El secreto de los Incas

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El secreto de los Incas
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Espósito, Orlando

El secreto de los Incas : cuentos y relatos de los pueblos originarios de los Andes y la Patagonia / Orlando Espósito. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0600-9

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. 3. Relatos. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

A mis hijos, por serlo, por leer lo que escribo,

por estimularme siempre...

por perdonar mis ausencias

Agradecimientos

A mi amiga Susana Polak, por haberse sometido a la dura tarea que le tocó en suerte como lectora de prueba.

A Virginia Horne, por sus correcciones minuciosas y siempre pertinentes.

A mi compañera Cristina, por su constante apoyo, aliento y compren-

sión.

A Guillermo Espósito, por la foto de tapa (obtenida en la Ruta Nacional 23, cerca de la reserva mapuche Anekón Grande, en una travesía inolvidable por la provincia de Río Negro, Patagonia Argentina).

Nota

Los personajes, salvo con la dolorosa excepción de Rafael Nahuel, son producto de la imaginación. Por ello, nadie debe sentirse aludido.

Muchos crímenes sin explicación ni condena fueron cometidos a lo largo de los años. Resulta imposible nombrar a todas las víctimas.

En casi todos los casos, como ocurre con la muerte de Santiago Maldonado empujado al río helado por los represores, una maraña de ocultamientos y falsedades impide conocer la verdad. La justicia se levanta la venda con el dedo pulgar y mira con un solo ojo las indicaciones de los poderosos que la tienen comprada.

Orlando Esposito

e–mail: elsecretodelosincas2020@gmail.com

Pieles y raíces –como prólogo–

Mi piel es blanca como la de los conquistadores, escribo y hablo una de sus lenguas, vivo en una ciudad construida hace siglos sobre las tierras arrebatadas mediante el recurso de masacrar niños, mujeres y hombres, pacíficos, laboriosos, cada uno con su familia, su propia lengua y sus dioses. Y aun: con sus conflictos, sus rencillas y cuitas.

Las raíces de mi estirpe se hunden en las aguas del océano Atlántico; no en la tierra de América ni en el confín boreal habitado por los inuit, ni en la antípoda austral donde vivían los yámanas, los hombres que portaban el fuego en sus canoas de corteza de guindo.

El color de mi piel me mantuvo a salvo de vejámenes y despojos; actuó como escudo protector frente a gendarmes y jueces. Sé que poseo y disfruto por herencia de los derechos del conquistador. No mataron mi lengua, ni mis costumbres, no me separaron de mis hijos y mi compañera1, no me llevaron a París para exhibirme en una jaula2, no cortaron la cabeza de mis abuelos para ganar una libra3.

No sé ni puedo imaginar qué mundo rodea, qué cosas le ocurren al que tiene la piel roja, amarilla, cobriza o negra. No soy indio. No me persiguen los fiscales con citaciones que no puedo cumplir porque no tengo dinero para ir hasta el poblado y presentarme. No me exigen que concurra al juzgado una y otra vez sin motivo por no haber cumplido con la intimación anterior; que es así como logran acumular rebeldías y causas en mi contra que después sirven para justificar mi arresto y, tal vez, hasta un balazo por la espalda el día que se les ocurra venir a desalojarme.

Sí, mi piel es blanca. Y me pregunto si el mero paso de los siglos será suficiente para lavar de nuestras manos de piel blanca la culpa por tanta injusticia y saqueo.

El reloj de la historia siempre va hacia adelante, no invierte su marcha. No hay forma de dar vida a los que murieron, no es posible desandar lo andado hasta regresar las tierras a sus dueños. Acaso, lo único que esté a nuestro alcance –ahora– sea tratar a los pueblos originarios con el respeto que se debe a todo ser humano y que aprendamos a ponernos en la piel de los otros.

En Buenos Aires, Argentina. Marzo 2020

1 Julio A. Roca separó mujeres de varones. Dispuso traer las mujeres a Buenos Aires para que trabajaran como esclavas en las casas de la clase pudiente. Los hombres fueron llevados a minas, canteras, estancias, etc.

2 Maurice Maître raptó en la bahía San Felipe a toda una familia de once miembros de la etnia Selk´nam, a quienes llevó atados con cadenas para exponerlos en París en la Exposición Universal de 1889 en celebración del centenario de la revolución. Los presentó en jaulas como caníbales. Por la tarde los alimentaba con carne cruda de caballo mientras que los mantenía sin posibilidades de higiene para que tuvieran la apariencia de salvajes. De París fueron llevados a Berlín, donde los alojaron durante tres semanas en el recinto destinado a los avestruces. Solo volvieron seis.

3 A partir de 1880–1890, la sociedad compuesta por Mauricio Braun y José Menéndez fijó un precio por cada indígena asesinado: una libra esterlina por cada oreja de adulto y media libra por orejas de niños. Pero al ver vagando indígenas sin orejas comenzaron a pagar por cabezas, testículos y corazones.

Un poco de calor

Wisa, el machi4, llegó furioso porque Sami andaba por los cerros haciendo sonar el erke5 antes de que terminara el verano. Bajó de la cumbre y explicó que eso a la Pacha6 no le gustaba, que traería desgracia y que por su culpa cuando viniera el invierno los iba a tapar la nieve y la pasarían mal. Pero cuando ella le dijo esto a Sami, lo único que hizo fue encoger los hombros, embutir un cuero en la trompa para apagar el sonido y volvió a subir a las cumbres para seguir tocando a su antojo.

Así que Wisa regresó hecho una furia por esa desobediencia. Como él no estaba, nunca estaba, fue ella la que terminó recibiendo el reto. Alzando la voz el machi le dijo: No puede hacerlo sonar ahora, va a traer frío y hambre. Están pasando cosas muy malas y es preciso andarse con cuidado. Llegaron otros dioses al Tahuantinsuyu7 venidos del mar en grandes canoas, servidos por hombres con pelo en la cara que montan sobre animales extraños.

Cuando Sami vino a comer ella le pidió que terminara con eso y que devolviera el erke. No la escuchó. Quispe se lo había prestado para que practicara hasta que todos pudieran escucharlo desde lejos y supieran que era él, Sami, quien lo hacía sonar, y no iba a dejar de hacerlo por más que rabiara el viejo.

Unos días más tarde partió. La dejó cuidando el camino y los hijos. Lo vio marcharse bordeando el cerro hacia lo de Quispe, arriando los animales cargados de cueros. Pasaron dos lunas. El Llullaillaco largó humo y retumbó. Sopló el viento, trajo nubes, lluvia y después frío. El aire se aquietó, empezó a nevar y siguió sin parar hasta que todo quedó de blanco: todo menos el cielo, que tenía el color gris de las piedras y tapaba al sol.

Ella está sola y le habla a la montaña: Me dejó sin leña, sin comida, tarda en volver y todo lo que queda son unas papas, unos puñados de maíz y grasa de llama. Creyó que la suerte le iba a durar para siempre, pero llegó la desgracia. Se fue con calor y ahora vino este frío. Si no vuelve pronto vamos a morir los tres.

Y le susurra a los cerros: La pequeña Chami está mal. Apenas si se mueve. Duerme día y noche. Ya está aflojando, pobre mi niña. Achiq es más fuerte; como todo varón, aguanta más. Ayer comió un poco de papas con chicharrones. Chami ni las probó.

Mira el erke apoyado contra la pared. Piensa en usarlo para avivar el fuego y que entibie un poco la pieza. Aunque sabe que nadie la escucha habla a los hijos, a la montaña, a la nieve, reprocha a Sami el abandono: Le avisé que iba a nevar. Él miró las nubes, encogió los hombros, dijo que todavía era época de viento y que iba a estar pronto de regreso.

Sigue nevando. Hace tiempo que dejaron de pasar los chasquis por el camino. Echa en el fogón la última bosta de chivo que trajo del corral y el mango de la azada. Se acurrucan los tres bajo las mantas y pieles. El frío entra igual y Chami tiembla. Está caliente y tiembla. Se le escapa el calor del cuerpo. Arde.

La noche es larga, dura. El viento chifla, se filtra por entre las piedras, agita el humo, hace saltar chispas. No afloja, no amaina. Hurga por los rincones, busca. Busca a los niños y los sacude para desprender la carne, quiere llevarse las vidas.

Habla con el cóndor: Apenas quedan rescoldos, Sami estará muerto y nosotros pronto vamos a morir por culpa de esto. Se yergue y toma la caña del erke. Es larga y pesada. La levanta con los brazos abiertos y arrebatada, mientras brama un alarido la parte al medio de un golpazo contra el muslo. Grita y golpea una y otra vez rompiéndola en trozos que arroja sobre las brasas. Sopla para avivar la llama. Quiere acercar a Chami al fuego pero está fría, ya no tiembla. Los dos están quietos. Los tapa con lo que puede aunque comprende que están dormidos para siempre.

No sabe cómo prepararlos ni cómo devolverlos a la Pacha. Wisa sí que sabe, él sabría, sí, pero está lejos y no va a venir. Piensa que tiene que arroparlos y ponerles algo para que coman y no pasen hambre. Los envuelve con lo que tiene y canturrea como hacía antes cuando quería que se durmieran.

 

Está amaneciendo. Levanta a la hija; no pesa. La alza y la aprieta contra su cuerpo. La lleva fuera de la casa y la ubica mirando hacia donde sale el sol. Entra a buscar a Achiq. Lo pone al lado de su hermana. Ruega a Inti8 que les dé calor. Siente que están juntos, como tiene que ser. Ya no cae nieve. Les tapa los piecitos. A su lado coloca un cuenco con papas y otro con un puñado de maíz.

Se sienta junto a ellos. Todo está blanco. Abajo, lejos en la cañada, ve una mancha oscura que se mueve. Parecen animales grandes, enormes. Son muchos. Suben por el camino. El reflejo de un rayo de sol le hiere los ojos. Nunca antes había visto el relumbrar del acero.

En Quebrada de Humahuaca, Jujuy, Argentina. Enero 2012.

4 Voz quechua: hechicero, brujo.

5 Voz quechua: instrumento de viento hecho con cañas típico de la zona andina.

6 Voz quechua: Pachamama, madre tierra.

7 Voz quechua: imperio incaico.

8 Voz quechua: sol.

En nombre de Dios

“(…) salieron desprevenidos de sus casas y se nos acercaron sin armas, sin arcos ni flechas, en forma pacífica.”

Ulrico Schmidl

“Tomaban las criaturas de las tetas de las madres, por las piernas, y daban de cabeza con ellas en las peñas.”

Fray Bartolomé de las Casas

SAN LUIS – Lagunas de Huanacache9 – Época actual

Juan siente que su sangre quiere atravesar las paredes de las arterias, atravesar sus órganos y su piel porque la furia es tan enorme, tan gigante, que está próximo al holocausto de su cuerpo. Odia su nombre. Es Juan porque ya nadie sabe cómo podría haber sido nombrado en la lengua de su tierra.

Acaba de escuchar en la radio la noticia del asesinato de Cristian Ferreira, que no es Cristian y no es Ferreira, como él no es Juan ni es Sosa. Ocurrió en San Antonio, cerca de Monte Quemado, en Santiago del Estero. Lo mataron de un tiro de escopeta a quemarropa, cerca de su mujer y de su hijo de dos años.

SAN LUIS – Lagunas de Huanacache – 1572

Cada vez es más difícil agarrarlos. Pusieron centinelas y nos ven llegar desde lejos. Están avisados de que venimos y mucho antes de que lleguemos se retiran a las lagunas de más adentro, las que están detrás de los bañados. Leguas y leguas de barro y pajonales. Dejan las chozas y se van adonde no podemos alcanzarlos. Se llevan a las mujeres y los hijos y lo único que queda son los viejos que no valen un cobre.

El año pasado, entre el primero y el segundo viaje nos llevamos doscientos treinta. Pero ya no los tomamos por sorpresa, corrieron la voz y saben qué asuntos nos traen. Desde luego, también nosotros ganamos experiencia, creció nuestra astucia. Al primero de los caseríos lo bautizamos con el nombre de Puerto Alegre, ¡vaya nombre! El cura Felipe aprendió bastante la lengua de ellos, acristianó a todos y los hace trabajar para que construyan la capilla, que va lenta pero va. En esta partida somos cincuenta soldados, así que nos veremos obligados a capturar mayor cantidad para que quede un poco a cada uno a la hora de repartir.

A veces se les va la mano, al cura y al Moro, con el Árbol de los Suplicios y los azotes. Al curita le gusta el látigo casi tanto como las muchachas. Se nota en la sonrisa que se le escapa cuando toma la tralla y da vueltas y vueltas alrededor del desgraciado para hacerlo sufrir, para demorar lo más posible el golpe.

Tomaron la costumbre de dejarlos atados al sol para que se agusanen. Eso fue idea del Moro, seguro. Pero mucho no resulta porque las viejas le ponen un emplasto a las heridas y en un par de días están secas y cerradas; tan bueno es, que ahora lo usamos para curarnos en lugar del hierro al rojo.

No tendría que haber venido, tarde lo digo. Tragué el cebo del oro y vine a caer en este infierno. Oro y diamantes, mujeres con los pechos al aire y una vida tan fácil que iba a ser como dar un paseo por la ribera del Guadalquivir.

SANLÚCAR DE BARRAMEDA – 1570

Dijeron “oro” y ya estaba arriba del barco, con tal de salir de la cueva, cabeza hueca, como si no hubiera sabido que nadie había vuelto. ¡Y tantos que se habían ido! Chorlito apurado por salir, para venir a meterme en ésta, de la que no se sale así porque sí. Del presidio al navío lo mismo da, pensé, que los piojos de allá serían iguales que los de acá, y que por lo menos habría aire y sol y en poco tiempo, más corto que la condena que me habían endilgado, el regreso con la alforja repleta de maravedíes.

Ni un pie había puesto sobre la planchada y ya estaba sabiendo que era una pifia, otra de las mías, de esas en las que me meto sin que nadie me llame. Después, el viaje hasta Nombre de Dios. Cruzar al otro mar y torcer a Valparaíso entre malos días y malas noches, mala comida y poca bebida. Una pifia, una maldita pifia. Tragué el cebo del oro y salté a la cubierta de aquello que más que un galeón era una carraca comida por la carcoma, que chorreaba estopa y brea por los cuatro costados.

Mucho tiempo pasó mientras nos aprontábamos para la partida. Hablaban de que iba a ser una flota grande, de más de cien naves y más grande, más grande que cien naves era nuestro entusiasmo, el mío y el de los otros desgraciados como yo.

Al principio los días volaban ocupados en acomodar la carga en las bodegas, chapaleando en el agua acumulada en la sentina, en hombrear toneles, bolsas, cabos, cajas de municiones, siempre bajo el ojo de rapaz del contramaestre; y después, tragar un plato de guiso duro de grasa fría e ir a caer en los jergones.

Las pocas veces que podía acodarme en la borda me gustaba mirar el barullo en el puerto, las naves abarloadas de a dos y de a tres y amarradas a la orilla hasta donde se perdía la vista, la Torre del Oro que se alzaba imponente y las mil barcas, galeras y fustas que iban de uno a otro barco llevando bastimentos. El Guadalquivir hervía.

Habría querido bajar un día al puerto aunque no tuviera un cobre. Veía la gente moviéndose de aquí para allá, parecían hormigas. Lo curas de negro; las putas de colores. No se sabía de qué había más pero había de todo, para el cielo y para el infierno.

No zarpábamos; esperábamos, como siempre, los soldados esperan y esperan; que se acabe la marcha, que llegue la comida, que no llegue la batalla, que llegue la hora de dormir. No se me ocurrió escapar en ese momento. Las historias que contaban de tesoros y mujeres y presidiarios venidos gobernadores no me dejaron pensar.

Era como si estuvieran al alcance de la mano: pirámides de metales preciosos, rubíes, esmeraldas, y nosotros de a caballo, de armadura y espada, y librada la orden de entrar a saco. Si hasta el más miserable soñaba con un poco de gloria a pesar de estar hundidos allí, en esas bodegas hediondas, comidos por los piojos y dándole con un madero a las ratas para que no royeran las galletas.

MAR OCÉANO – 1570

Así estuvimos, de la cuarta al pértigo, casi dos meses hasta que zarpamos un día de agosto. Más de setenta naves con viento a la cuadra, soltando cada vez más vela a medida que nos alejábamos de la costa, temblando a cada crujido del maderamen, vomitando, rezando y maldiciendo.

En dos semanas cruzamos el Mar de las Yeguas y arribamos a Tenerife para repostar. Cargamos muchas provisiones, pero nuestro guiso no mejoró. Calor y calma chicha y trabajo, inútil la más de las veces, fregar y fregar la cubierta, estibar lo ya estibado para mantener ocupados a los ciento cincuenta hombres apurados por ir a buscar nuestro oro.

Otra vez partimos. Nos esperaba una larga singladura hasta Nombre de Dios. Íbamos a toda vela con brisa de popa y mar calmo. Un par de veces por día nos llamaban a formar en cubierta y no había mucho más que hacer. Disfrutaba del aire limpio, me gustaba el mar. Gozaba viendo a las marsopas, que nos seguían durante horas.

Yo era uno de los asignados a los perros; esto daba algunas ventajas. Cada uno tenía su alano10. Había que sacarlos de la jaula y pasearlos por cubierta con el collar de ahorque. Luego les dábamos de comer un bocado, que engullían en un santiamén. El que me tocó cuidar a mí era blanco manchado de negro, bestia pesada de ojos pardos inyectados en sangre, orejas cortadas al ras y enormes colmillos.

Tiempo después vi de lo que eran capaces ante un indio que huía o adoptaba una actitud agresiva. Bastaba azuzarlos con un grito para que se lanzaran a toda carrera. De un salto certero los atrapaban por una pierna o un brazo para voltearlos y después, directo al cuello arrancando carne y huesos con cada mordida. Enseguida dejaban al malherido y seguían persiguiendo a otros, de tal forma que quedaba un reguero de mutilados que se retorcían y gritaban, hasta que llegábamos nosotros con la espada para darles muerte o tomarlos prisioneros.

SAN LUIS – Lagunas de Huanacache – Época actual

Juan, que no es Juan, que no es Sosa, busca información para documentar la continuación del exterminio de los pueblos originarios. Recorta la noticia de la muerte en Laguna Blanca, Formosa, Roberto López, Sixto Gómez, Samuel Gancete, Mario López; Daniel Chocobar en Chuschagasta, Tucumán.

Archiva en una carpeta los recortes de los diarios: Roberto, Sixto, Pascuala, Samuel, Petrona, Mario, Daniel son apodos que vinieron en los barcos, son los que portaban los asesinos; nombres y apellidos como Amín y Gómez y Colón y Cortés y Pizarro y Balboa. Venían prendidos en las fauces de los perros carniceros. Son los nombres que llevaban los que violaban a las mujeres y las sometían a tortura y explotación. No son los que sabían poner a sus hijos las madres de los pueblos; son los nombres de los conquistadores.

NOMBRE DE DIOS – 1570

Arribamos a Panamá cuando apenas había asomado el sol. El alboroto era enorme. Muchos nos agrupábamos en la orilla, aburridos, buscando pasar el tiempo, gritando pullas y silbando cuando veíamos pasar las indias casi desnudas, jóvenes de piel morena y pelo bruno, dobladas por el peso de hatos de leña, canastos y otras cosas. Nos miraban de soslayo y se mantenían lejos.

A medida que desembarcábamos se sumaban a la formación los hombres que venían en otras naves. Poco después aparecieron un capitán y un alférez, ambos de a caballo, y nos dividieron de a treinta bajo las órdenes de un cabo. El que nos tocó a los perreros se apellidaba Loiza, pero le decían El Moro. Mientras estábamos alineados, nos fue mirando uno por uno. Se paró frente a mí y alzó las cejas: ¡Soldado perrero Juan García!, grité, como nos habían acostumbrado en el barco.

Hacia la media mañana El Moro mandó romper filas. Señaló unas barracas a la vera de las cuales había una treintena de mujeres y dijo algo que no alancé a escuchar porque se alzó un griterío. Vi que todos salían a la carrera, las tomaban por los brazos y, sin que intentaran ninguna resistencia las arrastraban hasta desaparecer con ellas a través de las puertas. Cuando ya no quedaba más ninguna disponible, al resto de nosotros, no nos quedó otra que formar una fila que reía y gritaba apurando a los de adentro.

El barullo siguió hasta pasado el mediodía, cuando fuimos llamados para la ranchada que si no, no sé cuánto habría durado. Hambre y hembra, cuando abundan, nunca se sabe cuál va primero ni acabar con cuál se quiere más.

La farra continuó el día entero. A medida que la soldadesca iba poniendo pie en tierra la fila se hacía más larga. El Moro se paseaba y reía sacando pecho, orgulloso de aquel recibimiento.

Caminar después de tantos días de mar requería adaptación. Hasta las bestias sufrían lo mismo, como si el cuerpo hubiera quedado acostumbrado al rolido y al dar cada paso uno tuviera que pisar con fuerza, golpeando el suelo, para mantener el equilibrio.

Después de la siesta, que disfrutamos tendidos bajo la sombra de los árboles, nos entregaron nuestras ropas de soldados. Un par de camisas blancas, un morrión, un cinto con espada y puñal, un jubón, un par de calzas rojas, unas sandalias y poco más. Indicaron la choza de adobe que iba a ser nuestra barraca. La última advertencia fue que responderíamos con nuestra propia vida por la de los perros.

 

Nombre de Dios era un infierno. Un claro abierto en medio de una selva, donde el barro humeaba por la evaporación de las lluvias intermitentes. Allí se alzaban chozas sin techo o con unas pocas hojas de banano o palma dispuestas para dar sombra. Los nativos caminaban despacio, las costillas marcadas bajo la piel, vestidos apenas con un taparrabos, la cabeza gacha. Acarreaban cargas, levantaban una choza o mantenían vivo el fuego de los hornos panaderos. Había cantidad de niños y mujeres, a cuál más sucio y desgreñado. También había muchos encadenados y encerrados en corrales de palo a pico. Estas miserias no eran otra cosa que un botón de muestra de lo que habría de venir.

Tanto movimiento y confusión mareaban. Los capitanes se paseaban a caballo dándose aires mientras nos observaban formar y practicar las órdenes gritadas por los cabos: callar y obedecer, siempre. Los arcabuceros aprendían a disparar, otros se daban mandobles con las espadas hasta que ya no podían sostenerlas; y nosotros, siempre con los mastines, ¿qué remedio?

Nuestro aprendizaje con los alanos era simple. Ocupábamos una cancha de barro, grande como de dos cuadras por lado. Repetíamos cuatro órdenes hasta el hartazgo. ¡Aquí!, ¡quieto!, ¡ataque! y ¡basta! Al principio, los manteníamos atados con largas sogas y collares de ahorque. Al terminar les dábamos un poco de carne como premio. En pocos días llegaron a obedecer de inmediato aun estando sueltos. Practicábamos con indios a los que obligábamos a mostrarse en diferentes actitudes, ya dóciles, ya agresivos. En estas pruebas, varias veces se nos fue de largo alguno de los canes dejando malherido a más de uno por sus dentelladas.

Había clérigos, también. Dirigían a un grupo que se ocupaba de levantar una iglesia. A modo provisorio, se alzaba un altar construido en medio de una explanada.

Estaba en mi tiempo de descanso, contemplando el lugar, cuando una niña morena salió de una choza corriendo y dando gritos. Atrás apareció un soldado con el torso desnudo; la pequeña tropezó, el otro la alcanzó y se la echó al hombro, todos rieron; un salvaje soltó unas bolsas que llevaba, se plantó y le hizo frente; era morrudo, fuerte. La chiquilina pataleaba y volvía a gritar. El soldado desenvainó el puñal mientras otros apresaron al retobado dándole golpes hasta ponerlo de rodillas.

Arrastraron al rebelde por el fango mientras lo zurraban. Lo que sucedía no importaba; nadie prestaba atención. Hacía ya rato que había comenzado el estruendo de los arcabuceros, que practicaban en un lote cercano. Varios esclavos cargaban unos carros con bultos, barriles y cajas que parecían de armamento, vigilados por uno armado con alabarda. Volvía a llover. Era un chubasco fuerte.

El hombre con la niña desapareció en la cabaña. Los que llevaban al indio lo amarraron a un poste ubicado a un costado del predio, en el linde con la selva. Había allí un círculo de palos iguales, de buen grosor, de un par de metros de alto. Caín estaba excitado: ladró, lo chisté y calló. De algún lado me llegó el aroma del trigo turco cocido; sentí hambre. Nadie hacía caso de nada. Llovía fuerte pero ninguno trataba de cubrirse. Todavía no habían terminado de atarlo cuando escampó. Lo molieron a golpes.

—¡Eh, tú –gritó uno–, échale el perrazo para que se lo coma! Hice como que no escuchaba y continué paseando a Caín.

Llamaron al rancho de la tarde. Marché a hacer la fila para recibir la galleta y mi porción de guiso, que desde que llegamos aquí viene con carne o pescado. Mi carácter siempre fue más bien torvo y no soy de hacer amigos, pero el viaje en la carraca y el trabajo con los canes habían generado cierta camaradería que nos mantenía juntos. Con el tiempo noté que tanto los indios como los otros soldados nos miraban con recelo y se apartaban para no pasar cerca de nosotros: los perrazos metían miedo. Nos sentamos a tragar la pitanza y holgazanear un rato. Al caer la noche, el calor aflojó y nos acomodamos lo mejor que pudimos en la choza. Pronto nos venció el sueño.

SAN LUIS – Lagunas de Huanacache – Época actual

Juan, que no es Juan, que tal vez sea Maulicao o Turcupillán, piensa mientras camina por el arenal. Sabe que su labor es solitaria. Es una trabajosa lucha contra un enemigo que borró los vestigios de la infamia. Debe enfrentar imágenes, palabras, arquetipos; la madre patria, la conquista, la colonización, las misiones, la santa iglesia católica.

Lleva tres años dedicado a estudiar derecho para defender a su pueblo con las leyes de los blancos. Cuanto más estudia, más vacila. La justicia no es más que otra forma de dominio.

Arrasaron un mundo y ahora brillan los bronces de las estatuas, las plazas llevan sus nombres. Más de doscientos mil kilos de oro y diecisiete millones de kilos de plata en el primer siglo y medio; a cambio, muerte y desolación.

Pero eso no es lo que importa; Juan sabe que lo que arrebataron es más valioso que esas toneladas de metal, más valioso que la vida misma. Habla un idioma, canta un himno, reza a un dios y jura una bandera que no son los suyos. Piensa en los sesenta millones de muertos. En el despojo y en el lento exterminio que continúa a manos de los hijos de la España ladrona, depredadora y asesina. La “madre patria”.

NOMBRE DE DIOS – 1570

El Moro nos despertó al alba y mandó que buscáramos nuestra ración de pan. Mientras esperaba mi turno miré hacia el círculo de palos donde habían amarrado al salvaje la noche anterior y vi que había dos más que parecían haber sido tratados con igual dureza. A cierta distancia delante de ellos habían dispuesto cantidad de leña en varias pilas a las que estaban dando fuego.

Pronto aprendí que este era el trato que tocaba a los retobados. La fogata se encendía a una buena distancia para que se cocieran despacio. Al principio, por un par de horas permanecían callados o gemían y se retorcían. Después, gritaban un día entero hasta que se desmayaban. Luego se ponían cada vez más oscuros, se resumían y se les iba resecando el cuero hasta que reventaban. El Moro prefería otro modo: los colgaba de pies y manos entre dos palos y les hacía debajo un fuego lento como cuando se cuece un cerdo. Siempre me ubicaba a barlovento de las fogatas para no sentir el olor dulzón de la carne quemada que causaba náuseas.

El tañido de una campana llamó a misa. Después del oficio comenzaron con las prácticas del tercio. Éramos la ralea de los ejércitos del reino y ni sostener la pica podíamos. Casi todos éramos buenos para la navaja en tabernas y callejones, pero poco más; esto era otra cosa. El Moro nos hacía trabajar horas enteras con la espada y el puñal y luego, por la tarde, cada uno con su arma de regla, allá los piqueros, sobre el borde de la selva los arcabuceros, y nosotros en la cancha de barro.

Pasamos días así. Callar y obedecer… y huir de la mirada de El Moro. Cualquier india que anduviera suelta podía ser tomada por uno o por diez pero había que cuidarse de algunas que eran las preferidas de los jefes. Las reconocíamos porque llevaban vestidos y no hacían trabajos brutos. A un tal Ponce lo encontraron pasándose de listo con una que era de un capitán y ahí nomás los colgaron a ambos por el pescuezo hasta que quedaron duros.

También nos enseñaban a avanzar manteniendo el orden. A la cabeza iban seis jinetes con sus picas, seguíamos nosotros con los perros, más atrás el estandarte, luego la tropa de piqueros que sumaba hasta doscientos hombres flanqueados por los arcabuceros y, a la retaguardia, otros treinta de a caballo. Ejercitábamos durante horas por el Camino Real, con sol y con lluvia. La noche nos tomaba esperando el guiso y la hogaza y, cuando el capitán estaba de buenas, cosa rara, un medio cuartillo de vino.

NUESTRA SEÑORA DE LA ASUNCIÓN

DE PANAMÁ – 1570

Todos habíamos oído hablar del Mar del Sur. Sabíamos que debíamos llegar a sus costas y embarcar hacia El Callao y Valparaíso. Mientras seguía nuestra preparación para la guerra veíamos cómo cargaban unos carretones con bastimento y armas en grandes cantidades. Alguien dijo que estábamos a punto de partir para el puerto en el otro Poniente.

Una mañana partimos dos tercios completos, una veintena de carretas y gran cantidad de jinetes, unos setenta entre capitanes, alféreces con sus estandartes y cuatro clérigos. Que donde va la espada no puede faltar la cruz.

El Camino Real era una picada practicada en la selva. No sentí pena alguna al dejar Nombre de Dios, lugar horrendo, tenebroso, que reaparece en mis noches de malos sueños.

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