Abre los ojos

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Abre los ojos
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Samburgo, Natalia S.

Abre los ojos / Natalia S. Samburgo. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0895-9

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Diseño de portada: María de los Ángeles Celi

Texto de sinopsis: Morena Barrasa

natysamburgo@gmail.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Para ellas,

los ángeles caídos de los noventa,

que quedarán para siempre sin justicia.

Prólogo

San Rafael, Mendoza, Argentina. Diciembre de 1996.

Dejó a sus amigas en la fiesta. Ella ya no quería estar allí. Pidió su campera de jean a la señora que atendía el guardarropa, entregando el papel arrugado con el número que identifica la percha en donde estaba colgada.

Salió a la oscura noche. Eran pasadas las 4:00. Una brisa cálida le acarició la piel y decidió no ponerse el abrigo. La camisa verde agua con flores rojas y amarillas era suficiente para el recorrido hasta su casa. La pollera de gasa blanca terminaba el conjunto, además de la carterita que llevaba en bandolera donde guardaba las llaves y los pañuelos.

Dejó atrás la música estruendosa y el olor a alcohol de sus amigas. Camila ya estaba pasada de tragos y se había quedado transando con un pelilargo que parecía comérsela. Denise, en cambio, bailaba solitaria en medio de la pista, esperando que le hiciera efecto la pastilla de éxtasis que le había entregado el dealer del lugar. El boliche se alquilaba para fiestas de egresados. Esta vez eran cinco colegios los que festejaban, que sumados a los que frecuentaban el boliche, habían superado la capacidad permitida. El humo de cigarrillos y otras sustancias dibujaban una nube que envolvía a los invitados y los dejaba sumidos en la penumbra, solo alterada por las luces de colores intermitentes de la bola giratoria.

Mientras caminaba, se olió el cabello y frunció la nariz en una mueca de disgusto por el olor que se le había impregnado. Imaginó el baño que iba a darse antes de acostarse. No toleraba que la suavidad de la funda de la almohada quedara salpicada por un olor tan nauseabundo, como el del cigarrillo.

En las afueras del boliche, se distinguían muchos grupos de adolescentes que bebían y reían en charlas amenas. En la otra esquina, una barra de chicos se enfrentaba en una contienda, donde se visualizaba a dos de ellos lanzar trompadas al aire. No se preocupó, ella iba en otra dirección.

Siguió el camino más corto hasta su casa, aunque debía atravesar la plaza y la oscuridad que la acechaba. Trató de avanzar por el sendero más conocido. El ruido del crujido de las hojas secas no le gustó. Hubiese preferido un caminar silencioso para poder estar alerta a otros sonidos.

Escuchó risas y volteó para saber si divisaba a las personas cercanas. Pero no vio nada. Supuso que estarían yendo hacia el boliche. Siguió presurosa, odiando el ruido de sus pasos, que le impedían distinguir si los sonidos se acercaban o se alejaban. Se internó entre los árboles del parque, sabiendo por dónde encontrar el camino más seguro. La visión se estaba dificultando sin la llegada de la luz de la calle. Trató de ir pegada a los arbustos, porque en ese punto estaba caminando a ciegas. Oyó risotadas más fuertes y luego, su nombre:

—Soledad.

—Soledad…

La llamaban dos voces distintas. Pensó que serían amigos que la vieron irse del boliche. Se frenó y miró hacia atrás. Divisó unas siluetas, pero no los reconoció. Al fin, los tuvo a tres metros y corroboró que conocía, al menos, a uno de ellos. Era el hermano de su amiga Camila. No le gustó cómo la miraba. En la oscuridad de la noche, pudo distinguir su iris verde mirándola fijamente. Un escalofrío la recorrió y supo, como una película mental, que había llegado el final.

El mayor alcance de la injusticia

es ser considerada justa

cuando no lo es.

Platón

Capítulo I

San Rafael, Mendoza, Argentina. Julio de 2018.

Abrió los ojos. Nuevamente sintió esa angustia. Ya no soportaba despertar. El brazo izquierdo dolía igual o más que antes de haberse quedado dormido. No quería mirar, pero reincidió. Debió apartar la vista cuando sobrevino la arcada. Se podía observar el hueso y la carne marrón, ya no era roja ni caía sangre. Los gusanos arrasaban con todo y no toleraba mirar y verlos en movimiento. Anhelaba volver a dormirse y no despertar jamás.

Como todas las mañanas, se abrió la puerta. Deberían ser las 7:00 u 8:00, ya no sabía bien ni la hora ni los días que habían transcurrido. Advirtió el chillido de las bisagras desde esa pose incómoda en la que se hallaba atrapado: colgado de las axilas por unas cadenas, con los brazos en cruz y apenas la punta de los pies apoyadas. Tenía la imagen grabada de esa pared descascarada a la cual veía de frente. Las primeras noches trató de girarse para ver qué había más allá, pero nunca lo logró. Había llegado a avistar el techo lleno de humedad y telas de arañas. Con lo poco que podía tocar del piso, notaba que era áspero, como si fuera solo de cemento. Percibió los pasos cansados de siempre, arrastrando, como si llevara algo pesado. El cuerpo se le tensó como cada vez que los oía ante la anticipación de lo que estaba por ocurrir. Cerró los ojos con fuerza al mismo tiempo que el puño de su brazo sano. Ya estaba sintiendo el calor que lo atravesaría y, sin embargo, la sangre se le heló. Sintió la repetida presencia a su espalda. Jamás le había visto la cara. Le era imposible dilucidar si era hombre o mujer. No sentía el aroma de un perfume ni su respiración. El único olor que rodeaba el lugar era a humedad. Se había convertido en un fantasma que aparecía dos o tres veces por día y allí lo dejaba. Escuchó cuando la vasija fue apoyada en el piso y sus hombros se tensaron aún más, estaba por llegar el momento; apretó las mandíbulas y esperó. Un grito áspero salió de su garganta al sentir el agua hirviendo sobre su brazo herido. Los gusanos caían al suelo junto con el agua, y la carne ardía y se deshacía en tiras. Se desmayó. Como siempre.

***

San Rafael, Mendoza, Argentina. Agosto de 2018.

—¿Qué “acelga”, Polla?

—Una vez más que me llames “Polla” aquí en el trabajo y te desheredo como amigo —contestó Iván enojado.

—¿Y qué culpa tengo yo de que tu apellido sea tan largo y difícil? Po - llas - tre - lli. ¡Dejate de joder! —bromeó Jacinto, mirando hacia arriba, por la diferencia de altura que había entre ellos.

—¡Terminala! Estoy trabajando y me distraés. ¿Qué averiguaste del tipo desaparecido? —consultó Iván, peinando su pelo lacio y oscuro con los dedos.

—No traigo buenas noticias. Me acaba de llamar la jefa, y parece que desapareció otro hombre. Por ahora, no hay nada que asocie los dos casos, pero son de la misma ciudad y tienen la misma edad —informó Jacinto a su compañero.

—¿Nombre?

—Sebastián D´Angelo.

—O sea, que en dos meses, tenemos a Emilio Guimarey y a Sebastián D´Angelo desaparecidos. Ambos hombres, de la misma ciudad y de cuarenta y dos años. ¿Algún otro dato? —se interesó Iván.

—La jefa quiere vernos en su oficina, al parecer está bastante enojada, dice que no puede ser posible que, en casi dos meses, aún no tengamos una pista del otro hombre, quiere que nos pongamos a investigar de inmediato.

A Iván le dolía la cabeza. Su humor no era de los mejores, y este nuevo caso traería serias consecuencias si no hallaban más indicios pronto. No era un pueblo muy habitado, todos se conocían, y no iba a admitirse seguir a la deriva con la información por mucho tiempo. Se sentó en su silla destartalada de escritorio, y se oyó el ruido de siempre: los engranajes oxidados. Abrió el cajón, revolvió entre los papeles que había dentro y sacó su blíster de Ibuprofeno e ingirió mil doscientos miligramos. Él intuía que ese dolor no iba a ceder, pero tomó el analgésico de todas formas.

Jacinto se retiró sin decir una sola palabra y se dirigió a su oficina en la sala contigua, donde había cinco mesas más y papeles por todas partes. Lo mejor que podía hacer, sabiendo que a su compañero le dolía la cabeza cuando se preocupaba, era dejarlo solo. Lo conocía bien. Era su amigo desde el jardín de infantes. Fueron a colegios distintos en la primaria, pero se reencontraron en la secundaria y, desde allí, eran inseparables, al punto de elegir el mismo oficio: investigación. Ya hacía seis años que trabajaban juntos, luego de haber pasado por distintos puestos. El ingenio de Jacinto y la intuición y el olfato de Iván los llevaron a trabajar en dupla, desentrañando cuanto caso se les asignaba. Pero esta investigación se estaba complicando más de la cuenta.

Ambos tendrían que enfrentarse, ahora, a un nuevo desaparecido y estudiar la cercanía con el caso anterior. ¿Tendrían algo que ver? Este segundo caso, ¿complicaría las cosas o las despejaría para resolverlas?

 

***

“Inhalo y exhalo, inhalo y exhalo…” así se levantaba cada mañana, así respiraba antes de cada comida, así pensaba antes de ducharse, una y otra vez. Inhalar y exhalar de manera consciente: ese ejercicio de respiración le hacía mantener el orden en su mente y cuerpo. Lo había aprendido en las clases de yoga que su tía le obligó a practicar tiempo atrás. Lo único bueno de esa rutina era haber aprendido a respirar, lo demás… basura.

Hizo fuerza con sus brazos para levantarse de la cama. Le costaba horrores hacerlo. Le dolía cada centímetro de su cuerpo al despertar. A medida que la mañana transcurría y comenzaba con sus actividades cotidianas, el malestar cedía, y el odio se apoderaba de su interior, y lograba tener una fuerza de la que no se creía capaz. Su metro sesenta y siete semejaba casi siete centímetros menos por la curvatura de su espalda y por su pierna derecha torcida hacia afuera. Odiaba su pierna lastimada, era una carga no poder moverla de forma adecuada, le hacía más lento el caminar o subir una escalera, ni hablar de cualquier actividad que le requería de sus dos piernas. Se cepilló los dientes sin pasta dental, como lo había tomado de costumbre, se peinó con pasadas lentas, pero a la vez fuertes y sin consideración del cabello anudado. Siempre hacía lo mismo, se cepillaba como castigándose, por lo que los mechones caían o quedaban en el cepillo esperando a ser limpiados y tirados a la basura. Hecho que nunca ocurría. El pelo allí quedaba, y le gustaba mirarlo desprendido de su cuero cabelludo. Sentía placer de verlos sobresaliendo del accesorio de peinar y, luego, se tocaba la cabeza, allí donde le había quedado sensible a causa del tirón. Lo apoyaba con lentitud premeditada en la mesada para, luego, atarse el pelo en un rodete tirante, sin que ni uno solo quedara fuera de su lugar. La habilidad para hacerlo la había adquirido en sus épocas de aprendiz de danza, a la que había asistido desde los siete hasta los quince años. Después, todo se truncó y lo que prometía ser un futuro alentador de viajar a Buenos Aires para aplicar como alumna del Teatro Colón, murió. Al igual que su alma y sus ganas de vivir y su amor por las personas y su pasión por la danza y su anhelo de estudiar inglés y su cariño por sus familiares más cercanos… todo desapareció y quedó solo un despojo de ser humano capaz de seguir respirando, porque es un mecanismo automático. Su mente nunca más fue capaz de discernir entre el bien y el mal, entre lo claro y lo oscuro, entre lo lindo y lo feo, entre el amor y el odio. Indiferencia, sí, esa era la palabra: indiferencia a la vida misma y a los habitantes del planeta, excepto a cuatro seres que lo habitaban. Ellos no le eran indiferentes.

***

Victoria del Campo cayó sobre su asiento de cuero negro, fatigada. Acababan de comunicarle que hacía treinta y seis horas que un hombre de cuarenta y dos años había desaparecido. El resumen indicaba que se lo había visto, por última vez, en la vereda de su casa, yendo en dirección a la calle Los Franceses y que, luego, lo vieron doblar la esquina. Eso indicaron dos adolescentes que tomaban cerveza en un bar próximo, como todas las tardes, y que eran vecinos del barrio. La esposa del desaparecido señalaba que no tenía idea a dónde había ido y que lo último que le dijo es “ya vuelvo”. La señora juró que no habían discutido ni que sospechaba nada raro de su marido, que era una excelente persona, padre, vecino y compañero.

La fiscal, con cierto desgano, se comunicó con uno de sus ayudantes para ponerlo al tanto del caso. En su fuero íntimo sospechaba que esto tenía que ver con la desaparición de Guimarey, poco más de un mes atrás, pero nada indicaba que fuera así. Se lo comunicó a Jacinto, que quedó en avisarle a su compañero e ir lo antes posible a verla para decidir si dar comienzo a la investigación o esperar más tiempo. Victoria sospechaba que el desaparecido correría la misma suerte que el primero e iba a ser difícil encontrarlos. De Guimarey solo sabían que, desde el colegio donde daba clases, se había marchado en su Volkswagen Gol gris y nunca llegó a su departamento, en el cual vivía solo con su mascota, un gato blanco y amarillo, peludo, gordo y extremadamente arisco. La sospecha de que algo pasaba fue advertida por unos vecinos que oían maullar al felino y que sentían mal olor por las heces del animal. Se determinó que la fecha de desaparición había sido el 3 de julio, cuando se lo vio salir de la Escuela de Educación Técnica N.° 4-117 - Ejército de los Andes a las 13:45. Se buscó en hospitales, denuncias de accidentes de tránsito, terminales de ómnibus, hasta que se halló el automóvil en el estacionamiento de un supermercado, al cual nunca ingresó, según las cámaras de seguridad del establecimiento.

Ahora se enfrentaban a un nuevo caso, al parecer más complicado, dado que no había ninguna pista que seguir, salvo que se lo vio doblar a la derecha. Nada más. Por esas calles no había cámaras de seguridad, eran muy poco transitadas, y era un horario de poco movimiento, alrededor de las cuatro de la tarde de un sábado.

Victoria cayó en la cuenta de que estaba apretando las mandíbulas y trató de relajarlas, pero segundos más tarde, las presionaba de nuevo. Sentía las axilas sudadas bajo la camisa rosa y no se atrevió a oler. Estaba nerviosa. Algo no cuadraba o encajaba demasiado. Alejó el pensamiento, no podía tener relación una desaparición con la otra y, menos aún, por el motivo que vino a su mente. Era prematuro hacer conjeturas, todavía Sebastián D´Angelo podía aparecer y ser todo este asunto una suerte de chiste de mal gusto.

Tuvo necesidad de llamar a su madre, quien contestó al tercer timbre. Sara, imperturbable como de costumbre, le reprochó el extenso tiempo que hacía que no la llamaba ni la visitaba. Como solía hacer, Victoria se escudó en el exceso de trabajo. Le preguntó por su hermano enfermo, y su madre manifestó lo de siempre:

—Ni un pestañeo, respira porque lo obligamos.

Cortó la comunicación, luego de despedirse y prometer a su madre que pronto la visitaría. Ni un comentario sobre su padre. Victoria no preguntaba, y Sara ya sabía que no debía mencionarlo. El exjuez no quería tener relación con su hija mayor ni ella quería estar cerca de él. Se odiaban y se culpaban por las desgracias que había padecido su hermano. La madre nada hacía para mejorar la relación entre ambos, solo se dedicaba a llorar por un hijo que jamás volvería a hablar, moverse o siquiera abrir los ojos.

Se removió sobre el respaldo de su lujoso sillón y ya no toleró la transpiración. Tomó fuerzas para levantarse y dirigirse al tocador para asearse y ponerse una camisa limpia. Tenía varias en un armario, ya que estos altercados hormonales eran normales en ella, para lo cual ya había intentado de todo por controlarlo: desodorantes nacionales e importados, pastillas anticonceptivas, remedios caseros, homeopáticos y medicinales, reiki, yoga, hojas de plantas. Pero nada había logrado controlar la cantidad que sudaba cuando se ponía nerviosa debido a sus obligaciones, lo que sucedía la mayor parte del tiempo.

Oyó voces en el pasillo fuera de su oficina y supo que sus asistentes habían llegado. Se apresuró a abrocharse los botones y se perfumó para tratar de gustarle más. Se acomodó la raya al costado, se apartó el flequillo y se remarcó el lápiz labial. Le dolían los pies, pero de ninguna manera iba a quitarse los tacos altos que la hacían sentir más importante. Ya lo era con el puesto de fiscal, pero ella pretendía sorprender a su empleado, a nadie más. Salió del toilette, y los encontró sentados y dispuestos a conversar con ella. Jacinto se echaba despatarrado en el sillón, rompiendo con la armonía de la oficina impecable. Iván, en cambio, desentonaba con su compañero por su postura recta, por lo hermoso y musculoso, y por el cabello lacio que caía libremente. La camisa se le ajustaba a los brazos, y los botones pugnaban por desprenderse y dejar a la vista el torso velludo. Lo vio levantar la vista y fijarla en los pechos de ella. Victoria se sonrojó y triunfante sintió alegría por dentro, pero no lo expresó.

—Jefa, le falta abrocharse un botón. No querrá que los hombres de allí afuera babeen por sus tetas —dijo Iván desprovisto de cualquier tipo de deseo, totalmente ajeno a lo que Victoria había pensado de forma errónea.

—Pollastrelli, siempre tan atento a esta zona de mi cuerpo —respondió, haciéndose la graciosa para ocultar la desilusión al darse cuenta de que él no la miraba con lujuria.

Jacinto se dio vuelta justo cuando ella se abotonaba con sus dedos largos y sus uñas bien pintadas. Soltó un silbido que fue reprimido ante la mueca de disgusto de su jefa. Victoria se dispuso a sentarse en su sillón, pero prefirió quedarse parada detrás de él, con los antebrazos apoyados en el respaldo. En esa posición se sentía más poderosa y podía detectar todos los movimientos de sus investigadores.

—¿A quién buscamos? —rompió el mutismo Iván.

—Sebastián D´Angelo fue visto, por última vez, por su mujer y por unos muchachos vecinos el sábado alrededor de las cuatro de la tarde y nada más se supo de él. Cuarenta y dos años, casado, dos hijos menores, carpintero, perfil bajo. Es lo único que tenemos. Nada sorprendente, nada alarmante, nada sospechoso. —Victoria comenzó a sudar, no lo podía evitar. Sabía que estaba mintiendo, y su cuerpo se lo demostraba. Realmente sí tenía dudas sobre algo sospechoso, sin embargo, aún no lo iba a dar a conocer.

—Cuando le comenté a Polla del nuevo ca… —Jacinto no pudo terminar la frase ante la patada de su amigo— le conté a Iván del nuevo caso, solo dijimos que coincide con el otro en que tienen la misma edad. Necesitamos saber si estos dos tipos se conocían.

—Estos dos “hombres” —remarcó la fiscal— pareciera que no tienen nada en común, pero eso deben averiguarlo ustedes, para eso están. Quiero un informe detallado de todo lo que puedan sonsacarle a la mujer y a los vecinos, si es que recuerdan algo más allá de la borrachera que tenían a las cuatro de la tarde. Necesito que recreen cuáles fueron sus últimos movimientos y que hagan un rastreo de las casas y negocios que hay desde la esquina donde dobló hasta diez cuadras y las intersecciones.

—Es como buscar una aguja en un pajar —reaccionó Iván.

—Para eso están preparados ustedes, ¿o no? —lo provocó.

—Vamos Po, Iván. Vamos —lo urgió Jacinto antes de que la guerra de egos explotara en aquella oficina.

Ya fuera de la fiscalía, subieron al auto. El Senda rojo de Pollastrelli salió arando sobre el asfalto y se dirigieron hacia aquella esquina, donde se lo había visto por última vez a D´Angelo.

—¿Por qué te pone tan nervioso la jefa?

—Porque es una buscona. Se me insinúa todo el tiempo y me saca de quicio —respondió Iván, apretando el volante al evocar las veces que Victoria se le acercaba y aprovechaba para tocarle los brazos o lo rozaba en los glúteos.

—¿Y por qué no te la cogés y listo? —preguntó Jacinto como si esa sugerencia fuera lo más natural del mundo.

—Uno: porque no me gusta; dos: porque es mi jefa; tres: porque no tengo ganas.

—¿Hace cuánto que no cogés, Polla? ¡No me mires así! Sos raro ehhh, tenés a todas las minas rendidas a tus pies y vos nada. La jefa está que se parte, se te insinúa todo el tiempo y está más caliente que una cabra, y vos…

—Justamente, no quiero amoríos ni exigencias ni reclamos ni nada. Con Andrea, ya me bastó y me sobró y guardé para el recuerdo. —Iván se refería a su única novia oficial que, a causa de los celos, lo perseguía, lo insultaba, se le aparecía en la oficina y hasta llegó a dejarlo encerrado en su departamento para que no asistiera a una fiesta de fin de año con amigos.

Llegaron a la esquina de Corrientes y Los Franceses, ubicaron la casa a una cuadra y media y establecieron que había doblado a la derecha por Los Franceses. Continuaron por esa calle con atención, observando las casas y los pocos negocios: una panadería, una mercería, dos cuadras más adelante, una verdulería, una santería al lado de la iglesia y, en varias cuadras más allá, un supermercado chino, una ferretería, otra verdulería y un kiosco. Poco, muy poco para detectar algo raro. Ningún taller mecánico, solo un baldío que decidieron estudiar. Bajaron del auto y rastrearon el lugar. Solo había pasto seco, escombros, basura acumulada y bolsas. Nada sospechoso: ni manchas de sangre o vidrios rotos, ni restos de ropa ni de documentos. Nada. Regresaron al vehículo y siguieron atentos a los movimientos de la poca gente que transitaba esa calle. Ni perros había. Observaban hacia los costados sin hablar, sin hacer comentarios, el mutismo del habitáculo era absoluto. Así solían trabajar los amigos, incluso Jacinto que era el más ruidoso hasta cuando respiraba. Giraron en U en la esquina de la décima cuadra y retomaron por la misma calle, pero ahora cada uno miraba hacia las veredas que antes había estudiado su compañero. Nada. Una frenada brusca, aunque leve, porque iban a muy baja velocidad, los sobresaltó de igual manera. Un gato se cruzó delante del auto, huía espantado de un lugar cercano a la iglesia. Esperaron a que algo saliera detrás del animal, algún perro, otro gato o un hombre o mujer ahuyentándolo, pero nada ocurrió. Esperaron cinco minutos allí quietos, y nadie salió a la calle. El gato no volvió a aparecer, y ningún auto se presentó ni de frente, ni por detrás. Por sus mentes rondaron los mismos pensamientos: “¿Vivía alguien en ese barrio?”. El horario no ayudaba, porque era la hora de la siesta, pero el silencio sepulcral que invadía un día tan soleado no se condecía con el movimiento que habían visto de camino hacia aquel lugar. ¿Tanto podía cambiar un barrio de calle a calle? Decidieron regresar a la fiscalía para recabar más información y resumir todo lo que habían visto. Regresarían pasadas las 18:00 para ver si encontraban movimiento o gente a la que pudieran entrevistar. Si había fieles que asistían a la iglesia, seguramente, hallarían el camino por donde comenzar la investigación.

 

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