El beso de la finitud

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El beso de la finitud
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El beso de la finitud

(Ensayos de filosofancia en defensa del mundo)

El beso de la finitud

(Ensayos de filosofancia en defensa del mundo)

Óscar Sánchez

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© Copyright by

Óscar Sánchez

Editorial Filosofía en la Calle

https://www.filosofiaenlacalle.com/editorial

filosofia.lacalle@gmail.com

ISBN: 978-84-09-37943-9

Depósito Legal: AL 286-2022

Ilustración de Jaime González Galilea, 2021

Maquetación:

german.balaguer@gmail.com

En los libros se trata de comunicar ideas, no de imprimir palabras.

John Davey, director editorial de Blackwell

Osculum cum basio necnon suavioque

James Joyce, Finn´s Hotel

Índice

Breve prefacio: cuidar del mundo, expandir el ser…

La secularización/naturalización de la ciencia

¡¡Google no tiene ni idea!! (la Sabiduría y la Vida, hoy)

¿Y si el mundo (no) fuera una simulación?

Coronavirus global y darwinismo amañado

En el 250 aniversario del nacimiento de Hegel y Hölderlin...

De Auschwitz como reducción al absurdo

El malentendido del “Realismo Especulativo” o “Nuevo Realismo”

Paul Valéry y T.S. Eliot: el paso del Tiempo a juicio…

Observaciones llanas sobre el primer Heidegger

¿Qué es “Post-modernidad”?

(Auto)Apocalypse Now

Querido mundo tonto…

“The Matrix” veinte años después

La Inteligencia Artificial y el Mago de Oz

Una, dos, tres… ¡mil Gretas Thunberg!

Tecnociencia: ¿el Séptimo de Caballería?

Disertación en torno a una (no)interpretación de los sueños

Dolce Essere Niente…

Chomsky nonagenario

El Trashumanismo y Hannah Arendt

Jürgen Habermas, la gran esperanza blanca

Migas (milonga semi-culta)

La verdadera cuestión de los “bebes a la carta”

Anti el “Anti-natalismo”

La “foto” del agujero negro o viviendo en el Supercúmulo de Virgo

Sub specie cotidianitatis

El modelo computacional o el fin de la aventura

Ludwig Wittgenstein: un hombre de verdad…

El ocaso de la virtud

O Conocer o Ser

El animal introvertido (psicosis ultrarreal)

Mecanicismo canalla

“Room” o “lo contrario” del Mito de la Caverna

Dios sin Dios (Spinoza y Leibniz)

In a Million of Years….

Tarkovsky: derrelictos…

Relatividad General y Principio Antrópico

Calidad de Muerte

Ígor Strawinsky (y lo) inteligible

El discurso del metomentodo

Lejos de la ciudad: Escenografía de “Así Habló Zaratustra”

Del Psicoanálisis como cárcel mental

“Aunque el alcohol eléctrico del rayo…”

Buenas noticias para los cetáceos

¿Por qué no Platón en el s. XXI? –una fábula filosófico/política

Fractal

Aristóteles y la “embarazosa cuestión”

De la normalidad sentida como tiranía

Vattimo ahora nihilista

Less is bore: una posible lección filosófica de la cuarentena

2.500 años de la gesta de los 300 (espartiatas)

La Filosofía o el Espejo de la Teología

“Mr. Turner”, o cuando el mundo era todavía hermoso....

De las izquierdas contra las derechas como guerras de religión

Antonio Escohotado y/o las drogas equivocadas…

“Sopinstant” de selenitas y la teoría de la Panespermia

El Infinito... ¿Y quién es ese mozo?

Cien años del Tractatus Lógico-Philosóphicus

La conspiración de los buenos alumnos (o “La educación necesaria”)

Stat Rosa Pristina Nomine: ¿Qué es una “Idea” platónica?

Ignoramus et ignorabimus: ¿Para qué sirve el “noúmeno” de Kant?

V de Vendetta, The Road y el último reducto de la libertad humana

Tal vez una ambigüedad en el pensamiento de Marx...

Amartya Sen y la ciencia jovial

Abismos clavados en abismos…

Apoteosis medieval

Decálogo escéptico contra los filósofos

Una “dictadura sin lágrimas”: Zamiátin y la transparencia

Escatología metafísica (o metafísica escatológica)

Breve prefacio: cuidar del mundo,

 

expandir el ser…

Me resulta personalmente muy emocionante, cada primavera, cuando en Japón se sale tradicionalmente a la calle para celebrar la fiesta de la contemplación de los cerezos en flor. No es que la cultura japonesa me resulte en absoluto familiar, todo lo contrario1. Sin embargo, la exaltación anual del blanco rosáceo en la Isla del Sol Naciente me recuerda a Aristóteles, el filósofo que sostenía que la perfección es posible, e incluso bastante frecuente, entre las cosas enormemente diversas de la Tierra. Lo que no dijo, o al menos no explícitamente, es que tal vez la tarea del ser humano sobre este extraño y abigarrado planeta –y tal vez más allá– consista precisamente en procurar llevar todas las realidades que le rodean a su floración, a su máximo esplendor. Como si todo ente fuera un sakura, un cerezo, a lo que los humanos en conjunto podríamos dedicarnos sería a despejar los obstáculos que se interponen para que se haga posible su culminación, y luego contemplar satisfechos y serenos nuestra obra, comiéndonos tal vez una bola de arroz. A esa contemplación, que nace del trabajo bien hecho, del pulimento de la faz de cada objeto, incluido cada hombre particular, es a lo que los japoneses denominan en primavera hanami respecto de las flores. Bien podría ser ese el sentido de la presencia del agente humano en el Universo: desbrozar, quitar las malas hierbas, podar, hacer espacio, dejar crecer la realidad inmúmera y realizar un hanami periódico, indefinidamente, sin un principio absoluto ni una caída del telón completa, tan sólo para que cada sakura por separado y en su totalidad se presenten ante él en su estado más óptimo.

No obstante, últimamente la especie humana tiene una imagen muy negativa de sí misma, prácticamente la opuesta. Andamos como sin ánimo y casi asumiríamos con resignación la teoría del malo de Matrix, el Agente Smith, cuando postula que quizá el hombre no sea sino el virus de la Tierra, el modo como el planeta ha proyectado destruirse a sí mismo. Y, claro, no tenemos manera alguna averiguar si es así o no. Los dos puntos de vista, tanto el de la criatura humana como homo faber, es decir, como ese ser que sabe o podría saber cómo plenificar el ser que le rodea y sustenta, como ese otro que ve en nosotros a culpables pecadores, en tanto homo destructor que han nacido para conducir al mundo en un viaje hacia el fin de la noche, son enfoques hipotéticos, entre los cuales jamás podremos decantarnos teóricamente – serían, pues, antinomias, en el lenguaje de Kant. Teóricamente no, pero en la práctica sí, y aquí está la gracia del asunto. En realidad, basta con actuar bajo la premisa de que el mundo a menudo imperfecto y accidentado necesita de nosotros para mejorar y ya estaríamos haciendo esa premisa realidad en el mismo acto de apostar por ella. Igualmente, si nuestro comportamiento se rige bajo la conjetura del Agente Smith, entonces se hará terriblemente cierta, puesto que actuaremos como la carcoma de la Tierra, seremos los exterminadores ontológicos, pero a sabiendas de que esto tendrá lugar porque lo hemos querido así, no porque nuestra presunta naturaleza intrínseca nos haya obligado a ello.

Algunas fuentes indican también que Aristóteles, el cual, desde luego, nunca estuvo ni presintió siquiera la existencia de Japón, se despedía de sus amigos con la expresión “cuida del mundo”. No “cuídate”, sino “cuida del mundo”, y, dentro de él, por supuesto, también a tí mismo. Aristóteles, además, nunca limitó su consideración del valor de lo existente exclusivamente a los humanos, como hacemos hoy en los inicios del s. XXI, ni siquiera únicamente a los organismos vivos, agrandando el círculo, a la manera del movimiento ecologista. Para él, todo era susceptible de perfección. Si hurgas en un viejo caserón y encuentra un cuchillo viejo y mellado, puedes llevar a cabo con él dos líneas de conducta posibles: o bien lo dejas como está, pero exponiéndolo como una romántica obra de arte, o bien lo limpias, lo afilas y lo haces útil de nuevo. Cuidar del mundo, si esa es la opción que finalmente escogiéramos ante el riesgo apocalíptico de una quiebra ecológica y el triunfo subsiguiente del autoritarismo en la Tierra, consistiría en expandir también nuestra atención a todas las realidades no– humanas y hasta no-vivas, como el viejo cuclillo, la calidad del aire o, qué se yo, la Aurora Boreal o la Sucesión de Fibonacci.

El que esto suscribe no es, ni por lo más remoto, ni el gran Aristóteles ni una pequeña flor de cerezo en primavera, qué más quisiera. Pero sí que entiende humildemente que la meta de cada ser (substantivo) es ser (verbo) en su máxima expresión, aunque luego se deteriore y muera, porque incluso muerta habrá servido de ejemplo de que tal objetivo es alcanzable, una y otra vez y para siempre. Los siguientes ensayos, escritos de un modo demasiado personal y bastaste crítico, en el fondo tienen el propósito pacífico y confiado de facilitar un hanami general respecto de ciertas cuestiones filosóficas controvertidas. Sólo espera, pues, que el bondadoso lector le sea en esto favorable…

1 Excepto, claro, algo de los haikus clásicos de Matsuo Basho, s. XVII:

Mi mente evoca multitud de recuerdos.

¡Estos cerezos!

La secularización/naturalización de la ciencia

La vulgaridad es un hogar. Lo cotidiano es materno. Después de una incursión larga en la gran poesía, por los montes de la inspiración sublime, por los peñascos de lo trascendente y de lo oculto, sabe mejor que bien, sabe a todo cuanto es cálido en la vida, regresar a la posada donde ríen los tontos felices, beber con ellos, tonto también, como Dios nos hizo, contento del universo que nos fue dado y dejando lo demás a los que trepan montañas para no hacer nada allá en lo alto.

Fernando Pessoa

Propongo un experimento mental fácil y casi tontorrón, a ver si con él consigo mostrar por qué los filósofos no están del todo locos ni se inventan los problemas como piensan, muchas veces sin decirlo expresamente, los legos. Imaginemos un mundo en el que, en efecto, los hechos existan y hablen por sí mismos, de modo que no puedan ser puestos en cuestión por charlatanes, sectas o ideologías políticas. No existirían los tribunales de justicia, para empezar, porque lo que el sospechoso haya cometido o no colgaría de su simple percepción inmediata como el color de su piel o su altura. Llevaría, como dicen en las películas noir, “el crimen pintado en la cara”, y a Bárcenas le pertenecería la propiedad “caja b” tan manifiestamente como su elegante pelo platino. No existiría la ciencia, tampoco, porque bastaría con dirigir tu interés a Venus en un atardecer cualquiera para conocer en el acto, como por una intuición perfecta, que Venus posee el día más largo del sistema solar –243 días terrestres–, que su movimiento es dextrógiro y que en un día venusiano el Sol sale por el oeste y se oculta por el este. No existirían tampoco, por tanto, las escuelas, ni la educación, ni esfuerzo mental alguno. ¿Para qué, si los hechos se manifiestan a sí mismos de modo nítido, inequívoco? Me siento en una silla sabiendo al detalle el número de electrones y protones que la componen, quién se ha sentado en ella antes y en qué vertedero terminará cuando yo ya haya muerto, o quizá mucho antes, a causa de la obsolescencia programada. El futuro... ya no habrá futuro. A la porra también los seguros, la lotería, el fútbol, Aramis Fuster y las ganas de vivir. No existiría el lenguaje, tampoco, haríamos todos como ese personaje de Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, que llevaba en una mochila a su espalda todo lo que necesitaba comunicar a los demás, de manera que sólo tenía que señalarlo con el dedo –pero a ver cómo se señala objeto físico alguno que muestre un “oye, viniendo aquí casi me atropella un coche...” Nada estaría, pues, oculto, y si mi muerte es, como todo, un hecho, es ya, está manifestándose ahora, no habría que esperar, viviría yo en la constancia de su cómo y de su cuándo, igual que en La llegada de Villeneuve. Lo que quiero decir, en fin, por reducción al absurdo, es que resulta evidente que no vivimos en un mundo que consista en una colección de “hechos”, ni hay que entender por “mundo” el conjunto interelacionado de los hechos (“todo lo que es el caso”, decía la proposición del Tractatus), puesto que eso que he descrito muy rápidamente no se parece lo más mínimo al mundo tal y como lo conocemos, por fortuna, y lo que es aún más significativo: de ser así, expulsaría de su seno completamente al ser humano tal y como lo conocemos –vivir de ese modo requeriría la serenidad y la visión de un coro de ángeles…

Es por ello que Martín Heidegger insistió tanto en Ser y tiempo sobre el punto de que Occidente ha tenido la peculiaridad de entender el ser como presencia. Un hecho es algo presente, eso significa precisamente “hecho”: lo dado en este mismo instante –pero en el propio uso del participio ya se adivina que es cosa del pasado, o no podría estar determinado… Y, bueno, quizá haya un Dios para el que todo es dado, como pensaba la Patrística cristiana, o animales que viven como en un “eterno presente”, como decía Borges, pero está claro que nosotros no. Los seres humanos, los mortales, son cosas muy raras: viven en y de la ausencia, en y de lo que no-es, de lo que no está presente ni se ve, y por eso existen los tribunales, la ciencia, las escuelas, la matemática probabilística, el lenguaje, los seguros y el fútbol, porque estamos forzados, no nos queda más remedio, que interpretar la realidad. Es una condición horrible, incierta, angustiosa, si eres un poseur como Jean Paul Sartre, el comunista de salón, pero un extraño privilegio, una revelación del abismo real que subyace bajo toda determinación, un “don” del ser, si lo miras como Heidegger, el odioso nazi. Porque sólo el animal que interpreta su entorno y también a sí mismo erige mundos a base de sus desciframientos, siempre precarios, pero siempre nuevos y fascinantes. Dile tú a un canguro que levante un mundo sobre su pobre base de hechos elementales. Ese mundo estaría compuesto de “salto”, “hembra”, “llueve”, “alimento”, y poco más. En cambio, el Dasein, nosotros, fabrica un coche, fabrica leyes de circulación, y es capaz de comunicarle a un amigo en la calle un no– hecho mediante palabras no-reales, esas que el enfermo de alogía de Swift es incapaz de concebir ni transmitir: “oye, viniendo aquí casi me atropella un coche...” (Heidegger, en su curso de 1929, Conceptos fundamentales de la metafísica, llamaba a las cosas welt-loss, sin mundo, a los animales, welt-arm, pobres de mundo, y al Dasein, welt-bilder, constructor de mundos…).

La filosofía, por tanto, no consiste en buscar “hechos verdaderos”, como si todos los demás fueran falsos o aparentes, o no desde Kant. Consiste más bien en averiguar si a nuestra capacidad de hacer mundos corresponde alguna lógica igual para todo ser pensante. Y, la verdad, no veo por qué tendríamos que renunciar a nuestra sagrada capacidad de levantar mundos porque el tovarisch Lysenko2 fuera un fanático o un vendido del sistema comunista, o porque haya tanto charlatán de pacotilla suelto por el mundo tratando de venderte su humo y a sí mismo lo más caro posible para lo poquito que es, cosa que sucede, sobre todo, y por cierto, en el orbe capitalista. La filosofía occidental ha consistido, durante largos siglos, en el empeño de que un único lenguaje depurado de todo lastre subjetivo –hoy lo llaman “sesgos”– sea apto para identificar, espejear, recoger el mundo único a que está destinado a referirse. Esa era ya, creemos, la pretensión del poema de Parménides en el s. VI a.C., y se trata de una idea fija tan atornillada a nuestra tradición –que es esa misma tradición, esencialmente, capaz de asociarse al Dios de la Biblia hebrea pero que sobrevive tranquilamente a la muerte de tal Dios– que sólo hay que ver cómo se amosca el lógico alemán Gottlob Frege cuando se la pone en cuestión, aunque sea desde la propia matemática y a principios del s. XX, es decir, unos milenios y pico después

Nadie puede servir a la vez a dos señores. No es posible servir a la vez a la verdad y a la falsedad. Si la geometría euclídea es verdadera, entonces la geometría no euclídea es falsa; y si la geometría no euclídea es verdadera, entonces la geometría euclídea es falsa. Si por un punto exterior a una recta pasa siempre una paralela a esa recta y solo una, entonces para cada recta y para cada punto exterior a ella hay una paralela a esa recta que pasa por ese punto y cada paralela a esa recta que pasa por ese punto coincide con ella. Quien reconoce la geometría euclídea como verdadera debe rechazar como falsa la no euclídea, y quien reconoce la no euclídea como verdadera, debe rechazar la euclídea… Ahora se trata de arrojar a una de ellas, a la geometría euclídea o a la no euclídea, fuera de la lista de las ciencias y de colocarla como momia junto a la alquimia y a la astrología… ¡Dentro o fuera! ¿A cuál hay que arrojar fuera, a la geometría euclídea o a la no euclídea? Esa es la cuestión3.

 

¡¿Estamos o no estamos?! ¡¿Somos o no somos?! Frege el lógico, Frege el germano bismarkiano, cabreado como una mona, escandalizado y ofendido en lo más íntimo, repitiéndose como el ajo durante todo un párrafo que más parece salido de la pluma de Don Miguel de Unamuno que de la suya propia. Pero es que hasta Unamuno admitiría que la razón es una cosa y la vida otra4. Sólo se justifica en la ira justiciera que Parménides le insufla desde la distancia histórica el que Frege quiera exterminar las Geometrías No-euclídeas, que son un portento de la razón, para que queden arrumbadas junto con la Alquimia y la Astrología. Precisamente porque son falsas, en opinión de Frege… ¿qué necesidad hay de barrerlas del mapa? También el ilusionismo y la prestidigitación tienen truco y en ninguna nación se mete a los magos en la cárcel por serlo. Lo que ocurre es que Frege no le encontraba el truco a Riemann o a Lobachevski, y eso le ponía enfermo. Podías plantear una geometría tetradimensional y funcionaba, como Riemann, o una multidimensional y tiraba para adelante, como con Lobachevski. La novedosa Relatividad de Einstein se apoyaba en Riemann, y sucesivos experimentos cruciales daban la razón a ese sindios, que digo, a ese contradios. ¡Tu quoque, realidad física!: Frege se subía por las paredes. Y es que si hasta las sacrosantas matemáticas son susceptibles de una pluralidad de interpretaciones vana es nuestra fe. Suelo decir a mis alumnos que Occidente es esa entelequia histórica que se define fundamentalmente porque hubo un hombre no muy simpático, que odiaba las habas y el cuerpo, pero que amaba el cielo estrellado y gobernar una ciudad, que afirmó muy seriamente que la naturaleza está estructurada conforme a proporciones numéricas. Como otros posteriormente le hicieron caso, de aquello a poner un Airbus de 640 toneladas en el aire ha pasado, si lo miráis bien, poquísimo tiempo. El homo sapiens sapiens lleva más de 100.000 años sobre la tierra, y sólo han sido necesarios los últimos 2.500 para dar el salto de los modos musicales griegos a una mesa de mezclas, y la diferencia estriba fudamentalmente en ese sectario de Pitágoras, del que sabemos muy poco y todo en bruma de leyenda. Las matemáticas marcan la diferencia, las matemáticas son el arquetipo de toda verdad en Occidente, son en sí Occidente más allá de folclorismos como el Imperio Romano o la Iglesia Católica –estoy exagerando bastante en pro de subrayar el argumento5. La Civilización Maya también había adelantado mucho en matemáticas, pero las convirtieron en un lenguaje secreto, mistérico, reservado a los sacerdotes. Europa, en cambio, enseñaba matemáticas en las universidades medievales (el famoso Quadrivium) públicamente y sin preocuparse de latazos mágicos, que para reprimir tales tendencias ya estaba la Gestapo aristotélica de la Santa Inquisición –para algo tuvo que servir, después de todo–, y tras muchos grandes talentos engendró a un señor, Galileo Galilei, que sostuvo que “el libro de la naturaleza está escrito en caracteres matemáticos”, lo cual es una forma semiótica de tomar el relevo de Pitágoras sin comprometerse demasiado en términos ontológicos.

A Frege, en nuestro pasaje, llega un momento en ya no le importa si se impone la Geometría euclídea o la no-euclídea, sólo exige enrabietadamente que sea una y solo una, monoteísmo matemático, porque esa única coincidirá por fin con el mundo físico, que sólo puede ser, a su vez, también uno. No se da cuenta, tal vez, de que la “única versión” del mundo (de ahí nuestro término “Uni-verso”) no tiene como fuente al mundo mismo, tal como él sea, que debiera ser de alguna manera uno, sino una previa exigencia lingüística, de raigambre filosófica como hemos visto. Heidegger la llamó, después, Metafísica, en un sentido distinto a Kant o Comte. Metafísica es ese marco general del saber occidental que, al menos desde Parménides, obliga a pensar que existe un régimen de enunciados único que denota una realidad así mismo única sometida a él. O dicho más por lo largo y técnico: Metafísica es lógica de la identidad basada en una ontología de la presencia que tiene como modelo paradigmático la necesidad matemática. Pero… ¿qué significaría, bien pensado, la “unidad del mundo en sí, tal cual”? El problema no es, como lo veía Kant, que ese mundo “tal cual” pueda o no ser conocido al margen de toda representación. El problema es que aunque efectivamente fuese único, y tuviésemos acceso directo a él (como lo tendría el propio Dios en persona, Él también único y soberbiamente celoso de su unicidad al igual que el Alá musulmán, que lejos de haber muerto está bien vivo), sólo podría ser unitario siendo estático, como la esfera parmenídea. De lo estático, sin embargo, no hay manera humana o filosófica de extraer la diferencia y el movimiento, que era justamente lo que se tenía que explicar, a riesgo de terminar como los mayas, en posesión de un saber que ni se usa ni se difunde ni progresa ni sirve para nada.

Llamaré aquí “platonismo”, más que “eleatismo” –de Platón conservamos 36 textos largos, de Parménides doscientos y pico versos– a esa actitud extraña que olvida qué era “aquello que había que explicar” para declarar más reales las explicaciones que dan cuenta de ello. Y digo que es muy extraño, extrañísimo: queremos explicar por qué hay tormentas, por ejemplo, así que el platonismo consiste en evitar las nubes o los rayos concretos, y preferir la explicación general acerca de la causa de las nubes y de los rayos. Una vez explicada la tormenta, ya no es precisa la tormenta. Podría no tener lugar ninguna tormenta más en la historia natural de la Tierra y seguiría siendo una verdad incontrovertible el funcionamiento de la humedad y la electricidad en suspensión aérea, por ejemplo. Tiene más realidad, más ser, la explicación que lo explicado: esto es el platonismo del que todavía vivimos, o del que vive mucha ciencia. ¿No es asombroso? Invertir el platonismo, como fue el lema de Nietzsche, no consiste en algo raro, al estilo de Deleuze o Foucault (que hablan de extravagancias tipo “el simulacro” y demás), consiste sencillamente en devolver estatus de realidad al fenómeno sobre el cual opera la filosofía, o sea, constatar que ocurren ciertas cosas, como hemos visto al principio, que el hombre interpreta quiera o no quiera, o en cuya interpretación consiste lo humano del hombre –todo lo demás que queráis señalar como típicamente humano o proviene de aquí o es compartido con el resto de los animales. La realidad antecede analíticamente hablando al discurso humano que pretende nombrarla, y pensar al contrario es una demencia total a la que nos hemos acostumbrado y a la que yo he denominado aquí platonismo, pero que en realidad es comúnmente conocida como “ciencia”6. Un señor es científico cuando le dice, por ejemplo, a sus alumnos, que la Ley de Ohm es real sin necesidad de traer ante sus ojos un circuito eléctrico. En las practicas ya entrarán los chicos algo tímidos a comprobar torpemente que eso que decía el profe en clase se cumple, bajo las condiciones impuestas por el profe, claro, pero eso es secundario, puesto que la Ley de Ohm subsiste por encima de los experimentos chapuceros que los chavales puedan hacer, ya que existe en un lugar superior que Platón llamaba kosmos noetós, los cristianos la Inteligencia Divina, Kant el plano trascendental y Popper el Tercer Mundo.

El monologismo es lo mismo que la Metafísica, esa convicción que hemos visto en Frege de que sólo un sistema de enunciados puede dar cuenta de la realidad, de tal manera que el resultado es que los enunciados terminan por hacer las veces de la realidad única (sigo con mi ejemplo: qué es una tormenta lo encontrarás en un manual de Metereología, no en mitad del Atlántico; millares de marineros han sufrido tormentas espantosas sin saber lo que eran…) Y una realidad, por cierto, que impone necesariamente el dualismo, puesto que como sigue habiendo mundo empírico, diverso y fluyente, este mundo no es como debería ser, el pobre. Sólo la tormenta del libro de Meteorología es como debiera ser, por eso es, mientras que la de George Clooney, aunque se diga “perfecta”, se sale de los parámetros, y por eso es menos o es distorsionadamente. Todo monologismo, toda Metafísica, es dualista, le guste o no. Tenemos el mundo de las verdades eternas, que aseguran una estabilidad de la referencia para nuestro lenguaje científico y también a veces político, y está el cenagal de la vida corriente, que se mueve entre apariencias e ilusiones que habrá que corregir por grado o por fuerza. Hasta el marxismo es una filosofía dualista, puesto que establece unas Leyes de la Historia (no comulgo con los lectores de Althusser) que debieran regir las transformaciones productivas y un mundo económico-político que se empeña obstinadamente en seguir su propio rumbo. Lo que hay nunca se corresponde con lo que debería haber, pero es que lo que hay es experimentable, y lo que debería haber sólo algo puramente lógico, enunciativo… Es un disparate colosal, pero que ha conquistado enteramente el globo terráqueo. Nos trasladamos en Airbus no porque apliquemos el método científico experimental, consistente en acumular observaciones de la naturaleza y tratar de deducir de ellas leyes generales. Eso ya lo hacía Aristóteles, que era un genio absoluto, y no inventó ni la bicicleta. Viajamos en Airbus precisamente porque en cierto momento decidimos dar la espalda a la phýsis, elaborar el modelo de cómo debiera ser a nuestro criterio y luego hacerlo encajar ahí le guste o no le guste. A eso le hemos llamado racionalidad científica, y nadie lo formuló mejor que Kant, el hombre que descubrió el truco: Notwendigkeit und strenge Allgemeinheit sind sichere Kennzeichen einer Erkenntis a priori, “La necesidad y la universalidad estricta son, por tanto, señales seguras de un conocimiento a priori”, CRP, Introducción II. El “a priori”, ni que decir tiene, es la mente humana concebida como motor de conocimiento y legislación racional. Ahora ya se comprende mejor, como se ve, el disparate, la demencia del platonismo: no es que los enunciados sean más reales que los hechos, es que los humanos hacemos que los hechos, indeterminados y mudos, que, efectivamente, jamás hablan por sí mismos, entren por el aro de la estructura de nuestro entendimiento –y sobre todo, de nuestra voluntad... Comprendo que aceptar que la ciencia es cuestión de reglas nuestras, humanas, si uno admira los logros de la ciencia, es duro. Yo también admiro tales logros como el primero, pero pienso que, aunque sin duda las reglas bajo las que se mueve la ciencia (o “las” ciencias, más bien), son enormemente más formalizadas y complejas que las del baloncesto, eso no quita para que igualmente sean jugadas por hombres reales en contextos reales de prácticas determinadas. En cambio, la visión de que la ciencia es sólo una y pura, metódica y en constante evolución, de manera que nos pone en contacto con un mundo virginal, adánico, al que sólo nos queda poner nombres como Adán se los puso a las entidades del Paraíso, es ciertamente pre-platónica, o, cuanto menos, pre-kantiana. Kant detonó lo que bautizó como el “giro copernicano” de la razón teórica, como hemos visto, y desde entonces no ha habido vuelta atrás, que yo sepa. El sujeto condiciona el objeto7, y dos siglos de avances y aplicaciones después pensamos que no lo hace conforme a conceptos trascendentales o a priori, sino, más allá de Kant, de acuerdo con juegos del lenguaje plurales. Un laboratorio está repleto de juegos del lenguaje, el instrumental mismo son reglas cosificadas. Cuando el experto sale del laboratorio, o del observatorio, o de dónde sea, nos dice que nos va contar una versión de los hechos al desnudo, como si él no tuviera la formación que tiene o su lugar de trabajo no contuviese la tecnología que contiene. ¿Y a eso lo llama la Verdad, la única Verdad (aún revisable, perfeccionable, etc.)? Otras formaciones académicas distintas y otras tecnologías distintas lo mismo darían lugar a cuentos distintos, válidos según sus reglas y en su campo, que es lo que pasó con las geometrías no-euclídeas. Sin embargo, yo defiendo que todos ellos recogen realidad, siempre y cuando aboquen a una praxis humana posible, es decir, si con ellos podemos crear bienes práctico-teóricos posibles. De nuevo, esa es la realidad actual: con la Física Relativista funcionan los GPS, mientras que gracias a la Mecánica Cuántica, que no tiene nada que ver con ella, que son como Oliver y Hardy, funciona la Fibra Óptica. A Frege le daría un soponcio, quizá todavía hoy también a un profesor de ciencias en su aula muy partidario de la Gran Unificación, pero me juego lo que sea a que a uno de sus alumnos esa fragmentación le va bien y lo encuentra todo estupendo. Tengo la impresión de que las nuevas generaciones ya han perdido del todo la fe Parmenídea-Fregeana. Sus profesores tratarán de inculcársela, muy tibiamente ya, pero a ellos les resbalará cada vez más. No entenderían la furia de erradicar a Euclides, si Lobacheski está bien pensado, o al revés, para ellos todo lo que tenga sentido8 y encima produzca mejoras tangibles será bienvenido. Presiento que hasta son permeables a la idea de que no hay ciencia universal y necesaria, sino una pluralidad de interpretaciones más o menos útiles –como son de ciencias, no deben temer que les llamen posmodernos o relativistas, ellos sencillamente lo ponen o lo pondrán en práctica y asunto concluido.