Buch lesen: «El muro de las luces»

Schriftart:

CREDITOS

© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

info@Letrame.com

© Mario Adriano Noverola

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-1386-095-4

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

-

DEDICATORIA

.

Dedicado al amor de mi vida

.

.

El resplandor de la luna se cuela tenuemente através de la cortina bañándolo todo con su pálida luz azul, mientras yo me revuelvo en mi cama sin poder dormir porque mañana me marcho para no volver. Abro los ojos y me siento en la cama, recargándome contra la pared. Corro la cortina y miro por la ventana, sorprendiendo a las estrellas que me observan en silencio, como lo han hecho otras tantas noches en que he sonreído lleno ilusión y en que he llorado ahogándome en sollozos.

Me acuesto una vez más y pruebo de un lado, del otro, boca abajo y boca arriba, pero por más que lo intento me es imposible dormir. Me siento de nuevo en la cama y veo que la luz de la luna ilumina una caja arrumbada en la que guardo recuerdos. La miro un rato hasta que me acerco a ella y saco mi diario por última vez para brindar por ti bebiendo recuerdos hasta terminar completamente embriagado de nostalgia. Abro el diario y, a medida que lo hojeo, me pierdo entre sus páginas buscando volver a un pasado mejor…

Te conocí en una clase, cuando recién habíamos entrado a la universidad hace casi seis años. El profesor nos pidió que nos juntáramos en grupos para hacer un proyecto y yo me junté con Trillo, mi único amigo en la facultad hasta entonces.

—Hola, me llamo Laura. ¿Puedo juntarme con ustedes? —preguntaste sonriendo.

Entonces, yo volteé a ver a Trillo, que se encogió de hombros con cara de indiferencia y yo lo tomé como un sí. Era claro que nos habías elegido a nosotros porque, entre todo ese mar de niños ricos, hijos de papá, nosotros dos éramos los únicos que parecíamos gente común y corriente, justo como tú.

Así fue como Trillo y yo te conocimos y nos hicimos amigos tuyos. Aunque éramos amigos, no salíamos mucho juntos, pero recuerdo que de vez en cuando íbamos los tres a comer algo después de clases y que, luego, Trillo te dejaba en alguna parada de camión o en alguna estación de metro para que te fueras a tu casa. Creo también recordar que salíamos con el mismo grupo de amigos a tomar cervezas o a jugar al billar al principio de la carrera y que incluso coincidimos en alguna fiesta, pero esos recuerdos son distantes, ajenos a mí, como si estuviese contemplando los recuerdos de otra persona porque yo no estaba poniendo atención, ya que todo el tiempo estaba preocupado pensando que quizás no podría terminar la carrera porque en aquel tiempo mi padre se había quedado desempleado.

Los semestres comenzaban a transcurrir uno tras otro hasta que un día llegaste a presumirme que andabas con un tal Alberto, y a partir de ese día empezaste a alejarte, pero ni Trillo ni yo lo notamos porque, aunque nos llamábamos tus amigos, nunca te tomábamos en serio y siempre encontrábamos alguna razón para burlarnos de ti y reír a carcajadas.

Tiempo después, me confesarías que querías ver cuál sería mi reacción al enterarme de que ya tenías novio y la sorpresa que te llevaste al ver que a mí no me había importado. No es que no me parecieses bonita, pero en aquella época yo solo tenía ojos para otra chica, que era mi amor imposible, y tú eras solo Laura, aquella amiga de la que Trillo y yo siempre nos mofábamos.

El tiempo transcurría y tú seguías siendo novia de Alberto, mientras que yo me pasaba la vida estudiando, hasta que llegaron aquellas vacaciones de verano previas al inicio del sexto semestre y tú me llamaste un día por teléfono:

—¿Carlos? —preguntaste.

—Sí. ¿Quién habla? —respondí.

—Soy yo, Laura. Te hablo desde la universidad. Me acaban de decir que el promedio no me dio lo suficiente y he perdido la beca…

—Ah, lo siento mucho, Laura, pero… ¿la puedes recuperar? —pregunté.

—Sí, pero este semestre solo puedo meter pocas materias porque las tengo que pagar yo y no me alcanza —respondiste.

—Ah, qué caray… De verdad, lo siento…Bueno, pues, ya nos vemos después cuando empiecen las clases, Laura. Adiós —respondí y colgamos.

Me llamabas pidiendo auxilio, pero de verdad no entendía porqué me buscabas a mí, ya que, aunque me decía tu amigo, nunca te tomaba en serio ni te hacía caso cada vez que me pedías ayuda. Sin embargo, tú te rehusabas a rendirte y seguías creyendo en mí. Quizás sería porque pensabas que en el fondo yo no era lo que aparentaba y, en realidad, no te equivocabas porque en esos momentos me sentía mal por no poder ayudarte.

Unos días después empezaron las clases y solo te veía pocas veces por semana porque no podías asistir a los otros cursos. Pasó entonces la primera semana de clases y el fin de semana fui a casa de Alejandro, uno de mis amigos, a quedarme a dormir para ver películas.

— ¿Y cómo estás?, ¿cómo va todo? —me preguntó Alejandro.

—Pues, todo bien, no puedo quejarme, soy afortunado —respondí.

Alejandro no entendía bien a qué me refería con lo de ser afortunado, pero sabía que lo decía por algo específico. Entonces me miró con un poco de extrañeza y me dijo:

—Es raro escucharte hablar así. Usualmente te quejas…

—Sí, pero a veces hay cosas que te hacen darte cuenta de que no aprecias lo que tienes —respondí.

— ¿Como qué? —preguntó Alejandro.

—Como lo que le pasa a Laura, una amiga de la universidad —dije yo.

— ¿Y qué le pasa a Laura? —preguntó.

—Pues, que perdió su beca porque tiene que trabajar mucho para ayudar a sus padres a sufragar los gastos médicos de su hermanita, que padece una enfermedad incurable… —le dije.

—Ah, vaya, lo siento mucho —respondió Alejandro.

—Sí, yo también. El otro día me habló para contarme. Me llamó como pidiendo ayuda, pero sabe bien que yo tampoco tengo dinero, así que no puedo ayudarla. De hecho, no sé ni para qué me llamó…—le dije.

Entonces Alejandro se sentó en su sillón, cruzó la pierna y encendió un cigarrillo. Luego me miró fijamente, con una sonrisa burlona que parecía de desaprobación haciéndome sentir como un acusado frente a un juez.

— ¿Y te dices su amigo? No solo con dinero puedes ayudar a la gente…—me dijo.

— ¿Pero, si no es con dinero, cómo puedo ayudarle? —pregunté.

—Estando ahí para ella —respondió Alejandro.

—No entiendo a qué te refieres—contesté.

—Pues, me refiero a que la ayudes con los exámenes y con sus trabajos y, si necesita alguien con quien hablar, simplemente escúchala—respondió sonriendo.

—Ah… Pues, eso no se me había ocurrido, tienes razón… —contesté.

Ya al día siguiente, en casa me puse a pensar en las palabras de Alejandro y me di cuenta de que todas las cosas que él me había dicho ya habían pasado por mi mente, pero en realidad tenía miedo de acercarme a ti y verte caer en desgracia porque yo no tenía dinero para poder ayudarte. Por eso prefería mantenerme alejado, ajeno a tus problemas. Sin embargo, Alejandro me había hecho ver que era mi deber como amigo vencer mi temor y adentrarme en la complejidad de tu vida para estar ahí a tu lado ahora que me necesitabas. Fue así que me decidí a empezar a ayudarte sin esperar nada a cambio, excepto la recompensa de saber que había aportado algo para hacer que tu vida fuese un poco más fácil cada día. Así, día a día comenzaba a mostrarte un lado de mí que no conocías: si me preguntabas cómo hacer alguna tarea, ahora me esmeraba en que entendieras en vez de darte respuestas a medias o a la carrera, solo para salir del paso y que me dejaras en paz. Buscaba adelantarme a lo que necesitaras: si no podías comprar un libro, yo le sacaba copias al mío antes de que tú me lo pidieras; aunque no tenía mucho que ofrecer, estaba dispuesto a darte todo lo que tuviese.

Pasaron las semanas y, con ellas, los meses, hasta que no quedaba mucho para el final del semestre. De poco a poco, cuidar de ti se había convertido, más que en un deber, en una necesidad. Recuerdo aquella noche que llamé a tu casa y me pasé una hora dictándole a Pablo, tu hermano, ejercicios de un libro que no habías podido comprar para que pudieses hacer la tarea y llevarla al día siguiente. Esa misma noche me llamaste emocionada para agradecerme. Aunque yo aún no me daba cuenta, para mí no había mejor recompensa que escuchar tu frágil voz vibrante de emoción al otro lado del teléfono.

Te vi el día siguiente en la universidad y, mientras hablábamos, salió el tema de tu cumpleaños:

—Tú no te acuerdas de cuándo es mi cumpleaños… ¿verdad? —me preguntaste sonriendo.

—Sí, sí que me acuerdo —respondí.

— ¿Ah, sí?, ¿entonces cuándo es? —preguntaste con una gran sonrisa.

—Sí, lo sé, pero es secreto… —respondí también sonriendo.

Tú te echaste a reír. Era mentira, no lo sabía y tú también sabías que no lo sabía, pero yo no quería aceptarlo, así que el siguiente fin de semana le hablé a tu mejor amiga, Nadia, para preguntarle cuándo era tu cumpleaños y le pedí que no te dijera nada. Entonces llamé por teléfono a tu casa y contestó Alberto, tu novio. Le pedí hablar contigo y hablamos brevemente porque estabas en medio de una comida familiar.

— ¿Laura? —pregunté.

—Sí. ¿Carlos, eres tú? ¿Qué pasó? —respondiste.

— ¿Qué crees? Que sí que sabía cuándo era tu cumpleaños, solo que estaba fingiendo. Es el 26 de julio—respondí riendo.

—Ah, muy bien. Pues, como sí te acuerdas, tendrás que felicitarme —respondiste con tu risa de niña traviesa.

Esa misma tarde, mientras me duchaba, me sorprendí a mí mismo haciendo planes sobre cómo sería nuestra vida después de que nos graduáramos: abriríamos una empresa, probablemente una constructora, y nuestra compañía sería muy exitosa porque éramos la combinación perfecta, yo aportaría la parte teórica y tú la parte práctica. Cosecharíamos muchos triunfos y al final terminaríamos casándonos, desde luego. Qué misteriosas formas tiene el amor de trabajar que, incluso después de imaginarme todo eso, la idea de que comenzaba a enamorarme de ti aún no cruzaba por mi cabeza. Yo aún te veía como una amiga, pero una amiga que cuando no veía me robaba la sonrisa.

Tú también comenzabas poco a poco a darme señales de que dejabas de verme solo como un amigo. Un día, Trillo y yo estábamos en el centro de cómputo imprimiendo unos trabajos y, mientras mandábamos unas hojas a imprimir, espiábamos a las chicas que estaban ahí. Casi parecíamos un par de lobos tras los árboles acechando un rebaño a la distancia…

—Mira, mira qué buena está esa…—dijo Trillo sonriendo como niño en confitería.

—Sí, la verdad es que está buenísima…—contesté.

Trillo y yo reíamos discretamente y, cuando volteé, te vi parada detrás de mí sonriendo y dijiste:

—Conque buenísima, ¿eh?

Y, acto seguido, metiste tus dedos en mi barba tomando un mechón de pelo y lo empezaste a retorcer mientras yo reía y tú me arrastrabas fuera del edicio.

—Espérate Laura, espérate… ¿Qué te traes? —pregunté riendo en medio del dolor de que me estuvieras tirando de la barba.

—Nada, Carlitos, nada. Solo que veo que se te hace tarde para la siguiente clase y tú te andas distrayendo con cosas que no debes ver… —dijiste riendo, pero tus ojos no ocultaban que en el fondo estabas enojada. Yo pensé que era solo un juego entre amigos porque, cuando se trata de entender el lenguaje femenino, las mujeres y yo vivimos en extremos opuestos de la galaxia.

Unas semanas después llegaba el final del semestre y, con él, las fechas de entrega de proyectos finales de las diferentes materias que cursábamos. Fue por uno de esos proyectos que te quedaste a dormir por primera vez en mi casa. Llegaste como al medio día y, en vez de ponernos a trabajar, nos pasamos toda la tarde hablando de todo menos del proyecto: te mostré mi colección de bandas de rock favoritas y tú, sentada en la cama con el pelo en la cara, movías la cabeza de un lado al otro violentamente, burlándote de mí, fingiendo que disfrutabas extasiada de mi música, pretendiendo ser uno de esos rockeros mientras yo reía a carcajadas. Luego comenzaste a contarme algunas de tus rarezas, como que te gustaba la misma estación de radio que nos ponía mi abuela cuando nos invitaba a comer a su casa los domingos en vez de que te gustara la música normal para una chica de tu edad, o que te gustaba tomar agua hirviendo así nada más, sin café o azúcar. Después discutimos tu insólita aversión al pan de molde que hacía que yo me tuviese que ir a esconder detrás de algún árbol sintiéndome como si fuese un criminal o un pervertido cada vez que estábamos en la universidad y quería comerme un sándwich que me había dado mi mamá en casa; y así continuaste hablando toda la tarde de tus rarezas mientras yo escuchaba fascinado y, para cuando nos dimos cuenta, ya se nos había hecho de noche. Alarmados, finalmente nos pusimos a trabajar. Yo introducía ecuaciones en la computadora y te iba dictando resultados, los cuales tú apuntabas en un borrador. Nos pasamos toda la noche en vela para terminar el proyecto y no acabamos sino hasta el amanecer.

El plan era que tú te irías a trabajar a la oficina en la mañana y al mediodía llegarías con el proyecto listo, el cual pensabas imprimir en el trabajo. Yo, por otro lado, me iría a la universidad a esperarte. Llegué entonces a la clase del ingeniero Zavala a esperar a que llegaras mientras el resto de los equipos entregaban sus proyectos. El ingeniero Zavala era uno de los profesores que tú y yo más admirábamos porque, además de ser muy profesional, era todo un caballero y siempre estaba dispuesto a ayudar. Esperé hasta el final de la clase, pero tú nunca llegaste. Tuve entonces que hablar con él:

—Perdone, ingeniero, nuestro proyecto sí estaba listo pero no sé qué le pasó a Laura.

—Sí, Carlos, no te preocupes, aquí puedo esperar un rato a que llegue Laura —respondió Zavala.

Entonces, justo cuando iba a ir a un teléfono público afuera de la facultad, me llamaste a mi teléfono.

— ¿Carlos? —sonó tu voz al otro lado del teléfono, como si fueses un ratoncito arrinconado por un gato.

— ¿Laura? ¿Dónde estás? —pregunté.

—Todavía en el trabajo, es que Alberto y mi jefe andan de muy mal genio y no me dejaron salir a tiempo. Perdóname, por favor —dijiste. Me pareció que habías estado llorando.

—Laura, no te mortifiques, que no ha sido culpa tuya. Yo ahora hablo con el profesor y verás como lo arreglo —dije, tratando de tranquilizarte.

—Gracias —dijiste casi susurrando al otro lado del teléfono—. Dile que yo se lo llevo en la tarde, porque su oficina no queda tan lejos de mi trabajo —añadiste.

—Está bien, yo le digo… —respondí y colgamos.

Tú me habías contado que, aunque tu jefe era bueno contigo, algunos días podía tener el genio medio podrido y, aparentemente, ese día había sido uno de ellos. Aquel día tú esperabas que yo me portara contigo como tu jefe y tu novio, pero yo ahora era una persona diferente. Si esto hubiese ocurrido seis meses atrás, cuando me comportaba como un patán contigo, de seguro me habría peleado contigo y no habría escuchado razones, pero, ahora que todo era diferente, ¿cómo te iba a reclamar si no era tu culpa? ¿Cómo creías que yo también te haría llorar, si te habías convertido en lo que yo más quería en este mundo?

Regresé al salón ya vacío y me esperaba el ingeniero Zavala solo en el aula, sentado en su escritorio.

—Ingeniero, me apena muchísimo, pero Laura tuvo problemas para imprimir el trabajo y aún no está listo, pero dice que se lo llevará a su oficina esta misma tarde… —dije poniendo cara de compungido.

—Está bien, Carlos, pero hay que organizarse mejor para la siguiente ocasión —dijo Zavala sonriendo.

El ingeniero Zavala salvaba el día y demostraba una vez más porqué todo el mundo le tenía tanta estima. Esa no sería la última vez que el ingeniero Zavala me sacaba del atolladero.

Ya después, estando yo en casa, me llamaste para avisarme de que ya habías entregado el proyecto:

—Carlos, ya entregué el proyecto —dijiste.

—Está bien, Laura, gracias. ¿Cómo te sientes? —pregunté.

—Ya mejor… Oye, gracias por no enojarte conmigo, tenía miedo de que tú también comenzaras a reclamarme después del día que había tenido en la oficina —dijiste hablando muy bajito, pero tu voz vibraba emocionada.

—Laura, ya te dije que no fue tu culpa y, además, los verdaderos amigos tienen paciencia y saben entender… —te dije también hablando bajito como solo se le habla a quien se quiere de verdad.

—Eres muy bueno conmigo…, Carlitos —respondiste.

—Bueno, Laura, ya cuelga que se supone que estás trabajando y no quiero que el ogro de tu jefe te empiece a regañar de nuevo. Ya tendremos tiempo para hablar después… —te dije y colgamos el teléfono.

Aquellos días de otoño me traías caminando por el cielo, abrigado con la calidez de tu voz bajo un sol de invierno que lo iluminaba todo, pero que no calentaba nada y, si los árboles se vestían de rojo y amarillo para avisar de que un año más se terminaba, yo sonreía y, si los árboles se deshacían de sus hojas para dar su último adiós, yo igual sonreía, porque la felicidad y la calma con que inundabas mi alma no parecían venir de este mundo, sino que venían directamente del cielo azul infinito. Por eso comenzaba a sentir, sin darme cuenta, la necesidad de entregarte mi vida sin pedir nada a cambio mientras esperaba el día en que finalmente pudiese caminar a tu lado, tomado de tu mano.

La semana siguiente comenzaron los exámenes finales y yo te invité a mi casa a estudiar para el examen de la materia más difícil del semestre la tarde previa a dicho examen.Yo hubiese querido que vinieses antes para darte clases y prepararte bien, pero simplemente no tenías tiempo. El plan era quedarnos en vela toda la noche y luego irnos por la mañana para la universidad. Recuerdo que aquella tarde llegaste bastante resfriada, así que antes de ponernos a estudiar te pedí unas medicinas en la farmacia, te cubrí con una manta y puse agua a hervir para un té. Las horas pasaban y tratábamos de abarcar lo más posible, hasta que en un punto de la madrugada no podías mantener los ojos abiertos y solo cabeceabas. Me sentía como cuidando a un polluelo que se acababa de caer del nido: con esos grandes ojos color marrón y los párpados oscurecidos por el cansacio. Viéndote así, con los ojos cerrados, cabezeando, me pude dar cuenta de lo increíblemente bonita que eras y yo solo tenía ganas de estrecharte entre mis brazos susurrándote al oído que al final todo saldría bien…

—Oye, Laura, te estás quedando dormida. ¿Por qué no vamos al sofa a descansar un rato? —te pregunté.

Y tú sin hablar solo asentiste con la cabeza.

Fuimos entonces a sentarnos a la sala. Tú te hincaste en el sofá con la cabeza apoyada sobre el respaldo y yo, después de cubrirte con una manta y apagar la luz, me senté a tu lado. Te sentía tan frágil e indefensa en la oscuridad que tomé tu cabeza para recargarla sobre mi hombro y después apoyé mi cabeza sobre la tuya. Yo trataba de dormir en aquella fría oscuridad contigo a mi lado, pero las ideas cruzaban por mi mente como estrellas fugaces, mientras reflexiones y recuerdos de mi tiempo a tu lado giraban y se mezclaban unos con otros en una hermosa danza de luz y de color hasta que de aquella niebla de colores surgió un destello luminoso, como si de pronto miles de estrellas ardieran dentro de mí: en ese momento me daba cuenta de que estaba dispuesto a abrirme las venas y darte toda mi sangre sin pensarlo por un segundo si tú me lo pedías, porque te amaba tanto que ya no tenía ningún control sobre mi persona. Lo que sentía por ti era imposible de explicar porque aún no se habían inventado las palabras que sirvieran para describir con justicia el amor que sentía por ti. Entonces abrí los ojos y pensé por un momento en despertarte para seguir estudiando, pero ya no tenía caso porque estabas demasiado cansada, así que te tomé de la mano y volví a recargar mi cabeza sobre la tuya mientras tú seguías durmiendo y yo esperaba el amanecer.

Por la mañana desayunamos y partimos en tu coche para la universidad. No nos faltaba mucho para llegar cuando empezaste a hablar de tu novio.

—A veces no sé que pensar de mi relación con Alberto. Creo que le quiero, pero no sé si en realidad me quiero convencer de ello por todo lo que depende de que ande con él —dijiste.

— ¿Y de qué depende que andes con él? —pregunté.

—Bueno, pues, mi trabajo porque trabajo para su jefe. De hecho, él me consiguió el trabajo que tengo ahora y, además, nos ha prestado mucho dinero para el tratamiento de Rosita. Mi mamá ya me ha dicho que no me sienta obligada a andar con él y que, si no lo quiero, no tengo que ser su novia—contestaste.

— ¿Pero tú lo quieres? —pregunté.

—Eso creo, pero a veces tengo la impresión de que no le importa lo que yo quiero —respondiste.

— ¿Como por ejemplo? —pregunté.

—Pues, casi rompo con él en mi último cumpleaños, porque me regaló una caja vieja de metal para guardar dulces con decorados infantiles sobre las caras de la caja. Parecía que había sacado mi regalo de un bote de basura. Yo me enojé mucho con él y para nuestro aniversario por lo menos pidió ayuda a la hija de nuestro jefe para que le asesoraran. Esta vez me regaló unos zapatos y no es que me importe el precio del regalo, pero quiero sentir que se esforzó buscándolo. Un regalo te dice mucho sobre lo que siente por ti la persona que te lo da. ¿No es cierto?

—De acuerdo —contesté, y no porque quisiera indisponerte aún más hacia Alberto, sino porque de verdad creía que tenías razón.

—Luego, hace no mucho, fuimos él y yo a la costa de Jalisco para hacer un trabajo para nuestro jefe y, como tendríamos unos días libres, le dije a unas amigas mías que nos acompañaran para aprovechar y tomar unas pequeñas vacaciones. Todos los días que estuvimos de vacaciones no pude lograr que se saliera de la cama temprano. Yo quería que nos levantáramos temprano para que nos rindiera más el día y él me decía que yo no quería que mis amigas se dieran cuenta de que dormíamos juntos. Por favor, no será ni el primero ni el último hombre al lado del cual amanezca —dijiste.

—Te entiendo —dije disimulando, porque en el momento en que insinuaste que dormías con él sentí un vacío en el estómago que subía por mi pecho hasta hacerme un nudo en la garganta, poniéndome en estado de alarma, agudizando mis sentidos como si estuviese viendo a un ladrón metiéndose en mi casa, pero ese sentimiento casi inmediatamente se transformó rápidamente en un dolor indescriptible al darme cuenta de que no era un ladrón, sino alguien entrando a su propia casa y yo era solo un vagabundo que por un momento se había creído que tenía casa viendo desde la acera. Si dormías con él prefería no saberlo. Tenía ganas de saltar por la ventana o ponerme a gritar del dolor, pero tuve que ahogar mis gritos en la garganta tragando saliva para no delatarme.

Llegamos por fin a la universidad y, un par de horas después, hicimos el examen. Yo no tuve problemas y lo terminé pronto. Te ofrecí mi calculadora y tú la tomaste. Al salir del salón de clases te vi batallando con la calculadora y me sentí mal porque sabía que no te iba a ir bien, pero ya no había mucho que yo pudiera hacer. Me fui a casa a estudiar para el siguiente examen y tú, cuando terminaras el examen, te irías a trabajar toda la tarde. Ya no tuve oportunidad de hablar contigo para ver cómo te había ido. Era el último examen. Yo regresé a casa totalmente agotado y tú tenías que seguir trabajando.

Al otro día me desperté triste porque ya no tenía pretextos para estar contigo durante las vacaciones y tendría que esperar hasta el próximo semestre para verte. No sabía cómo iba a hacer para estar un mes sin verte. Entonces sonó el teléfono y eras tú.

— ¿Carlos? —preguntaste.

—Sí, Laura —contesté.

Me moría de ganas de llamarte mi amor y de decirte cuánto te necesitaba, pero me callé.

—Tienes el sueño pesadito, ¿eh? Te estuve llamando ayer toda la noche y tu tía no te pudo despertar…—dijiste riendo.

—Bueno. ¿Y cómo te fue en el examen? —pregunté.

—No muy bien, la verdad, ojalá lo haya pasado —me dijiste.

—Pues, iremos a ver al profesor, a ver qué se puede hacer —contesté.

—Sí, iré a revisar mis calificaciones mañana. ¿Vienes? —preguntaste.

—Sí, claro que sí —respondí.

Yo llegué primero a la oficina del profesor Ugalde.

—Buenos días, profesor. ¿Puedo pasar?

—Pase, pase, Carlos. ¿Cómo le va? —respondió Ugalde.

—Bien profesor. ¿Y a usted?

—Muy bien, gracias, Carlos —respondió Ugalde.

—Profesor, ¿ya tiene las calificaciones?

—Sí.

— ¿Y cómo nos fue? —pregunté.

—Pues, a usted le fue muy bien, pero a su amiga Laura no. De hecho, no pasó el examen —respondió Ugalde.

Sentí un vacío en el estómago y que me hervían las mejillas.

—Profesor, quisiera pedirle que reconsidere su decisión. ¿Usted conoce la situación personal de Laura? —pregunté.

—No, no la conozco. ¿Qué problema tiene? —preguntó Ugalde.

—Pues, verá usted, Laura tiene una hermanita muy enferma y necesitan mucho dinero para sufragar los gastos médicos. Por eso ella tiene que trabajar mucho y no le da tiempo suficiente para estudiar — respondí.

—Ah, pues, lo siento mucho. No lo sabía, es una pena, pero no hay mucho que podamos hacer… —dijo Ugalde.

—Sí que hay algo que usted puede hacer. ¿Qué le parece si la aprueba a cambio de que venga en vacaciones a estudiar con usted para demostrarle que sí sabe? —le dije.

—Lo siento, Carlos, pero no puedo —respondió Ugalde.

—Se lo pido yo como un favor personal, profesor, si no la aprueba ella no recuperará su beca. Permítale terminar la carrera, profesor, déjela graduarse para que pueda seguir su camino… Además, si no la aprueba, perderé a mi única compañía aquí en la facultad. Por favor, profesor, no me la quite, yo le prometo que yo le ayudaré a estudiar y que vendrá en vacaciones a demostrarle que sí sabe, se lo ruego —le dije tratando de no ponerme a llorar.

—Está bien, Carlos, dígale a Laura que venga a verme —respondió Ugalde.

—Muchas gracias, profesor, de verdad, no sé cómo agradecerle —respondí.

Fui a buscarte a la biblioteca y te encontre ahí, haciendo un trabajo para tu jefe. Me senté a tu lado.

— ¿Ya viste a Ugalde? —preguntaste.

—Sí, ya fui a verlo…—respondí.

— ¿Y cómo te fue?

—Me fue bien.

— ¿Y te dijo cómo me fue?

—Sí, no pasaste, pero hablé con él y ya todo está arreglado —respondí.

— ¿Y cómo lo arreglaste?

—Le dije que irías en vacaciones a resolver ejercicios con él para demostrarle que sí entiendes la materia.

— ¿Y lo aceptó así nada más?

—No, me costó un poco de trabajo convencerle. Le tuve que contar acerca de tu situación personal. Lo siento.

— ¿Y entonces aceptó?

—No, aún tuve que decirle más cosas para convencerlo. Le pedí que te dejara terminar la carrera porque si te reprobaba perderías la beca. Además, le dije que tú eras mi única amistad aquí en la facultad y le pedí como un favor personal que no me quitara a mi amiga porque me sentiría muy solo —te dije volteando hacia la ventana para que no vieras mis ojos.

—Ahora… te quiero un poco más que antes…—dijiste susurrando.

Yo quise tomar tu mano, pero me sentía como un caballero portando una armadura oxidada. Tenías novio y yo pensaba que solo me querías como a un buen amigo. Me sentía torpe e inseguro porque tenía mucho miedo de que me rechazaras y, justo cuando me había atrevido a tomar tu mano, se nos acercó Pedro, otro compañero de la facultad, y nos pusimos a platicar con él. Laura iría a hablar con Ugalde y yo le dije que le hablaría el fin de semana para ver cómo le había ido.

Der kostenlose Auszug ist beendet.

4,99 €