Google, filial de Alphabet, fue la compañía tecnológica que más gastó el pasado año en hacer lobby en los Estados Unidos, dieciocho millones de dólares según informes federales. Amazon gastó casi trece millones de dólares en el mismo periodo y Apple, siete millones de dólares. Todo ello convierte a las empresas tecnológicas en una verdadera máquina de presión ante reguladores y gobiernos para favorecer sus intereses.