La imaginación

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La imaginación:

el taller de la mente

La imaginación: el taller de la mente

Pablo Chiuminatto & Valentina Rosales

Santiago de Chile, enero 2019 (versión impresa)

Mayo 2020 (versión e-book).

Imagen portada: Círculo construido con pixeles.

softwareengineering.stackexchange.com

ISBN: 978-956-9058-33-2

Registro de propiedad intelectual: 298.996

© Pablo Chiuminatto & Valentina Rosales

Diseño y diagramación: María Soledad Sairafi y Catalina Gallardo

Orjikh editores limitada

orjikh.editores@gmail.com

www.orjikheditores.com

La imaginación:

el taller de la mente

Pablo Chiuminatto

Valentina Rosales


Índice

La imaginación: el taller de la mente

1. Una puerta secreta

2. Imaginando la imaginación

3. El romance de la imaginación y el intelecto

4. El ciempiés, la imaginación y la locura

5. Echar a volar la imaginación

6. Semillas imaginativas y sus respectivos mapas

7. El cerebro: un ático y sus herramientas

8. Prescripción del espacio en blanco

9. Palabras finales

Lista de imágenes

Bibliografía

Para determinar las características propias de la imagen como imagen, hay que recurrir a un nuevo acto de conciencia: hay que reflexionar. La imagen como imagen no es, pues, descriptible más que por medio de un acto de segundo grado según el cual la mirada se desvía del objeto y se dirige a la manera de estar dado de este objeto. Es este acto reflexivo el que permite formular el juicio “tengo una imagen”.

Jean Paul Sartre, Lo imaginario

Una parte de la realidad de los grupos está hecha de imágenes, materializadas bajo formas de dibujos, de estatuas, de monumentos, de vestimentas, de herramientas y de máquinas, y también de giros del lenguaje, de fórmulas como los proverbios que son verdaderas imágenes verbales (comparables a los slogans); estas imágenes aseguran la continuidad cultural de los grupos, y son perpetuamente intermediarias entre su pasado y su porvenir: son tanto vehículos de experiencia y de saber como modos definidos de expectativa.

Gilbert Simondon, Imaginación e invención

1. Una puerta secreta1

Si es que existen las historias y los relatos es porque, gracias a sus facultades imaginativas, los seres humanos han sabido crear dimensiones alternativas dentro de la amplia superficie de realidad que habitan. La fascinación por las narraciones, en todo tipo de lenguaje, resulta un foco de permanente atracción para la mente, la que a su vez no puede dejar de preguntarse por esta asombrosa capacidad. Es justamente aquella visión curiosa, novedosa y renovadora, la que permite a las audiencias, los observadores, los espectadores y los lectores, sumarse a las aventuras propuestas por los horizontes de ficción, o mirar el mundo a través de un caleidoscopio fantástico donde lo que se desplaza es precisamente un final —que, por lo demás, es el movimiento (virtual) implícito en todo relato.

La capacidad de ficción es poseedora de sus propias magnitudes fuera de las leyes del mundo real, una geometría distinta, donde desde sus propios ángulos y directrices es posible no solo crear mundos alternativos, sino también compartirlos y acoplarlos a todo lo que la experiencia ya ofrece y que, a su vez, está compuesto por ese mismo mundo levemente mutado que nace de la imaginación. Quizás por esta misma razón es que solemos identificar al libro como el dispositivo primordial de transmisión cultural de los últimos siglos, acceso privilegiado a la diseminación de las herramientas y capacidades que la imaginación acarrea, aunque sabemos bien que hay otras y cada día se suman más. Como dijo el escritor de literatura infantil Mac Barnett: “un buen libro es una puerta secreta”;2 y, efectivamente, tanto para las ciencias como para las artes, esta puerta secreta, cuando es positiva, provee de un cosmos de combinaciones que se transforma en un motor resolutivo de las preguntas que plantea la enigmática relación existencial humana, tanto física como psicológica. De ahí la costumbre de que, cada vez que queremos resolver o comprobar una pregunta o duda, volvamos a esas fuentes, a las enciclopedias, a los libros. Antes precisamos que esa “puerta” debe ser en clave positiva, porque como demuestra la vida real —así como gran parte de las creaciones narrativas más relevantes de la cultura—, la imaginación también puede estar al servicio de la negatividad y, más precisamente, del mal.

Pero volvamos al lado luminoso. Steven Pinker se pregunta por qué los seres humanos tienen la habilidad de perseguir hazañas de abstracción intelectual como la ciencia, la matemática o la filosofía. Y nos sugiere que:

[…] el puzzle puede resolverse con dos hipótesis. La primera es que los humanos evolucionaron […] un modo de sobrevivencia caracterizado por la manipulación del ambiente a través del razonamiento causal y la cooperación social. La segunda [tiene que ver con] las facultades psicológicas que evolucionaron […] mediante los procesos de abstracción metafórica y de combinación productiva. Ambas se manifiestan vívidamente en el lenguaje humano.3

Esta capacidad de abstracción y de combinación metafórica productiva que ha evolucionado con el cerebro humano y que se manifiesta a través del lenguaje (en un sentido general, no solo verbal), es la base de la imaginación y la creatividad. Por ejemplo, animales hambrientos han evolucionado para producir defensas tales como armas, mayor velocidad o sigilo, y órganos, como el hígado, capaz de neutralizar plantas venenosas. Esto, a su vez, significa la selección de mejores medios de defensa, lo que por contrapartida contribuye al desarrollo de una mejor ofensiva, y así, dentro de una carrera coevolucionaria, conlleva el escalamiento durante muchas generaciones de aquello que llamamos la selección natural.4 Dentro de esta carrera, los elementos adaptativos que caracterizan al ser humano son fundamentales para comprender el surgimiento de la imaginación: ¿cómo es que desde un órgano material como el cerebro emergen la ciencia y el arte y, dentro del arte, el contar historias? ¿Se hallan relacionadas las estrategias arcaicas de caza, con las maniobras militares de Alejandro Magno, con los sonetos de Petrarca, y las ecuaciones relativistas de Einstein? Para no ser tan patriarcal, también podemos organizar un itinerario femenino similar y preguntarnos por la relación entre las técnicas de los textiles arcaicos, el poder de Cleopatra, los poemas de Safo y las investigaciones de Marie Curie.

La imaginación es un concepto complejo por sus acepciones que la ligan no solo a la facultad mental abstracta e inmaterial, sino también a aquella que remite a la creación material de imágenes en distintos formatos. Actualmente, a pesar de la profusa presencia y rol que tienen las imágenes en la cotidianidad, sigue vigente la sensación histórica de predominio y exclusividad del lenguaje verbal sobre el lenguaje visual. Sin embargo, esta relación de predominio está mutando hacia una complementariedad multimedial o, como también se le ha llamado, multimodal.5 Y aunque este ensayo está dedicado a la imaginación en general, es decir, como facultad integrada, es importante reconocer que ella no existe en una dimensión unitaria, sino que es siempre cinestésica —a pesar de que los modelos racionales más estrictos hayan luchado durante siglos por darle la primacía a una imaginación más racional que sensible, más verbal que visual, sin imágenes y por sobre todo sin afectos. Nada de esto es posible sin los afectos. Pero nunca faltan aquellos intelectuales que se apresuran a generar categorías excluyentes y que retornan a la marginalización de lo sensible para entronizar exclusivamente lo racional. La imaginación al vacío o sin imágenes, puramente conceptual, es una de esas murallas. Afortunadamente —tal como muestran las investigaciones de Gunther Kress, pero mucho antes las de E. H. Gombrich, dentro de una larga línea de pensadores—, hoy sabemos que esta terquedad no es sino un lapsus en ese inmenso campo que es la historia de la imagen.6 En el ámbito de la ciencia y del arte, las imágenes son una dimensión privilegiada para la formulación y la síntesis de ideas, no tan solo para aquellas que son correctas y exactas, sino también para las erradas y (por qué no) las disparatadas. Ellas no son, en efecto, privilegio de la verdad o la ficción, son comunes a toda búsqueda humana.

 

El mundo de Charles Darwin, por ejemplo, fue producto de una imaginación prodigiosa y de una prosa formidable. En la teoría de la evolución de las especies, tanto el lenguaje como las imágenes se combinan para dar cabida a una ficción que en aquel entonces —y a veces hoy en día— parece impensable. Todo lo que vive en la Tierra, toda la diversidad, tiene un origen y un orden que nace del azar; especies y subespecies codependientes que encajan en perfecta sincronía dentro un contexto indeterminado, siempre cambiante. Esto difiere del pensamiento que apunta hacia una noción en la cual todas las especies se disponen separadamente aquí en la Tierra por obra y gracia de una fuerza invisible. Darwin dice abiertamente ver belleza en los patrones que surgen de las heterogéneas formas de vida, capaz de imaginar una nueva estética de los orígenes:

[...] casi cada parte de cada organismo viviente está tan bellamente relacionada a sus complejas condiciones de vida, que parece [muy] improbable que cualquier parte haya sido repentinamente producida perfecta.7

El diagrama de Darwin, aquel que parece un árbol de bifurcaciones infinitas, no hace sino retratar visualmente aquella invención teórica que el lenguaje no alcanza a abarcar por sí solo.8 Quizá por esto mismo el “árbol de la vida” se ha transformado en una ilustración tan popular, no solo dentro de la ciencia sino dentro de varias y variadas disciplinas (Fig. 1).

Ernst Haeckel (1834-1919), biólogo y artista contemporáneo a Darwin, fue uno de los mayores defensores de la teoría de la evolución de las especies en el siglo XIX y, exaltado por sus premisas e implicancias, dibujó y pintó aquella abstracción científica embebido en el frenesí de la estética de la naturaleza. La simetría, las relaciones, la interdependencia de las especies de la que hablaba Darwin y a la que adjetivaba como “bella”, puede observarse claramente en los retratos de Haeckel. Luego, esto no hace sino demostrar que la imaginación es circular, que la ficción y la verdad natural no hacen sino invadirse mutuamente en un juego infinito de conjeturas, proposiciones y rarezas fantásticas. La abstracción de Darwin llega a tal extremo que él mismo debe advertir al lector que ha personificado a la Naturaleza con tal de ayudarlo a comprender la abstracción que ha creado. Ciertamente estos científicos han narrado la historia de la naturaleza a través de un lenguaje —verbal y visual— muy cercano a la poesía, por no decir enteramente poético.


Figura 1. El árbol de la vida dibujado por Ernst Haeckel.



Figura 2. Formas de vida artística

(1904 y 1903), por Ernst Haeckel.

1 Agradecemos a Adriana Valdés la lectura atenta de una versión preliminar de este texto. Su libro Redefinir lo humano: las humanidades en el siglo XXI (Valparaíso: UV, Colección Puerto de Ideas, 2017) ilumina este ensayo.

2 Durante la charla TED: Why a good book is a secret door?, 2014.

3 Steven Pinker, “The Cognitive Niche: Coevolution of Intelligence, Sociality, and Language”, PNAS, vol. 107, n° 2 (2010): 8993.

4 Ibídem.

5 Ver: Jeff Bezemer y Gunther Kress, Multimodality, Learning and Communication: a Social Semiotic Frame. London: Routledge, 2016.

6 Ver: Ernst Gombrich, Los usos de las imágenes. Barcelona: Debate, 2003.

7 Charles Darwin, The Origin of Species. New York: Modern Library, 2009, p. 66.

8 Ídem, 152.

2. Imaginando la imaginación

En 1954, el director italiano Roberto Rossellini dirigió el filme Viaggio in Italia, protagonizado por Ingrid Bergman y George Sanders. Los actores interpretaban al matrimonio Joyce, una pareja inglesa de estándares racionales y materialistas que, por un asunto de herencia, viajan a la ciudad de Nápoles. Allí, por vez primera, se enfrentan a un mundo disímil, donde el descanso y el ocio conforman el núcleo de la vida. Este estilo de vida se conoce con el nombre de il dolce far niente, expresión italiana que puede traducirse al español como “el dulce hacer nada”, lo que resumiría la lentitud y la desocupación que caracterizan a los personajes con que el filme describe a los habitantes de Nápoles. Es decir, el reverso del mundo en el que el matrimonio Joyce acostumbra a vivir. Parte de lo que Rossellini muestra en su filme, es la paradoja del (dulce) hacer nada: donde hay quietud y desocupación, florece otro tipo de quehacer ligado al pensar y a la divagación, o sea, el ocio.1 Y aunque en este breve ensayo no buscamos celebrar el no hacer más que el hacer, ni todas las disputas que desde antaño se dan respecto de los países y los pueblos en los que este valor se considera un vicio y no una virtud, es patente que al menos se requiere tanto del hacer como del no hacer para estar plenamente en el mundo.

A partir de este ejemplo cinematográfico, es posible decir que la vida napolitana en el filme representa al pensamiento desenfocado, amplio y disperso, y que —en contraste— la vida inglesa encarna al pensamiento enfocado, preciso e inextenso. Si jugamos con la idea de Rossellini de relevar la cultura del dolce far niente, es con el fin de esclarecer el estado mental que subyace a un tipo de pensamiento errante que reserva tantas y tan importantes incógnitas para el ser humano, como lo es la capacidad de saber, aprender y enseñar. Con una diferencia, y es que de este “no hacer” se ha escrito poco y tiene menos prestigio que el concepto de hacer, de pensar y de negociar.

Y entonces, ¿qué relación guarda el dolce far niente con la imaginación? Bien, según lo ha demostrado la ciencia, en aquellos momentos en los que las luces del cerebro parecen estar apagadas, en realidad, hay una silenciosa maquinaria en marcha, produciendo ideas e imágenes que son el resultado de los recuerdos almacenados en la memoria y de los escenarios imaginados a partir de dichos recuerdos (Fig. 3).2 Este estado de ociosidad, en términos fisiológicos, es conocido por los especialistas como default network (red predeterminada),3 nombre que le dan los científicos a una serie de áreas cerebrales que se “iluminan”4 al estar las personas en absoluta quietud, sin demandas atencionales.5 Gregory Hickok, en su libro The Myth of Mirror Neurons, caracteriza a este sistema como un tipo de pensamiento que procesa información relevante respecto a la propia experiencia, y resalta que es precisamente este sistema el que se ve afectado en la enfermedad de Alzheimer, pues la degeneración neuronal causa una inhabilidad para recordar y pensar en experiencias pasadas, en eventos, nombres, lugares y palabras. Es decir, en “todo aquello que da significado a la vida”6 y que, finalmente, determina la homeostasis mental del ser humano.


Figura 3. Default network: durante estados de inactividad se activan las mismas áreas cerebrales al imaginar el futuro, al imaginar lo que otros piensan o sienten, y al recordar el pasado (imagen tomada del estudio realizado por Buckner y Carroll).

Así de concreto es el ocio, y así de activa e ininterrumpida es la vida que yace tras aquella fachada de pasividad e inacción. Para las humanidades, la filosofía y las artes, siempre ha existido el ocio y el ensueño como componente fundamental de la vida imaginativa. Ahora bien, son otras las áreas del saber las que tendrían que tomar conciencia de la importancia y el rol que esto juega en la experiencia y en aquello que hoy se hace llamar “nuevo conocimiento” y que, para los que conocen el texto del Antiguo Testamento, Eclesiastés, no es más —quizás— que un giro hacia la ignorancia, por no decir arrogancia. No hay nuevo conocimiento, quizás nuevos planteamientos y perspectivas a partir de lo conocido, pero nuevo-nuevo, nunca. Porque no podríamos dar cuenta qué es nuevo si no resultara de la transformación de lo ya conocido. “Nada nuevo hay bajo el Sol” Ecl. 1-9.

El reciclaje de los recuerdos para la imaginación de escenarios futuros e hipotéticos parece caracterizar el modo en que las personas se relacionan con el medio, con los otros y consigo mismos. La imaginación juega un juego en el que se erigen un sinfín de ficciones, esto es, especulaciones cotidianas basadas en experiencias pasadas o ajenas —algo que nos sucedió ayer o en la adolescencia, o algo que escuchamos salir de boca de nuestros padres o de algún extraño al pasar. Algunas de estas especulaciones apuntan hacia el futuro incierto: ¿Qué pasaría si en los próximos tres meses un meteorito se estrella contra el planeta que nos alberga? ¿Qué sería de nuestra relación si le revelo toda la verdad? Otras apuntan hacia pasados alternativos: ¿Y si los dinosaurios no se hubiesen extinguido? ¿Y si hubiese abordado aquel avión que cayó en las montañas? Estas formas del ocio, expresadas en la heurística diletante de lo posible, muchas veces tienden a trascender la mera especulación para convertirse en verdaderos experimentos artísticos o científicos. Así, las experiencias pasadas condicionan las expectativas de lo que aún no ha sucedido, y existe en ello una libertad expansiva que da licencia para combinar lo posible con lo probable, lo monstruoso con lo divino, lo orgánico con lo tecnológico.

Un buen ejemplo de esta vida interna movediza tan característica del ser humano, lo encontramos en el protagonista de la novela Oblomov (1859). Un hombre cuya vida se despliega en un lugar sumamente estrecho, esto es, entre la cama y la silla de su habitación. En sencillos términos espaciales, la rutina del protagonista consiste en levantarse de su cama, caminar hasta su silla, sentarse, levantarse nuevamente, caminar hasta su cama y acostarse a dormir. Sin embargo, la vida interior del personaje de la novela de Iván Goncharov se despliega dentro de un espacio mucho más amplio, si no infinito:

Era un hombre de aproximadamente treinta y dos o treinta y tres años, de estatura promedio y de agradable aspecto, con ojos de color gris oscuro, pero con absoluta ausencia de cualquier idea definida, o concentración, en sus rasgos. Los pensamientos paseaban libremente por todo su rostro, revoloteaban en sus ojos, reposaban en sus labios entreabiertos, se ocultaban en los surcos de su frente, para luego desaparecer completamente –y era en aquellos momentos que una expresión de serena indiferencia se expandía por su rostro. Esta indiferencia pasaba de su rostro hacia los contornos de su cuerpo e incluso hacia el interior de los pliegues de su bata.7

El valor literario de la narración, llena de implicancias melancólicas, presenta a un personaje cuya vida parece marchita. Sin embargo, en un plano distinto y distanciado, Goncharov ilustra la vitalidad implícita de aquel que no hace nada y que se niega al movimiento corporal. El autor advierte que la libertad del pensamiento surge, irónicamente, cuando triunfan el aburrimiento y el desapego. Luego, tanto Goncharov como Rossellini —ambos pertenecientes a distintas épocas y lugares, así como a distintas esferas del arte— captan y realzan, mediante su oficio, un mismo fenómeno: el ocio, ese [dulce] hacer nada y, a través de sus personajes, dan vida a este concepto que reiteradamente surge en las narraciones, en algunas para ensalzarlo y en otras para criticarlo. Recordemos que Cervantes al inicio del Quijote de la Mancha se dirige a su lector tratándolo de “desocupado”. Por su parte, varios siglos después, Robert Louis Stevenson lleva esta noción al extremo, al declarar que los ociosos son seres de una gran riqueza mental, pues sus pensamientos saltan libremente y bullen en un mar de diversas ocurrencias. En su ensayo titulado Apología de los ociosos (1876), señala que los hombres que realizan trabajos mecánicos y demandantes no saben ejercitar sus facultades mentales:

 
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