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A por la estupidez x+1
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Letrame Editorial.

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© María Pérez González

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-616-6

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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A Cande y Sofía. Mi madre y mi hermana, por ser mi todo,

el motor de mi vida, mis amores incondicionales, mi refugio, consejo y consuelo.

A Mónica. Por saber, siempre, ser y estar, por tu apoyo

y tu amistad. Mi Anam Cara.

A Conchi. Tía, madrina, amiga, segunda madre y todo lo que implique amor. Gracias por estar ahí siempre.

A Paco Baute. Mi más bonita casualidad. Cómplice y consejero. Amigo y alma gemela.

A Sonia, Esther y Sara. Mis Supervivientes, mis recursos humanos, compañeras de profesión, de vida y mi familia elegida.

A @elmundodelascosasdelamery, por representar a mi yo más yo.

Y a ti, a Él, por inspirarme y hacerme sentir tanto amor.


Yo soy de esas.

De esas que caminan descalzas por su casa, por su vida y por el mundo. Hasta limpio descalza. Adoro las vibraciones de la vida bajo mis pies y la sensación de frío que me deja estar descalza. Ese escalofrío. Es como cuando te acercas a la orilla y notas el mar bajo tus pies: todo encaja, te reconectas con tu ser más primitivo y natural, con tu esencia.

Soy de esas que disfrutan con las pequeñas cosas que les da el universo y todo lo que nos brinda este capricho llamado vida.

De esas que hacen de una frase un lema, de esto un tatuaje y de ahí un estilo de vida. «My life, my rules». Y así soy yo. A mi ritmo, con mis reglas. Bebiéndome la vida a sorbos, a mi manera.

De esas que, a pesar de tanto caerse y levantarse, una y otra vez, sigue creyendo que valdrá la pena, que llegará ese momento.

De esas que prefieren que le bajen una estrella cada día a que le bajen el cielo y el firmamento entero en un solo día.

De esas que viven en una continua montaña rusa porque no es un encefalograma plano, es más, de las que necesita dosis diarias de rock&roll en su vida.

De esas que baila descalza, a veces sola, a veces acompañada. De esas que canta cuando quiere y, casi siempre, cuando nadie la ve. De esas así, disfrutonas.

DIS-FRU-TO-NA.

También soy de esas que tiene días en los que el mundo se la come. Pero me come de un bocado, hace la digestión, me vomita y se me cae todo arriba, aplastándome. Hasta la sonrisa me pongo de escudo y, al día siguiente, vuelvo a buscar un motivo entre los mil pedacitos en los que me quedé para volver a creer y a pegar los trocitos que he ido pegando una y otra vez.

Soy de esas que sueñan con un mundo mejor, con la charla de su vida ante el público soñado y con el abrazo dado sin pedirlo.

De esas que siguen creyendo que hay gente que multiplica ¡y qué brutal cuando la encuentras!

Soy de esas que dan y dan sin esperar nada a cambio.

Y de esas también que no tienen suerte.

De esas que se desubican con frecuencia y bailan un tango con las expectativas.

¡Ay, mis amigas las expectativas, cómo nos joden la vida!

Y así, siendo de esas, sigo siendo YO. Luces y sombras a la par. Cariñosa y fría a la vez. Romántica empedernida (esto no lo puedo evitar ni negar…Y mira que lo intento). Resiliente. Loca.

De esas.


I - ¡Espejito, espejito! ¿Quién soy?

Creo que, seguramente, esta es una de las preguntas más difíciles a las que cualquier persona se puede enfrentar. ¿Que quién soy? Pues soy Mery, mujer, de treinta y…, morena, con trabajo fijo. Mi única posesión material considerable es un coche de 14 años de antigüedad, «mi peroli».

Vale, Mery, esto no le dice nada a nadie, salvo que tu Peugeot 207 es una máquina y un mecherito, jajaja. Vamos a tratar de hacerlo algo mejor y que me conozcan un poquito.

Pues bien, ¡allá vamos! Me llamo Mery. Nací el 7 de julio de 1987 (sí, ya lo sé, me llevo todos los 7; de hecho, es mi número preferido). Soy de un pueblo del norte de Tenerife que se llama Icod de los Vinos. Allí nací, crecí, me enamoré por primera vez, me caí, me levanté y allí he vuelto tras algunos años por ahí. No sé si seguiré mucho más ahí, pues me considero una ciudadana del mundo y la verdad es que no siento apego por los lugares, aunque sí por las personas y los recuerdos que en ellos se anclan. Mi madre, ama de casa y experta en todo, y mi padre, funcionario en el Ayuntamiento del pueblo y profesor de inglés de medio pueblo de su generación. Soy la menor de tres hermanos, así como la menor, por ahora, del clan de Las González (ya les contaré quiénes somos).

Todos mis estudios básicos hasta bachillerato los realicé en Icod, en diferentes colegios e institutos del pueblo. Ante los ojos de cualquiera, se podría decir que fui una estudiante modelo y brillante de manual, aunque tardé bastantes años en asumir y entender el daño que me generó la exigencia tan brutal que yo misma me impuse. Era la típica niña que siempre sacaba sobresaliente y a la que no le costaba estudiar. Estuve en Comités de Solidaridad, en Consejos Escolares, me presenté a diferentes concursos literarios y los gané, solista y componente de diferentes agrupaciones musicales, y un largo etcétera de cosas. Recuerdo que odiaba la asignatura de Educación Física porque siempre me rompía la nota media, por lo que me puse muy contenta cuando en segundo de bachillerato me libré de ella y conseguí mi matrícula de honor con todo 10. Ahora, cuando lo pienso, no dejo de reparar en lo ridículo y estúpido de esas preocupaciones tan absurdas. Una de las muchas estupideces de mi vida. Todo lo que me habría ahorrado, en salud, lágrimas y dinero en terapia, si hubiera entendido antes el sentido de la vida. Pero bueno, eso es algo que me define. Está ahí y fui esa. Ese tipo de estudiante y, sobretodo, ese tipo de persona.

Tenía mi grupo de amigas del colegio que, al ir al instituto, fue variando y se creó La Chupi Pandi. Aún, tras más de 20 años, seguimos quedando las cuatro aunque sea una vez al año, porque todos sabemos, llegados a una edad y a un nivel de madurez, que más de dos personas cuadren sus agendas y puedan quedar un mismo día es como un milagro de la Virgen de Lourdes. Hay diferentes personas que marcaron mi infancia a nivel de amistad. Por suerte, unas siguen en mi vida, y otras, con mucha mayor suerte o porque el destino así lo quiso, ya no están.

Es curioso cómo hay personas que formaron parte de mi vida en la infancia, quizá no con unos lazos de unión muy férreos, y hoy son parte fundamental de mi vida y mi día a día. Personas que se han ganado un lugar en mi vida y en mi corazón para siempre. Este es el caso, por ejemplo, de mi amiga M.

Últimamente suelo decir que mi cerebro es inteligente, que funciona por libre y borra y desecha todo aquello que considera que no es relevante. Y eso es un poco lo que me ha pasado con mucha gente de la que ya no recuerdo ni su nombre, pero mi amiga M casi que sabe hasta su número de DNI. En realidad, tras pensarlo, creo que es también una forma de autoayuda que mi cerebro y yo hemos creado.

En mi infancia y adolescencia se concentran mis mayores decepciones emocionales en cuanto a amistades. En esa época se forjaron mis mayores lastres emocionales. Esas anclas que no me dejan avanzar y subir a la superficie, esas que me ha costado tanto mover. Así que debe ser por esto que he decidido no acordarme de determinadas cosas, situaciones y personas. Lo que no nos hace felices, es mejor olvidarlo. He aprendido a leerme y a tratar de comprender mi caos. Para ser sinceros, voy sobrellevándolo como buenamente puedo. Algunos días voy on fire, y otros, ahogadita en lo más profundo de un pozo.

Así que, quizá, lo que mejor me define es que soy una montaña rusa continua. Vivo en un caos y drama emocional constante como buena cáncer que soy. Soy zurda. Esto puede no parecer relevante, pero yo he descubierto que los zurdos tenemos ciertos rasgos característicos, además de los que digan las investigaciones de las universidades de yo no sé dónde. Por ejemplo, tenemos una letra horrible. Es un hecho y hay que asumirlo. Soy súper analítica. En serio, demasiado, mi cabeza no para de analizar y de pensar sobre absolutamente todo, todo el rato, lo que, en ocasiones, llega a ser agotador. Soy muy curiosa. No en plan cotilla, porque la verdad es que la vida de la gente y lo que haga me da bastante igual, pero sí que tengo un afán continuo por aprender y averiguar. Escogí mi carrera universitaria porque consideré que era un punto medio entre las dos que me gustaban, así que ya se pueden hacer una idea del nivel al que llego. Estudié ciencias en el instituto y el bachillerato porque no soportaba la idea de cerrarme puertas. Considero que puedo aprender cualquier cosa si me gusta y tengo interés: desde la moda en estadística hasta el idioma ruso.

 

Añadido a todo esto, siempre he tenido un sentido de la responsabilidad superlativo para mi edad, así como un sentido muy marcado de lo que está bien y mal, o por lo menos para mí. Soy de esas personas que se cuestionan las cosas, el porqué de casi todo, y, según me dicen, hago que los demás se las cuestionen. Soy como una nota disonante en una vieja y común melodía que suena y suena, y lleva toda la vida así. No soy una persona de extremos, no todo es blanco o negro, es más, solemos navegar en grises. Simplemente, guío mi existencia en este mundo en función de lo que para mí está bien o mal. Me he autoimpuesto como función en mi vida, y con los míos, que yo soy la que resuelve los problemas, la que dice «venga, lo hacemos así», la que toma las decisiones, la que soluciona los problemas o arregla las cosas. Esto, también, llega a ser terriblemente agotador.

Soy la chica de la sonrisa constante. Siempre tengo una sonrisa en la cara, incluso cuando estoy cabreada se me puede sacar una sonrisa. No concibo mi vida sin reírme y creo firmemente que reírse alarga la vida, seré inmortal gracias a ello. Soy la chica que se puso la sonrisa de escudo. Un escudo con el que me protejo y una de mis cartas de presentación. Soy muy extrovertida. Me encanta la gente. Adoro estar rodeada de personas, conocerlas, imaginarlas, sentirlas, llenarme de sus historias, de sus esencias, del latir de sus corazones y deleitarme con sus sentimientos. Quizá por esta pasión mía hacia el ser humano me dedico a lo que me dedico. Soy directora de Recursos Humanos de una empresa multinacional. Es decir, trabajo y vivo por, con y para las personas.

Y, cómo no, también soy reservada con mi vida. Me cuesta muchísimo confiar en las personas, quizá por todos los palos que me he llevado. Sin embargo, una vez que me entrego, soy para toda la vida. Increíblemente fiel y leal. La lealtad, en todo lo relacionado con sentimientos, está muy infravalorada hoy por hoy, ¡qué tristeza me genera que esto sea así! A la vez, soy cariñosa y muy mimosa. Me encanta que me abracen, que me besen. Soy muy de contacto, de tocar a las personas, de sentir las temperaturas corporales, las vibraciones que todos tenemos, el frío y el calor, la piel de gallina o erizada y los pelos de punta al emocionarnos, las risas escandalosas como la mía, las silenciosas y también las graciosas que hacen que todos se rían, las lágrimas que caen por las mejillas. Llorar es un sentimiento tan normal como reír, esto hay que asumirlo lo antes posible.

Una drama queen. Sí, así me podría definir. Los problemas son una constante en mi vida, es así y ya lo tengo más que aceptado. Puedo reír y llorar a la vez. Me levanto queriendo comerme el mundo y a la hora del almuerzo ya me comió a mí y está haciendo la digestión. Un quiero y no puedo continuo. Unas veces me empodero y me pongo delante del tren para frenarlo con las manos y otras dejo que me arrollen por atontada. De esas que salen de casa con el «Voy con todo» de La Vecina Rubia por montera y también de las que algunos días regresan con el «me cago en todo» puesto. Resiliencia y resiliente. Esa palabra me define a la perfección. Es como la flor de loto que florece hasta en lo más profundo de un pantano. Pues eso: que me puedo caer mil veces, pero siempre, siempre, me levanto mil y una.

Sencilla. Muy simple. Las cosas materiales jamás me han impresionado y cada día doy gracias por pensar y ser así. Apasionada por la lectura (crecí con más de dos mil libros en casa, eso tiene que servir para algo), la escritura y la música. Las tres cosas vienen, supongo, de familia. Mi padre adoraba leer y escribir, además de que era músico, y esto, mi hermana y yo, lo hemos heredado totalmente. Los genes están como locos ahí, saltando y gritando con nuestra parte artística. He de reconocer que mi hermana, aparte de todo esto, tiene los genes creativos más desarrollados de la familia. Es una verdadera creadora de arte con sus manos. Una genialidad. Un derroche de todo. Ella es así. Mi llamada de socorro y la única persona que conozco capaz de darme la opinión más objetiva del mundo, aunque eso implique decirme que no tengo razón.

En definitiva, que esta soy yo. Mery. Un caos continuo. Cuerda y loca. Risa y llanto. Análisis y aventura. Amor y odio. Apasionada y reservada. Letras y notas. Calor y frío. Sol y luna. Mar y monte. Inconexa. Obsesiva. Me bebo la vida a sorbos, a morro desde la botella. A golpes voy andando, descalza, el camino que por vida me ha tocado.

#MyLifeMyRules


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Serendipity

Aprendí a ser mi más bonita casualidad.

Aprendí de un baño en el mar al caer la tarde. Aprendí que no hay oscuridad más profunda y pura que la del mar de noche, y que el agua, a esas horas, está menos fría de lo que parece.

El mar, el salitre, los colores del anochecer, tus vibras, tu baile con el sol al caer, dejando el paso en la pista de baile a la luna. Tu olor. Tú en mí y yo contigo.

La vida ¡y qué vida!

Y, por fin, aprendí que uno más uno a veces no son dos, otras, ni siquiera uno. Y la vida sigue fluyendo, tal como el mar sube y baja. Y es que todo lo del mar, tarde o temprano,

vuelve al mar…

Y ya está. Y qué gusto aprender y desaprender entre ola y ola, entre noches despejadas y aguas cálidas.

Aprendí. Aprendí que, tarde o temprano, cualquier circunstancia será ideal si encuentro algo que no buscaba.

Aprendí.


II - La lista de deseos

Quizá esta es mi forma de ubicarme, y de paso ubicarles un poco a ustedes, en el espacio-tiempo de este libro. Hoy es 19 de marzo de 2021, y esto que estoy escribiendo puede que sea alguno de los capítulos de mi libro.

Mi libro. Me parece increíble tan siquiera escribirlo. Siempre he adorado leer y escribir. De pequeña era más de poesía y microrrelatos, o de cartas incendiarias defendiendo los derechos de todos y criticando al gobierno. Sí, le escribí una carta a Aznar cuando la guerra de Irak. Cómo si eso hubiera podido parar algo… No obstante, es curioso cómo recuerdo la manifestación contra la guerra de Irak como algo muy especial. Fui con mi madre.

Esas épocas fueron de muchísimas discusiones en mi casa. Diferentes ideologías políticas, y yo indignadísima con el Gobierno. Recuerdo como un antes y un después en mis conversaciones sobre política con él, el día en que mi padre me reconoció que el Gobierno se había equivocado. Creo que esta actitud y opinión tan crítica frente a lo que para mí está bien o mal, o lo que interfiere en los derechos humanos, me viene desde pequeñita. Nunca he soportado las injusticias y se me ha ido la vida, y la bilis, intentando sobrellevar la abundancia de todo esto a lo que me he tenido que enfrentar y con lo que me he tropezado en lo que llevo de vida.

Una vez, en uno de los institutos en los que estuve, recuerdo que se celebraban unas jornadas sobre el pueblo saharaui y vino una mujer a contarnos sobre su vida allí. Ese día me sorprendí a mí misma al cuestionarme cómo era posible tanta bondad y cero rencores en un pueblo al que abandonamos, literalmente, a su suerte. En tierra de nadie, tras ser deseados y codiciados por muchos en ese afán y vergüenza que arrastramos de colonizar y occidentalizar a todo ser vivo. Y, sin embargo, allí estaba aquella señora contándonos de su día a día en un campamento. Sin absolutamente nada de lo que tenemos nosotros, sin nada de lo más básico que nosotros ni miramos porque de este lado del mundo todo viene dado. Sin agua, sin luz, sin camas, sin electrodomésticos, sin acceso a un supermercado para llevarnos todo lo que necesitamos, tanto de lo que solo compramos por consumismo… Sin nada, pero con tanto. Ellos que están tan cerca de nosotros, los canarios. Ellos, que podrían odiarnos y despreciarnos porque, reitero, les dejamos tirados como a la peor basura, vienen a un instituto a enseñarnos a montar una jaima, a pintarnos tatuajes de henna y a darnos una lección y una hostia sin mano en toda la cara, más que merecida, todo sea dicho. Ahí empecé a entender cuál era el significado de la vida para mí. Comprendí que es mucho lo que nos sobra en esta vida y muy poco lo que nos vamos a llevar de aquí. Todo lo que desperdiciamos y todo el tiempo que perdemos en gilipolleces sin fundamento. Y así, de nuevo, seguimos añadiendo estupideces sinsentido a nuestra lista. Aquella mujer, sus ojos, su mirada, marcaron un antes y un después en mí.

Y si estoy escribiendo en el 2021 es porque, evidentemente, hemos sobrevivido al 2020. Sí, ese año en el que el mundo se paró. El año en el que la humanidad se silenció para darle paso al sonido de la vida, de la naturaleza. Ese año en el que nos hartamos a comprar papel higiénico, levadura, harina y alcohol, consumimos más tele que nunca y Netflix petó sus suscripciones. Año en el que, de pronto, resurgieron cocineros, reposteros, científicos y expertos en virología, así como en pandemias, en cada portal y amparados tras la invisibilidad de las redes sociales. El puñetero Resistiré. Los aplausos a los sanitarios y a las fuerzas de seguridad y del Estado que, por cierto, ¡qué rápido se nos olvidaron…! Miles de runners y deportistas profesionales inundando las avenidas de los pueblos en cuanto nos dejaron salir por franjas horarias. Playas por turnos. Mascarillas por debajo de la nariz, por encima de la barbilla, en el codo y en la muñeca. Un año después, seguimos sin saber llevarla. Año, también, en el que el humor nos ayudó a sobrellevar todo y apareció gente para amenizarnos cada día. El año del teletrabajo, de aprender a toda leche informática. El año del uso del correo electrónico, aunque muchos sigan poniendo todo el texto en el asunto. El año de los famosos ERTE por fuerza mayor y del COVID. El año de las tasas de paro elevadas, endeudamiento, pobreza, medidas anticovid, cierres de negocios. Gel hidroalcohólico y guantes. Desinfección. El año de limpiar la compra y dejar los zapatos al entrar. El año en el que todos, TODOS, aprendimos a leer el BOE y el BOC. El año de las fases y los semáforos. El estado de alarma. También, desgraciadamente, el año de miles y miles de muertes. Muertes en soledad. El año en el que hubo profesionales que, aunque juraron salvar vidas, tuvieron que decidir como si de un dios se tratase quiénes merecían vivir y quiénes morir, porque todos no cabíamos en las UCI. El año en el que dejamos de visitar a nuestros mayores porque eran el principal grupo de riesgo. El año en el que se perdieron y olvidaron las caricias, los abrazos y los besos. El año en el que nació una generación que se criará y desarrollará viendo como normal esta nueva normalidad sin afecto y sin socializar, con círculos de confianza. El año de los niños, de sus risas, del único que tendrían para disfrutar con sus padres de desayunos, almuerzos, cenas y juegos. El año de crear recuerdos para siempre. Otro año de babyboom, dicen. El año en el que aumentaron las enfermedades mentales. El año en el que metimos durante dos meses en casa a las víctimas con sus verdugos. Año también de bajarnos la mascarilla para escuchar mejor, aunque esto fuera una completa estupidez. El año de los negacionistas, terraplanistas, antivacunas y todo lo que se les ocurra que empiece por anti y acabe en -ista.

2020. El año. Sí, ese año del que creíamos que íbamos a salir mejores personas y lo único que conseguimos ha sido demostrar el individualismo, el egoísmo más podrido, así como la incompetencia y la estupidez humana más abrumadora. El año en el que perdimos las sonrisas y entró como protagonista la mirada. El turno de las miradas. La hora de ver si habíamos sido capaces de recordar a quienes conocemos por sus ojos. ¡Y qué ojos, qué miradas, cuántas palabras se han dicho con esos ojos! Cuánto deseo hemos expresado al reencontrarnos. Cuántas ganas. Cuánta ansia. Cuánto de querer y no poder…Anhelos y añoranza. Morriña.

 

Y tras este año, que para mí fue como diez guerras de Vietnam juntas debido a mi trabajo, con miles de horas, noches de insomnio, ansiedad por tantas y tantas personas en el ERTE, por tanta incertidumbre, por no tener respuestas y tener 500 correos electrónicos con preguntas, por empatizar y no saber ni poder dar más… El año de volver a endeudarme, de trabajar hasta caer y querer morir, el año que me abatió y me arrasó como si de un huracán se tratara. El año de ver que trabajaba más que nunca y terminaba el mes sin un euro en la cuenta. El año en el que más me he frustrado profesionalmente y en el que más he deseado tener un break para ubicarme, poder pensar, poder replantearme mi vida o buscar un plan B, C, D o H. Año que, a su vez y pese a todo el esfuerzo incansable, fue un máster a nivel profesional y personal. Año en el que yo solo quería poder parar. Solo quería poder bajarme de la rueda del hámster en la que me veía día tras día. Si salía de mi cuerpo y me miraba, me podía ver pedaleando en esa rueda, gira y gira, con la mirada al frente, sin darme cuenta de que, si miraba a los lados, podía bajar de la rueda y salir por los barrotes de la jaula del hámster. Notaba que me iba consumiendo más y más según pasaban los meses. La ansiedad a niveles de hacía cuatro años, del insomnio ni hablo, la migraña presente cada semana, la paciencia a menos veinte y la irritabilidad e irascibilidad a más mil.

Pasé el año como pude. De hecho, mi hermana me regaló una chocolatina por Navidades que ponía por fuera «Yo sobreviví al 2020, ¿cuál es tu superpoder?». Y pues, supongo que fue eso.

Sobreviví al 2020. Y al empezar el 2021 decidí que, en efecto, tenía que darle la vuelta a la tortilla y salir de ese «autocompadecerse continuo» en el que me había sumido, salir de la zona de confort (si es que he tenido alguna), dejar atrás ese «mi vida es una mierda» y tratar de hacer algo. Entendí que debía dar pequeños pasos, ir pasito a pasito, para cambiar mi mundo y mis ganas. Y así surgió mi lista de deseos para el 2021.

Para empezar, el 2021 es impar, por lo que, para mí, ya empezaba bien. Como ya comenté, a mí el 2020 me sumió aún más en la pobreza, igual que a tantas otras personas que vimos mermado nuestro salario habitual, las moratorias de préstamos, etc.; con lo que decidí que, dado que lo material jamás me ha importado ni impresionado, iba a hacer una lista de deseos o propósitos que, o no costasen nada, o muy poco. Y me salió esto, que creo que nos sirve a todos:

1 Abrazar. En cuanto nos dejen, pero mucho, muchísimo.

2 Besar. A amigos, familia, amores. Besa unos labios que piden perdón y besa también los que te piden más.

3 Cantar. A todas horas (de aquí surgió mi reto particular de «1 semana, 1 canción» a través de mi Instagram, @mariac.perez.glez).

4 Bailar. Descalza, a medianoche, a solas y acompañada. En medio de una calle y en la oscuridad de la habitación.

5 Soñar. Es gratis y alimenta la esperanza.

6 Amar. De esto, mucho, porque «Querer es querer» y yo no sé querer a medias.

7 Leer. Esto cultiva la mente y abre mil opciones. Ah, también ayuda a adquirir vocabulario y a que hablemos algo mejor.

8 Escribir. A mí, esto, me alimenta el alma. Quizá escriba alguno de esos libros que tengo en mi cabeza… Y aquí estamos.

9 Beberme una botella de vino con esa persona. O sola. Son mis momentos.

10 Bañarme en el mar. Respirar el salitre. Oler a mar. Que me revuelque una ola. Que me muevan las mareas.

11 Reír a carcajadas. De esto, a diario. Si alarga la vida, yo rozo la inmortalidad ya.

12 Cocinar más. Para quiénes están ahí y para mí.

13 Sentarme en una terraza con mi gente y una birra.

14 Patearme la isla. Somos de aquí y no nos conocemos.

15 Llamar más cuando extraño o se me cae el mundo. Pedir ayuda y gritar auxilio. Las llamadas están incluidas y los minutos son ilimitados.

16 No permitir que la rutina me coma.

17 Brindar por los comienzos e ir a por ellos. A mí, el 2021 me huele a cambios.

18 Sacar de mi vida lo que sobra. La basura debe estar en el contenedor. Ah, y reciclar lo que se pueda, siempre.

19 Recordar (siempre) que aprendí, a base de mucho dolor, lo que SÍ, lo que NO y lo que NUNCA.

20 Darle adrenalina a mi cuerpo.

21 Alimentar mi paz mental. Esto no es nada fácil.

22 Volar mentalmente a todos esos sitios a los que no podré ir.

23 Ser FELIZ.

Y aquí me quedo, en impar.

Bienvenidos al mundo de Las Cosas de la Mery.


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Ensalitrada

Pocas cosas me desconectan, reconectan y reinician como el mar. Yo, ahí, soy yo.

Estar descalza, rodeada de callados, o de arena blanca o negra. Sentir el olor a mar. Sí, hay olores inolvidables y el del mar es uno. Olores que transportan a épocas maravillosas y momentos únicos. Se anclan en la mente.

El pelo revuelto por el salitre y la brisa marina. Un sombrero que se vuela con el viento. Una piel que sonríe al sol y se excita con el tacto de sus rayos. Un ánimo que cambia con el mar y el sol.

Una playa desierta o un charco escondido. Y el mar… Siempre el mar. Sentir el frío al entrar en él, la piel de gallina, el hormigueo en la barriga, el escalofrío… Sumergirme en él y ver cómo se abre el mundo. ¡Y qué fantástico mundo tenemos ahí abajo!

Bailar con las olas. Jugar en el mar. Un beso en el mar. Rodear con mis piernas tu cintura y dejarme caer en tus brazos. El vaivén de las olas. El deseo que no puedes parar y esas ansias que matan. El mar. Amar. Amor en el mar.

Un día en el mar. Un día perfecto. Dicen que: para todo mal, el mar, y para todo bien, también. Y es cierto. Yo te receto una cápsula de mar cada día durante el resto de tu vida.

Y se vistió con sus caras y su sonrisa de escudo. Sus tacones la anclaban al suelo y su pelo la llevaba al mar. A dos aguas, a dos tierras, de aquí y de ningún lado. Ensalitrada. Con su vida por frontera, así es ella.

Por lo que, definitivamente, el mar da felicidad. El mar es amar. Así son las cosas simples de la vida.

Comida y cura para el alma: mi mar.

Ensalitrada.


III - Para todo mal, el mar; para todo bien, también…

Alguien me dijo un día que «el mar es el único lugar en el que todo se equilibra, donde lo bueno y lo malo entran en calma». Hoy, meses después de esa conversación, creo más que nunca que es totalmente cierta.

Siendo de una isla, parece algo imposible que no me gustase el mar. En mi caso, no lo puedo adorar más, aunque sé que podría vivir sin verlo cada día, incluso aunque haya personas a las que esto les pueda parecer un insulto a la canariedad.

Si estoy cerca, lo adoro. Me encanta darme un baño o estar en un muro frente al mar, mirando al horizonte y comiéndome un paquete de pipas con mi amiga M. El olor a mar, el salitre en la piel, el pelo revuelto, la brisa marina, las pleamares y bajamares, el sonido de las rocas con el arrastre de las olas. Se podría hacer un diccionario de olores y sonidos que solo le pertenecen al mar. Ese mar que enternece corazones y que, entre subidas y bajadas, lucha continuamente entre el bien y el mal.

Pero yo he vivido también sin mar, sin tenerlo a 5 minutos de casa, sin tan siquiera intuirlo en el horizonte, y he de decirles que he sido tremendamente feliz sin mar. Quizá hubiera podido aparecer la añoranza con el tiempo. Seguramente. Puede que, llegado el momento, hubiera necesitado un escape, un acercarme al mar para olerlo, para sentirlo, para dejarlo tocarme, para sentarme en la orilla a ver el ir y venir de las olas, pero no tuve tiempo ni de llegar a eso.

Si me preguntan si creo que se puede vivir sin mar en el día a día, la respuesta es sí. Sin embargo, todo ser humano debería tener el derecho de ver, tocar, oler y sentir el mar, al menos, una vez en su vida. Yo, tarde o temprano, siempre vuelvo al mar. Es mi origen. Es mi elemento. Me define como ser.

Mi relación con el mar empezó desde pequeña, como supongo que para muchos o la gran mayoría de mi círculo cercano. En mi pueblo hay una playa, pero lo cierto es que yo casi nunca fui a ella. De hecho, a día de hoy sigo sin hacerlo. Lo que se dice ir y bañarme en la playa de mi pueblo, pues más bien como que de San Juan a Corpus, cada no sé ni cuántos años… Pero el amor más profundo por el mar empezó en mi playa favorita del mundo mundial: la playa del muelle de Garachico. Hay mucha gente que no entiende cómo puede tener la bandera azul, pero para mí ha sido, es y será la mejor playa del mundo. Pequeña, tranquila, segura, de callados, con el agua preciosa y el fondo infinito. Llegué a la conclusión de que esto era así porque los mejores recuerdos de mi infancia están ahí. Creo que los únicos recuerdos que tengo, en los que éramos felices juntos los cinco, son ahí, en esa pequeña playa de callados. Y es cierto que ahí se equilibraba todo. Todo. Ahí no había ni discusiones, ni peleas, ni riñas, ni celos, ni problemas de ninguna índole. Ahí solo estábamos mis padres, mis hermanos, mi tía y mis primos. Ya está. Ahí la vida era simple. Ahí la vida era vida.