Kostenlos

Un Trono para Las Hermanas

Text
Aus der Reihe: Un Trono para Las Hermanas #1
0
Kritiken
Als gelesen kennzeichnen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

—Mi señora está dentro —dijo—. Me dijo que trajera todo para cuando ella hubiera acabado su baño, o habría problemas.

La miró de arriba abajo. De nuevo, los paquetes que Sofía llevaba en las manos parecían funcionar como pasaporte—. Entonces sería mejor que estuvieras dentro, ¿no? Los vestidores están a tu izquierda.

Sofía fue hacia ellos y dejó sus premios robados en una habitación en la que hacía calor por el vapor de los baños. Las mujeres iban y venían vestidas con las sábanas envueltas que les servían para secarse. Ninguna de ellas miró dos veces a Sofía.

Se desvistió, se envolvió con una sábana y se dirigió a los baños. Estaban dispuestos en el estilo que preferían al otro lado del mar, con múltiples piscinas calientes, templadas y frías, masajistas a los lados y sirvientes a la espera.

Sofía era totalmente consciente del tatuaje que tenía en el tobillo y que anunciaba lo que era, pero allí había sirvientas contratadas con sus señoras, que estaban allí para masajearlas con aceites perfumados o pasarles el peine por el pelo. Si alguien veía la marca, evidentemente darían por sentado que Sofía estaba allí por esa razón.

Aun así, no se tomó el tiempo que podría haberse tomado para regocijarse en los baños. Quería salir de allí antes de que alguien hiciera preguntas. Se remojó bajo el agua, fregándose con jabón e intentando sacarse de encima lo peor de la suciedad. Cuando salió del baño, se aseguró de que la sábana que la envolvía llegara hasta los tobillos.

De vuelta a los vestidores, construyó su nuevo ser paso a paso. Empezó con las medias de seda y las enaguas, después siguió con la corsetería y las faldas exteriores, los guantes y más cosas.

—¿Mi señora necesita ayuda con el pelo? —preguntó una mujer y, al fijarse, Sofía vio que una sirvienta la estaba mirando.

—Si es tan amable —dijo Sofía, intentando recordar cómo hablaban los nobles. Se le ocurrió que sería más fácil si nadie pensaba que era de por allí, así que añadió un toque del acento de los Estados Mercantes que había oído en la modista. Ante su sorpresa, salió con facilidad, su voz se adaptó con la misma rapidez que lo había hecho el resto de ella.

La chica le secó y le trenzó el pelo con un elaborado nudo que Sofía apenas podía seguir. Cuando hubo acabado, se colocó la máscara y se dirigió hacia fuera, abriéndose camino entre los carruajes hasta encontrar uno que no estaba cogido.

—¡Eh, tú! –exclamó, su recién descubierta voz que ahora mismo se le hacía rara a los oídos—. ¡Sí, tú! Llévame ahora mismo a palacio y no te detengas por el camino. Tengo prisa. Y no empieces a preguntar por la tarifa. Puedes enviar la cuenta a Lord Dunham y puede estar agradecido de que esto sea lo único que yo le cueste esta noche.

Ni tan solo sabía si existía un Lord Dunham, pero el nombre sonaba bien. Esperaba que el conductor del carruaje discutiera o, por lo menos, regateara con la tarifa. Pero, en cambio, simplemente bajó la cabeza.

—Sí, mi señora.

La vuelta en carruaje por la ciudad fue más cómoda de lo que Sofía podría haber imaginado. Más cómodo que saltar detrás de los carros y, desde luego, mucho más corto. En cuestión de minutos, vio que se acercaban a las puertas. Sofía sintió que se le tensaba el corazón, porque el mismo sirviente todavía estaba trabajando en ellas. ¿Lo conseguiría? ¿La reconocería?

El carruaje redujo la velocidad y Sofía se forzó a asomarse, con la esperanza de parecer lo que debía.

—¿Todavía está en su apogeo el baile? —preguntó con su nuevo acento—. ¿He llegado en el momento adecuado para impresionar? Yendo al grano, ¿qué aspecto tengo? Mis sirvientas me dicen que es adecuado para vuestra corte, pero a mí me parece que parezco una prostituta del muelle.

No pudo resistirse a aquella pequeña venganza. El sirviente que estaba en la puerta le hizo una gran reverencia.

—Mi señora no podría haber calculado mejor su llegada —le aseguró, con el tipo de falsa sinceridad que Sofía imaginaba que les gustaba a los nobles—. Y, por supuesto, se ve absolutamente bella. Por favor, siga todo recto.

Sofía cerró la cortina del carruaje cuando se puso en marcha, pero solo para esconder su estupefacción y alivio. Estaba funcionando. Estaba funcionando de verdad.

Solo esperaba que las cosas estuvieran funcionando también para Catalina.

CAPÍTULO SEIS

Catalina estaba disfrutando de la ciudad más de lo que hubiera pensado que era posible sola. Todavía le dolía la pérdida de su hermana y todavía deseaba salir a campo abierto, pero por ahora, Ashton era su patio del recreo.

Se abrió camino entre las calles de la ciudad y había algo en particular que le resultaba interesante de estar perdida entre la multitud. Nadie la miraba, no más de lo que miraban a los otros niños pobres o aprendices, los hijos pequeños o los aspirantes a guerreros de la ciudad. Con su vestuario de chico y su pelo en pinchos cortos, Catalina podría haber pasado por cualquiera de ellos.

Había mucho por ver en la ciudad, y no solo los caballos a los que Catalina lanzaba una mirada codiciosa cada vez que pasaba por delante de uno. Se detuvo enfrente de un vendedor que vendía armas de caza desde un carro, las ballestas ligeras y algún mosquete ocasional parecían increíblemente grandes. Si Catalina hubiera podido agarrar uno, lo hubiera hecho, pero el hombre vigilaba con cautela a todo el que se acercaba.

Sin embargo, no todo el mundo era tan cauto. Consiguió coger un pedazo de pan de un bar y un cuchillo que alguien había usado para sujetar un panfleto religioso. Su talento no era perfecto, pero conocer dónde estaban los pensamientos y la atención de la gente era una gran ventaja cuando se trataba de la ciudad.

Continuó, en busca de una oportunidad para conseguir más de lo que necesitaría para vivir en el campo. Era primavera, pero eso solo significaba lluvia en lugar de nieve la mayoría de los días. ¿Qué necesitaría? Catalina empezó a comprobar las cosas que tenía al alcance de la mano. Un saco, cordel para hacer trampas para animales, una ballesta si es que podía conseguir una, un impermeable para resguardarse de la lluvia, un caballo. Indudablemente un caballo, a pesar de todos los peligros que el hurto de caballos conllevaba.

No es que nada de eso fuera verdaderamente seguro. En algunas esquinas había horcas sujetando los huesos de animales que hacía tiempo que habían muerto, conservados para que la lección persistiera. Encima de una de las viejas puertas, destrozada en la última guerra, había tres calaveras sobre unos barrotes que presuntamente eran los del ministro traidor y sus cómplices. Catalina se preguntaba si alguien sabía algo más.

Echó un vistazo al palacio desde la distancia, pero solo porque esperaba que Sofía estuviera bien. Ese tipo de lugar era para gente como la reina viuda y sus hijos, los nobles y sus sirvientes, que intentaban dejar afuera los problemas del mundo real con sus fiestas y sus cacerías, no para la gente de verdad.

—Eh, chico, si tienes moneda para gastar, yo te haré pasar un buen rato —exclamó una mujer desde el portal de una casa cuyo uso era evidente aunque no tuviera letrero. De pie en la puerta había un hombre que podría haber luchado contra osos, mientras Catalina oía los ruidos de la gente que se lo estaban pasando demasiado bien aunque todavía no había oscurecido.

—No soy un chico —respondió bruscamente.

La mujer encogió los hombros.

—No tengo manías. O entra y gánate tu propio dinero. A los viejos sátiros les gustan las que tienen aspecto de chico.

Catalina se fue ofendida, sin tan solo dignarse a contestar. Esa no era la vida que había planeado para ella. Tampoco lo era robar para obtener todo lo que deseaba.

Existían otras oportunidades que parecían más interesantes. Allá donde miraba, parecía que había reclutadores para uno u otra de las compañías libres, anunciando altos pagos respecto a los otros, o que sus raciones eran mejores o la gloria que podían ganar en las guerras del otro lado del Puñal-Agua.

En efecto, Catalina fue deambulando hasta uno de ellos, un hombre de unos cincuenta años y de aspecto robusto, que llevaba un uniforme que parecía más propio de la idea de guerra que tenía un actor que el auténtico.

—¡Eh, oye, chico! ¿Estás buscando aventuras? ¿Proezas? ¿La posibilidad de encontrar la muerte a manos de las espadas de tus enemigos? ¡Bueno, pues has venido al lugar equivocado!

—¿Al lugar equivocado dices? —dijo Catalina, sin siquiera importarle que también hubiera pensado que era un chico.

—Nuestro general es Massimo Caval, el más cauto y por todos conocido de los luchadores. Nunca se enfrenta a alguien, a no ser que pueda ganar. Nunca desperdicia a sus hombres en enfrentamientos infructíferos. Nunca…

—O sea, ¿me estás diciendo que es un cobarde? —preguntó Catalina.

—Un cobarde es lo mejor que se puede ser en una guerra, hazme caso —dijo el reclutador—. Seis meses yendo por delante de las fuerzas enemigas mientras se cansan, con tan solo algún saqueo esporádico para animar las cosas. Piénsalo, la vida, el… espera, tú no eres un chico, ¿verdad?

—No, pero aun así, puedo luchar —insistió Catalina.

El reclutador negó con la cabeza.

—No para nosotros, no puedes. ¡Lárgate!

A pesar de su defensa de la cobardía, parecía que el reclutador podría darle un coscorrón en la cabeza a Catalina si se quedaba allí, así que siguió caminando.

Muchas cosas de la ciudad parecían no tener mucho sentido. La Casa de los Abandonados había sido un lugar cruel, pero por lo menos había tenido algo de orden. En la ciudad, la mitad del tiempo parecía que la gente hacía lo que quería, con poca participación por parte de los gobernantes de la ciudad. La ciudad en sí parecía verdaderamente no tener un plan. Catalina cruzó un puente que había sido levantado con puestos y plataformas e incluso casas pequeñas hasta que apenas había espacio suficiente para usarlo para su propósito. Se hallaba caminando por calles que bajaban en espiral sobre sí mismas, por callejones que de algún modo se convertían en los tejados de las casa que estaban a menor altura y que, después, daban paso a escaleras.

 

En cuanto a la gente que había en las calles, toda la ciudad parecía disparatada. Parecía que había alguien gritando en cada esquina, proclamando los aspectos de su propia filosofía, pidiendo atención para la actuación que estaban a punto de hacer o condenando la participación del reino en las guerras del otro lado del otro lado del mar.

Catalina se agachaba en los portales cuando veía las siluetas enmascaradas de sacerdotes y monjas ocupados con los inescrutables asuntos de la Diosa Enmascarada, pero después de la tercera o cuarta vez continuó caminando. Vio a una sacudiendo a una cadena de prisioneros y se preguntó a sí misma qué parte de la misericordia de la diosa representaba eso.

En la ciudad había caballos por todas partes. Tiraban de los carruajes, cargaban a los jinetes y algunos de los más grandes tiraban de carros llenos de cualquier cosa desde piedra hasta cerveza. Verlos era una cosa; robar uno estaba resultando ser otra muy diferente.

Al final, Catalina escogió un lugar fuera de la tienda de un mozo de cuadra, se acercó más y esperó su momento. Para robar algo tan grande como un caballo, necesitaba algo más que solo un momento de descuido, pero en principio no era diferente a robar un pastel. Podía sentir los pensamientos de los trabajadores del establo mientras estos deambulaban y daban vueltas. Uno estaba sacando a una yegua de buen aspecto, mientras pensaba en la dama a la que iba dirigida.

«Mierda, necesitará una jamuga y no esto».

El pensamiento fue toda la invitación que le hacía falta a Catalina. Se adelantó mientras el mozo de cuadra entró a toda prisa, probablemente pensando que nadie podría llevarse el caballo durante el poco tiempo en el que él no estaba. Catalina zigzagueó entre los transeúntes que abarrotaban la calle, imaginando el momento en el que por fin sus manos se cerrarían alrededor de las riendas…

—¡Ya te tengo! —dijo una voz mientras una mano le oprimió el brazo.

Por un instante, Catalina pensó que alguien había adivinado lo que tenía pensado hacer, pero cuando el tipo que la había agarrado hizo girar a Catalina hacia él reconoció la verdad: era uno de los chicos del orfanato.

Se retorció para escapar y él la golpeó, fuerte, alcanzándole en el estómago. Catalina cayó sobre sus rodillas y vio que dos chicos más se acercaban rápido.

—Nos enviaron a por vosotras cuando escapasteis —dijo el mayor de ellos—. Dijeron que las chicas se vendían por más que los chicos y que, si fuera necesario, mandarían cazadores a por todos nosotros.

Parecía resentido por ello y Catalina no se lo reprochaba. La Casa de los Abandonados era un lugar perverso, pero también era el único lugar que tenían los huérfanos de allí.

Lo que sí que le reprochó fue el siguiente puñetazo, que le sacudió la cabeza.

—Esa era por la paliza que nos diste con tu atizador —dijo—. Y esta es por la paliza que nos dieron después los sacerdotes.

Lo remarcó con unas bofetadas que sacudieron a Catalina mientras ella estaba allí arrodillada.

—Ahora llevamos más de un día fuera —dijo el mayor—. Tengo hambre, estoy cansado y quiero volver. Pronto me espera el ejército y no vas a estropearme eso. Así que te voy a arrastrar hasta allí, no sin que antes me digas dónde está la zorra de tu hermana.

Catalina negaba con la cabeza mientras él la golpeaba de nuevo. En silencio juró venganza por este momento, aunque ahora mismo no podía ni ponerse de pie y mucho menos hacer algo al respecto. Se guardó su odio, metiéndolo muy al fondo con la rabia que sentía por las hermanas que la habían criado de forma tan cruel y por el mundo que, para empezar, le había robado a sus padres.

Sin embargo, su odio no hizo nada por ahuyentar los golpes, o para evadir las preguntas que las enfatizaban como flechas.

—¿Dónde está tu hermana? —exigió—. ¿Dónde? Por su contrato es por el que pagarán más.

—No lo sé —insistió Catalina—. Y si lo supiera, no os lo diría.

Ahora veía cómo la gente pasaba de largo. Algunos lo hacían con gesto inalterable, otros echaban un vistazo y después apartaban la mirada cuando decidían que no querían involucrarse. Catalina vio que un hombre, que llevaba el delantal de un aprendiz de carpintero, pasaba de largo y sus pensamientos parpadearon en la mente de ella.

«Me gustaría ayudar, pero son más grandes que yo y tal vez lo merezca, y si…».

—¡Si quieres ayudar, ayuda! —exclamó ella en su dirección.

Él se giró sorprendido y empezó a dirigirse hacia ellos por la misma vergüenza.

—No te metas en esto —dijo bruscamente el mayor de los chicos, pero Catalina no necesitaba más que tan solo un momento de distracción.

Con una patada se apartó de él como un nadador que se va de la orilla y, a continuación, se puso de pie como pudo y se fue corriendo. Tras ella, Catalina oía los gritos de los chicos que la seguían, pero los ignoró y continuó, sin tan solo preocuparse por la dirección que tomaba. Se dirigió hacia las partes donde la multitud era más densa, pensando que podría colarse mientras los demás perderían velocidad. A continuación, salió disparada por un callejón que eligió al azar, con la esperanza de perderlos.

No funcionó. No tenía que mirar alrededor para saberlo. Podía sentir sus pensamientos sobre ella, mordaces como podrían haberlo sido los de un perro de caza. La única señal alentadora era que una de las neblinas de Ashton estaba bajando, haciendo que costara más ver cualquier cosa y mucho menos una chica que huía.

Catalina fue corriendo hacia el río, basándose en que allí la neblina siempre era más densa cuando venía. Como era de esperar, se espesó hasta convertirse en niebla, de modo que Catalina apenas podía ver la longitud de las calles por las que corría.

Llegó hasta una serie de muelles desmoronados, contra los que estaban amarrando muchas barcas pequeñas para pasar la noche. Otros se exponían a la niebla, remando a través de ella o levantando pequeñas velas mientras lámparas de aceite los guiaban.

Catalina empezó a mirar alrededor en busca de algún lugar en el que esconderse. No podía escapar de los chicos que la perseguían para siempre, pero tal vez podía esperar hasta que pasaran de largo. Ya no podía verlos con la niebla; solo podía oír que se estaban acercando. Se dirigió hacia uno de los embarcaderos derrumbados que se usaban para amarrar las barcas.

«Se esconderá en una barca. Tenemos que buscar en ellas».

Ese pensamiento hizo que el miedo recorriera a Catalina. Había estado muy segura de que esto funcionaría, pero ahora… no podía esconderse, no podía dar media vuelta. ¿Qué podía hacer?

«Por aquí» , dijo una voz en su mente y no era como cuando leía los pensamientos de los chicos. Se parecía más a los momentos en que su hermana se ponía en contacto con ella. «Salta hasta mí».

Catalina se giró y vio que una barcaza pasaba por delante, llena de los desperdicios de la ciudad, iluminada por fanales rojos y verdes que indicaban a los que se acercaban en qué dirección iba. Había una chica de su edad en la parte de atrás, que utilizaba una vara larga de madera para guiarla. Mientras Catalina miraba, ella levantó la vara del agua y la sujetó en alto.

Catalina se quedó atónita durante uno o dos segundos. Siempre había pensado que ella y Sofía eran únicas; que estaban solas en el mundo en ese sentido igual que todos los demás. Solo pensar que podría haber alguien capaz de mandar sus pensamientos hacia Catalina la paralizó, mientras intentaba entenderlo.

«¿A qué estás esperando? ¡Salta!».

Catalina se lanzó hacia delante y, aunque fuera primavera, el agua bastó para dejarla sin respiración. En el orfanato nos e habían preocupado de enseñar a nadar a las chicas, así que por un momento Catalina agitó brazos y piernas hasta alcanzar con la mano la vara que sujetaba la chica.

Era más fuerte de lo que parecía, tirando de Catalina con la vara como otro podría haber arrastrado un pez. Catalina respiraba con dificultad mientras la ayudaba a subir a la barcaza.

—Toma —dijo la chica, mientras le pasaba una manta—. Parece que la necesitas.

Catalina la cogió agradecida. Mientras se envolvía con ella, miraba a la otra chica, que era pequeña, rubia y estaba manchada por la suciedad de las cosas que iba guiando por el río. Llevaba un delantal de cuero encima de un vestido que probablemente había sido azul, aunque ahora estaba más cerca del marrón.

—Me llamo Catalina —consiguió decir.

La chica sonrió.

—Emelina. Ahora, cállate. Sea quien sea el que te persigue, no nos verá con la neblina.

Catalina se acurrucó en la popa de la barca, observando los muelles o, por lo menos, lo que podía ver de ellos. Rápidamente iban desapareciendo tras un muro de niebla mientras la barcaza continuaba moviéndose.

Cuando desparecieron de la vista por completo, Catalina se atrevió a dar un suspiro de alivio. Lo había hecho.

Había escapado de ellos.

CAPÍTULO SIETE

Sofía apenas podía creer que estuviera dentro de palacio. Desde la casa de los Abandonados, parecía un lugar mágico; otro mundo que de su clase solo podían esperar pisar si los contrataban los nobles adecuados a causa de alguna habilidad especial.

Ahora estaba allí, gracias a poco más que la disposición de engañar a aquellos que querían creerla y a la valentía de intentarlo de verdad. Sofía no podía evitar sentir algo de asombro ante ello y ante el lugar que la rodeaba.

Era hermoso, era elegante y distaba tanto del orfanato como se podría desear de cualquier edificio. En lugar de condiciones estrechas, había techos altos y salas espaciosas que parecían haber sido pensadas más como muestras de opulencia que, simplemente, como lugares en los que vivir. Había sillas mullidas y divanes grabados según el estilo elaborado que había llegado del otro lado del océano, gruesas alfombras procedentes de los tejedores de agua de los estados Mercantes e incluso unas cuantas estatuillas de plata de más lejos, de las tierras donde se decía que los hombres nunca habían oído hablar de la Diosa Enmascarada.

Este palacio era todo lo que Sofía siempre había soñado.

No, todo no. Era un lugar precioso en el que estar, pero simplemente llegar allí no era suficiente. Sofía debía encontrar un modo de quedarse. Había venido aquí con la esperanza de que habría un modo de encontrar una vida entre los nobles. Un modo de estar a salvo.

Ahora mismo, Sofía no se sentía muy segura. En las paredes había cuadros de mujeres hermosas y de hombres de aspecto fuerte, que probablemente representaban los diferentes aspectos de las líneas nobles del reino. Ahora mismo, seguramente Sofía tenía el aspecto de una de las mujeres, pero sentía que aquella fachada como una de las lonas, fácil de rasgar y que era posible que desapareciera en cualquier momento.

—Concéntrate —se dijo a sí misma, intentando actuar como ella pensaba que lo haría una dama extranjera al llegar a palacio. Caminaba entre los montones de gente que allí había, sonriendo tras su media máscara y asintiendo, parando para admirar los cuadros y las esculturas.

Allí había nobles —otros nobles, se corrigió a sí misma Sofía— en grupos y riendo entre ellos mientras esperaban a que empezara el baile. Vio un grupo de mujeres jóvenes, tal vez de su edad, que llevaban todas vestidos cuya elaboración probablemente había costado semanas de trabajo. Una, resplandeciente con un vestido de gasa azul que parecía diseñado para resaltar su figura, se quejaba a las demás por debajo de su máscara ovalada de marfil.

—Mandé a mi sirvienta allí y nunc adivinaréis lo que pasó. Alguien se había llevado mi vestido. ¡Mi vestido!

Sofía aguantó la respiración pues tenía la certeza de que, en cualquier momento, la chica se giraría y la vería; reconocería el vestido y la acusaría no solo de impostora sino también de ladrona. Sofía imaginó que esta era “Milady D’Angelica”, tal y como la había llamado la modista.

 

—Ni tan solo llegué a ver jamás mi vestido —continuó la chica, y Sofía se atrevió a respirar aliviada—. Tuve que conformarme con uno que la modista tenía preparado para la hija de algún burgués.

Una de las otras, cuya máscara tenía una elaborada forma de pico de pájaro, rió.

—Al menos, eso significa que habrá menos gentuza por aquí.

Las otras también rieron y la chica que se había estado quejando del vestido asintió.

—Vamos —dijo—. Pronto empezará el baile y yo quiero que me maquillen, por si resulta que algún apuesto joven me desenmascara. Tal vez uno de los hijos de la viuda querrá besarme.

—Angelica, qué osada eres _dijo una de las otras.

Sofía no había pensado en eso. Había venido hasta aquí con el pensamiento medio formado de conseguir encajar en la corte y casarse con un hombre rico, pero no había pensado lo suficiente como para considerar lo que haría si tenía que quitarse la máscara. Supuestamente, en algún momento entre su llegada a la fiesta y vivir feliz por siempre jamás, alguien querría ver su rostro.

Así que las siguió, intentando que no resultara demasiado evidente, parándose para mirar la colección de estatuas que había allí.

—Ah, está admirando el último Hollenbroek —dijo un hombre gordo.

«Una cosa verdaderamente horrible, pero es lo que se espera que diga».

—Creo que es horrible —dijo Sofía, con la ligera mota de acento que había cogido para que le permitiera que los nobles le perdonaran cualquier error—. Pero discúlpeme, todavía tengo que maquillarme para el baile.

—En ese caso, tal vez podamos bailar más tarde —insinuó él—. Si tiene su tarjeta de baile…

—Mi tarjeta de baile —preguntó Sofía, perpleja. Bajo su máscara, no pudo ver si el hombre fruncía el ceño, pero podía notar su desconcierto—. Sí, por supuesto. Al parecer no la llevo encima ahora mismo.

Se marchó rápidamente aunque sabía que era una grosería. Era preferible a que la descubriesen porque no conocía las normas que tenían esa gente. Además, las chicas nobles ya casi estaban fuera de la vista.

Sofía las siguió hasta un pequeño vestíbulo y, al mirar dentro, vio a una chica que quizás tenía dos años más que ella, vestida del color gris que llevan las sirvientas contratadas, de pie y rodeada de espejos y cepillos mientras las chicas estaban sentadas en sillas de respaldo alto delante de ella. La sirvienta tenía el pelo oscuro, que no le llegaba ni a los hombros, y sus rasgos podrían ser bonitos si hubiera podido usar algunos utensilios de su trabajo en ella misma. Tal y como estaban las cosas, parecía más que nada agobiada.

—Bueno —dijo bruscamente la primera de las damas—. ¿A qué estás esperando?

—¿Le importaría a mi señora quitarse la máscara? —insinuó la chica.

La dama lo hizo de mala gana, murmurando algo sobre sirvientas groseras y las demás hicieron lo mismo. Colocaron sus máscaras a su lado, como caras giradas del revés, pero a Sofía le interesaba más observar sus verdaderos rasgos. Algunas de ellas eran hermosas, algunas eran más del montón pero aun así tenían la piel suave que proporcionan las lociones caras y la confianza que da el saber que podrían comprar media ciudad si quisieran. Sin embargo, probablemente solo Milady D’Angelica era verdaderamente hermosa, con unos rasgos que podrían venir de uno de los cuadros que decoraban las paredes y con un aire de intensa superioridad que decía que sabía exactamente lo hermosa que era.

—Ponte a ello —dijo—. Y ve con cuidado. Hoy he tenido un día muy complicado.

Supuestamente no tan complicado como el de la sirvienta que tenía que atenderla, o como alguien que estaba poniendo en peligro su libertad intentando colarse en fiestas. Aun así, Sofía no dijo nada. En su lugar, observó cómo la sirvienta empezaba su trabajo con polvos y pinturas, transformando sutilmente los rasgos de cada una de las nobles en las que trabajaba.

—¡Trabaja más rápido! —dijo bruscamente una de ellas—. Sinceramente, estas criadas son muy vagas.

—Y no solo eso —respondió otra—. ¿Sabías que Henina Watsworth pilló a una en la cama con su prometido? No tienen moral, ninguna de ellas.

—¿Y el aspecto que tienen? —añadió Angelica—. Puedes ver la rudeza de sus rasgos. No sé por qué nos molestamos en marcarlas como lo que son. Puedes identificarlas a un kilómetro de distancia.

Parecía no preocuparles que la sirvienta estuviera allí mismo, o que no pudiera contestar a causa de su posición. Sofía odiaba esa crueldad. De hecho…

—Discúlpeme, mi señora —preguntó una sirvienta que pasaba por allí—. Pero ¿se ha perdido?

A Sofía le llevó un instante recordar que podían referirse a ella.

—No, no, estoy bien.

—En ese caso, ¿le importaría pasar a maquillarse? Estoy segura de que podríamos encontrar otra silla.

Lo último que quería Sofía era tener que sentarse allí con las demás, sin la máscara, donde estaba segura que alguien adivinaría lo que era. O, más exactamente, lo que no era.

Sofía oyó un fragmento de los pensamientos de la mujer y no ayudaron nada a tranquilizarla.

«¿Seguro que está bien? No la reconozco. Tal vez debería…».

—¿Crees que necesito estas cosas? —preguntó Sofía con su voz más arrogante—. Más concretamente, ¿crees que quiero quedarme atrapada allí con este parloteo? Ya noto que está empezando uno de mis dolores de cabeza. Ve a buscarme agua, chica. Ve.

En momentos como ese, parecía que estaba interpretando un papel, su dureza servía como los pinchos de un arbusto espinoso que impiden que la gente se acerque demasiado. La sirvienta se marchó a toda prisa y Sofía hizo lo mismo. No podía quedarse al descubierto de aquella manera.

En su lugar, encontró un rincón en el que pudo esconderse, fingiendo mirar los cuadros que había allí, escuchando al mismo tiempo el momento en que la sala de más lejos quedara vacía. Sofía tampoco quería arriesgarse a que la sirvienta la viera. Tal y como habían dicho las nobles, era demasiado fácil identificar a una de las criadas.

Así que escuchó con los oídos y con la mente, esperando hasta el momento en que hubo silencio y, entonces, se coló de nuevo en la sala con toda la cautela de un ladrón. Sofía se sentó delante de los espejos que había allí, se quitó la máscara y miró el amplio surtido de pigmentos y polvos que había allí.

En aquel instante se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué hacer. Sabía lo que era el maquillaje, incluso había visto a algunas mujeres que llevaban, pero no había sido algo permitido en el orfanato. Las hermanas enmascaradas probablemente le hubieran dado una paliza solo por pedirlo. ¿Por qué iba a decorarse la cara cuando su diosa la había escondido del mundo? Según ellas, solo las putas llevaban esas cosas.

Aun así, Sofía lo intentó. Se concentró en el aspecto que ella pensaba que tenían las mujeres de los cuadros y cogió los polvos más parecidos. En menos de un minuto se dio cuenta de su error, al pasar de parecer ella misma a una especie de payaso demente, solo apto para el teatro callejero menos ingenioso.

—¿Hola?

Sofía se giró al oír la voz de la sirvienta, se dio cuenta del aspecto que debía tener y agarró la máscara. Ante su sorpresa, la sirvienta fue más rápida, le cogió la mano y la retiró con delicadeza.

—No, no, no haga eso. Esto empeorará las cosas. Déjeme ver, mi señora…

«¿Quién es? Estoy segura de que la conozco».

—No habrá problema —dijo Sofía, poniéndose de pie. Al hacerlo, se dio cuenta de que se había colado un leve rastro de su acento. Había vuelto a caer en su voz normal, e incluso ella podía oír lo ruda e inculta que sonaba en comparación con las nobles.

—¿Quién eres? —preguntó la sirvienta. Se movió para mirar a Sofía—. Espera, yo te conozco, ¿verdad?

—No, no, te equivocas —consiguió decir Sofía—. En ese momento debería haberse alejado. Debería haber tumbado a la sirvienta y escapado. Pero no lo hizo.