La luz de Saint Etiel

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La luz de Saint Etiel
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© Muriel V. Baldrich

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 9788418064852

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

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Muriel V. Baldrich es licenciada en Psicología por la Universidad de Barcelona, experta en Psicología de Emergencias y Catástrofes y certificada en Gestión del Transporte Sanitario por la Universidad Rey Juan Carlos. Atraída desde siempre por el arte en sus múltiples expresiones, en la actualidad compagina su trabajo como responsable de Calidad y RRHH en el sector privado del Transporte Sanitario con su entusiasmo por la narrativa de intriga y misterio que ahora plasma como autora en su primera novela.

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La brújula solo me marca una dirección: mi familia.

Capítulo 1:

Sapere aude

En el centro de la plaza del campus, de pie, inánime, con los ojos cerrados y la cabeza ligeramente elevada hacia el sol. Sicodélicas figuras iridiscentes cabriolaban por mis párpados al ritmo de los versos de Linkin Park:

The cycle repeated

As explosions broke in the sky.

All that I needed

Was the one thing I couldn’t find.

Permanecía en ese estado, medio suspendido, sin importarme nada más. Deseaba que ese momento perdurase.

—¡Danae! ¡Danae! ¿Qué haces? —gritó Vanesa mientras tiraba de uno de mis auriculares para que la oyera. Me inspeccionaba tras los cristales de sus gafas de pasta negra. En combinación con su rostro pecoso y rojizo pelo en bucles, tenía un aire intelectual.

—¡Ay! Estaba tomando el sol —respondí medio aturdida y volviendo a conectar con el mundo que me envolvía.

—¿Aquí? ¿En medio de la nada?

Mis pobres argumentos no parecían convencer a una perspicaz Vanesa que se había dado cuenta de mi estado ausente.

—En fin… ¿has visto ya las notas? —prosiguió.

—Sí —contesté como si no supiera cuál era la respuesta correcta.

—¡Debes estar eufórica! ¡Has sacado la mejor puntuación global! Vamos a celebrarlo con los demás. Nos están esperando. —Tiró de mi brazo y el resto del cuerpo lo siguió.

Mientras caminábamos, pensaba en las largas noches de estudio, los intensivos en fin de semana y la peregrinación constante a la biblioteca. Hasta el momento, no había sido demasiado sacrificio. Escoger la licenciatura fue una decisión importante. Disfrutaba de la idea de adoptar el enfoque especial que me daba la filosofía. Un punto de inflexión que consiguió evadirme de algunos demonios internos.

Sin embargo, a pocos días de empezar el segundo semestre, algo había cambiado. Ya no sentía ningún apego hacia la filosofía. Se había desvanecido la ilusión, y eso que era el primer año. Tenía una desmotivación fuera de lo común. La sensación de vacío se había convertido en mi compañera desde hacía varios días y solo quería alejarme de todo.

Al llegar a la cafetería, una sombra fugaz entre los árboles me hizo voltear. Inspeccioné sin éxito. Mi mirada vagabundeó unos segundos más por los quietos jardines de la Universidad. Las flores, las plantas aromáticas, me encantaban desde siempre. Ellas habían sido objeto de estudio de pensadores presocráticos y filósofos naturistas en sus tratados de herbología. Sin embargo, hoy todo me parecía anodino. Desde luego, algo en mí estaba metamorfoseándose. O más bien se necrosaba.

—¡Por fin llegaron! —exclamó efusivamente Javier rodeándonos con sus brazos por el cuello.

—Felicidades, Danae. ¡Veo que te has propuesto ridiculizarnos a todos! —dijo Thomas.

—¡Vamos, panda de ignorantes! ¡Cómo si fuera tan difícil superaros! —cortó simpáticamente, Ava.

—Gracias. No es para tanto —noté que el rubor emergía en mis mejillas contra mi voluntad.

Era amiga de Vanesa desde el instituto y juntas planeamos estudiar filosofía. A los demás los conocí el primer día de clases, cuando estábamos perdidos como cachorros callejeros. Desde aquel momento, no nos separamos. Diferentes personalidades formando un grupo cohesionado, como las piezas de un puzle. Todas distintas, pero que encajan. Los miraba y veía en cada uno de ellos la fórmula definitiva para ser feliz. Y luego estaba yo. Como la pieza del borde: a medias, con solo dos puntos de ensamble.

«¡Qué extraña sensación se me apoderaba!», pensé. En cuerpo presente y, sin embargo, no sentía que estuviera allí. Al darme cuenta de esa distancia psíquica, un escalofrío me recorrió la espalda de abajo a arriba.

—¿Qué te pasa? —me preguntó en voz baja Vanesa—. ¿Otra vez tomando el sol en medio de la nada? —Esbozó una sonrisa jocosa e incrédula.

—Debo irme…

—¡No…! —exclamaron todos a la vez.

—¿Cómo te vas a ir ahora que la fiesta empieza? —dijo Thomas.

—No le hagas caso. Este no tiene nunca suficiente. —Ava me hizo una mueca cómplice.

Me despedí y los dejé disfrutando de esos momentos. No hubiese soportado ni un minuto más sintiéndome que ya no pertenecía al grupo. Me estaba ahogando. Ya había tenido estos pensamientos intrusivos con anterioridad, y siempre lograba huir de ellos. Pero hoy, persistían en mi mente como un martillo intentando moldear hierro frío.

Eran pasadas las ocho cuando llegué a casa. El giro de la llave en la cerradura sonó metálico y con eco. Nunca antes me había dado cuenta, pero era imposible intentar entrar a hurtadillas. Con toda seguridad, hasta lo podían oír los vecinos.

Salió al encuentro mi abuela.

—Danae, cariño, te estábamos esperando. Hay algo que debemos explicarte. —Había preocupación en sus palabras.

Desde los cuatro años vivía con mis abuelos maternos al fallecer mis padres en un accidente de tráfico. No sé mucho de lo que realmente sucedió, porque nunca he tenido el valor de preguntar abiertamente. Los recuerdos están confusos, a la par que mis sentimientos. En ocasiones, atribuyo mis volubles estados emocionales a este duelo mal resuelto.

A pesar de todo ello, no tengo derecho a quejarme. Siempre me he sentido muy afortunada. Mis abuelos han sido y son los padres que nunca tuve, y los mejores amigos que puedo tener.

Norah, mi abuela, tan cálida en el trato, sabe dar un buen abrazo cuando se necesita. Brian, mi abuelo, demuestra su apego con su practicidad y tiene un libro para recomendar en cada ocasión. En cierto modo, el hecho de que perdieran a su hija les hizo volcarse conmigo. Les llamo cariñosamente grandpa y grandma y sé que eso les hace sentirse los seres más dichosos del mundo. Intento no preocuparlos con mis inquietudes. No se merecen sufrir por nada.

En el salón nos esperaban mi abuelo y un hombre que no conocía. Debería de tener unos cincuenta años. Iba trajeado de color marengo con camisa blanca. Sus incipientes canas, aún no muy evidentes, combinaban con su corbata a rayas en tonos grises. La llevaba sujeta con un alfiler dorado donde se leían las iniciales VD grabadas. Su porte era elegante. Ambos se levantaron al vernos entrar en la sala.

—Pequeña, ya estás aquí. Te presento al letrado Víctor Delós —dijo grandpa.

—Encantada. —Intenté que no se me notara que ahora yo también estaba preocupada.

—Un placer conocerte, al fin, Danae —dijo el señor Delós.

—¿Al fin? —pregunté instantáneamente, dirigiendo la mirada a mis abuelos. «¿Qué me he perdido?», pensé entre mí.

—Tomemos asiento —ofreció grandpa y prosiguió—. Mi pequeña, lo que suceda hoy espero que no cambie la relación que tenemos. Tú lo eres todo para nosotros. Deseo que entiendas nuestra falta de honestidad.

Las caras de mis abuelos estaban desencajadas. «¿Falta de honestidad? ¿Un abogado por medio? ¡Dios mío! El asunto pinta mal». Cogió la palabra el señor Delós y, a partir de aquel momento, la conversación se volvió un diálogo entre él y yo.

—Danae, estoy aquí porque tu padre ha fallecido.

—¿Perdón? ¿Ha venido para decirme algo que ya sabía? ¡Menos mal! Ya me estaba asustando.

—No. Deja que me explique. Ha sido declarado fallecido hace tres días.

—¿Qué? Está usted equivocado. Perdí a mis padres cuando era pequeña. Por favor, grandma, explícaselo —repliqué dirigiéndome a ella.

Por unos segundos, el silencio invadió el espacio y un nuevo escalofrío recorrió mi cuerpo. Dos en un día, que dejaban en mí la peor de las sensaciones.

—Eso es lo que se acordó que supieras —prosiguió el señor Delós—. La realidad es que Gillian, tu madre, sí falleció cuando tenías cuatro años. Se creyó oportuno que crecieras con la idea de que ambos habían perecido en el accidente. Era lo menos confuso y seguro.

 

—Un momento, pare. Confuso… seguro… discúlpeme, pero ¿de qué estamos hablando? —pregunté bastante inquisidora.

—Todo a su momento. Son demasiadas cosas a digerir. Tienes dudas, como es lógico —dijo el señor Delós con un forzado tono condescendiente—. Podré contestar a la mayoría de tus preguntas, pero no será hoy. En realidad, mi visita es para comunicarte que eres la única heredera de los bienes de tu padre. Está todo dispuesto para que pasen a tu nombre. Me voy esta misma noche, pero me gustaría que nos viéramos lo antes posible para que procedamos con los trámites burocráticos. Podemos reunirnos en mi despacho donde tengo toda la documentación.

Hacía rato que mi espalda se había encorvado, y a mis extremidades les faltaba tono muscular. Toda la energía estaba en el cerebro y había olvidado la postura corporal. Revolucionada internamente, buscaba una explicación a lo que estaba sucediendo. Quería preguntar tantas cosas, pero mis ideas se atropellaban unas con otras.

—Señor Delós, ¿por qué nadie me avisó antes? Quiero decir, cuando mi padre murió.

—Fue su deseo expreso. Incluso lo dejó por escrito. Él te quería mucho, pero consideraba que si no te había hecho partícipe de su vida, tampoco te iba a comprometer en su muerte. Al fin de cuentas, para ti era un desconocido.

—Quizás deberíamos dejarlo por hoy —dijo grandpa.

—Sí, cómo no. Danae, te dejo mi tarjeta. En el dorso está mi número personal. Llámame cuando desees que nos veamos. Puedo enviarte al chófer —añadió el señor Delós levantándose.

—Gracias —respondí.

Me acercó su mano para despedirse. Noté firmeza en su encajada. Mis abuelos lo acompañaron a la puerta mientras yo permanecía inmóvil en el salón. Al volver, los miré fijamente y les pregunté:

—¿Qué es esto? Es que no lo entiendo.

—Todo fue muy complejo con la muerte de Gillian —contestó grandpa.

Mis abuelos me explicaron que mi padre les pidió, el mismo día del funeral de mi madre, que se hicieran cargo de mí. Les rogó que ocultaran su existencia para evitar que creciera pensando que me rechazaba. Ellos aceptaron porque tampoco había muchas más opciones ya que mis abuelos paternos también habían fallecido.

—Es complicado —prosiguió grandpa—. Recuerdo que tenía pánico en su mirada. Nos dijo que no era seguro que te quedases con él. En aquel momento, también queríamos saber más, pero nos dio a entender que lo correcto era no preguntar.

—Para nosotros ha sido difícil. No era nuestra intención que las cosas se dieran de esta manera —replicó entristecida grandma—. Perdimos a nuestra hija, pero nos consoló poder cuidarte.

Sospesando todas las variables, entendía que la muerte de mi madre pudo ser un duro golpe. Pero era incomprensible que mi padre me abandonase en presencia y esencia. La complicidad de mis abuelos era lo que más me chocaba. Ellos siempre me habían enseñado a ser honestos cuando, en realidad, ocultaban una gran farsa.

Seguía preguntando sin apenas escuchar las explicaciones que me daban. Sus vagas respuestas me estaban sacando de quicio. No obstante, no parecían mentir.

—¿Habéis mantenido contacto con él durante estos años? —quise saber.

—No. Ni llamadas, ni cartas. Nada —respondió con seguridad grandpa.

La decepción se unió al desconcierto. Seguidamente, el agotamiento me conmocionó totalmente.

—Necesito descansar —les dije—. Una cosa más: ¿el señor Delós es de confianza?

—Tus padres y él han sido amigos desde la Universidad —dijo grandma.

Había desprogramado a conciencia la alarma del móvil, porque teníamos dos semanas libres, pero la rutina me hizo abrir los ojos sobre las siete.

Me quedé acurrucada en la cama hasta que la luz solar se apoderó de la habitación. Cuando abrí los ojos, vi la tarjeta del señor Delós sobre la mesita de noche. Era sencilla, con tacto rugoso, de color ocre y con letras negras. La cogí y la sostuve en el aire, sobre mi cabeza, mientras aún estaba estirada en la cama. Decía:


Víctor DelósAbogadoC/ Immanuel Kant, nº 8.Saint Etiel.

Me dio por pensar: «Immanuel Kant, sapere aude… atrévete a saber». Tal vez, esa mera coincidencia era una provocación sin intención.

Capítulo 2:

La luz de Saint Etiel

Habían pasado dos días y aún no tenía las ideas claras. Mis abuelos me habían preguntado en varias ocasiones cómo estaba y, como es costumbre en mí, les decía que bien con una sonrisa y no soltaba prenda. Me encontraba desilusionada y triste, pero no quería que ellos se sintieran culpables. No sería justo. Les debía demasiado.

Esperé a estar sola para llamar al señor Delós. No podía evitar el tema de por vida, así que cuanto antes lo pasara, mejor. Dentro del maremagnum que tenía, me podía la curiosidad y el deseo de saber más. Marqué el teléfono del dorso de la tarjeta.

—Dígame —contestó el señor Delós.

Me quedé muda.

—Danae, eres tú, ¿verdad?

—¡Sí! —respondí apresurada. «¿Qué demonios me pasa? ¡Parezco tarada!». El corazón me iba demasiado rápido.

—Esperaba tu llamada. Creí que lo harías antes.

—Bueno… he estado pensando. No sé muy bien… pero parece que usted es el que sabe más… ¡Vaya elocuencia la mía! ¡No enlazo ni dos frases con sentido!

—Eres graciosa —dijo riendo con desenfado—. Bien, ¿cuándo quieres que nos veamos? Si te parece, mañana puede recogerte Alan, el chófer. El trayecto a Saint Etiel es de una hora y veinte minutos. El papeleo nos puede llevar un par de días. Tres a lo más tardar. Para no tener que ir y venir, te puedes quedar en la casa de tu padre. Está en frente de la mía y…

—¿En casa de mi padre? —corté su monólogo abruptamente. «¡Era el colmo! Se ríe de mí; me pregunta retóricamente cuándo quiero que nos veamos y, en realidad, lo tiene todo organizado y, como colofón final, me dice que duerma en la casa de mi padre fallecido, del que solo sé que me ha mentido toda mi vida».

—Sí. Te la ha dejado en herencia. Puedes disponer de ella cuando te plazca. Aunque, si te es incómodo, puedo arreglar el alojamiento en un hotel. Eso no es problema.

—No. Está bien —contesté, sin sonar decisiva.

—Perfecto, pues. Nos vemos mañana. Saluda a Norah y Brian de mi parte.

—Sí, por supuesto. Hasta mañana y gracias —dije sumisa.

A cinco minutos de las nueve, un Jaguar Sovereign negro, con la luneta y los cristales traseros tintados, aparcó enfrente del portal. La vecina del tercero, que volvía de la panadería, se quedó embobada mirando cómo bajaba el conductor. Rondaba los treinta y cinco años. Era atractivo. Vestía con un traje completamente negro, camisa blanca impoluta, corbata oscura y zapatos negros muy lustrosos. Toda la puesta en escena era bastante impactante. Debía de ser mi transporte. «Si lo llego a saber, me hubiese arreglado mejor», pensé.

Desde el confort del rellano de la entrada, observando sin ser vista a través de los cristales de la puerta, inspiré enérgicamente, y decidí salir fingiendo seguridad. Cuando estaba a punto de presentarme, el conductor se dirigió a mí:

—Buenos días, señorita Sorolla. Soy Alan. Por encargo del licenciado Delós he venido a recogerla. Deseo no haberla hecho esperar —dijo educadamente mientras abría la puerta trasera y hacía un gesto para coger mi ridícula maleta para dos días.

Solo atiné a decir un «gracias» y me escurrí apresuradamente dentro del coche. «¡Al carajo mi fingida seguridad!». Tras la ventana opaca, pude ver el rostro atónito de la vecina. Una maliciosa sonrisa se dibujó en mi cara.

Habíamos salido de la ciudad en dirección a Saint Etiel. No había estado nunca allí. Conocía que era Patrimonio de la Humanidad debido a que se conservaban la mayoría de edificaciones antiguas, y que su elitista Universidad, que llevaba el mismo nombre de Saint Etiel, era considerada una de las mejores del mundo.

Ya no aguantaba el silencio. Más bien era una especie de ansiedad por obtener respuestas. Pensé unos segundos cómo empezar la conversación: «¿Le pregunto sobre trivialidades o voy directamente al quid de la cuestión? Mejor sin rodeos».

—¿Conocías a mi padre? —«¡Menuda obviedad acababa de preguntar!».

—Sí, señorita Sorolla. He trabajado para él los últimos siete años y, si lo desea, trabajaré también para usted.

«Tipo listo. Asegurándose el trabajo», me dije. Nuestras miradas se cruzaron a través del retrovisor central, y aparté la mía pudorosamente. Supongo que se percató de mi incomodidad, y decidió seguir hablando.

—La mayor parte del tiempo he sido su chófer. Pero en ocasiones hacía otras funciones. Me encargo del mantenimiento de los dos vehículos y de algunas de las reparaciones de la casa. Soy un manitas. ¿Le gusta este coche? —me preguntó.

—Sí, claro. ¿Y a quién no?

—Era el favorito de su padre. Decía que «cualquiera ve las virtudes de un automóvil último modelo, pero pocos tienen la capacidad de apreciar la calidad». El vehículo tiene sus años y requiere un mayor cuidado, pero merece la pena. El motor no es como los que fabrican ahora. Los acabados son excepcionales. La línea, el diseño, no hay nada comparable. Es un clásico.

Mi conocimiento e interés es limitado cuando se habla de automóviles, pero en esos momentos lo relacionado con mi padre tenía toda mi atención. El coche era extraordinario. La piel ocre de los asientos contrastaba con la madera caoba de los acabados. Si se miraba a través de la luneta delantera se podía ver en el centro del capó la figura plateada de un jaguar, como si fuera la aguja de una brújula indicándote el camino a seguir. La conducción era suave, pero con potencia, como los movimientos del felino. Supongo que la explicación está en el cambio de marchas automático.

Al salir de la autopista, recorrimos unos diez kilómetros por una carretera secundaria hacia Saint Etiel. Era sorprendente cómo la vegetación había cambiado. Árboles de hoja perenne cercaban el asfalto. El pueblo se dibujó inesperadamente entre la vegetación.

—Estamos llegando. Saint Etiel recibe el nombre de la contracción de los dos nombres de sus patrones y fundadores: Étienne y Ezéchiel.

No dije nada, pero arqueé las cejas asegurándome que lo viera a través del retrovisor para que prosiguiera en su explicación.

—La historia cuenta que en el siglo XIII dos monjes, Étienne y Ezéchiel, se establecieron en el monasterio de la región. Lo que hoy en día es el museo de Saint Etiel. Ambos se desvivían por ayudar al prójimo y todo el mundo los tenía en gran estima. Los consideraban, por lo menos, santos. Pero la verdadera peculiaridad de ellos venía dada porque eran gemelos.

—¿Gemelos?

—Sí. Y eran tan semejantes en apariencia y en carácter gentil, que los lugareños afirmaban que nunca sabían quién era quién. De ahí que empezase a extenderse la idea de que, al ver a uno de los monjes, en realidad podías estar viendo a los dos a la vez. De repente, se acuñó el término Etiel para dirigirse a ambos.

—Interesante historia —dije sinceramente.

—En la actualidad —prosiguió Alan—, Saint Etiel tiene una población de casi cien mil habitantes. Exactamente 97.586, según el censo del año pasado. Abarca una superficie de poco más de 39 km2. Por lo tanto, hay una densidad de población de 2.484 habitantes por metro cuadrado. Posee varios monumentos destacables, como la catedral de estilo gótico con sus dos emblemáticas torres acabadas en aguja, que representan una a Étienne y la otra a Ezéchiel. Además, su color gris oscuro es debido a que la piedra utilizada en la construcción es volcánica. La podrá apreciar en otros de los edificios emblemáticos de la ciudad.

—¡Ni una enciclopedia me lo explicaría mejor! —exclamé sin percatarme de que lo decía en voz alta.

—Disculpe si la molesto, señorita.

—¡No, no quería parecer grosera! Es que me sorprendió… —ralenticé la velocidad de mis palabras, porque no sabía cómo continuar la frase.

—¿Que un chófer pudiera explicarle algo que no tiene que ver con automóviles? —añadió—. Su padre siempre me decía: «Es importante conocer las cosas que nos rodean. La gente acostumbra, erróneamente, a preocuparse más de aquello que no les pertenece».

Me quedé callada, pensando en los consejos que daba mi padre. Me había imaginado un ser horrible para justificar mi abandono. Ahora sentía rabia porque parecía un hombre sensato. ¿Cuántas personas más habían podido disfrutar de su buen juicio? Personas, al fin y al cabo, extrañas. Y yo, su propia hija, no tenía nada de él.

 

Por una carretera rodeada de plataneros, bordeamos la ciudad desde el extremo este hasta llegar a una zona residencial tranquila, a unos veinte minutos a pie del centro. Había casas a ambos lados de las calles por las que pasábamos, guardadas por altos muros que las escondían. De repente, el coche aminoró la marcha. Un leve giro a la derecha y atravesamos una verja de hierro forjado pintada de blanco. Un jardín despejado mostraba una construcción estilo palacete de color blanco roto. El edificio neoclásico era de planta cuadrada de dos pisos. Una escalinata de cinco peldaños conducía a la puerta principal flanqueada por dos columnas dóricas formando un pórtico adintelado. Grandes ventanas, decoradas con frontones rectos y curvos alternados, se distribuían uniformemente por las dos plantas de la fachada. Me sentía orgullosa de reconocer la arquitectura. No habían sido inútiles las clases de historia del arte impartidas en el instituto.

—¡No! Deténgase, por favor. Es mi trabajo —dijo Alan al ver que ponía mi mano sobre la maneta de la puerta para abrirla. Me detuve al instante.

—Bienvenida a tu nuevo hogar, Danae. —Apareció el señor Delós desde las entrañas de la casa.

—Mi hogar. Suena extraño.

—No te preocupes. Ya te acostumbrarás. Espero que en el viaje no te hayas mareado. Necesito que estés concentrada. —Miró cómplicemente a Alan—. Pasemos dentro.

Tras el umbral, el vestíbulo se dibujó amplio, diáfano y luminoso. Puertas a los laterales conducían a otras estancias y, enfrente, la majestuosa escalera.

Mis ojos se fijaron en la consola y espejo situados a la derecha. Me recordaban al estilo sueco de principios del siglo XIX. Ambos eran dorados. La pata central de la consola era una lira que ocupaba todo el espacio a lo alto y ancho de la mesa y servía al mismo tiempo de decoración. El espejo rectangular tenía un marco con forma de abanico en la parte superior. Sobre la mesa y reflejándose en el espejo, un ramo en forma de cono de medio metro con base de rosas blancas, margaritas gerberas fucsias y amarillas, sustentadas por follaje verde. Lirios asiáticos, casablancas y orquídeas bordeaban el eje formado por dos aves del paraíso que subían verticales junto a ramas puestas estratégicamente para embellecer la composición. Las flores habían perdido el brillo y su rigidez acartonada desprendía un penetrante olor a naturaleza seca. Había algo hipnótico en aquel ramo que, pese a su decrepitud, seguía tan bello como lo debió de ser el primer día.

—Le diré a Matilde que retire el ramo. Debe de llevar unas dos semanas aquí. A tu padre siempre le gustaba llevar al límite las flores y al parecer Matilde sigue su estela. Decía que su aroma se potenciaba tras el paso de los días —empezó a explicar el señor Delós—. Mañana te presentaré a Matilde. Se encarga de la casa, pero solo viene los lunes, miércoles y viernes.

—Prefiero que el ramo se quede donde está —dije.

—¿Cómo? —preguntó el señor Delós.

—Pues… si a mí padre le gustaba así, mejor respetar su voluntad. No será por mí que se alteren las cosas.

—Interesante —dijo analizando mi respuesta—. Vamos, te enseñaré el resto de la casa. Debes saber que pertenece a tu familia desde hace tres generaciones.

El vestíbulo hacía de distribuidor de la casa. La puerta de la derecha daba al comedor y, desde este, se pasaba a la cocina. A la izquierda, la puerta del salón y otra para el despacho, que albergaba una impresionante biblioteca. Enfrente, la escalera que conducía a las habitaciones y, tras ella, un aseo y una galería de invierno que daba al jardín posterior.

En el comedor, la mesa rectangular para veinte comensales engalanaba toda la estancia. Vestía un mantel bordado blanco y dos lámparas de araña la coronaban. Armarios vitrina que guardaban, en sus cajas torácicas acristaladas, vajillas, copas, platerías y servicios de té, e imaginé que la cubertería estaba en los cajones de la parte inferior. Dobles juegos de cortinas caían pesadas desde el techo en cada una de las ventanas.

La cocina, totalmente renovada, tenía electrodomésticos modernos. La nevera de acero de dos puertas estaba llena. El señor Delós había pedido a Matilde que comprase un poco de todo al no saber cuáles eran mis preferencias. Creo que se habían excedido.

Al otro lado del vestíbulo, el salón vestía las mismas cortinas que el comedor y los muebles combinaban el estilo clásico con el art nouveau. La estancia giraba en torno a una impresionante chimenea de dos metros de altura esculpida con molduras palidecidas y detalles florales, lazos y guirnaldas.

En el despacho, la mesa de roble, nogal y ébano, con cajones a ambos laterales, tenía un aspecto robusto y antiguo. Según el señor Delós, era diseño del ebanista Abraham Roentgen. En dos de las paredes, estanterías desde el suelo prolongaban los libros hasta la segunda planta, a la cual se podía acceder por una escalera de caracol. Era imposible estimar a simple vista cuántos libros había, pero sí se distinguían una gran variedad de géneros, creando una biblioteca bastante completa para ser particular. Varios diplomas cubrían la pared que quedaba libre de las estanterías y las ventanas. El gramófono antiguo y la colección de discos de vinilo tenían un espacio preferente en una mesita al lado de la ventana, junto a un hermoso diván de terciopelo rojo y madera pintada en pan de oro. Un estilo muy barroco que daba ganas de estirarse en él. En el gramófono había puesto, como si alguien lo hubiese olvidado allí, un disco. Leí intrigada el nombre de la cantante: Eylem Aktaş. No tenía ni idea de quién era.

Subimos a la segunda planta por la escalera del vestíbulo. De roble, las capas de barniz la habían teñido de marrón oscuro. El primer tramo se situaba centralmente desplegándose hacia la derecha y la izquierda en un doble tiro, que se retorcía trescientos sesenta grados para unificarse nuevamente en un solo tramo, sobre el primero, hasta llegar al segundo piso. Una barandilla en la segunda planta recorría el agujero cuadrado central de la escalera.

La primera habitación, que daba a la entrada de la casa, era el dormitorio de mi padre. Muy amplio, con baño y vestidor propios. La cama, el escritorio, el sillón de tres plazas y el espejo de pie basculante rectangular no llenaban todo el espacio. El cabezal de la cama era un lienzo de Leonid Afremov. Representaba un bosque donde el sol se filtraba entre los árboles de hojas irisadas a modo de calidoscopio.

Recorrimos el pasillo derecho hasta el lado opuesto al desembarco de la escalera donde habían ubicado mi dormitorio. En el camino, pasamos por otra habitación doble y un baño, y enfrente de ellas, al otro lado de la barandilla y del agujero de la escalera, se mostraban dos puertas más: una habitación individual y la parte superior de la biblioteca.

—He elegido esta habitación para ti. Da al jardín trasero de la casa. Es una de las estancias más tranquilas y creo que podrás sentirte cómoda —dijo el señor Delós cediéndome el paso para que entrase primero.

El amarillo pastel era el color que predominaba en las paredes decoradas con cuadros de planos que mostraban la elevación frontal de varios edificios históricos de Saint Etiel: la catedral, el Ayuntamiento, el teatro y la Universidad. Eran inquietantes. En el espacio coexistían una cama matrimonial con cabezal de madera blanco, a juego con el escritorio, y el armario de doble puerta. El espejo de pie basculante de marco dorado y dos butacas de estilo colonial de tapiz beige con flores bordadas en oro, parecían las parejas sueltas del espejo y sillón de la habitación de mi padre. La estancia era agradable, pero no había ningún detalle personalizado. Era como la habitación de un hotel: confortable y replicable.

De vuelta, nuevamente, a la planta inferior, nos dirigimos hacia la galería de invierno. Acristalada y con un bonito balancín, invitaba a permanecer horas allí. Salimos fuera. Me giré para ver la casa. Todo en ella daba sensación de coherencia y paz a pesar de tener un aire ecléctico y un poco ostentoso. El jardín estaba cuidado. Entre la variedad de plantas, ocupaba un sitio central una higuera. Sus ramas despobladas se retorcían entre sí de manera perturbadora. En un extremo había una pequeña casa donde antiguamente se quedaba el servicio. A día de hoy, permanecía vacía y se guardaban cajas de cosas antiguas. Adosado, estaba el garaje. Al acercarnos vimos a Alan, limpiando con un trapo seco el Jaguar que estaba aparcado al lado de un Ford Mondeo.