Garcilaso

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© María Soledad López González

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-1386-433-4

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Dedicado a Miguel, que crecía en mi interior a la vez que esta historia.

Agradecimientos

Este libro, más que de prolijas lecturas —y sin olvidar al maestro, Antonio Prieto— nace de mis viajes tras las huellas de Garcilaso.

Por eso, se lo dedico a todos los que han hecho posible este viaje, a Christian y Ghislaine, sin cuyo apoyo y acogida no hubiera podido conocer la Costa Azul, a mis queridos Olga y Francesc, que me cuidaron durante unas fiebres en Tarragona, (parada en el camino a Francia) con el afecto y la sincera amistad que Garcilaso encontró siglos antes en Barcelona, a Mari Carmen Vaquero por su generosa aportación sobre la biografía de Garcilaso (gracias, Mari Carmen, por descubrir a Galatea). Más aún, al garcilasista Mariano Calvo, quien, además de sus imprescindibles publicaciones, me mostró los rincones secretos de Toledo y me regaló la foto de Garcilaso que ilumina mi despacho (debajo de la de Cervantes). Mil gracias, Mariano.

Gracias a los amigos, alguna quizá descendiente del poeta, que me acompañaron aquel día por Toledo, con los que compartí durante años alumnos toledanos, algunos (hasta los peores estudiantes) entusiasmados con las anécdotas que les contaba sobre el poeta de su tierra.

Gracias a mi amigo Juan Fernández Castaldi que, como aquel Juan Boscán, lee esta novela y apuesta por ella.

Y gracias a mi amor, Luis Pradilla, que me acompañó conduciendo en múltiples viajes, hasta sumar miles de kilómetros (de Lisboa a Niza) mientras yo escribía en un cuadernillo de notas. Gracias a todos.

Y, sobre todo, gracias por tus versos, Garcilaso.

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Cuando trajeron el cuerpo sin vida de su padre, Garcilaso, que era solo un niño, lloraba la orfandad de un hombre al que apenas había conocido, de rodillas ante el féretro, y sintió el consuelo de la cálida mano de su madre sobre su hombro y su dulce voz que le decía: «Este es el mayor honor de un caballero, morir en la guerra sirviendo a su reina».

Sintió entonces el niño el escalofrío del destino y tuvo miedo. Sintió temor porque tendría que vivir siempre de la guerra, hasta que la guerra lo matara. Pero fue tan valiente que jamás huyó de ese destino.

1

«Por vos he de morir…»

Agotados por la batalla, pensaron que atravesarían el estrecho paso de Le Muy sin más problemas, puesto que los franceses que sobrevivieron habían huido en desbandada. Pero se toparon allí con una torre circular donde, al parecer, se habían refugiado unos hombres. Uno de los soldados de palacio vino al encuentro del Emperador en Fréjus y explicó a su Majestad y los allí presentes que había en la torre unos franceses que les impedían subir.

—Bien —respondió el Emperador—, id allá mis mejores caballeros, informaos de qué gente es esa y qué pretenden. Y hacedlos salir de allí, vivos o muertos.

—¿Cuántos hombres puede haber ahí dentro? — preguntó el capitán Maldonado.

—Mis hombres han visto entrar a cosa de una docena —respondió Garcilaso.

—¿Y no podremos con doce hombres?

—Procuraremos que se rindan, no necesitamos más sangre.

Maldonado volvió una mirada indignada al Emperador, quien decidió pasar por alto las palabras del Maestre Garcilaso, que podían resultar ofensivas por discutir las órdenes y deseos de su Majestad. No había tiempo para disquisiciones quisquillosas.

—Conseguid rendir esa torre —dijo dándoles la espalda, para observar la luz del atardecer de septiembre.

Allá fueron, rodearon y atacaron la torre, como les había sido ordenado y lograron abrir un portillo en un lateral por el que acceder a ella. Una vez hecho, prepararon una escala por la que empezó a subir don Jerónimo de Urrea, superior a Garcilaso, y a quien consideraba debía el respeto de dejar pasar delante y alcanzar cualquier honor. Una vez empezó a subir don Jerónimo, Garcilaso se aprestó a iniciar la escalada y recibió un empujonazo del capitán Maldonado: —¿No pensaréis —le bisbiseó al oído cual culebra— cobrar tan rápida y fácil honra por delante de mí?

Garcilaso se volvió, ya con la mano en la empuñadura y le clavó su oscura mirada: Os advierto, capitán, no volváis a tocarme si no queréis perder la vida vos antes que esos franceses…

Les interrumpió, ya ambos prestos a sacar el arma, don Guillén de Moncada: —¿Qué ocurre aquí? ¿Disputan el honor de acompañar a don Jerónimo? Les ruego a vuestras mercedes que me concedan a mí la ocasión de acompañar a mi amigo en tal trance.

—Vos merecéis esta honra más que cualquiera de nosotros, mi señor —respondió Garcilaso agachando la cabeza y olvidando la disputa anterior.

Agradecido por el gesto, don Guillén de Moncada le sugirió: Y vos subiréis tras mí en tan arriesgada empresa.

—Creo que son solo unos muchachos —ironizó Maldonado— pero consentiré en ir el último en tan brava expedición —y farfullando algo ininteligible, cedió su puesto en la escala para que subiera por delante Garcilaso. Así Maldonado salvó su vida, pues cuando ya habían subido don Jerónimo de Urrea y don Guillén de Moncada lo suficiente para asegurarse en el saliente de un ventanuco que allí había, se vio asomar la cabeza de dos muchachos aún imberbes que arrojaban con fuerza unas piedras que quizá extrajeron de la propia torre. Una de ellas, la más grande, fue a dar en la escala y a partirla justo a la altura del poeta, quien, cuando buscaba asidero, recibió el impacto de la segunda piedra en la cabeza y cayó como herido por un rayo, mientras Maldonado aún estaba a tiempo de saltar a tierra sin dañarse demasiado y observar cómo caía a su lado el cuerpo desmadejado del rival.

Mientras caía, arrebatado por aquella piedra que hendió su cráneo inteligente, comenzó a ver imágenes que se acumulaban, en tropel, entre fogonazos de luz cegadora, voces lejanas, risas y llantos femeninos… y era tanto lo que tenía que ver, que recordar, que saber de su corto paso por el mundo, que no era capaz de despertarse. Los párpados parecían sellados por una plomada, y el dolor de la frente era remoto, como si no fuera suyo… Pronto el cuerpo fue también un eco lejano, la presencia distante de un marco donde hallarse, de una ubicación oscura donde continuar visionado imágenes nítidas, más nítidas que aquellas que perciben los ojos abiertos. Así, no fue consciente de la caída brutal a tierra, desde aquella altura, no escuchó los gritos de sus hombres ante el temor de lo inevitable, no sintió el cuidado y la prisa con que lo levantaron y depositaron en las parihuelas, no sintió el doloroso traslado a Fréjus. Cada piedra del camino, cada paso, parecía a sus hombres que significaría la muerte del Maestre de Campo, la sangre se derramaba cálida desde la cabeza, no lograban aún parar la hemorragia, pero él ningún dolor sentía. Flotaba en un espacio umbrío y feliz, y solo le interesaban las imágenes.

Con gran esfuerzo, algún rato despertó porque una voz dulce le decía, si no abres los ojos ahora, ya no los abrirás nunca. Vio, borrosamente, a sus hombres que le dieron un caldo de gallina, le dijeron que, puesto que estaba mejorando, se desplazarían a Niza, donde el duque de Saboya le ofrecía su hospitalidad mientras se recuperaba… Aquella noche cayó de nuevo en el profundo sueño, recurrió a las imágenes y sus amigas las ninfas le visitaron. Y entre las ninfas, estaba ella, la ninfa más hermosa. Aquel encuentro cumplía su gran sueño, ahora era consciente de ello y estaba demasiado concentrado en juguetear con ellas entre las aguas del Tajo, convertido en niño de nuevo, como para sentir las trágicas dificultades del traslado a Niza, ni la comodidad del lecho que le ofreció el duque en su palacio…

2

Galatea

—¿No os parece poco adecuado, doña Sancha, que vuestro hijo García pase tanto tiempo jugando con niñas, como mi pequeña? Podría levantar sospechas de ser afeminado.

—Querida amiga Teresa, ¡cuánto os gusta molestarme con pesadas chanzas! Sabéis tan bien como yo, pues juntas estamos criando a nuestros hijos, que mi García es bravo con la espada, y que adora acompañar a su hermano Pedro en tantas correrías. Incluso a caballo montara, si no fuera de tan tiernos años, que ya desde la cuna se conoce al caballero. Así que, aunque aún su sonrisa mellada muestre tiernos dientes de infante, su afición por vuestra hija se me representa como la de los jóvenes galanes que conocimos en la Corte siendo tan niñas que nos sonrojábamos cuando nos dirigían sus dulces coplas en las justas.

—Será entonces el caballerito tan galán como mostró ser su padre para cortejaros. No me importaría que algún día pudiéramos compartir los mismos nietos, pues todo hemos compartido siempre, a lo que alcanza mi memoria, dulce Sancha.

 

—¿Os imagináis asistir a las bodas de García y Guiomar en unos años?

Las que así fantaseaban, divertidas, mientras vigilaban con dulzura los juegos de sus pequeños, eran dos damas de la más alta nobleza toledana que se habían criado en el mismo barrio de Santa Leocadia y habían empezado a dar sus primeros pasos vacilantes juntas, en aquellas empedradas calles, a la sombra de sus grandes casas solariegas y al son del repique de las campanas de la Catedral. Juntas habían bajado en las excesivamente calurosas tardes de verano a refrescarse con sus damas a las verdes riberas del fresco Tajo, juntas habían aprendido a leer y tañer dulces instrumentos y juntas habían entrado al servicio de la reina Católica, honor que solo correspondía a damas de alta alcurnia como ellas. En la intimidad de la corte segoviana, más aún se había acrecentado su amistad, que las hacía casi hermanas, ambas bellas, alegres e inteligentes y para ambas había encontrado la reina esposos de porte noble, de las mejores familias de Toledo, caballeros con quienes habían contraído matrimonio de buen grado con apenas dos meses de diferencia. Teresa se había casado con don Hernando de Ribadeneira, que servía fielmente a sus católicas majestades, como había hecho antes su padre, y el padre de su padre.

No menos se podía decir del flamante esposo de doña Sancha, nada menos que don Pedro Suárez de Figueroa, embajador de los Reyes Católicos en Roma en aquellos momentos, quien se hacía llamar ahora Garcilaso de la Vega, y por eso puso a su segundo hijo este nombre. Acostumbradas a las prolongadas ausencias de los importantes esposos, como se acostumbraron en la infancia a las de sus linajudos padres, entretenían sus días las dos amigas soñando con el futuro que esperaría a sus numerosos hijos, que crecían a su alrededor como hermosas flores salidas de sus vientres, unos sanos y fuertes, otros enfermizos a los que habían de despedir, a veces, antes de que nacieran.

Pero aquellos niños de los que hablaban eran siempre motivo de alegría, desde que nacieron, con escasos meses de diferencia. García era el segundo varón de Pedro y Sancha, el tercero de sus hijos, y, si bien el primogénito, Pedro, había sido el más esperado, por su carácter algo fuerte y testarudo y por estar su padre más pendiente de su educación, Sancha sentía que de Pedro la habían alejado demasiado pronto, mientras que de García le dejaban disfrutar más a su sabor, como si de otra de sus hijas se tratase, y así podía cultivar en él el gusto por la poesía, leyéndole los versos de su tío el Marqués de Santillana, enseñándole a tocar la cítara y el laúd, y le permitía estar más tiempo en el mundo femenino, rodeado de niñas y mujeres, pues a su madre le costaba desprenderse de él. ¡Había nacido tan hermoso, con aquellos dulces cabellos dorados y aquellos rasgados ojos oscuros y penetrantes, sabios desde el principio!

Justificaba por ello las horas que pasaba jugando con su amiguita Guiomar, y en verdad las dos damas soñaban con poder unir sus casas algún día, mientras charlaban sobre los rumores que llegaban de la Corte. Comentaban cómo habían encontrado a la reina Juana, a quien habían acudido a dar el pésame recientemente por el fallecimiento de su esposo en Burgos y allí habían podido comprobar lo que de ella se decía: que había perdido la cabeza por el extremo amor que sentía por su esposo y ahora su locura llegaba a mayores extremos, al morir el rey Felipe.

—Ha marchado detrás de él sin separarse del féretro ni de día ni de noche. ¡Y en su estado!

—Perderá a la criatura, si no pierde ella la vida.

—A pesar de su debilidad mental, su cuerpo es fuerte y sano. Al príncipe Carlos se dice que lo parió en un retrete, porque el parto le sobrevino en una fiesta, allá en Gante. Y dicen que acudió a la fiesta, a pesar de estar a punto de parir, por no dejar a don Felipe, que en gloria esté, solo con las damas de su corte.

—A veces pienso que sus hijos le preocupan bien poco. Cuando murieron sus hermanos mayores, y vino a Toledo para ser nombrada princesa de Asturias, le pregunté por ellos y contestó que ahora debía ocuparse más de las cosas de Castilla, y que lo que no soportaría sería verse separada de Felipe, que hijos, se pueden tener más.

—¡Qué sucesos acaecen a causa del amor! Me cuesta reconocerla cuando la veo tan enajenada, solía ser la más prudente e inteligente de sus hermanas.

—Lo dije desde el momento en que lo vi. Era demasiado bello. No es sano tener un esposo con esa cara angelical. Era casi perfecto, que Dios lo tenga en su gloria.

—Sí, dicen que ella tenía celos de todas, casi hasta del viento que le rozara la cara. Y aún vigila el ataúd constantemente porque piensa que cualquier dama puede robarle el cadáver.

—¡Qué espanto! En fin, suerte hemos tenido de que no nos obligara a acompañarla en este periplo en el que lleva empeñada ya más de medio año, de llevar el féretro a Granada.

—Nuestras obligaciones como esposas y madres nos han librado.

Mientras esto hablaban sus madres, los niños jugaban despreocupados.

(¿Cómo podía entonces, recordar esta conversación? ¿Escuchan los niños mientras juegan? Y ahora veía la carita redonda e infantil de Guiomar).

Guiomar era una niña inquieta a la que no acomodaban del todo las vestiduras rígidas de damita que le hacían llevar, pues dificultaban sus juegos con su amigo García. Les encantaba jugar con espaditas de madera e imaginarse envueltos en aventuras de caballeros andantes, donde la sin par princesa era capaz de defenderse por sí sola de un malvado dragón, que solía ser un perrazo manso de puro anciano que con ellos siempre jugaba. De este modo, el pequeño se enfadaba muchas veces pues, cuando llegaba a rescatarla, Guiomar esgrimía la espada en alto y apoyaba su pie, triunfal, sobre el lomo del perro que estaba tumbado, con los ojos cerrados, como si no fuera con él la historia o como si se tratara de otra de las mullidas pieles que alfombraban la sala.

—¡No puedes jugar así, tienes que esperar a que te salve, Guiomar! —protestaba el niño.

—No te enfades, Garci, anda, ahora me salvas… —y la niña se tumbaba, divertida, frente a la cabeza del perro, y le abría las fauces metiendo dentro un brazo.

El perro se daba la vuelta, gruñendo porque no le dejaban dormir la siesta, y los dos niños se marchaban riendo, a perseguir a Pedro y Hernán, sus hermanos mayores, que siempre eran más rápidos que ellos.

Pero aún más rápido es el tiempo cruel y traidor y la infancia voló de un plumazo cuando les fueron anunciadas, entre llantos y resignación, las muertes de sus valientes padres con poca diferencia entre las dos, que, como en todo, también en la mala ventura de ser viudas, las dos amigas coincidieron pronto. Primero murió don Pedro, y unos meses después, don Hernán. Y García comprendió enseguida que su orfandad le obligaba a decir adiós a su infancia, pues ya tenía trece años y su madre, pasado el primer duelo, lo mandó a Alcalá a estudiar con su hermano al lado del infante Fernando, el hijo de la reina Juana, de quien su padre era el ayo e instructor.

—Ahora que falta vuestro padre, es de capital importancia que os mantengáis cerca de don Fernando, para no perder el favor real. Amén de completar vuestros estudios.

Le costó mucho al muchacho encontrarse tan lejos de Toledo, en las rígidas convenciones de la Corte, que debía acatar cuanto antes, y con el solo afecto de su hermano Pedro, que le llegaba palidecido por la adoración que este sentía por el infante.

—Algún día —le susurraba su hermano cuando se retiraban a la cámara que compartían— don Fernando será rey.

—Pero ¿no es don Carlos el primogénito?

—Don Carlos no ha estado jamás en Castilla, es un extranjero. Él será emperador de Alemania y dejará las Españas para don Fernando, ya lo verás. Por eso nos conviene mantener la fidelidad a nuestro señor, como hizo nuestro padre.

En los meses de la Corte, García perfeccionó su dominio del latín, del italiano y del francés, pues tenía una habilidad impresionante para los idiomas y su ayo en Toledo, un sabio humanista, le enseñó muchas lenguas ya que los idiomas podían ser una importante baza. Garcilaso quería ser embajador, conocer otras tierras. E iba olvidando poco a poco la nostalgia del hogar.

Sin embargo, bien poco duró su ausencia, pues fueron avisados de la repentina muerte de don Hernando de Ribadeneira y acudieron de inmediato al sepelio, acompañando así al joven Hernán, que también permanecía con ellos en la corte castellana.

Al llegar al templo, donde habían dispuesto la solemne misa —como ocurriera con la de su padre— el jovencísimo García quedó deslumbrado como si una centella le abrasase los ojos.

Guiomar había cambiado; vestida de riguroso luto, su blanquísimo rostro quedaba enmarcado por sus negros cabellos, y solo había un toque de color en el profundo verde de sus ojos, que brillaban entre lágrimas como dos hojas frescas de hierbabuena empapadas de dulce rocío.

García no podía pensar, solo admirar la belleza de su tierna amiga. Temblaba cuando por fin pudo acercarse a ella y tomó con suavidad sus dos manos.

—Siento tanto vuestro dolor, querida amiga…

Ella le miró sorprendida, quizá halagada. ¿Dónde había quedado la vieja confianza, los juegos de dos niños que bajaban al río a salpicarse, se habían marchado con el alma de sus padres, o con la del viejo perro bobalicón sobre cuyo cuerpo rígido juntaron una vez torrentes de lágrimas, y, entre los mechones castaños del perrazo muerto, entrelazaron sus manos como ahora?

—Os agradezco vuestra presencia hoy aquí, que es la única que puede darme aliento en tamaña pérdida. Os he extrañado tanto, Garcilaso…

Cuando escuchó aquel formalismo, el nombre completo, como le llamaban sus instructores o los caballeritos con quien ahora se relacionaba, Garcilaso enrojeció hasta la raíz del cabello. ¿Por qué había sido tan torpe tratándola de vos? ¿No era ella como una más de sus hermanas? No, no era una de sus hermanas.

Aquella noche, de nuevo en su cama de la infancia, el muchacho no podía reposar su pensamiento. No quería ni pensar en volver a Alcalá, quería quedarse allí por siempre, en su amado Toledo, junto al Tajo que le vio nacer… ¡El Tajo! Ese río mágico que habitaban las ninfas… Cerró los ojos y recordó…

Revivió entonces una escena que había ocurrido pocos meses antes. Cuando supo que marchaba con los hermanos mayores, bajó con Guiomar al río. Ella lloraba, «no quiero que te separes de mí».

—Escucha, Guiomar, seca esas lágrimas. Yo he de marcharme porque algún día seré un caballero, y he de estar al servicio de su majestad, la reina, como lo estuvo mi padre. Pero regresaré muy pronto y no me iré jamás.

—¿Cómo va a ser eso, Garci? A partir de ahora, siempre tendrás que estar en la Corte, como nuestros hermanos.

—Bien, pues entonces, vamos a pedir que Toledo sea la Corte. Hace muchos años lo era, ¿lo sabías? Y lo volverá a ser.

—¿Vamos a la iglesia, a pedírselo a Dios?

—No, se lo pediremos a las ninfas del río.

—¿Qué ninfas?

—Escucha, en la Antigüedad decían que los ríos están habitados por unas hermosas mujeres de agua, que son hijas de los ríos. Tienen allí abajo hermosas casas de cristal, y toda su piel brilla, y conceden deseos.

—¿Y eso será verdad?

—Los de la Antigüedad eran sabios.

Y, cogidos de la mano, los dos niños pidieron a las ninfas del río que hicieran que nunca se separaran. Y, si era necesario, que Toledo fuera de nuevo la Corte.

Quizá las ninfas le habían hecho regresar, quizá pudiera quedarse para siempre junto a su amiga, junto a su amada… y por fin se durmió, soñando con su mundo mágico.

Por la mañana, su madre lo llamó a sus aposentos privados junto a su hermano Fernando, unos años más joven. Tenía que hablar con ellos.

—Hijos míos, se ha abierto el testamento de vuestro padre. He de deciros que solo os corresponden ochenta mil maravedís a cada uno.

—¿Es poco? —preguntó Fernando con su voz infantil e ingenua.

—Muy poco, hijo mío. Pedro tiene el mayorazgo, para vosotros solo han quedado ciertas tierras de las que poseemos en Badajoz, y el dinero que digo. Sois nobles, hijos, pero no ricos. Quiero que lo asumáis desde el principio y os comportéis según vuestra condición.

 

—¿Y qué hemos de hacer, madre? —preguntó García, en nombre de ambos, pues siempre se sentía protector del pequeño Fernando.

—Tú entrarás ya al servicio de Su Majestad. Has de hacer la carrera militar, si no quieres hacer la eclesiástica.

Garcilaso pensó en Guiomar: No, madre, no tengo vocación para la iglesia.

—Bien, por ser tu padre, que en Gloria esté, Comendador mayor de la orden de Santiago, los caballeros de dicha orden quieren acogerte. Ellos te prepararán en tu carrera al servicio de la Reina.

—¿Dónde habré de marcharme para esta preparación, madre? ¿Seguiré junto a mi hermano Pedro y el príncipe don Fernando?

—No, hijo, lo lamento, pero has de separarte de tu hermano. Por el momento, tu formación continuará aquí. Si resultas digno de hacer el noviciado, marcharás a Uclés cuando su majestad lo considere oportuno. Cuando obtengas la mayoría de edad, en todo caso. Pero ahora te necesito a mi lado, como cabeza de familia, pues tu hermano no debe separarse del infante Don Fernando, ya que está a su servicio y, dado que ya tienes más de doce años, creo que puedes ayudarme con la carga de esta casa.

Fernando los miraba con sus grandes ojos de azabache:

—¿Y yo?

—Tú eres muy niño, hijo —le dijo su madre acariciando sus sonrosadas mejillas—. Algún día decidirás si has de hacer la carrera militar o la eclesiástica.

—¡Haré lo mismo que haga mi hermano! —aseguró, orgulloso. Siempre emulaba a los hermanos mayores, siempre intentaba ser mayor.

Garcilaso sonrió ampliamente, acariciando la melena de su hermano: «Serás mejor guerrero que yo, Fernando. A mí en realidad me gustaría más dedicarme a escribir y a tocar, a recitar poemas como un trovador enamorado…»

Se le escapó un suspiro que a su madre no le pasó por alto. Algún día, el más sensible de sus hijos tendría que ir a la guerra. Morir o matar. No podía elegir otro destino.

Pero de momento, García estaba radiante. Este año se quedaría en Toledo. Esa misma tarde fue a visitar a Guiomar.

—¿Cómo os encontráis hoy? Por lo que veo, la tristeza no hace mella en vuestra hermosura. ¿Me acompañaréis a dar un paseo al río?

—Claro, ¿quién notará nuestra ausencia? La muerte sume todo en un caos.

Bajaron sin prisas, contándose cómo habían sido esos meses. A Guiomar le interesaban los asuntos de la corte, todo lo concerniente al infante Fernando.

Al llegar junto al río, García se sentó en el verde prado de su orilla y la invitó a sentarse junto a él.

—¿Sabéis por qué quería volver con vos al Tajo? Tenemos aquí un asunto pendiente. Hemos de dar las gracias a unas amigas.

—¿Las ninfas? ¿Acaso ya Toledo se ha vuelto Corte?

—No os burléis. Éramos unos niños, pero… lo importante se ha cumplido.

—¿Porque habéis vuelto? Enseguida os volveréis a marchar, en cuanto Hernán resuelva aquí los asuntos del testamento…

—Precisamente del testamento se trata. Ahora soy solo un pobre segundón. No tengo ni cien mil maravedís como todo patrimonio, lo cual…

Guiomar le observaba con sus grandes ojos verdes de ninfa.

—Lo cual me obliga a hacer la carrera militar. Por el momento, esto significa que puedo regresar a Toledo para proteger a mi madre.

Se abrazaron con fuerza, con alegría. Ella le besó en la mejilla sin pudor y él agachó la mirada.

—¡Qué susto me habéis dado! —bromeó la niña—. Creía que ibais a decirme que ya no podríais casaros conmigo.

—¿Casarme…?

—Es chanza, como de niños siempre decíamos que nos casaríamos, que yo era la princesa Oriana y vos Amadís…

—Y lo seguiremos siendo siempre, Guiomar. Yo algún día me casaré con vos, si aceptáis a este pobre segundón.

—Tampoco Amadís era rico, pero… con vuestro valor lo conseguiréis todo y seréis el más grande caballero que hayan conocido las Españas. Tus hazañas se recordarán durante siglos… —Sin darse cuenta, el entusiasmo los llevó de nuevo a la intimidad del tuteo.

—Y todas llevarán siempre tu nombre…

Y, sin darse cuenta, sumergidos el uno en la mirada del otro, conocieron el primer beso de amor, con las ninfas como secretos testigos.

Un poco avergonzados, entre la risa y el pudor, subieron a la carrera, persiguiéndose como gacelas, para adentrarse en las intrincadas callejuelas que la muralla guarda.

Fueron pasando los años y Garcilaso se iba convirtiendo en un hombre, cada día más grande, robusto, fuerte y hermoso. Las mujeres volvían el rostro a su paso recatadamente y en misa había quien pensaba en él hasta en el momento de recibir la eucaristía. García no era demasiado consciente de ello. Cuando, tras alguna fiesta en que se veía disputado por unas y otras jovenzuelas en las danzas y bailes, luego tenía que escuchar las recriminaciones celosas de Guiomar, se reía alegremente.

—Guiomar, para mí es una tortura bailar con otras damas, porque me privan de estar en tus brazos. ¿A quién, sino a ti, han ido dedicadas las coplas que ante todos he recitado hoy?

—Eso es lo que más temo, tus dotes de poeta —le recriminaba ella, con el gracioso dedo acusador sobre su pecho—. Los poetas tenéis el corazón abrasado por el amor, y sois veleidosos. Y tú no haces más que componer coplas y más coplas, pareces más poeta que soldado.

—Y, ¿cuál crees que sea la razón por la que pienso en verso, sueño en verso y respiro en verso? Porque solo pienso, sueño y respiro tu aroma. Porque el amor que siento por ti no me deja concentrarme en nada más. Y a veces soy recriminado por mis ayos, pues me desconcentro y entre declinaciones de latín, escribo tu nombre, adornado con flores. Y lo peor es cuando me ocurre como hace unos días, que me acordé del hoyito que se te forma en la mejilla al sonreír en el momento en que debía defenderme, y recibí un espadazo de mi hermano Fernando, por lo que fui recriminado por nuestro profesor, y Fernando altamente felicitado.

—¿Y sentiste envidia de tu hermano?

—En absoluto. A pesar de sus cortos años, creo que será mejor guerrero que yo, mi alma no está dispuesta tanto al ejercicio militar como a los versos. Mientras el preceptor me reñía, yo sonreía porque me surgía el villancico que hoy os he dedicado.

—¿Me lo volvéis a recitar? —Guiomar olvidaba el enfado y se ponía melosa. Garcilaso tomaba sus manos con reverencia, contemplaba sus ojos y decía con dulce y profunda voz, irresistible:

Nadie puede ser dichoso,

Señora, ni desdichado,

Sino que os haya mirado...

Y Guiomar olvidaba sus recelos y se deshacía en los besos del amado y en su profunda mirada.

Sus cuerpos jóvenes iban creciendo a la par de su profundo amor, que les parecía eterno y, huérfanos ambos de la autoridad paterna, salían y pasaban largas horas en la soledad del río, pues sus madres confiaban plenamente en su inocente amistad de tantos años. Así, de las miradas y los besos pasaron a las caricias y ya García se permitía ciertos atrevimientos de los que ella se iba defendiendo, pudorosa. Pero ¿cuánto tiempo podía su espíritu ardiente y enamorado resistirse a tanto asedio, a fuego tan abrasador, a la voz profunda del amado que con sus versos lograba conmoverle las entrañas?

Y en una calurosa siesta de un mes de agosto, cuando Toledo todo dormía abrasado por el alto sol, ellos habían encontrado el refugio fresco y umbrío de los árboles que se inclinaban a beber de las aguas de su querido río, y jugando a causa del calor, se desprendieron de ropajes y entraron al agua, como hacían de niños. Allí Garcilaso la sostuvo en sus brazos y le dijo, riendo: Acabo de pescar una ninfa y no pienso soltarla. ¿Eres por caso la ninfa Galatea?

—¿Y no serás tú, por ventura, un sátiro? —bromeó ella y la mirada de él congeló la sonrisa en sus labios. Era una mirada tan llena de deseo que quemó todo su cuerpo, y le sobraban las húmedas enaguas.