Un Beso Para Las Reinas

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Aus der Reihe: Un Trono para Las Hermanas #6
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CAPÍTULO CUATRO



La brisa marina corría por la cara de Catalina, que se sentía verdaderamente libre por primera vez desde que podía recordar. Ver cómo Ashton se acercaba en la distancia le traía recuerdos de la vida que había tenido allí mientras fue una de los Abandonados, pero esos recuerdos ya no la poseían, y la rabia que traían parecía más un leve dolor que algo reciente.



Sintió que Lord Cranston se acercaba antes de que llegara a ella. Hasta ahí sus poderes habían vuelto. Esto sí que era suyo, no era nada que Siobhan o su fuente le hubieran dado.



—Atacaremos al amanecer, mi señor —dijo, girándose.



Lord Cranston sonrió al oírlo.



—La hora de costumbre para esto, aunque no hace falta que me llames eso ahora, Catalina. Somos nosotros los que hemos jurado servirle, su alteza.



Su alteza. Catalina sospechaba que nunca se acostumbraría a que le llamaran eso. Especialmente no por un hombre que había sido uno de los primeros en hacerle un lugar en el mundo en el que encajaba.



—Y, en serio, no hace falta que me llame eso —replicó Catalina.



Sorprendentemente, Lord Cranston consiguió hacer una elegante reverencia cortesana.



—Es quien eres ahora, pero de acuerdo, Catalina. ¿Haremos como que estamos de nuevo en el campamento y yo te estoy enseñando táctica?



—Sospecho que todavía tengo mucho que aprender —dijo Catalina. Dudaba que hubiera aprendido ni la mitad de lo que Lord Cranston podía enseñar durante el tiempo que formó parte de su compañía.



—Oh, sin duda, —dijo Lord Cranston— ahí va una lección. Dime, en la historia de Ashton, ¿cómo ha sido tomada?



Catalina pensó. Era algo que no había visto todavía en sus clases.



—No lo sé —confesó.



—Lo ha sido por traición —dijo Lord Cranston, contando las opciones con los dedos—. Lo ha sido ganando el resto del reino, de modo que no tiene sentido resistirse. En un pasado remoto se ha hecho con magia.



—¿Y por la fuerza? —preguntó Catalina.



Lord Cranston negó con la cabeza.



—Aunque, evidentemente, los cañones pueden cambiarlo.



—Mi hermana tiene un plan —dijo Catalina.



—Y parece bien hecho —dijo Lord Cranston—, pero ¿qué sucede con los planes en las batallas?



Eso, al menos, Catalina lo sabía.



—Se van al traste. —Encogió los hombros—. Entonces hacemos bien en tener las mejores compañías libres trabajando para nosotros para llenar los agujeros.



—Y hacemos bien en tener a la chica que puede reunir neblinas y moverse más rápido de lo que cualquier hombre puede ir —respondió Lord Cranston.



Catalina debió dudar uno o dos instantes de más en responder.



—¿Qué sucede? —preguntó Lord Cranston.



—Rompí con la bruja que me daba ese poder —dijo—. Yo… no sé lo que queda. Todavía tengo una habilidad para leer mentes, pero la velocidad, la fuerza, se han ido. Supongo que esa clase de magia también.



Todavía conocía la teoría, todavía tenía esa sensación en su interior, pero daba la sensación que los caminos hacia ella estaban totalmente quemados por la pérdida de conexión con la fuente de Siobhan. Al parecer, todas las cosas tenían su precio y este estaba dispuesta a pagarlo.



Al menos, si esto no les costaba a todos la vida.



Lord Cranston asintió con la cabeza.



—Entiendo. ¿Todavía sabes usar una espada?



—No estoy… segura —confesó Catalina. Eso había sido algo que había aprendido a cargo de Siobhan, al fin y al cabo, pero los recuerdos de su entrenamiento todavía estaban allí, todavía recientes. Se había ganado lo que sabía mediante días de “morir” a manos de los espíritus, una y otra vez.



—Entonces, sinceramente, pienso que deberíamos averiguarlo antes de una batalla, ¿no crees? —sugirió Lord Cranston. Dio un paso atrás e hizo la reverencia formal de un duelista, mirando detenidamente a Catalina, y desenfundó su espada con un silbido de metal.



—¿Con espadas de verdad? —dijo Catalina—. ¿Y si no tengo el control? ¿Y si…?



—La vida está llena de y sis —dijo Lord Cranston—. La batalla aún más. No te pondré a prueba con una espada de entrenamiento para después ver que tu habilidad se desmorona cuando existe un peligro real.



Aún así, esta parecía una manera peligrosa de probar sus habilidades. No quería hacer daño a Lord Cranston por accidente.



—Desenfunda tu espada, Catalina —dijo.



Lo hizo a regañadientes, encajando cuidadosamente el sable en su mano. Había restos de las runas grabadas en la espada donde Siobhan las había trabajado, pero ahora estaban apagadas, apenas estaban allí a no ser que les diera la luz. Catalina se puso en guardia.



Lord Cranston dio una estocada enseguida, con toda la destreza y violencia de un hombre más joven. Catalina lo esquivó a tiempo por poco.



—Te lo dije —dijo—. No tengo ni la fuerza ni la velocidad que tenía.



—Entonces debes encontrar una manera de compensarlo —dijo Lord Cranston, e inmediatamente lanzó otra estocada hacia su cabeza—. La guerra no es justa. A la guerra no le importa si eres débil. Lo único que le importa es si ganas.



Catalina se retiró, cortando un ángulo para evitar que la obligara a retroceder contra la borda del barco. Ella esquivaba una y otra vez, intentando protegerse del ataque.



—¿Por qué te estás reprimiendo? —exigió Lord Cranston—. Todavía puedes ver todas las intenciones de ataque, ¿verdad? Todavía conoces todos los movimientos que pueden hacerse con una espada, ¿no es así? Si hago la finta de Rensburg, tú sabes que la respuesta es…



Hizo una compleja finta doble. Automáticamente, Catalina avanzó para encontrarse con la espada de él a medio camino.



—¿Ves como los conoces? —espetó Lord Cranston—. ¡Ahora lucha, joder!



Atacó con tanta fiereza que Catalina no tuvo otra opción que contraatacar con toda su destreza. Observaba sus pensamientos tanto como podía, para ver los titileos de los siguientes movimientos y los patrones de ataque. Su cuerpo no tenía la velocidad de antes, pero todavía sabía qué hacer, colocando la espada donde hacía falta, golpeando y bloqueando, retirándose y haciendo presión.



Catalina tomó la espada de Lord Cranston y sintió la más leve de las debilidades en la presión cuando él la entregó. Dio vueltas dentro de aquel lío, ejerciendo más presión, y la espada de él cayó sobre la cubierta del barco repiqueteando. Ella levantó su espada hacia el cuello de él… y consiguió detenerla a un pelo de su piel.



Él le sonrió.



—Bien, Catalina. Excelente. ¿Lo ves? No necesitas los trucos de ninguna bruja. Eres tú la que ha aprendido esto y eres tú la que hará pedazos al enemigo.



Entonces él estrechó la mano a Catalina, muñeca a muñeca, y Catalina se sorprendió al oír aplausos de la parte de abajo del barco. Al girarse vio a otros miembros de la compañía allí, mirando como si Lord Cranston y ella fueran actores que estaban allí para entretenerlos. Will estaba con ellos y parecía tan aliviado como feliz. Catalina bajó corriendo las escaleras desde la cubierta de mando en su dirección y lo besó cuando llegó a él.



Evidentemente, a eso le siguió otro tipo de vítores y Catalina se apartó sonrojada.



—Ya está bien, perros perezosos —gritó Lord Cranston mirando hacia abajo—. ¡Si tenéis tiempo para miradas lujuriosas, tenéis tiempo para trabajar!



Los hombres que los rodeaban se quejaron y continuaron con sus preparaciones para la batalla. Aun así, el momento había pasado y Catalina no quería arriesgarse a besar de nuevo a Will por si alguno todavía estaba mirando.



—Estaba muy preocupado por ti —dijo Will, haciendo una señal con la cabeza hacia donde estaba Lord Cranston—. Cuando estabais luchando, parecía que realmente quería matarte.



—Era lo que yo necesitaba —dijo Catalina encogiendo los hombros. No estaba segura de poder explicárselo a Will. Él se había unido a la compañía de Lord Cranston, pero siempre parecía que una parte de él quería volver, para trabajar en la forja de su padre. SE había unido para tener una oportunidad de ver el mundo, una oportunidad de ir a algún otro lugar.



Para Catalina era diferente. Ella necesitaba meterse en los lugares donde las cosas no parecían seguras, o era ella la que no estaba segura de sentirse viva. Tenía la sensación de que no podía lidiar con los extremos del mundo a no ser que saliera a hacerlo. Lord Cranston lo había comprendido y la había metido en el lugar donde realmente había podido probarlo por sí misma.



—Aun así —dijo Will—, pensaba que habría sangre sobre cubierta antes de que acabara.



—Pero no la hubo —dijo Catalina. Lo abrazó, sencillamente porque quería hacerlo. Deseaba que en el barco hubiera la suficiente intimidad para más que eso—. Eso es lo importante.



—Y estuviste increíble allá arriba —confesó Will—. Tal vez no deberíamos molestarnos en atacar mañana, sencillamente te mandamos a ti para que luches con todos uno por uno.



Catalina sonrió al pensarlo.



—Creo que podría ser un poco cansado después de unos cuantos. Además, ¿querrías perderte la acción?



Vio que Will apartaba la vista.



—¿Qué sucede? —preguntó, resistiendo el deseo de leerle los pensamientos para descubrirlo.



—¿Sinceramente? Tengo miedo —dijo—. No importa las batallas en las que luchemos, nunca parece volverse más fácil. Tengo miedo por mí, por mis amigos, por si mis padres puedan verse atrapados en todo esto… y tengo miedo por ti.



—Creo que acabamos de averiguar que no tienes por qué preocuparte por mí —dijo Catalina.



—Ya sé que eres mejor que nadie con una espada —le dio la razón Will—, pero aun así me preocupo. ¿Y si hay una espada que no ves? ¿Y si hay un disparo de mosquete fortuito? La guerra es caos.

 



Lo era, pero esa era la parte que a Catalina le gustaba. Había algo en estar en el centro de una batalla que tenía sentido de un modo que el resto del mundo a veces no lo tenía. Pero no lo dijo.



—Todo irá bien —dijo, en cambio—. Yo estaré bien. Tú estarás trabajando en la artillería, no en el corazón de ningún ataque. Sofía nunca permitiría que su gente saqueara o atacara a la gente común, así que tus padres estarán a salvo. Todo irá bien.



—Pero… cuídate —dijo Will—. Hay muchas cosas que quiero tener tiempo para decirte, y para hacer contigo, y…



—Tendremos tiempo para todas —prometió Catalina—. Ahora deberías irte. Sabes que Lord Cranston se enoja si te distraigo de tus obligaciones durante mucho tiempo.



Will asintió y parecía que podría besarla de nuevo, pero no lo hizo. Otra cosa que debería esperar hasta después de la batalla. Catalina observaba cómo se iba, extendiendo lo que quedaba de su talento para pillar los pensamientos y los sentimientos de los soldados que allí había.



Podía sentir sus miedos y preocupaciones. Cada uno de los hombres que estaban allí sabía que el mundo estallaría en violencia llegado el amanecer y la mayoría se preguntaba si superarían este caos sanos y salvos. Algunos pensaban en los amigos, otros en las familias. Algunos revisaban una posibilidad tras otra, como si pensar en el peligro que se acercaba evitaría que pasara.



Catalina estaba deseando que llegara. En la batalla, el mundo tenía algo de sentido.



—Mañana mataré a las que hicieron daño a mi familia —prometió—. Me abriré camino entre ellos a golpes de espada y tomaré el trono para Sofía.



Al día siguiente, entrarían en Ashton y recuperarían todo lo que se suponía que era suyo.





CAPÍTULO CINCO



Desde los escalones del templo de la Diosa Enmascarada, de pie preparado en su cima mientras esperaba a que empezara el funeral de su madre, Ruperto observaba la puesta de sol. Se extendía en tonalidades de rojo, tintes que le recordaban demasiado la sangre que había derramado. Esto no debería molestarle. Él era más fuerte que eso, era mucho mejor que eso. Aun así, cada vez que se miraba las manos le venían recuerdos del modo en el que la sangre de su madre las había manchado, cada momento de silencio le traía de vuelta el recuerdo de sus jadeos mientras la apuñalaba.



—¡Tú! —dijo Ruperto, señalando a uno de los presagiadores y sacerdotes menores que se amontonaban alrededor de la entrada—. ¿Qué augura esta puesta de sol?



—Sangre, su alteza. Una puesta de sol así significa sangre.



Ruperto dio medio paso adelante, con la intención de golpear al hombre por su descaro, pero Angelica estaba allí para cogerlo, le acarició la piel con la mano en una promesa que él deseaba que hubiera más tiempo para cumplir.



—Ignóralo —dijo—. No sabe nada. De hecho, nadie sabe nada, a no ser que tú se lo digas.



—Dijo sangre —se quejó Ruperto. La sangre de su madre. Ese dolor titilaba en su interior. Había perdido a su madre, esa pena casi le sorprendía. Él esperaba no sentir nada que no fuera alivio por su muerte, o tal vez alegría de que el trono por fin fuera suyo. En cambio… Ruperto se sentía roto por dentro, vacío y culpable de una manera que nunca antes había sentido.



—Naturalmente que dijo sangre —respondió Angelica—. Mañana va a haber una batalla. Cualquier imbécil podría ver sangre en una puesta de sol con los barcos enemigos amarrados mar adentro.



—Muchos lo han hecho —dijo Ruperto. Señaló hacia otro hombre, un presagiador que parecía estar usando un complejo aparato parecido a un reloj para garabatear cálculos sobre un trozo de pergamino—. ¡Tú, dime cómo irá la batalla mañana!



El hombre alzó la vista, con una mirada aterrorizada.



—Las señales no son buenas para el reino, su majestad. Los engranajes…



Esta vez, Ruperto sí que lo golpeó y tiró al hombre al suelo de una patada. Si Angelica no hubiera estado allí para apartarlo, él podría haber continuado dándole patadas hasta que no quedara más que un montón de huesos rotos.



—Considera cómo se vería el hacer esto en un funeral —dijo Angelica.



Eso, por lo menos, bastó para que Ruperto se contuviera.



—No entiendo por qué los sacerdotes permiten que gente de esta calaña estén en los escalones de su templo. Pensaba que lo que hacían era matar brujas.



—Quizá sea una señal de que no tienen ningún talento —sugirió Angelica—, y de que no deberías escucharlos.



—Quizá —dijo Ruperto, pero había habido otros. Al parecer, todo el mundo tenía una opinión acerca de la batalla que se acercaba. Había habido suficientes presagiadores en palacio, tanto reales como simplemente nobles a los que les gustaba adivinar con las puestas de sol o el vuelo de los pájaros.



Pero ahora mismo, este funeral, el funeral de su madre, era lo único que importaba.



Al parecer, había quien no lo entendía.



—¡Su alteza, su alteza!



Ruperto se giró rápidamente hacia el hombre que venía corriendo. Llevaba el uniforme de un soldado e hizo una gran reverencia.



—La forma correcta de dirigirse a un rey es su majestad —dijo Ruperto.



—Su majestad, discúlpeme —dijo el hombre. Se levantó de su reverencia—. ¡Pero tengo un mensaje urgente!



—¿De qué se trata? —exigió Ruperto—. ¿No ves que voy a asistir al funeral de mi madre?



—Discúlpeme, su… majestad —dijo el hombre, evidentemente reprimiéndose a tiempo—. Pero nuestros generales solicitan su presencia.



Claro que lo hacían. Unos estúpidos que no habían visto la ruta para derrotar al Nuevo Ejército ahora querían ganarse su favor demostrándole que tenían muchas ideas para lidiar con la ameneza de que había llegado hasta ellos.



—Vendré, o no, después del funeral —dijo Ruperto.



—Dijeron que recalcara la importancia de la amenaza —dijo el hombre, como si esas palabras de alguna manera hicieran que Ruperto se pusiera en acción. O, de alguna manera, obedeciera.



—Yo decidiré su importancia —dijo Ruperto. Por el momento, nada parecía importante en comparación con el funeral que estaba a punto de tener lugar. Por él, ya podía arder Ashton; él iba a enterrar a su madre.



—Sí, su majestad, pero…



Ruperto detuvo al hombre con una mirada.



—Los generales quieren hacer como que todo debe suceder ahora —dijo—. Que sin mí no existe ningún plan. Que me necesitan para defender la ciudad. Yo tengo una respuesta para ellos: hagan sus trabajos.



—¿Su majestad? —dijo el mensajero, en un tono que a Ruperto le hacía querer darle un puñetazo.



—hagan sus trabajos, soldado —dijo—. Estos hombres aseguran ser nuestros mejores generales, ¿pero no pueden organizar la defensa de una ciudad? Diles que iré hasta ellos cuando esté preparado para hacerlo. Mientras tanto, que se encarguen ellos. Ahora márchate, antes de que pierda los nervios.



El hombre dudó por un momento y, a continuación, hizo otra reverencia.



—Sí, su majestad.



Salió a toda prisa. Ruperto observó cómo se marchaba y, a continuación, se dirigió de nuevo a Angelica.



—Estás muy callada —dijo. Su expresión era perfectamente neutral—. ¿Tampoco estás de acuerdo con que entierre a mi madre?



Angelica le puso una mano sobre el brazo.



—Creo que si tienes que hacerlo, debes hacerlo, pero tampoco podemos desatender los peligros.



—¿Qué peligros? —exigió Ruperto—. Tenemos generales, ¿verdad?



—Generales de una docena de fuerzas diferentes agrupados para formar un ejército —puntualizó Angelica—. Ni tan solo dos de ellos se pondrán de acuerdo sobre quién es el responsable sin que nadie esté allí para preparar una estrategia general. Nuestra flota está demasiado cerca de la ciudad, nuestras murallas son reliquias en lugar de defensas y nuestro enemigo es peligroso.



—Cuidado —le advirtió Ruperto. Su pena lo rodeaba como un puño, y el único modo que Ruperto conocía para rsaccionar a él era con rabia.



Angelica se adelantó para besarlo.



—Yo tengo cuidado, mi amor, es decir, mi rey. Nos tomaremos el tiempo para hacerlo, pero pronto, tendrás que darles instrucciones, y así tendrás un reino que gobernar.



—Por mí puede arder —dijo Ruperto por instinto—. Por mí puede arder todo.



—Puede que ahora digas esto —dijo Angelica—, pero pronto, lo desearás. Y entonces, bueno, existe el peligro de que no te permitan tenerlo.



—¿Qué me permitan tener mi corona? —dijo Ruperto—. ¡Yo soy el rey!



—Tú eres el heredero —dijo Angelica—, y te hemos construido apoyo en la Asamblea de los Nobles, pero ese apoyo podría debilitarse si no vas con cuidado. Los generales a los que estás ignorando se preguntarán si debería gobernar uno de ellos. Los nobles se harán preguntas acerca de un rey que pone su propio dolor antes que la seguridad de ellos.



—¿Y tú, Angelica? —preguntó Ruperto—. ¿Qué piensas tú? ¿Eres leal?



Se llevó los dedos a la empuñadura de un cuchillo casi de forma automática, sintiendo su presencia reconfortante. Angelica los tapó.



—Pienso que he escogido mi lugar en esto —dijo— y es a tu lado. He mandado a alguien para que se encargue de parte de la amenaza de la flota. Si una muerte puede frenarnos a nosotros, puede frenarlos a ellos con la misma facilidad. Más tarde, podemos hacer todo lo que se tenga que hacer juntos.



—Juntos —dijo Ruperto, cogiéndole la mano a Angelica.



—¿Estás preparado? —le preguntó Angelica.



Ruperto asintió, a pesar de que ahora mismo el dolor que había en su interior era demasiado grande como para ni tan solo estar reprimido. Nunca estaría preparado para el momento de dejar marchar a su madre.



Entraron juntos al templo. Lo habían preparado para un funeral de estado con una prisa que parecía casi improcedente, unas ricas cortinas con tonalidades oscuras llenaban el espacio de dentro, cortado por todas partes por la cimera real. Los bancos estaban llenos de plañideras, todos los nobles de Ashton y de kilómetros a la redonda habían acudido, junto con comerciantes y soldados, el clero y demás. Ruperto se había asegurado de ello.



—Todos están aquí —dijo, mirando alrededor.



—Todos los que vinieron —respondió Angelica.



—Los que no lo hicieron son traidores —espetó Ruperto en respuesta—. Haré que los maten.



—Por supuesto —dijo Angelica—. Pero después de la invasión.



Era extraño que hubiera encontrado a alguien tan dispuesto a estar de acuerdo con todas las cosas que había que hacer. A su manera, hermosa e inteligente, era tan despiadada como lo era él. También estaba allí para esto, a su lado, y conseguía que incluso el negro del funeral pareciera precioso, estaba allí para apoyar a Ruperto mientras hacia su camino a través del templo, hacia el lugar donde se encontraba el ataúd de su madre, con la corona colocada encima, a la espera del sepelio.



Un coro empezó a cantar un réquiem mientras se dirigían hacia allí y la suma sacerdotisa rezaba a la diosa con un tono monótono. Nada de esto era original. No había habido tiempo para eso. Aun así, cuando todo esto hubiera acabado Ruperto contrataría a un compositor. Levantaría estatuas en honor a su madre. Haría…



—Hemos llegado, Ruperto —dijo Angelica, guiándolo hasta su asiento en la fila de delante. Allí había espacio de sobra, a pesar de que el edificio estaba abarrotado. Quizá los guardas que estaban allí para hacer que se cumpliera tenían algo que ver con eso.



—Nos hemos reunido para dar testimonio del deceso de una gran personalidad entre nosotros —dijo la sacerdotisa en un tono monótono mientras Ruperto ocupaba su lugar—. La Reina Viuda María de la Casa Flamberg se ha ido detrás de la máscara de la muerte, a los brazos de la diosa. Lamentamos su deceso.



Ruperto lo lamentaba, la pena crecía en su interior mientras la sacerdotisa hablaba sobre la gran gobernante que había sido su madre, lo importante que había sido su papel en la unidad del reino. La vieja sacerdotisa dio un largo sermón acerca de las virtudes que se encuentran en los textos sagrados de las que su madre había sido un ejemplo y, a continuación, algunos hombres y algunas mujeres subieron a hablar sobre su grandeza, su amabilidad, su humildad.



—Parece que estén hablando de otra persona —le susurró Ruperto a Angelica.



—Es lo que se espera que digan en un funeral —respondió ella.

 



Ruperto negó con la cabeza.



—No, esto no es así. No es así para nada.



Se levantó y se dirigió a la parte delante

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